CRÍTICA

  • La inútil muerte de mi socio Manolo: la manipulación del original hasta la obsesión creativa propia
    Por Rufo Caballero


    Tal vez Mi socio Manolo, escrita en 1971 y estrenada en 1988, no sea la mejor obra de Eugenio Hernández Espinosa. Cuando analizamos María Antonia ya vimos que el fuerte del dramaturgo está en el manejo de las potencialidades totales del teatro, que movilizan el coro de voces, la gestualidad, el desplazamiento escénico, y una plural dimensión de lo real donde lo mítico y lo cotidiano, lo inmediato y lo sobrenatural se presuponen como fuerzas orgánicas de la tragedia. En Mi socio Manolo, Hernández Espinosa abandona de momento esa escritura de teatro total y se confía al poder revelador de la palabra casi todo el tiempo. Una palabra cargada de retórica sobre la adscripción más o menos incondicional a la Revolución cubana.
    No se puede perder de vista que la obra se escribe en un clima social muy distinto al que, en 1964, de algún modo auspiciara una escritura libre y rebelde como la que ostenta María Antonia. 1971 es el año del infausto Congreso de Educación y Cultura que introduce el decenio gris de la cultura cubana, y marca el comienzo del excesivo reclamo de ideologización al texto artístico. Aunque desde 1968 empiezan a aparecer ciertos brotes de un pensamiento conservador y retardatario, con la institucionalización de esa tendencia que supone el Congreso el texto artístico cubano se ve asediado por la exigencia política y lo ineludible, en la textura de las obras, del compromiso con la compleja realidad que vive el país. No es de extrañar entonces que en la superficie de Mi socio Manolo emerjan una y otra vez reverencias o cumplidos con la condición del revolucionario: "El tipo más guapo que pisa la tierra se llama Revolución" (Manolo);[1] "¿Ya se te puede decir Cheo. esa cosita que a ti no te gustaba? (Manolo), Eso era antes. Ahora me pueden decir lo que les salga. No diciéndome gusano" (Cheo);[2] "La Revolución es como una grúa. Nosotros, sus escombros" (Manolo).[3] El sonido incesante de la grúa afuera destaca el simbolismo: el hombre se siente minúsculo ante la magnitud de la Revolución.
    A mi juicio esa retórica textual hace de la pieza una obra apresada en sus circunstancias, limitada a ellas. No obstante, hay que reconocer la audacia de Hernández Espinosa para insistir en 1971 en los perfiles de personajes no modélicos, que aluden a la ejemplaridad pero no hacen parte precisamente de ella, que están a dos pasos del margen social y la expresión lateral. El talento compositivo de Espinosa sigue prefiriendo el atractivo de ciertas figuras oscuras, de ciertas zonas sombrías, al subrayado triunfalista que simplifica los conflictos de la época. En ese sentido Mi socio Manolo es una tragedia ?de estructura menos ortodoxa que la María Antonia? que confirma la época problematizándola, y es ahí donde la obra reviste su mayor interés.
    Desde el punto de vista estilístico no consigue sumergir en la textualidad el núcleo de su planificación interior. Escucharemos a Manolo decir que "el hombre puede ser hombre. El hombre puede cambiar y dejar de ser lo que fue, ¿no? ¿O es que el hombre no puede cambiar? ¿Es que toda la vida el hombre tiene que ser lo que fue? ¿Es que toda la vida el hombre que fue mierda ayer tiene que seguir siendo mierda hoy? ¿Y si no quiere ser más mierda?".[4] Así asciende al plano palmario de la enunciación ese sustrato último que quizá el lector, o el espectador, debieran descubrir por sí mismos. Con todo y esa explicitud, muchas de las virtudes conocidas del maestro dramaturgo pasan a la construcción de Mi socio Manolo: está muy bien la organización interna de los grandes bloques temáticos, que empiezan y cierran con la Revolución como sujeto protagónico, pero incluyen también la actitud para con las mujeres, el machismo, etc. Los valores de anticipación son bien incorporados, por ejemplo la intencionada insistencia de Manolo en relación con la muerte.
