ENSAYO



  • ¿Quién eres tú Sara Gómez?
    Por Gerardo Fulleda León


    Pudo ser una negrita pianista "clase media", para ello fue preparada. Estudió en el conservatorio de música de su ciudad con excelentes notas y tenía su espacio laboral en esa especialidad ya ganado, por herencia en la tradición familiar de músicos. Un golpe, de esos imprevisibles y cambiantes, la hizo levantarse la mañana del 1° de enero de 1959 a una realidad otra. A partir de entonces se dio un vuelco en su vida. La niña bien, de buenas a primera, estaba en todos los estrenos teatrales, en las exposiciones más atrevidas, en los conversatorios y tertulias de "explosivos intelectuales". Ella, y los de su grupo, devoraban lecturas poco comunes para otras generaciones de jóvenes, que iban desde El manifiesto comunista hasta La noche oscura. Pero sobre todo asistían a cines debates y veían mucho cine, toda clase de cine.

    Esto hubiera sido tolerable, acorde a los nuevos aires, si además no hubiera ejercido el periodismo, antes de los 20 años, en la revista juvenil Mella y en el suplemento del diario comunista Hoy domingo. Donde, por supuesto, de lo que más escribía era de cine. ¡Era demasiado! Pero para colmo asistía de alumna al seminario de Etnología y Folklore que impartía el connotado etnólogo y músico Argeliers León, en el Teatro Nacional de Cuba. Allí tenía de compinches de aula a Rogelio Martínez Furé, Inés María Martiatu, Miguel Barnet y otros. Había que admitir que iba por mal camino.

    Un día de 1961, como ya era de esperar, se integra a trabajar en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) como asistente de dirección de Tomás Gutiérrez Alea, en su filme Cumbite, con Jorge Fraga en El robo y con Agnes Vardá en un documental sobre Cuba. Al mismo tiempo realiza notas para la serie didáctica de documentales, Enciclopedia popular, supervisada por el maestro Santiago Álvarez. Al poco tiempo, como si cosiera y cantase, realizó su Historia de la piratería, que a ella siempre le pareció tan solo un ejercicio de oficio por la cercanía a los temas y maneras de su diario quehacer laboral. Realmente es un delicioso sondeo a un material que en otras manos sería pasto del habitual tratamiento didáctico y que por ella escapa de tal connotación, gracias a determinado humor y picardía que lo preside.

    En 1964 lleva a cabo su primer documental, Iré a Santiago. Allí en sólo 16 minutos, amparada por el poema de García Lorca, ejecuta un recorrido noble y entusiasta por Santiago de Cuba y sus habitantes. En imágenes frescas capta la espontaneidad, la alegría y la sensualidad del cubano. Lo edita ella misma con comentarios de su propia cosecha. Todo realizado al estilo free cinema, tan en boga entonces.
    Aún hoy resulta uno de los más impresionantes documentales filmados en Cuba, por aquellos años, por su calidad, rigor y riqueza creativa.

    Sara Gómez era ante todo una mujer de carta cabal, con una lengua cortante y pronta a restallar como una navaja al aire ante lo que no le pareciera bien; amiga de las bromas, las ocurrencias y de la buena música, negada a las etiquetas y a las consignas que intentaban tapiar interrogantes. Transgresora por naturaleza, ávida por conciencia y de una ternura que derrochó a raudales, en su corta estadía en la vida, entre sus amores, amigos y galanes, sus hijos, su obra y la cultura de su país.

    Debemos dejar aclarado ahora algo más: ella no era una feminista a ultranza, y algo más, compartía su condición de mujer con otros tres "pecados capitales": negra, de pro-cedencia humilde, y creyente de la religión popular sincrética, por supuesto que a su manera. Y aun algo más, le gustaba el "ambiente" o sea los llamados círculos populares de la ciudad donde se sentía en su salsa, allí donde se daban las manos marginales con obreros, el negro "vozalón" con el blanquito "guaricandilla", el santero con el católico. Y cualquiera otra clase de liga humana, mal vista por las "personas decentes". Pero lo más inquietante es que ante todo eso, ella no adoptó una postura exultante; sino que lo valoró críticamente mirando al envés, descolocando los fundamentos que les son propios y poniéndolos en tela de juicio para intentar separar la paja del grano. Con tales antecedentes... ¿Qué imágenes de la realidad podíamos esperar en sus filmes?

