ENTREVISTA

  • Ver este trabajo me hace entender que valió la pena
    Por Javier Rombouts


    García Márquez decía que era necesario un nuevo sistema de palabras para que los europeos entendieran la realidad americana. Decía que la palabra río no logra explicarles a los habitantes del continente donde reinan el Danubio y el Sena la exuberancia, la extensión y el caudal del Amazonas. En los ’60, Fernando "Pino" Solanas, Octavio Getino, Gerardo Vallejo y Juan Carlos Desanzo, entre otros, querían contar su realidad, su historia, con imágenes que rompieran la mirada hegemónica de los grupos de poder: militares mesiánicos, una iglesia que exigía misa y comunión diaria, una intelectualidad de gafas europeas y una clase social alta conocida como "la oligarquía vacuna". Con el peronismo proscripto, gobiernos civiles que caían sin siquiera haberse puesto de pie, con la revolución cubana a horas del triunfo, con Vietnam y Argelia en plena ebullición, la realidad de esos protocineastas era, por lo menos, arrebatada. Hacía falta un nuevo sistema para enmarcarla en imágenes, un nuevo cine para ese testimonio. El resultado fue La hora de los hornos.

    Película maldita, prohibida, de una extensión arrolladora. Película, en un principio, para militantes. Película, en un principio, para ganar premios en festivales internacionales. Película no acabada, que se continuaba haciendo aun después de proyectada. Película que rendía homenaje al cine mudo, al soviético, a Morir en Madrid, a Resnais, a Crónica de un verano, de Jean Rouch y del sociólogo Edgar Morin, a los documentales del cubano Santiago Alvarez Roman, quien hizo su aporte al film con los intertítulos. Pero, sobre todo, película–manifiesto: "La hora... no es un dogma. Es la respuesta de una generación que había vivido siempre bajo dictaduras militares. Estábamos convencidos de que no se podía cambiar la situación a través del voto. Ese foquismo de la película está determinado porque vivíamos bajo el foco de la represión militar", dice Solanas en 2007, a 39 años de la primera proyección del film que Página/12 ofrece a sus lectores este miércoles. En medio de su campaña a presidente, esta vez convencido de la legalidad del voto.

    A casi cuatro décadas de la primera proyección, ¿qué actualidad tiene La hora de los hornos?
    Más allá de que es un gran testimonio de la época, creo que también tiene vigencia. Fue una toma de posición y una defensa apasionada de la lucha contra la injusticia, el saqueo, a favor de la unidad latinoamericana. Un continente rico, dividido y saqueado. La historia de la Argentina de hoy indica su vigencia. Un país donde las concesiones sobre el petróleo han sido renegociadas hace unos pocos meses por 40 años más, sin ninguna necesidad de hacerlo, demuestra que ciertas cosas no cambiaron. El saqueo continúa.

    La película dice que los vietnamitas sólo tenían que elevar los ojos al cielo para reconocer al enemigo y aclaraba que para ustedes era más complejo, a pesar de hacer foco en ciertas clases sociales y en los militares. ¿Cómo se reconoce ahora el enemigo?
    Es más difícil porque penetra las naciones disfrazado, a través de campañas de publicidad que tienden a seducir y a engañar. Ahora las corporaciones mineras son benefactoras: contaminan y destrozan el ambiente, se llevan minerales sin pagar nada pero ayudan a la universidad, son sponsors de un deporte, avisan en radios y diarios, reparten útiles en las escuelas. Otra vez Colón con espejitos para los indios. Nos dicen que lo público es malsano, que el Estado es enemigo de la población, que las empresas de servicios deben estar en manos privadas. Incluso, que lo privado es eficiente y honesto, cuando hace rato comprobamos que está lejos de ser así. Vivimos en una mediocracia donde se generan perfiles de quiénes pueden comunicar y quiénes no. Y esto da forma a un sistema de censura descomunal.

    ¿Cuándo comenzó con el proyecto?
    A principios de los ’60. Lo difícil fue asumir la responsabilidad de producirla. En 1962 creé mi productora de publicidad y tuve mucho éxito. Pero al año y medio la cerré. Me había ido bien: tenía mi departamento de dos ambientes, mi Citroën 2CV; era un joven exitoso. Pero me di cuenta de que estaba preso: trabajaba sábados y domingos, no me encontraba ni con mi familia y había construido una fortaleza con las satisfacciones que da el dinero.

