CRÍTICA

  • Golpeando las puertas del cielo
    Por Jorge Letelier


    La secuencia inicial de Bastardos en el paraíso presagia lo peor. Una cámara al hombro ubicada en el asiento trasero de un auto muestra a un grupo de jóvenes escapando de un suceso delictivo. Ellos gritan, se insultan y su histerismo desaforado parece ser el inicio de aquellos típicos dramas de adolescentes inadaptados e insoportables que el cine estadounidense nos ha entregado por toneladas.

    Y aquí está la primera paradoja. Porque bajo los ropajes de un filme modernista con resabios Dogma, se esconde una película chilena (coproducción chileno-sueca, en rigor) que trata de chilenos en el exilio, y de los fragmentos que quedaron de ellos. Pero aquí hay muy poco de esa retórica discursiva y del tufillo nostálgico que alimentó a una parte de ese cine (los filmes de Helvio Soto y Miguel Littín, por ejemplo), sino que es un relato que afincado en los contornos del género policial, se transforma en un intenso fresco social y a la vez en un filme político que no habla (aparentemente) de política.

    La película de Luis R. Vera no necesita exteriorizar su condición. No requiere enfatizar su dimensión de artefacto hecho por y para exorcizar viejas heridas asociadas al destierro pinochetista. Pero si lo logra aún más que otros filmes que se concibieron para ajustar viejos traumas, es porque combina la indignación del propio exiliado, con la distancia del observador neutral que contempla una sociedad ajena y el oficio de un realizador que ante todo, comprende que se trata de un espectáculo.

    Porque en la historia de los tres amigos de infancia que separan sus caminos para luego reencontrarse en forma dramática, hay mucho más que una fábula sobre los pesares del exilio y la búsqueda de una identidad propia. Una desesperación vital cruza la cinta en todo su metraje, y es la inanidad del estado y de un sistema social que aparece lastimosamente como una sombra de aquel estado benefactor que fue la envidia de los países que alguna vez tuvieron aspiraciones sociales.

    Esta comprobación, tan desoladora como pocas veces se ha visto en la pantalla en los últimos años, tiñe de un carácter casi heroico a la conducta asocial de los protagonistas, en especial la de Manuel (Camilo Alanís), un hijo de chilenos que ha crecido bajo la utopía nostálgica de su padre (el excelente Pablo Vera Nieto), de creer que el Chile que los espera al otro lado del mundo sigue siendo el paraíso perdido.

    Y aquí se instala una nueva paradoja. Haciendo un (suponemos) doloroso acto de contrición, Vera hace trizas la paternalista visión del exiliado como víctima de la malignidad del otro, y ajusta cuentas con los propios errores de quienes no hicieron todo lo que estuvo a su alcance para adaptarse a una nueva realidad.

    Por ello la figura del padre es emblemática. Negándose a trabajar en algo que no sea su profesión, y con la madre haciendo el trabajo sucio para mantener a la familia, esta inmovilidad existencial descubre el verdadero trauma tras la imposibilidad del padre de obtener un lugar en la sociedad sueca: cómo los hijos perciben aquella marginación. Y esto opera en Manuel con una desoladora autodestrucción.

    Bastardos en el paraíso es muchas cosas a la vez (filme político, policial y sobre el tan manoseado género de jóvenes inadaptados), y claramente ninguna de ellas alcanza la perfección. Pero en su aparente desorden narrativo y su atropellado intento de denunciar el lado menos glamoroso de una sociedad europea, arremete con indignación y personalidad, convencido de que sus imágenes hablan con la potencia del mejor cine de denuncia (y de hecho lo hacen).

    Pese a que por momentos Vera enfatiza demasiado el tono de su relato y su propia subjetividad (y por ello se inclina por una puesta en escena machacona y en apariencia amateur, propia del manifiesto danés), la brutal honestidad de su narración es demoledora y bajo sus pies caen tabúes, prejuicios y mentiras escondidas tras los oportunismos ideológicos del discurso oficial. Vera no intenta darle el gusto a nadie, ni a chilenos ni a suecos, y esa postura, dentro de un cine que apuesta casi patológicamente por agradar a cualquier costo, claramente lo sitúa a años luz en convicción y rigor de otros ejemplos recientes de nuestra producción fílmica.


    (Fuente: Tomado de www.mabuse.cl)


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