    La propuesta cinematográfica, desde su perspectiva que es interesada siempre que quiere ser reflexiva, es un ejemplo de la transformación artística que el arte ofrece de la vida real. Pues ésta siempre es una visión subjetiva, otra; aun la óptica del creador que pretenda ser más objetiva se ve precisada a seleccionar, estilizar y sintetizar los componentes del fragmento del devenir que quiere visualizar. Este proceso obliga a concentrarse en la clarificación de las tensiones y oposiciones fundamentales en detrimento de otras que signan el movimiento del fenómeno que se intenta exponer cuando se persigue una imago transformada en arte, reverberación de la transformación que permanentemente ocurre en la realidad.

    Por otro lado es incuestionable para cualquier sujeto del siglo XX, que el cine, de todas las artes, es la gran industria. Trasmisora de ideologías, modos de vida y patrones morales a seguir. El filme más "ingenuo y cándido" deviene quizás en el más peligroso, porque en él están diluidos y balanceados los componentes arriba enunciados, de la forma más digerible y por tanto asimilable. En las culturas del Sur se abre una problemática: sin pretender renunciar a los propósitos anteriores... ¿Cómo preservar e instaurar en un mercado exigente la visión propia de un mundo rechazado como productor competitivo pero a la vez portador de lo otro, tan necesario, aunque sea mínimamente, para calmar las apetencias exóticas de consumo de las grandes sociedades industrializadas?

    Nuestros realizadores tienen un poco en donde escoger. Puede hacerse un cine todo para vender, con palmeras tropicales, playas luminosas, logros y seres humanos espléndidos con problemas nada antagónicos, que la buena voluntad de la mayoría ayudan a resolver. O por el contrario hacer cintas con zonas de la realidad poco benévolas, difíciles de vender y con personajes que actúan de una forma que nos molesta, que desgraciadamente no viven en Marte, y con problemas muy agudos que ni ellos ni nosotros podemos liquidar por el momento. Inquietante paradoja.

    Muchos creadores consideran que la universalidad en el arte se logra limando la obra de las asperezas que no pueden ser entendidas y molestar, por crudos e inexplicables, en otros contextos o en nuestras propias determinadas circunstancias. Afán de esencialismo y supuesta trascendencia. Es un precio que a veces los del Sur tenemos que pagar para ser aceptados primero y luego acceder al mercado. Otros por el contrario, creen que yendo más a la raíz de las circunstancias, pese a sus durezas, problematizando más su material con las contradicciones que se evidencian en el manifestarse de las esencias y las apariencias, esperan hacer más comprensible su identidad, Sarita en los dos dilemas planteados optó siempre por la segunda alternativa.

    La otra Sarita

    En menos de 10 años (1964-1973) ella realizó su obra fílmica —15 documentales y un largometraje— que la sitúan, no sólo por su extensión sino por su profundidad y rigor ex-presivo, como la más importante cineasta cubana de este siglo y una de las grandes figuras de la cinematografía iberoamericana. No vamos a deternenos en todo su catálogo, con excelencias insoslayables, sino en cuatro de esos documentales y en su largometraje, por considerarlos máximos exponentes de su poética y de las preocupaciones como ser social y artista que la atenazaban. Crónica de mi familia (1966), Y tenemos sabor (1967), En la otra isla y Una isla para Miguel (1968), junto a De cierta manera (1973), serán los ejemplos a los que nos acercaremos.

    Vayamos por parte. En Crónica de mi familia nos encontramos ante algo inusual en una nación eminentemente mestiza como la nuestra, aun hoy en día, para el cine, la TV y el video que se hace en Cuba: la visión de una familia negra. Morosamente, como si estuvié-ramos paladeando visualmente los cuadros de una exposición, la cámara nos va desvelando a los miembros varones de la familia de la creadora. Todos músicos y de diversas generaciones. Los comentarios son escuetos, de una sugerencia contenida. Luego pasa a las féminas, con igual parsimonia, ellas como espectadoras de un concierto donde ellos interpretan, como parte de la banda de la ciudad, un aire musical reconocible. La cámara termina deteniéndose en un personaje casi mítico, una tía abuela pulcra y de punta en blanco, vieja que atesorabas tradiciones familiares como su virginidad, intacta.

