CRÍTICA

  • La vida, simplemente
    Por Pamela Biénzobas


    El puerto miserable y sin esperanzas. El puerto hermoso y romántico de las canciones. O simplemente el puerto, a secas. Valparaíso, pobre y bello a la vez, es el protagonista del primer largometraje del doctor Aldo Francia. Es la ciudad, cuyos cerros recorrió tantas veces el pediatra atendiendo a sus niños, que toma forma en los rostros de los actores de Valparaíso, mi amor .

    Francia escribió junto a José Román esta sencilla pero tremenda historia que acabó por transformarse en uno de los títulos indispensables del cine chileno. Pese a la notoria influencia de estilos europeos, especialmente del neorrealismo italiano, la mirada de su autor se diferencia de sus posibles predecesores al intercambiar el dramatismo por una curiosa distancia, mezcla de amable sarcasmo y paternal reproche.

    La película no se compadece de sus lamentables personajes. Tampoco los juzga. Simplemente los contempla y acompaña. Dedica gran parte del relato a demostrar lo duro y cruel que puede ser el puerto con sus habitantes, pero lo hace como si contara la verdad más sencilla y eterna y no como si buscara generar un cambio.

    Al fin y al cabo, ¿qué o quién tendría que cambiar? ¿Quién podría cambiar? Francia denuncia, es cierto, en la medida en que muestra. Pero su paternal amor por Valparaíso y sus habitantes se traduce no en apasionada defensa, sino en aparente indiferencia. Así es el puerto, para bien y para mal. Y no parece querer cambiar, así es que lo mejor es seguir adelante y tratar de sobrevivir lo más dignamente posible. Es una suerte de resignación fatalista que raya en el optimismo; una mirada que por feo que sea lo que ve, no puede dejar de contemplarlo con cariño.

    No se trata en absoluto de una estética de la pobreza; de esa visión vertical que pinta de irresistible belleza la penuria. Tampoco de una exposición sensacionalista de la carencia. Al contrario, la miseria está asumida con tal naturalidad que no transmite el menor afán de instrumentalización. Es por eso mismo que su discurso se hace tan potente. Porque la película no lo enuncia, sino que lo expone. Porque no se presenta como una reflexión de los guionistas, sino como una realidad inexpugnable, enraizada en la existencia diaria de la ciudad.

    Filmada en las calles del puerto, con apenas un puñado de actores profesionales y un gran elenco de pobladores, Valparaíso, mi amor narra las consecuencias que tiene sobre distintas vidas un acto de la justicia. Cuando el padre cesante y viudo interpretado por Hugo Cárcamo cae preso por robar vacas, su familia queda abandonada a su suerte.

    Sara Astica encarna a su actual conviviente, quien además de hacerse cargo de los hijos de él, se entera de que está embarazada. Con apenas su trabajo de lavandera debe alimentarlos a todos, tratando de evitar que caigan en la mendicidad, la delincuencia y la prostitución. Para ellos, en cambio, es difícil seguir siendo niños y además sobrevivir "honestamente". Su destino pareciera estar marcado, y no es que eso les moleste demasiado.

    Son parte de la ciudad. Ellos son Valparaíso. Ellos son a la vez la belleza y la miseria del puerto de sus amores. Y Valparaíso es ellos: es la muerte que llega porque no hay recursos para desviarla, es el robo asumido sin cuestionarse, es la venta del cuerpo a cambio de un poco más de algo que no se sabe bien qué es. Es el destino dibujado entre los cerros. Y cuando no se tiene nada más, el destino puede ser el mayor de los tesoros.


    (Fuente: Tomado de www.mabuse.cl)


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