Acácio, de la brasileñá Marília Rocha, una historia y tres continentes
Por Alberto Ramos
Acácio, el documental de la brasileña Marília Rocha acerca de un matrimonio portugués que se estableció a mediados de los setenta en Belo Horizonte, luego de vivir treinta años en Angola, trae a colación el sujeto problemático del colonizador asimilado, figura menos familiar que la del nativo fiel (estereotipo de larga genealogía cinematográfica) y su variante terminal, el emigrante devorado por la metrópoli.
A la manera de un viaje de descubrimiento, las primeras imágenes de Acácio se ubican en un tren que atraviesa Belo Horizonte, primera estación de un regreso a los orígenes que culminará al otro lado del Atlántico, en Monsalvargas, un pueblito perdido en la brumosa sierra lusitana de Marão, al que Rocha llegará luego de peregrinar hasta el corazón mismo de Angola. La referencia es siempre lo remoto, la provincia anónima: desde lo profundo de Portugal, Acácio Videira y su mujer salieron hacia África en plan de emigrantes coloniales, y de esta última regresaron tres décadas más tarde, a raíz de la independencia angolana, convertidos en ciudadanos de segunda, “retornados”. Brasil, tiempo del desarraigo, sería el capítulo postcolonial de su éxodo.
Lo que movió en un inicio a Rocha —y ella se mueve, literalmente, en trenes y aviones, mientras escuchamos en off sus impresiones—, es la revelación de que Acácio y su mujer Conçeião habían convertido su residencia de Contagem, enclave brasileño que recordaba a las localidades de Portugal y Angola donde vivieran, en una suerte de museo personal dotado de una sorprendente colección de viejas películas caseras y fotos. Acácio, ilustrador y fotógrafo, laboró en el museo etnográfico de la Angola Diamond Company, para el cual acopió documentación gráfica y escrita acerca de las tribus que habitaban la región de Lunda, al norte del país, así como piezas de arte adquiridas a su paso por aquellas. Su relación con dichas comunidades trascendió la barrera que habitualmente separaba al colono del aborigen: aprendió el idioma, probó las comidas, intimó con ellos al punto de acceder a sus ceremonias secretas como uno más; todo un camino de aprendizaje que lo convirtió en un “angolano” legítimo. Asimismo, Acácio volvió su cámara hacia familiares y compatriotas de la colonia portuguesa de Dundo para dejar testimonio de los rituales cotidianos, celebraciones y demás acontecimientos que animaban la vida del lugar.
Sus home movies y registros etnográficos asoman a cada momento del filme para ser cotejados en el tiempo y el espacio del presente con las impresiones de la realizadora. El discurso explota las afinidades y divergencias entre ambos: de la imagen tersa y el vívido cromatismo de la paleta digital, al grano, los arañazos y esa pátina nostálgica que confiere al celuloide la degradación del color; del recurso de enfocarse en las reacciones de los entrevistados a su correlato en otros pasajes donde una pausa de silencio, que invita a la contemplación, antecede a la voz humana; del contraste entre la dicción impersonal de Rocha y los apasionados comentarios del matrimonio, invadiendo el silencio (natural o deliberado) que acompaña a las imágenes; de la frontalidad, esa mecánica infalible de la pose para fijar, desde la docilidad del rostro y el paisaje, los emblemas de una arcadia moderna, sea metropolitana o colonial, hasta su negación por el caos de un presente que, como admite la directora, “parece reconstruirse ante nuestros ojos cada día”; frontalidad que, además, es conciencia reflexiva: los sujetos que miran sin titubear a la cámara de Acácio son tan cómplices como el propio Acácio, cuando pregunta si pondrán sonido a los citas de sus filmes, originalmente silentes.