    Ella es el resumen de todas las "buenas maneras y costumbres" que se veía obligado a asumir el hombre negro, si quería ser aceptado en la sociedad republicana, cuando no contaba con mucho más. La escuchamos hablar sinceramente, cauta y en una actitud algo socarrona, de actividades triviales de su pasado pero de las que se desprende un vaho de sumisión. La cineasta se pregunta, por voz de la narradora, "¿Habrá que cumplir la necesidad de ser un negro distinto?"

    De las comadritas y tapetes bordados, del amoroso ambiente humilde pero casi resplandeciente de la casa de la anciana pasamos a otra locación: un sitio aun más humilde donde otra mujer, aun joven, se mueve entre paredes descuidadas, imágenes y atributos de religiones de ascendencia africana. No oímos nunca de qué habla, pero la vemos desenvol-verse con su gestualidad desparpajada y su cigarro en la boca. La narradora no delata que esta prima ejerció la prostitución antes de la Revolución pero nos confiesa, que no sabe por qué, pero de todas las personas de su familia ésta es la que más le gusta. Y sobre este personaje haciendo las tareas de la casa se hace el final. Un poema cinematográfico que saca del baúl sus cartas de autenticidad, allí donde las familias negras hemos querido esconder nuestras falsas aspiraciones, nuestras mediocres existencias y las pequeñas miserias humanas, como un mal nefando e impublicable. Sobria y amarga manera de erigir nuestra dignidad, de ser lo que somos.

    Y tenemos sabor es uno de los mejores y más instructivos documentales sobre la mú-sica cubana que hayamos visto. Con maestría nos introduce en el mundo de los instrumentos musicales oriundos de Cuba. La quijá, las claves, el quinto, el güiro, las maracas, el guayo, los timbales y los bongóes son mostrados y analizados aclarándonos su función y el porqué de su origen, muchos de ellos de procedencia provinciana, rural y de raigambre africana. La directora que siempre aparece en pantalla toma la función que le corresponde al espectador repleto de interrogantes y expectativas; así quiere instruirnos y establecer un vaso comunicante con la diversidad de nuestros ritmos para que aprendamos a conocerlos y diferenciarlos, lo que nos haría más aptos para disfrutarlos cuando se ejecuta la música bailable: el son y otros ritmos complementarios. Aquí de nuevo el factor humano juega un rol primordial, rostros, actitudes de gente de pueblo, a veces en scorzo, que disfrutan del baile o permanecen como espectadores y coros, en sus singulares ambientes: solares, portales y habitaciones hacinadas. Estas particularidades apoyan esa mirada interior que sólo la sagacidad de un verdadero artista puede aportarnos con su punto de vista. Uno termina de ver la última secuencia regocijado y seguro de tener algo más que una visión turística, de la porción del país mostrado.

    Una isla para Miguel y En la otra isla nos enfrenta a dos de las obras más polémicas que ha hecho el cine cubano en su historia. Ambos recogen peculiaridades de un momento en los anales de nuestro devenir posterior al triunfo de la Revolución.

    Durante los años 65-67 un territorio casi despoblado por la avalancha de emigrante hacia la capital y las deserciones a otras latitudes continentales como el de la Isla de la Juventud —antes Isla de Pinos— con amplios terrenos para la agricultura y la ganadería necesitaba de mano de obra consciente que llevara a cabo los planes de producción en proyecto y se afianzara en aquel suelo. A su vez existía, en el resto del país y en especial en La Habana, un por ciento estimable de jóvenes con dificultades de conducta social por diversas causas que iban desde las ocasionadas por peculiaridades del carácter, estados de pobreza familiar, problemas políticos propios o de sus padres, conflictos con la religiosidad, maneras de manejar su sexualidad o de ser entendidas éstas por el medio. Cuando no algunos raterillos negados a estudiar o trabajar, proclives muchos de ellos,  atenazados por la intolerancia de algunos sectores a convertirse en lumpens sociales, si no se les atendía a tiempo y se encontraban formas, con comprensión y amplitud, de enrolarlos productivamente en la sociedad con sus características específicas. El Gobierno Revolucionario creó entonces en esta isla cercana a la isla grande, granjas de reeducación atendidas especialmente por jóvenes instruidos en diversas ramas, que con el trabajo y el estudio y un tratamiento humano intentarían disciplinar, instruir y sacar lo mejor de sí de los otros jóvenes.

