CRÍTICA



  • El despertar de un largo sueño
    Por Joel Poblete


    A estas alturas se hace difícil escribir de esta película. Han sido tantos los elogios, tantos los artículos de prensa y entrevistas a su director y elenco, que cualquier alabanza o comentario se arriesga a sonar redundante. Y en mi caso, es aún más complejo, porque desde su estreno en Valdivia y su participación en el Festival de Viña del Mar, todo el mundo en Mabuse quedó seducido por el debut en el largometraje de Sebastián Campos.

    Afortunadamente, no salí defraudado, y tras verla un par de veces más, aún no lo estoy. Si bien creo que las loas han sido un poco excesivas y quizás habrá que dejarle al tiempo que juzgue su trascendencia en nuestra irregular historia cinematográfica, La sagrada familia es indudablemente una cinta sólida y atractiva, que seduce y cautiva como pocas producciones nacionales lo han logrado en el último tiempo, y además sale airosa de cada una de sus motivaciones artísticas, estéticas y narrativas. Y eso ya es bastante para lo que nos tiene acostumbrados nuestra industria.

    Casi todo lo que se ha publicado es verdad: el nivel de espontaneidad y frescura que logró Campos, las excelentes actuaciones de su muy comprometido elenco, la sorprendente coherencia visual y argumental tan difícil de alcanzar en un proyecto cuyo guión apenas tenía una docena de páginas que se limitaban a orientar y estructurar las situaciones dramáticas más que a establecer diálogos impostados o poco creíbles, la libertad con que se mueve esa cámara nerviosa y escrutadora, que puede marear tan fácilmente a los más desprevenidos. Pero sobre todo la simpleza y sencillez que bañan toda la película, y que se ve traducida tanto en una puesta en escena realista, cotidiana, despojada, como la anécdota que sustenta la historia.

    El tradicional escape fuera de Santiago en los tres días de Semana Santa que emprende una familia muy reconocible en sus costumbres y comportamientos es el punto de partida para un revelador y catártico fin de semana en el que cada uno de los siete personajes protagónicos deberá enfrentarse con sus propios prejuicios, temores y frustraciones internas.

    La sagrada familia puede verse desde varios puntos de vista: como un agudo e implacable acercamiento al doble estándar y las hipocresías que nos caracterizan como sociedad, como un acertado retrato de las carencias y conflictos emocionales de los jóvenes contemporáneos, como una telúrica mirada a los débiles equilibrios que pueden sustentar una familia, o incluso como la polémica crítica a los valores católicos que rigen la moral de una gran mayoría de los chilenos, o más bien a la forma en que se viven y conservan tales valores. En este sentido, como católico, creo que hay que situar todo en su contexto, y me parece que las publicitadas y supuestas transgresiones de la película que ha subrayado la prensa (drogas, sexo y homosexualidad en medio de lo que debe ser un fin de semana de recogimiento o apegado a las tradiciones que el padre repite en más de una ocasión, o Marco jugando a ser crucificado la noche de viernes santo, burlándose al día siguiente "del caballero que resucita mañana", al que llama "mamón") no deberían impactar u ofender demasiado a nadie, porque son muy coherentes con el contexto y lo que quiere contar la historia.

    Cada uno de los aspectos mencionados son válidos y están presentes en la película, permitiendo un análisis muy pormenorizado y más de una teoría personal, pero yo prefiero quedarme con la vida que se respira en el mundo que retrata Campos, con esos personajes tan bien delineados y creíbles, con esa melancolía que recorre su película de punta a cabo, más allá de los frecuentes toques de humor que despiertan la hilaridad de los espectadores, particularmente en todas las intervenciones de Sofía, el desinhibido personaje de Patricia López.

    Sí, es verdad que algunas situaciones dramáticas están mejor desarrolladas que otras, o que no todos los caracteres alcanzan la misma importancia o tienen una resolución del todo convincente, como ocurre con el lazo homosexual que surge entre los dos estudiantes de derecho (eso sí, muy bien interpretados por Miranda y Diocares); incluso se lamenta la temprana desaparición del personaje de la madre, tanto por la estupenda caracterización de Coca Guazzini como por las implicaciones que tiene su personaje (aunque no es aventurado decir que su presencia gravita en el resto de la trama más de lo que parece a primera vista). Pero eso no es obstáculo para que en La sagrada familia tengamos a algunos de los personajes más completos y creíbles que hayamos visto en nuestro cine en mucho tiempo.

    "Nada está porque sí", dice el joven Marco (Néstor Cantillana, excelente) en un momento de la película, y uno puede sentir la tentación de creer lo mismo al analizarla, por mucho que se conozca el grado de improvisación y espontaneidad que reinó en la filmación. Ya sea porque descubrimos cómo La sagrada familia comienza con el despertar de un sueño y termina precisamente con el sueño como la posibilidad indirecta de encontrar una salida o una liberación (la "emancipación" a la que antes han aludido los estudiantes de derecho), o por los símbolos y contrastes que podemos encontrar en la historia: entre los primeros, los conejos, los huevos de Pascua, el mar, el I Ching que habla de tener "el valor de mirar las cosas tal como son" para encontrar la luz que guíe el camino… y entre los segundos, las diferencias entre dos de los personajes femeninos, porque una, Sofía, habla hasta por los codos mientras la otra, Rita, es la "secreta presencia" que siempre estuvo ahí y ha optado por el mutismo selectivo.

    Pero tal vez, como dice Sofía luego de recibir los comentarios sobre su exagerada interpretación de un monólogo teatral, acá "no hay que entender, hay que sentir". Y vaya si es posible sentir y conmoverse con la verdad que transmiten las imágenes y conversaciones de La sagrada familia. Esos momentos en los que Campos confía en la intensidad de las miradas de sus actores, que contemplan en silencio algo que podemos intuir mientras escuchamos las delicadas armonías de la bella y sutil banda sonora de Javiera & Los imposibles, que se complementa a la perfección con la melancolía de muchos momentos, como en el jolgorio nocturno que alcanzan los jóvenes tras probar la droga o particularmente cuando en distintas ocasiones tres de los protagonistas reviven la tradición de los huevos de Pascua. La música acá es tan clave como el efectivo y expresivo montaje que el propio director logró tras revisar horas y horas de película, el que no sólo le permite divertidos momentos (como cuando un orgasmo es seguido por el brindis en la cena) sino además dotar a la cinta de un ritmo sostenido y muy adecuado a la cotidianeidad buscada.

    Aunque en La sagrada familia los diálogos son muy importantes, los silencios y las miradas son igualmente decisivas, incluso cuando, por ejemplo, Marco y su madre se comunican a través de un vidrio o cuando en más de una oportunidad vemos a los personajes alejarse, subir o bajar caminos. El fin de semana que retrata la película, además de ser en cierta forma un "calvario" personal para Marco hijo –accidentado, marcado por un padre que sólo lo considera "un proyecto de arquitecto" y la presencia de tres mujeres que le proporcionan diferentes tipos de afectos-, será finalmente una experiencia renovadora y vital, tan memorable como esta entrañable película chilena, una de las mejores del cine local reciente.



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