CRÍTICA



  • Nacido y criado junto al desarraigo
    Por Marcos Vieytes


    Nacido y criado cuenta la historia de un desarraigo. El de un hombre, esposo y padre joven que se extirpa a sí mismo del núcleo reconocido como propio para injertarse en otro que le es completamente ajeno. La razón responde menos a su voluntad que a un accidente, por no decir a un capricho del guión, pero si la transición nos es escamoteada no sucede lo mismo con sus consecuencias físicas y mentales. La reacción traumática del protagonista que motiva su cambio de hábitat, por fortuna jamás representada visualmente, es uno de los aspectos más ampulosos y arbitrarios de la película, pero como también es la razón de ser del relato conviene “acatarla” y luego, acaso, analizar a qué responde. Lo cierto es que las tres cuartas partes de la película transcurren en ese otro lugar en el que se exilia el personaje, y que responde a la geografía extrema del sur argentino.

    Marcela Gamberini ha señalado que en casi todas las películas de Pablo Trapero suele haber un traslado y un retorno final del protagonista a su entorno natural. En Mundo grúa, el Rulo viaja también al sur cuando pierde su trabajo para volver poco después, víctima de sí mismo y de la inestabilidad político económica del país; en El bonaerense es Zapa quien tiene la oportunidad de entrar a la Policía, lo que implica dejar su pueblo y venir a una fagocitadora Buenos Aires; y aquí el que se traslada es Santiago, porteño diseñador de interiores enamorado de su esposa e hija, después de un accidente previsiblemente fatal que Trapero resuelve de forma abrupta, lacónica y precisa. Tras lo cual hay una elipsis de dos años que nos arroja contra el cielo pétreo, la nieve sucia, el viento y los nuevos personajes que rodean al protagonista: un riojano comprador de pieles y su hija, única prostituta del lugar; un supuesto mapuche protagonizado por Tomás Lipán, quien tiene la carcajada cinematográfica más auténtica que yo haya escuchado en años, y al que todos llaman Cacique; y Roberto, empleado como el propio Santiago del mínimo aeroparque que tiene la población y compañero de casa, de cazas, de fríos y de borracheras.

    Con esos escenarios y esos personajes Trapero construye una película que es muchas pero también ninguna (recomiendo –aunque tampoco demasiado– entrar a verla por segunda vez veinte minutos más tarde, justo en el momento del accidente, para comprobar que la trama que va desde ese punto hasta el final no nos deja extrañar en lo más mínimo el prólogo urbano). El indudable peso de la situación que da pie a la fuga traumática del personaje y a la construcción de Nacido y criado, nunca llega a ser del todo convincente. Guillermo Pfenning (Como un avión estrellado) es una buena máscara de la soledad y el tormento interior cuando calla y espera, pero es imposible creerle la catarsis del final o los signos previos de su inestabilidad. Claro que a ello contribuye esa mixtura no necesariamente feliz entre artificio estético y registro documental que Trapero se empeña en cultivar y muchas veces produce, como en este caso y como también en Mundo grúa con la presencia disonante de Adriana Aizemberg emparejada a la frescura de Margani, una enorme brecha entre el tono actoral de los profesionales y el de quienes no lo son.

    Un ejemplo paradigmático de este conflicto se hace carne en el cuerpo y la voz de Federico Esquerro, el hijo del Rulo en Mundo grúa y nuevo compañero de Santiago en esta: un pibe gordo y pachorriento de porra profusa que repite siempre una misma performance simpática que nos hace pensar en esos pibes que ya tienen más de treinta años, padres rumbo a la vejez y un par de hijos, pero siguen chupando cerveza en la esquina y negándose a crecer. Su presencia tiene algo de marca de fábrica del cine de Trapero. Ha estado en todas sus películas, incluyendo su aparición en El bonaerense como el cadáver de un ladrón baleado por la policía en la Panamericana, y parece darle un aire de continuidad familiar a toda la obra. Lo cierto es que Esquerro no es un actor profesional, pero tampoco es una presencia virgen de celuloide que ventile la imagen o exponga la conciencia del artificio. Pudo haberlo sido en Mundo grúa, pero no ahora. Uno se pregunta, entonces, cuál es la razón de ser no ya de su inclusión en el reparto de la película... sino de su protagonismo en ella.

    Cuando miraba la película en la sala noté que sus apariciones y líneas de diálogo causaban la risa de más de un espectador, por lo que no es descabellado suponerle una función de comic relief (un secundario gracioso y medio tarambana que descomprime la tensión general). Pero la gracia de un personaje tal es de vuelo bajo, y atar a su presencia buena parte de los destinos de una película es condenarla a un provincianismo atroz. Como si Trapero no se decidiera a dejar atrás a esos amigos suyos del barrio, jodones y cariñosos pero de una molicie monumental, para desarrollar un cine ambicioso y cosmopolita, más dispuesto a construir su propia realidad que a valerse de retazos desvencijados de la cotidianidad incorporados en un film. Ya sin un personaje irrepetible como el del Rulo oficiando de centro magnético del relato, Trapero precisa concentrarse en la puesta en escena para conseguir otra obra tan homogénea como su opera prima.

    Son muchos los elementos de Nacido y criado que demuestran la posibilidad que tiene de lograrlo: el sugestivo y poderoso uso de la música, el placer cromático que se deriva de su visión, y esa materialidad que tienen sus películas y de la que tanto adolecen otros cineastas del nuevo cine argentino. Sin ir más lejos, la escena de sexo entre la puta del pueblo, Santiago y Roberto es un prodigio formal en la que el deseo de los cuerpos se conjuga con los movimientos de cámara y la canción litoraleña que escuchamos a través de una radio, para darnos uno de los mejores y más excitantes momentos cinematográficos del año. Que se interrumpa, como viene sucediendo cada vez que el placer asoma entre los pliegues del celuloide nacional, no es otra cosa más que un síntoma de audacia recortada sin razón aparente. Pero el relieve, la textura y el volumen de esos planos, de aquellos en los que la F-100 se recorta contra el paisaje industrial y fantástico de Río Turbio con las montañas de fondo, o de la secuencia en la que Santiago dispara al aire en la noche, bastan para recordarnos que estamos ante un cineasta capaz de filmar imágenes de una belleza sobrecogedora y plenas de sentido.



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