    Era una tarea ardua. En Una isla para Miguel vemos a un chico de estos, Miguel, un mozalbete apenas que está siendo adiestrado, cómo se relaciona con los demás compañeros, cómo trabaja, coopera, se divierte y realiza las travesuras y los juegos de cualquier muchacho de su edad. A la vez toma estudios elementales con determinada seriedad. Se nos presenta a su madre, mujer pobrísima, con sus otros hijos, abandonada por el padre y tratando de cargar con su cruz de la mejor manera posible, con la ayuda económica de Bienestar Social y su trabajo. Es una lucha titánica pues la crianza no está sustentada tan sólo en el factor económico. Miguel asume en pantalla la necesidad de cambiar, de transformarse pues se siente por primera vez de otra forma, diferente, en lo que hace y en las relaciones que encuentra en la isla, según sus propias palabras.

    Sarita no trata de aleccionar, capta, escucha, muestra y va armándonos un enfoque más humano, de quienes para algunos pueden ser considerados como marginales, sin paternalismos pero sin edulcoraciones. No hay monsergas, ni teques ideológicos en su cinta. Para ella enfrentarse a esta parte de la realidad es un reto que hay que asumir: la necesidad de transformar al individuo pero también sus condiciones de vida. La realizadora no nos escamotea conflictos ni evade vivencias contradictorias. Ella misma quiere aprender y transformarse en otro ser más lúcido y humano ante lo que va descubriendo tras la cámara, aunque no responda a los patrones que la animaron a la pesquisa fílmica. Comprende y nos lleva a nosotros a comprender que la circunstancia mostrada es amarga pero propensa a la transformación siempre y cuando no eludamos la mirada y no desviemos el gesto necesario.

    En la otra isla se abre el muestrario: una muchacha de 17 años que quiere ser peluquera, un joven sancionado por actividades contrarrevolucionarias que trabaja de día y de noche dirige un grupo de teatro; un tenor negro que labora en la agricultura; un exseminarista que quiere abrazar a la Revolución; una muchacha que salió de un reformatorio de menores y otra tan callada que asusta, y Jimmy, otro joven expulsado de su beca de estudios en Checoslovaquia por negarse a cortar su melena, entre otros.

    Con este abanico y partiendo de un cine-encuesta, Sarita aporta un manojo de contra-dicciones de índole diversa sobre la condición humana de estos jóvenes —y que varios trataron de reducir a la etiqueta de desviaciones ideológicas—, signadas en su mayoría por la más absoluta sinceridad del momento. Más que alegatos son confesiones donde no faltan el optimismo, el candor, cierto acomodamiento, la insatisfacción y el desacuerdo. Ella vuelve aquí a aparecer en escena y los pulsa: se comunica con ellos para lograr sacar a flote los sucesivos rostros en los que pueden haberse enmascarado los jóvenes para subsistir.

    Manuela, una de las muchachas cuyo padre ha estado preso por ser agente de la CIA, mientras la madre se ha ido a los Estados Unidos y la ha abandonado, describe su experiencia. Y Cacha, la reeducadora, habla del proceso de rehabilitación de Manuela y responde con franqueza y amplitud sobre la necesidad de tratar a los muchachos como adultos en formación en los problemas del sexo. Sin prejuicios que condicionarían el tránsito a una doble moral. Sara recurre en este documental a la estratagema del cine dentro del cine, muestra a ambas, con imágenes, lo que piensan la una de la otra, el resultado es conmovedor. Lázaro intenta concebir un discurso orgánico y coherente en donde sin hacer total la dejación — ¿podría?— de su formación cristiana, logre conciliar sus necesidades vitales y de joven que vive en una nueva sociedad con los valores religiosos inculcados en sus hábitos y sangre. Lacerante encrucijada que transita el joven con claridad y vehemencia conceptual.

    El tenor negro, tras largas y sinuosas evasivas logra abrirse y mostrar su llaga: la causa que lo hizo abandonar una compañía de ópera y a dejar La Habana fue el prejuicio racial de varios compañeros y conocidos. Ya casi al final, sin ironías, con la candidez de quien quiere que le dejen una luz antes de irse a dormir para no perderse en el sueño, pregunta "¿Sara, tú crees que algún día cantaré La Traviatta?" Desgarrados testimonios que ahora nos hacen interrogarnos. ¿Qué habrá sido de estos jóvenes? ¿Dónde estarán y qué será de sus vidas?

