CRÍTICA



  • El baño del Papa, uruguayo nomás
    Por Diego Brodersen


    Si me corren por el lado del costumbrismo, del pintoresquismo, del paternalismo y hasta del miserabilismo for export, debo conceder que El baño del papa está lejos de ser una gran película, pero esta suerte de Historias mínimas a la uruguaya resulta irresistible en buena parte de sus 97 minutos a partir de la simpatía y frescura de muchos de sus personajes, que hacen gala de ese inconfundible decir y de la idiosincrasia (entre melancólica, solidaria y cansina hasta lo displicente) del ser oriental.

    Ambientada en Melo, muy cerca de la frontera con Brasil, en 1988, es decir, días antes de la visita del papa Juan Pablo II al lugar, esta tragicomedia relata las desventuras de los habitantes del pueblo, que creen ver en ese evento la posibilidad de una "salvación" bastante más material que espiritual. Las estimaciones de 50 000 visitantes -la mayoría brasileños- hace que todos inviertan sus escasos ahorros, pidan préstamos o hasta vendan sus propiedades para tener suficiente mercadería (banderitas, chorizos, bebidas, lo que sea) para satisfacer a la inminente invasión de turistas. Lo de Beto, en cambio, es más modesto: construir el baño que su casa no tiene para alquilarlo a los urgidos visitantes.

    Beto es un típico buscavidas, un exponente de la clase baja que lucha por sobrevivir al día, un contrabandista-hormiga, o sea, uno de los tantos vecinos que recorren 60 kilómetros en bicicleta hasta Brasil para traer -siempre que no los atrapen los de la aduana o los de la gendarmería- algunos artículos a pedido del almacenero. En ese contexto, su intento por hacer el baño se convertirá en una épica casi de proporciones bíblicas, no exenta de contratiempos y hasta de dilemas morales.

    Los actores están bien, la narración es correcta (Charlone -fotógrafo de Fernando Meirelles, Spike Lee y Tony Scott- por momentos se excede en su regodeo esteticista y la música de Gabriel Casacuberta y Luciano Supervielle, integrantes del combo tanguero-electrónico Bajofondo, resulta en algunos pasajes demasiado invasiva y "moderna" para el ambiente que se recrea), pero la película casi nunca supera una medianía agradable e intrascendente. No estamos, quedó dicho, ante un gran exponente del nuevo cine del país vecino (me quedo con las películas de Rebella Stoll o con Acné), pero hay algo que queda claro: hasta el peor costumbrismo uruguayo (y este no es del peor) es mucho más entrañable que el argentino.

    (Fuente: Otroscine)


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