Todos los cineastas que en los últimos tiempos están llevando el nombre de México a los lugares más destacados de la actualidad cinematográfica mundial coinciden en señalar que el suyo es un éxito “a pesar” de la pésima situación que la industria tiene en su país, con escasas ayudas para los creadores que, de esta manera, tienen que producir sus películas casi como ejercicios de resistencia o teniendo que salir al exterior para lograr apoyo (con escalas, por ejemplo, en Estados Unidos, España o Francia).
El violín pertenecería a los de la primera clase, y quizá ese hecho de haber sido creada totalmente en México es una de las razones por las que estilística y temáticamente está en las antípodas de obras como Hijos de los hombres o El laberinto del fauno, de sus contemporáneos Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, respectivamente. No hace falta leer las declaraciones de su director, Francisco Vargas Quevedo, para reconocer en sus imágenes la influencia del Luis Buñuel de Los olvidados, o la herencia realista de un tipo de cine que, además, enlaza directamente con la tradición literaria y artística del país.
Porque, cuando uno se asoma a El violín, tiene la sensación de estar haciéndolo a un pedazo de verdad, con la historia de tres personajes (el abuelo, el hijo, el nieto) que se buscan la vida tocando música por los pueblos cercanos a una selva indeterminada (podría ser Chiapas, pero también, tristemente, otros muchos puntos diseminados por América) mientras colaboran con una guerrilla que busca plantar cara, de manera desesperada, a la violencia de un ejército que mata, asola y viola con impunidad a las comunidades indígenas.
Pero este tema, que en manos de otros directores más panfletarios apenas descendería el peldaño de la denuncia social y política sin tomar una verdadera encarnación humana, en el portentoso guión de Vargas Quevedo, en su poderoso blanco y negro y, sobre todo, en las interpretaciones –con el no profesional y anciano don Ángel Tavira al frente– cobra su verdadera identidad, su capacidad de trascender la anécdota para transformarse en una narración universal. Quizá por ello la cinta ha recogido, más que merecidamente, el impresionante ramillete de premios que la han ido saludando en su accidentado camino, con el galardón al Mejor Actor en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes a la cabeza.
Porque, lejos de los excesos reflexivos, Vargas Quevedo ha sabido montar una historia que se sigue con aparente ligereza, con una ajustada construcción que se apoya en un suspense que va in crescendo hasta literalmente quitar, en su último tramo, con una economía de medios ejemplar, el aliento de un ávido espectador que ve cómo los lazos de la narración se van cerrando inexorablemente sobre el viejo y manco violinista.
Y todo porque, previamente, se nos ha preparado con un puñado de escenas de antología, como la conversación entre don Eustaquio y el capitán del ejército, un estupendo Dagoberto Gama que sabe revestir de una contundente humanidad a la figura oscura del relato, auténtico oponente a la lúcida vitalidad del digno e impresionante protagonista.
El violín no es una película dulce; su impactante arranque, coincidiendo con los títulos de crédito, avisa que nos encontramos ante una obra dura, pero es cierto que el resto de su metraje prácticamente huye de los golpes de efecto y las escenas desagradables para dejarse llevar por un ambiente asfixiante que se apoya más en la amenaza latente y constante que en su verdadera concreción. En este sentido, la cinta sería más bien el testimonio de la calma que precede a la tormenta y así, cuando ésta por fin se abate, es como si aquélla fuese la única salida posible a una situación en la que la bota de la injusticia impide respirar a sus protagonistas.
Denuncia de una lógica que acaba arrastrando a todo aquél que se acerque a su espiral destructiva, El violín toma aún más sentido por su profunda humanidad y su arriesgada y militante apuesta. Y, lo que es más importante, lo logra sin contener discursos o arengas, sin caer en el subrayado reiterativo, sin hacer trampas al espectador… Una primera película perfecta, soberbia; un nombre a seguir con atención.