    ¿Y empezó la película?
    No, me fui de viaje. Me había puesto un límite: antes de septiembre del ’64 tenía que hacer un viaje, una especie de búsqueda de identidad. Nunca había salido del país, y quería recorrer el mundo. Empecé por Europa porque tenía amigos allá y terminé en EE.UU. Cuando volví tenía tanto embale que creé una nueva productora pero para hacer dos cortos publicitarios por mes, porque el fin era tener tiempo y plata para financiar La hora... A partir de ahí tuve compañeros de ruta de gran valor como Octavio Getino, Gerardo Vallejo y Juan Carlos Desanzo.

    ¿Cuánto tiempo le demandó?

    La película se termina en 1968, a mis 32 años. Y la empecé a filmar en 1965. Pero el proyecto había comenzado antes. Empecé a recorrer el país a comienzos de esa década pero con una idea difusa. Había empezado a recolectar material de archivo del peronismo, que era lo prohibido. Estuve en el norte, fui a Río Turbio, a Tierra del Fuego. Viajaba con una camarita Súper 8. Quería hacer un gran testimonio documental de la Argentina. Me movía el cine de Fernando Birri, el cine de los grandes documentalistas.

    ¿No era demasiado ambicioso?
    El tema me aplastaba, me rebasaba. En el medio, vivo la caída de Frondizi, la llegada de Illia. Busqué ayuda, intenté poner en orden todas estas ideas. Trabajé con Enrique Wernicke, pero era más un escritor y poeta que investigador e historiador. En 1963 o 1964 lo conozco a Octavio, que había hecho un corto y había ganado el premio Casa de las Américas de literatura. Getino se apasiona con el tema y comienza a trabajar el guión. Fue un aporte muy importante porque Octavio tenía una mirada crítica sobre la realidad.

    ¿Cómo establecieron el modo de trabajo para una película que en su formato final cuenta con tres partes, dura casi cinco horas y les llevó, al menos, tres años de filmación?
    Se fue haciendo sobre la marcha. No había un plan. En general los documentales tienen una línea de trabajo, no un guión. Teníamos la estructura de los temas, nada más. La composición final fue en el montaje. Se dio una interacción muy buena con Octavio: conversábamos, discutíamos la película todo el tiempo. Se fue generando un debate entre nosotros y de eso nació la concepción definitiva.

    El film le habla al espectador: "No es una película, es un acto". ¿La pensaron como documental o como herramienta para el militante?
    Algo de eso hubo. Con Getino realizábamos proyecciones de cortos por el GBA, algo que estaba prohibido. Cortos cubanos de Santiago Alvarez, documentales brasileños, películas sobre Vietnam. Y como eran en 16 mm estábamos obligados a cambiar el rollo cada 45 minutos. Prendíamos la luz y los que estaban empezaban a discutir. El disparador era la película, pero discutían sobre la dictadura, los patrullajes militares, sobre el estado de sitio. Ahí nace la idea de Getino y mía de que lo más importante era el acto espontáneo que generaba la proyección. Pusimos esta idea en acto, de ahí los cortes y momentos de reflexión de la segunda y tercera parte.

    ¿Cómo reaccionaban los militantes? ¿Cómo, los que no lo eran?
    En una dictadura, las primeras preguntas frente a una película de este tipo es: ¿para quién la hago?, ¿dónde voy a mostrarla? Había que encontrar cómo pasarla. Sabíamos que iba a ser importante si mostraba cosas que no eran conocidas. La gente iba a ir a verla. Entendimos que era un disparador para provocar un momento de debate. Frantz Fanon decía: "La reunión de célula, la reunión política, es un acto litúrgico, el momento privilegiado que tiene el hombre para pensar, discutir, analizar". Esta película fue el instrumento con el que más de 60 grupos estudiantiles y políticos hicieron militancia entre el ’69 y el ’73, esa fue la gran épica. Y no porque fuéramos muy buenos, sino porque la gente estaba ávida por lo que no les habían contado.

    ¿Estaban convencidos de que la revolución estaba a la vuelta de la esquina?
    Todos creíamos que faltaban horas para la revolución. Los cubanos ya la habían hecho, avanzaban los vietnamitas, estaba Lumumba en Africa; Argelia a punto de estallar. Teníamos un embale increíble, mucho más después de cada proyección.