    A muchos sorprendió que se le encomendara a Sara Gómez la realización de su primer largometraje. Resultaba excepcional que a pocos años de creado el ICAIC, una mujer joven haya iniciado su carrera profesional, en ese medio, reservado hasta ese momento a los hombres. Esta valentía y riesgo al cabo dio sus frutos no sólo en la obra de Sara, sino también en el acicate que para otras realizadoras posteriores,2 ha significado su ejemplo.

    De la mano tutelar de Titón, el visto bueno de Alfredo Guevara y con la colaboración del dramaturgo Tomás González, que ya había participado con ella en otros materiales, Sara acomete su mayor empresa. A su favor tenía el bagaje técnico y la carga expresiva de sus anteriores creaciones. En contra, su minada salud agravada por una reciente maternidad que debilitó al máximo sus reservas. Se lo jugó todo al canelo.

    Para entonces ya tenía mucho más claro lo que quería hacer en su empresa, una especie de film encuesta en que la realidad se sirviera de la ficción y viceversa. Apasionada y lúcida revolucionaria no quería realizar una pancarta de las bondades de la realidad, pero menos un coqueteo con la reacción. Nada que pareciera una película de propaganda social y turística pero tampoco la novelita rosa disfrazada de problemas clasistas.

    Fanón, Marx. Chris Marker, el neorrealismo italiano, Pudovkin, Godard, el indio Fernández, Marty y Despedida de soltero, la Vardá, Glauber Rocha y Pereira Dos Santos, Titón, Santiago Álvarez, y otra vez Fanón y Marx y siempre la gente del barrio y del ambiente deben haberla rondado, como ángeles tutelares, antes de ponerse detrás de la cámara para dar la orden de... ¡acción!
    Entre sus primeras decisiones estuvo filmar los sucesos sin retoques, que la película fuera de 16 mm —aunque después se ampliara el negativo a 35 mm— para no dejarse seducir por la belleza de los planos y la búsqueda de ello. Que la calidad de la imagen fuera granosa, espesa y verídica como la realidad.

    Ya el tema en sí era insólito en el ámbito del cine cubano: un mulato de un barrio mar-ginal, mudado con sus padres a un barrio residencial recién creado por el Gobierno Revolucionario, tiene amores con una profesora blanca de procedencia pequeño burguesa y que trabaja en una escuela en el nuevo enclave. Ambos entran en contradicciones por sus diferentes formaciones y actitudes ante la vida. Así de sencillo.

    El guión corrió a la cuenta de Tomás González, uno de los más personales drama-turgos de su generación quien posteriormente hiciera el guión de La última cena, ese otro clásico de Tomás Gutiérrez Alea. En De cierta manera, Sara y Tomás perfilan sus anteriores colaboraciones de una manera rica y singular. No es una historia lineal la que fraguan, se valen de interpolaciones, de otras historias particulares y de vivencias o materiales informativos de la realidad. Su afán no es reducir sino problematizar las circunstancias en que estos amantes se mueven para clarificar el por qué actúan y son así. Por eso los carteles, las bifurcaciones que enrarecen lo que sería el relato tradicional de la pareja dándole al filme una textura poco convencional.

    Realizada con actores profesionales y personas que vivían en el propio barrio o en semejantes a ese, quienes se representan a sí mismos y sus problemas ante las cámaras. La obra resulta de tal modo una especie de docudrama, algo más que un válido entretenimiento sino también una forma de reconocimiento a una zona de la cultura popular de nuestro país. Abierta al debate, toma a la realidad en movimiento consciente de que ésta se transforma paso a paso, día a día, aun imperceptiblemente pero con tendencia al natural cambio y al mejoramiento de la condición humana.

    Dentro de la dialéctica en que enfrenta a sus personajes, la creadora trata de que muestren todas sus facetas aunque esto sea contraproducente para el medio y a veces para ellos mismos. Por eso su cine aun molesta, lacera y levanta pústulas que han de despertar conciencias adormecidas. Indudablemente este filme, como sus documentales, no nos da una percepción complaciente de los individuos y su medio. Pues su realizadora necesitaba hacernos reflexionar, quizás primero a ella misma, antes que dictar consignas o estratificaciones sociales.

