ARTÍCULO



  • ¿Y si es una huella?
    Por Julio César Guanche


    Cuando parecía que, después de cuatro libros de revelaciones personales, Alfredo Guevara era ya incapaz de sorprendernos, la aparición de ¿Y si fuera una huella? (Ediciones Autor, 2008) es un aviso intempestivo de todo lo que aún falta por conocer del autor de Tiempo de fundación.

    Los grandes escritores asombran con sus textos, pero no siempre alcanzan con estos grandes sorpresas. Como se sabe, el asombro es un rango distinto a la sorpresa. El primero es territorio de la enormidad, mientras que la segunda es lugar recién creado por ella misma. Los epistolarios de los grandes escritores sorprenden allí donde sus obras ya solo consiguen asombrar. Por tanto, las colecciones de cartas despiertan morbosidad: hacen las veces de memorias, y casi siempre se leen como narraciones, con sus meditaciones íntimas, crónicas de entuertos y revelaciones trágicas.

    Si las cartas son de un hombre teatral, con sentido del humor y vasta cultura, estas harán felices a los amantes de la literatura, esos pobres seres que experimentan sensaciones físicas ante la belleza de una frase o la desmesura de una imagen. Pero si ese hombre, además, es un gran pensador, un auténtico revolucionario, y ha fundado empeños como el ICAIC, el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, el nuevo Cartel cubano o el Grupo de Experimentación Sonora, su correspondencia puede provocar verdaderas obsesiones.

    Publicar un epistolario, o es un acto de valor inaudito o lo es de una cobardía total. Muchas veces, sus autores lo dejan como legado envenenado al mundo que abandonan. Dejan una cláusula áspera en el testamento: «publiquen mis cartas». Es acaso la única sonrisa que disfrutan ante la proximidad de la partida: venganza personal, «después de mí el diluvio», queriendo que el mundo se acabe, con él, tras la batalla final entre quienes aparecen mencionados en la correspondencia del espanto.

    Como hombre lúcido, Guevara sabe que no hay inteligencia interesante sin una pequeña escala diabólica. Pero no nos deja aquí, con su epistolario, alguna clase de herencia que pueda explotar en nuestras manos. Guevara es un hombre que no aprecia la prudencia ni la disciplina, pero sí la consecuencia de quien cumple deberes: renunció a hacer películas –quién sabe a dónde hubiese llegado el joven asistente de dirección de Buñuel–, pero también renunció a escribir formalmente filosofía, que sospecho es su gran pasión, incluso más que el cine, para poder dejarnos, en ese acto de valor que solo raya con el candor, la historia abierta de una huella.

    Publicar un epistolario como este es violar la intimidad de los lectores. No es tanto el que ha escrito una carta sin imaginar que será leída cuarenta años después por un completo extraño, el que se descubre al publicarla. Es quien la lee el que se redescubre, el que siente su propia intimidad conmocionada.

    Como Chéjov, que escribió 4 000 cartas en 25 años, Guevara ha escrito otras tantas. Desconozco si la palabra para definir esa vocación es «epistológrafo», que suena tan mal para un lector de Proust. No sé si es esa la palabra que Guevara buscaba para definir su obsesión por escribir cartas, pero en todo caso está equivocado: su obsesión es la creación, y la vida, tan vengativa como es, lo condenó a escribir epístolas. Su existencia puesta en «abrir caminos» lo condenó a escribir esas cartas asombrosas y sorpresivas que cuentan la fundación de una revolución, de un cine, de una vida, y que resultan sagas de novelas extraordinarias, libros enormes de ensayos y películas de culto. Guevara es, ciertamente, malévolo cuando se pregunta «si fuera una huella». Él ha escrito su correspondencia con la tinta limón de los clandestinajes: la pregunta parece dirigida a él, cuando en realidad nos interpela a nosotros. Con ese guiño socarrón, nos deja a solas con su misma pregunta: «¿y si (yo) fuera una huella?».


    (Fuente: www.habanafilmfestival.com)


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