    ¿Cómo eran esas proyecciones?
    Hay una película no filmada de las proyecciones de La hora.... Hubo decenas de proyecciones alcahueteadas en las que caía la policía. Hay una foto de un diario en la que sale un cabo o un sargento con una lata de película en la mano, posando con una tanqueta. La gente no sólo iba a ver una película, estaba haciendo historia.

    Fanon también decía: "Todo espectador es un cobarde o un traidor".
    Eso tiene que ver con lo mismo. La película tendía a involucrar al espectador. Se asumía como un arma de lucha contra la dictadura. Nunca había existido una película de guerra que, además, termina dedicada al Che. Se terminó 8 meses después de la muerte del Che. La gente corría para ir a verla, se iban a Uruguay. Además, se presentó en el Festival de Pesaro, donde ganó el premio principal el 3 de junio del ’68, a pocos días de terminado el Mayo Francés. Causó un impacto monumental.

    Hay mucho material filmado en la clandestinidad, las proyecciones eran clandestinas. ¿Cómo la terminaron sin que nadie se diera cuenta?
    El montaje lo hizo el gran Antonio Ripoll, toda la primera parte. Yo seleccionaba material en casa con un proyector de 16 mm, lo ponía en orden, armaba mis secuencias y después iba a la tijera de Ripoll. Trabajábamos en la única moviola de 16 mm que había en el país, en el laboratorio Alex. Pero a partir de las 9 la tenía alquilada el Servicio de Informaciones del Ejército. Entrábamos a las 5 de la mañana a trabajar y parábamos a las ocho y media para juntar los pedacitos de imágenes que podían quedar tiradas. Si nos olvidábamos un solo cuadro estábamos al borde de delatarnos.

    ¿Y qué les decía a los que preguntaban en qué estaba trabajando?
    Que estaba haciendo una serie documental para la TV europea.

    Europa, más precisamente Italia, fue donde Solanas terminó montando la segunda y tercera parte. "Contamos con la solidaridad de mucha gente, técnicos que trabajaban después de hora. Tengo una gratitud muy grande hacia todos. Me llevé 160 latas a Europa. Un director italiano que había pasado por aquí, Valentino Orsini, me ofreció su productora en Roma. Fueron dos meses más de trabajo", dice Solanas.

    En plena dictadura de Onganía, ¿qué dijo la prensa sobre el film y su repercusión en Europa?
    Cuando se estrenó en Cannes, en 1969, la crítica la comparó con la obra de Eisenstein y la de Vertov. Mientras tanto, 20 periodistas argentinos protestan. Y la protesta la encabezaba Chiche Gelblung que, desde un editorial en Gente, se quejaba porque la consideraba un panfleto difamatorio para el país. Porque, decía Gelblung, en este país se vivía en paz y en orden. Pero el destino tiene sus mañas: antes de terminar Cannes, había estallado el Cordobazo. Al mismo tiempo, Perón se entera del film y nos cita en Madrid. Y le pedimos que grabara un saludo, incluido en la versión final.

    La película ve el enemigo en los militares, la Iglesia y la clase alta. Pero también en la juventud enajenada, haciendo foco en el Instituto Di Tella. ¿Cómo juzga hoy esa posición sobre el Di Tella?
    Eran imágenes que formaban parte de la enajenación y de la dependencia de la juventud y de las elites culturales. Y eso sigue existiendo. Al mismo tiempo, el Di Tella tuvo cosas muy importantes, porque ahí funcionaba el Instituto de Música Contemporánea.

    ¿Se puede generar una cultura sólo con los hechos culturales que produce un país, sin tomar en cuenta el resto del mundo?
    Ninguna cultura puede enriquecerse aislada del mundo. El problema aparece cuando sólo se trata de un país basado en una cultura foránea. El mestizaje cultural es bueno: cada uno toma un poco de cada cosa y hace su propia salsa, su comida.

    Entonces, a casi 40 años, ¿cree que el resultado fue un acto militante o un hecho artístico?
    Las dos cosas. Sin el hecho artístico no hubiera tenido la resonancia mundial que tuvo. Pero el hecho histórico fue contar eso antes no contado. Y solucionar la ensalada de mezclar al peronismo, que para la izquierda ortodoxa era como el fascismo, con Sartre, con Lumumba, el Che, Fidel y Fanon. Para la izquierda éramos sospechosos y para la derecha, terroristas ideológicos. Pero ver hoy este trabajo me hace entender que valió la pena.

    (Fuente: Página/12)


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