    El cine de Sara puede resultar imperfecto para algunos y no de arte sino de vida; pero una vida que tiene la emotividad y pujanza y verdad del mejor arte. Ella arremete en toda su obra y en su largometraje contra el machismo, ese mal que todavía nos aqueja y que nace de la incapacidad para asumimos a nosotros mismos como somos y a los problemas que nos plantea la existencia diaria. Mira en lo malo que se enquista en el hombre y sus circunstancias y en las tradiciones que le impiden alcanzar la plenitud humana. No los condena a priori sino que analiza que sus valores y códigos retardatarios sean religiosos, sociales o morales para que afloren las fuerzas sostenedoras de lo mejor, para la vida, el desarrollo y la memoria del individuo.

    De cierta manera resulta un desgarrado testimonio, no un alegato socio-político, sobre las relaciones humanas en transformación acorde a la lucha que establece una nueva ética en una sociedad imperfecta pero con empeño de perfeccionabilidad. Muchas lecturas al margen nos propuso su creadora que pueden encontrar los que se acerquen a esta cinta; yo me quedo con la fuerza simbólica de las imágenes recurrentes del film, como la grúa que con golpetazos de badajo demuele las destartaladas edificaciones de la vieja ciudad. Porque su obra es citadina habla de lo que duele y conoce al dedillo, la vieja, querida y soñada ciudad de La Habana, que se depaupera en parte a grandes trazos ante nuestros ojos, pese a los esfuerzos por apuntalarla; mientras una marejada renovadora sostiene a sus pobladores. Nadie como ella ha ido más allá en esta temática en nuestra cinematografía.

    Sara no alcanzó a ver terminada su obra mayor, la muerte le jugó una mala pasada. Tras finalizar la filmación de la película las tensiones, las alegrías y los sobresaltos acallaron definitivamente su corazón afectado por el asma crónica. Titón entonces, con amor y sabiduría, y la ayuda del editor Iván Arocha, terminó de ensamblar una película que fue concebida para dos horas y con material fílmico para doblar los 79 minutos de duración, a los que quedó reducido. De cierta manera fue recibido con agrado y celebraciones por el gran público en su estreno nacional, con algunas reservas de la crítica. Este largometraje junto a Y tenemos sabor son las dos fuentes hoy en día en que se sustenta la mitología creciente sobre la obra de Sara Gómez, desconocido el resto para los estudiosos de diferentes confines e inclusive para nuestro público y crítica.

    En Cuba más que en ningún otro lugar del mundo, se muestra, se habla y defiende fehacientemente la memoria popular que conforma la identidad, esto salta a la vista aun del más cándido de los visitantes. Por ello nos resulta más inefable el montón de imágenes que Sarita logró atrapar en su quehacer artístico, en donde laten gran parte de nuestras esencias y carencias vistos con ironía y humor a ratos, contrastantes a menudo pero siempre de forma honesta y reflexiva y que aguardan su mayor esplendor, su momento: ese en que podamos paladear toda su obra a plenitud, superadas las contingencias, temores y recelos. Porque como decía su hermano creativo y de alma, Tomás González, Sara "no sabía cantar a la Revolución sino hacerla desde dentro, sacando a la luz tanto lo bueno anónimo como lo mal hecho anónimo".3 Necesitamos también esa porción del espejo que nos devuelva la totalidad de nuestra imagen emotiva y dolida pero complementaria de la memoria e identidad popular cubana.


    1 Filmografía: Historia de la piratería (1962-63), Crónica de mi familia (1963. d. 8 min.), Iré a Santiago (1964, d. 16 min.), Excursión a Vuelta Abajo (1965. d. 10 min.), Y tenemos sabor (1967, d. 30 min.,), En la otra isla (1968. d. 41 min.), Una isla para Miguel (1968. d. 22 min.), Isla del Tesoro (1969, d. 10 min.), Poder local, poder popular (1970. d. 10 min.), Atención prenatal (1972, d. 10 min.), Un documental a propósito del tránsito (1971, d. 17 min.), Año uno (1972, d. 10 min.), Sobre horas extras y trabajo voluntario (1973, d. 29 mins.) y De cierta manera (1973, d. 79 min.).
    2 Ahí están en nuestros días la labor realizada por Lizette Vila. Gloria Rolando y Miriam Talayera, entre otras.
    3 Tomás González. “Memoria de una cierta Sara”. En: Cine Cubano no. 127. La Habana, 1989. p. 12-19. Número dedicado al cine de Sara Gómez.

    Tomado de La Gaceta de Cuba no. 4. La Habana, julio-agosto 1999. p. 42-47

    (Fuente: Catálogo Labores domésticas. Versiones para otra historia de la visualidad en Cuba. Género, raza y grupos sociales)


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