La de Acácio es etnografía amateur, al margen del aparato académico. Apunta más bien a un gesto de autocomplacencia personal e institucional, expresión del orgullo colonialista que, en un acto legitimador, crea su propia memoria. En Acácio y su esposa, sin embargo, lo anterior reviste otros matices. En primer lugar dado que, forzados por la hostilidad familiar y social a dejar en dos ocasiones su patria de nacimiento, perciben a Portugal desde una distancia que excluye toda identificación sentimental. Cuando la realizadora les muestra la ruinosa casa familiar en Monsalvargas desde una toma fija que insiste en su decadencia, el matrimonio se explaya en la reconstrucción objetiva de la escena, tratando de suplir la ausencia de una emoción auténtica en un contexto donde la supresión del referente humano resulta de por sí harto significativa. Algo muy distinto ocurre con África, en que la visión del metraje provoca una suerte de catarsis en la pareja de ancianos. Reconocerse en aquellos fotogramas refuerza la noción de un tiempo ideal, de Angola como un paraíso habitado por gente (no importa si blancos o negros) amable, sonriente e ingenua, de un sentido de pertenencia que ni Portugal ni Brasil logran suscitar (“ustedes los brasileños no tienen mucho que contar”, comenta una orgullosa Conceição a Marília). Vale decir, Brasil y Angola existen en tanto “relatos” de Portugal: con la mayor inocencia, Conceição está dando su versión sobre un argumento clave del proyecto colonialista.
En segundo término porque Acácio, obviamente en virtud de su oficio, resultó tocado (y transfigurado) en mayor medida que Conceição por la proximidad del otro. De ahí que sus home movies y filmes etnográficos tengan, a pesar de moverse en ámbitos tan disímiles como lo doméstico y lo científico, el aire familiar de una mirada que no jerarquiza, sino simplemente registra, reconociéndoles de antemano un valor original, positivo “por defecto”. Ante la cámara de Acácio, nativos y colonos se ubican al mismo nivel, el de objetos de un inventario visual, emblemas de dos mundos que la historia ha presentado como antagónicos, pero cuyas fronteras son más lábiles de lo que se presume, a juzgar por el peso de los estereotipos de raza, poder, cultura y religión al uso. A la distancia que provee el tiempo transcurrido y la neutralidad del contexto brasileño, el ensayo de Rocha (su filme sobre esos filmes) busca integrar aquellos mundos en esa totalidad a la cual aspiró, siquiera involuntariamente, Acácio, cuya vida en lo sucesivo puede asumirse como una prolongación mental de la experiencia africana, en virtud de lo cual, remodelar una escultura o evocar aquellas imágenes es lo que da sentido al presente.
En alguna medida, Acácio terminó convertido en el otro (la animadversión con que lo trataron en Portugal a su regreso de África no habría sido infundada). Algo de la grandeza de aquella cultura pasó sin dudas a él. Piénsese en su historia del anciano que espera tranquilamente la muerte bajo un árbol de la sabana, cuya vida es como el sol, apagándose sobre el océano al atardecer, una de las visiones más gloriosas del filme. O en la evocación que hace de su ayudante Muatximbau cuando, en un trance difícil, Acácio dirige sus ruegos a Santa Elena y aquel hace lo propio con sus deidades africanas, ateniéndose a la lógica ecuménica de que dos oraciones resultarían por fuerza más eficaces. Uno de los momentos más reveladores al respecto es justo el “retorno” virtual de Muatximbau. Treinta años después de abandonar Angola sin despedirse de quien los consideraba “sus padres”, Acácio y Conceição no pueden ocultar su conmoción al reencontrarlo en el monitor de una PC, entrevistado por Rocha en un ruinoso predio angolano. Sin el menor reproche, el anciano solo atina a comunicar su estupefacción y alegría. Para el matrimonio, quien ahora regresa es uno de los suyos, África revisitada desde el presente que dialoga con las imágenes de un pasado mítico.
Al final del viaje, es esa África la que parece emerger ante Rocha en las corrientes de agua turbia y procelosa que, en una magnífica vista desde lo alto, se arremolinan sobre los arrecifes de la costa; un acarreo furioso, incontenible, que todo lo abraza y reconcilia. Justo entonces, la directora refiere un descubrimiento que parece destinado a dar la réplica de aquellas imágenes, y con el cual concluye el documental. De regreso a Brasil, Rocha tropezó con unas tomas descartadas por Acácio en que, por un descuido, la película había sido expuesta dos veces. Lo que se muestra no puede ser más elocuente: al exterior de la casa de los Videira en Dundo se superponen imágenes de una ceremonia de iniciación en la escuela Mukanda de Dundo. Dos realidades colisionan y conviven simbólicamente ante nosotros, disputándose unos segundos de inmortalidad, memoria tejida por una insólita simbiosis entre película casera y filme etnográfico a cuya sombra se intercambian roles, significados, estrategias..., revelándonos de golpe la impronta contradictoria de la experiencia africana, aquella que conquistó para siempre la mirada infatigable de Acácio.
(Fuente: Reseñado en el Festival de Rotterdam 2009)