    En 1989, a un año del estreno en teatro, cuando Julio García Espinosa se apresta a acometer la adaptación cinematográfica del texto, posiblemente muchas de estas cuestiones fueran evidentes. Aunque Julio respeta con puntualidad los meandros del original, en una puesta en escena que reproduce el noventa por ciento de las palabras de Hernández Espinosa, en realidad las toma por pretexto para confirmar el gran tema de la poética del cineasta: el grado de autoconciencia con que puede y debe proyectarse el texto artístico, hasta romper ese espejismo de identificación que entraña la transparencia literal. Pudiera decirse que la extrema contemporaneidad estética que mantiene la película se debe a que el valor del texto resulta secundario en relación con el protagonismo de una puesta en escena que le sobrepone otro tipo de discurso. Julio respeta muchísimo el texto al tomarlo como recipiente eventual de un ejercicio de metaconciencia expresiva que lo trasciende, lo desnuda y lo trasviste. La distancia de la puesta del realizador permite sortear la retórica imperante y llamar la atención sobre otros sentidos sumergidos en la tragedia, como el hecho de que a tantos años de una Revolución que promueve los valores edificantes en el ser humano no podamos explicarnos (¿o sí?) el estallido de la violencia entre los hombres.
    El filme comienza con una cámara que se expone a la cámara de la filmación autoral. De este modo queda introducido el gran sujeto de la película: toda dimensión de realidad está comprendida por otra, que la manipula y la rebasa. La película piensa el proceso sucesivo de la representación, como capas de dimensiones de lo real que se van articulando en un todo compacto pero en cualquier caso hojaldrado y divisible.[5] El segundo plano nos expone a un decorado empapelado, que contiene dos máscaras alusivas a la teatralidad de la representación, y de él surge el actor que interpela directamente al público. Desde entonces la recepción deja de serlo y el espectador es llamado como narratario a las implicaciones de la tragedia representada. Nunca se pierde de vista que se trata de una tragedia representada; no de una tragedia vital o independiente. El plano se abre y se nos muestra con toda naturalidad el estudio, las luces, las disposiciones de la escenografía, el movimiento de la pirotecnia. En lo sucesivo los decorados se revelarán como capas de telones que permiten desplazarse entre los distintos jalones de la realidad.
    Y son muchos los recursos convocados para el distanciamiento de la historia:[6] la cámara adquiere independencia, abandona a los personajes y enfoca lo mismo al cuchillo ?sugestiva anticipación visual? que a las fotos de la familia de Manolo, las que servirán de referencia al espectador; o a una noticia de periódico donde se habla del "primer viaje espacial de turismo". Son resortes que sustraen una y otra vez al receptor de la sumersión en la historia, por muy enfáticos que se muestren los actores. En algún momento hay una escena subjetiva de Cheo, que disfruta la sensualidad de una muchacha bajo la lluvia. Es una escena filmada en código de comedia silente. Al tiempo que constituye un brutal ejercicio de extrañamiento, aporta información sobre el personaje Cheo, que el espectador requerirá para comprender los laberintos de la acción representada. La gran paradoja de la película está en que, alejándose del naturalismo, se constituye en su posible colaboradora. El montaje llega a permitirse un collage extradiegético sobre la vida de Manolo, y en ese contexto aparece un distanciamiento de segundo grado: se inserta un fotograma de la película De cierta manera donde se halla el mismo actor; en verdad su personaje ahora pudo ser perfectamente aquel.
