CRÍTICA



  • La rabia, de Albertina Carri, una obra sin concesión
    Por Iván Pinto


    La tabia, de la argentina Albertina Carri, transcurre en el campo, y podría entenderse como una reapropiación crítica del género de narración rural de tinte político de los 60, pero insertándose de lleno en el ámbito de una cierta violencia doméstica.

    Por una parte, está el padre severo, su esposa y la hija muda de 6 años que se comunica con chillidos de vez en cuando. Por otra, en la casa vecina, está Pichón, el amante de la esposa del padre, y al hijo Ladeado, de unos 10 años, amigo de la hija muda, obligado a trabajar en tareas de campo desde que era muy chico.

    Ambos niños le sirven a Carri para exponer una de las principales críticas que hará desde el filme y de alguna forma son el objeto discursivo para la narración: por un lado ambos son niños expuestos y sometidos a la sexualidad (el peligro de la violación/ser violado/violar, presente durante todo el filme como atmósfera tensa). Otra crítica tiene relación con el deber, al trabajo, a la obediencia. Ambos forman parte de un régimen doméstico donde él tendrá que llegar a ser el sujeto productivo del campo, y ella aprender a ser “una buena mujer”, atenta a las necesidades del hombre, esposo o padre.

    La madre, por su parte, es ambigua: por un lado, es una mujer que debe cumplir frente al padre severo, pero a su vez lo enfrenta y lo engaña con Pichón, con quien posee una relación sexual casi animal.

    Con estos polos, Carri entra de lleno a una zona no abordada por el discurso de izquierda sesentista que siempre tendió a idealizar las figuras del campo, ya sea bajo la forma del paisaje contemplativo, el retrato social y el sujeto de la lucha de clases.

    Carri entra desde otro costado: el paisaje es amenaza, esconde secretos; el retrato social es tamizado por la sombra del secreto (donde el mito cumple la función de normar, regular, someter), y la identidad (”política”) se juega en la zona de lo doméstico, no en la lucha de clases.

    El contraste de este relato podríamos encontrarlo en el cine político de los 60, donde el conflicto recorre el ámbito de la necesidad material, y la violencia de poder es ejercida desde el patrón hacia el trabajador.

    Al entrar en la zona de lo doméstico, Carri sigue en la línea crítica y transversal al discurso generacional que la precede (Los rubios, de alguna forma, también apuntaba a eso), profundizando en su sistema de representación, abarcándolo y negándolo (la inserción de las animaciones abstractas es un gesto en ese sentido, entrando a zonas de abstracción pura, así también la entrada de guitarras rockeras, que violentan el carácter criollista del retrato, asumiendo el cine como intervención en un aquí y un ahora), centrándose en los límites y exclusiones de ese discurso.

    Lo primero que llama la atención en la cinta tiene que ver con cuestiones de género: el cuerpo de la niña es siempre un cuerpo en disputa y en constante exposición. Aparece desnudo en una de las primeras escenas, mientras observa a su madre teniendo sexo con Pichón. Además, el padre le enseña que no debe desnudarse en el espacio público, por que hay una historia de un fantasma que “se come” a las niñas cuando se desnudan [1] . Por otro lado, los niños como sujetos, que también quedan fuera del protagonismo, ya que desde la figura del padre y la madre deben ser siempre educados, castigados y corregidos.

    Finalmente hay otra cuestión que recorre transversalmente de cabo a rabo la película, y es la cuestión animal, la animalidad, podríamos decir. Perros, ovejas, comadrejas, cerdos: Carri filma una matanza de cerdo en primer plano, la comadreja (amenazante y bella a la vez) sale a cazar gallinas, pero es a su vez enjaulada (Ladeado la encierra, pero la cuida, dejando en claro que de alguna forma los niños son quienes podrían acceder a esa zona animal de una forma menos mediada, un erotismo si no puro, más directo, corporal, carnal), los perros son sacrificados y culpados por matar ovejas, etc.; de frente y sin crispamiento, Carri parece apuntar a “algo”, en esta zona, quizás un espacio vedado y a su vez accesible, y no tomado en cuenta, una cierta economía libidinal en la cual lo animal es un factor que, al igual —y a diferencia— que las mujeres y los niños, debe ser tomado en cuenta. Quizás es aquí donde Carri logra emocionar de una forma extraña, incómoda, no humana (ni humanista, por cierto) al exacerbar la causa hasta límites de imaginable (Donna Haraway, ha escrito sobre “la política de los monstruos”).

    En fin, en una curva final con disparos (¿sería la rabia y su técnica violenta, una forma de aparición de lo negado, lo prohibido, lo animal?), una creciente monstruosidad y abstracción (en las animaciones, en la extraña comadreja), y un plano general de la mujer y la niña caminando de la mano bajo un sol que no ilumina y un pastizal amarillo, no dejan mucha oportunidad; se trata, claro, de mujeres de luto, mujeres “post” (históricas, humanas, políticas), por que a quien se ha matado (o quien se ha matado) ha sido al padre, al gran discurso.

    Carri sorprende y violenta en esta tercera obra, se nota trabajo, reflexión, agudeza y valentía, ya Los rubios había presentado bastantes discusiones desde distintas zonas del campo intelectual argentino sometiéndose a devastadoras críticas por parte de la izquierda más clásica, y encontrando, a su vez, distintos aliados. Como sea, se trata en ambas, de obras incómodas, con poca concesión y de difícil acomodamiento. Cuestión difícil de encontrar hoy en día.

    (Fuente: La Fuga)


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