    La exasperada teatralidad de los actores, bordeando todo el tiempo la sobreactuación, significa otro recurso de distancia crítica. Como lo es el hecho de que Julio haya decidido adelantar en la exposición el estado de embriaguez de los personajes. De esa manera se incorpora otro entrecomillado que implica distancia: los personajes no hablan "literalmente", sino manipulados por ese estado especial de divagación. En algunos momentos, ellos salen de la diégesis y vuelven a dirigirse a la cámara. La excelente fotografía de Livio Delgado, un desempeño excepcional en la obra de un artista acostumbrado a los paisajes líricos de la imagen, en dos segmentos críticos se va a blanco y negro. Se quiere violentar, de todas las formas posibles, la ilusión de la representación, la comodidad de la recepción lineal. Sobre los créditos finales Julio deja el sonido ensordecedor de la grúa, el que más que aludir a la continuidad de la Revolución, enfatiza el estado de incomodidad receptiva con que la puesta quiere agredir a su destinatario.
    Aunque La inútil muerte de mi socio Manolo es una película de dirección, donde lo que importa sobremanera es el sentido de conducción de la puesta, la destreza de la superposición de textos, parte determinante de su desafío creativo dependía de los actores. Pedro Rentería monta su Cheo desde una concepción polémica: no creo que el actor debió construir su personaje como el tonto que al final se rebela. Cheo es más complejo que eso; su ingenuidad no debió leerse como tontería o puerilidad. Sin embargo Mario Balmaseda tiene una actuación sobrenatural. Ha montado su Manolo desde una técnica grotowskiana que extrae inauditas emociones de la exacerbación de las fibras musculares y del movimiento del actor en escena. Tanto la gestualidad como la interiorización profundísima de la sicología dejan ver una férrea construcción dramática que se despliega entonces con toda solvencia por la escena.[7] La organicidad de las transiciones emocionales, la labilidad del lenguaje, la consecuencia de los códigos del habla y la gestualidad populares resultan en una de las mejores interpretaciones que este crítico recuerde en los días de su vida. Creo que Julio García Espinosa tiene que vivir agradecido de este trabajo de Mario Balmaseda.
    Hay ciertos detalles "imperfectos", como le gustaría decir al propio Julio. Por ejemplo, en algunas ocasiones se siente forzada la recurrente intención de enfundar los profusos diálogos en acciones dramáticas, que no siempre los resuelven con la naturalidad que, aquí sí, desearía el director. Pero estos son ya los resabios del crítico. Lo fundamental está en la deslumbrante modernidad, post o no, que mantiene intacta la película. En su vigencia estética reside su logro mayor, porque sabemos que la vanguardia envejece antes que la academia. Y esa cantidad de distanciamientos hubieran podido envejecer muy pronto, de no ser por el talento y la lucidez con que supo manejarlos en su día Julio García Espinosa, quien entrega con La inútil muerte de mi socio Manolo una de las mejores películas de la historia del cine cubano y su tradición experimental. Aunque el filme tuvo buena crítica, como sucede con casi todas las obras dislocadoras y desestabilizadoras en su momento no fue aquilatada en la justa medida. Todavía hoy, con mucho brío, nos está diciendo que esto que te estoy contando puede ser muy fuerte y muy intenso pero, a fin de cuentas, es una gran mentira.
    Eugenio Hernández Espinosa debe estar agradecido de la enrarecida versión cinematográfica de su Mi socio Manolo.
    Notas:
    [1] Cf. Eugenio Hernández: Teatro. Letras Cubanas, 1989, p. 366.
    [2] Cit., p. 322.
    [3] Cit., p. 352.
    [4] Cit., p. 367.
    [5] Algo similar ocuparía, algunos años después, al Peter Greenaway de El bebé de Macon.
    [6] El propio título de la película, que nos anuncia una muerte y nos dice de antemano que además es inútil, deja claro que "el misterio de la historia" es aquí secundario.
    [7] Julio ha mostrado siempre una gran facultad de dirigir a actores en peligro perenne de sobreactuación. Recordemos no más el personaje de Coralia Veloz en Reina y Rey, y la manera como el director logra que la intérprete salga airosa de una peligrosísima cuerda floja.


    (Fuente: cubaliteraria.cu)


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