Hacer reír desde una época tan literalmente dinamitada como octubre de 1962 tiene sus retos. Es cierto que los años transcurridos ayudan a desalmidonar posturas, temples heroicos y hasta la convicción de que construir una sociedad más justa era algo más fácil de lo que entonces se creía.
Himnos, marchas, euforias, y la decisión de explotar como un barril de pólvora con tal de que la soberanía no fuera mancillada. Hay una escena en Lisanka, último filme de Daniel Díaz Torres, que compitió por Cuba en el 31 Festival, en que la protagonista se abre la blusa, empina el pecho y le lanza una palabrota a un avión espía norteamericano en vuelo rasante.
Así éramos, y ese así, mantenido en la visión satírica de Lisanka, es algo que los que vivieron aquel octubre de heroicidades y espanto, lo agradecen. Y no por el hecho de que a esta altura se le exija a un filme la réplica realista de la historia, sino porque hay esencias arraigadas que ni una visión surrealista de los hechos podría cambiar.
En tal sentido, entre risas, la película se planta en serio. Y también en el cuadro social y político imperante poco después del triunfo de la Revolución, con una burguesía dispuesta a servirse de la mano tendida desde el Norte para conspirar y con ella, el nefasto papel jugado por la iglesia católica, todo lo cual lo resume Díaz Torres en un cuadro de pintorescos personajes atrapados en un atmósfera de aterradora propaganda anticomunista.
En ese entramado es que se desarrolla el conflicto de Lisanka, la tractorista (muy segura Mirielys Cejas en su debut), una humilde muchacha atrapada en las pasiones de tres enamorados, uno de ellos un soldado ruso perteneciente a las tropas que cuidan los cohetes instalados en un ficticio pueblo, que sería el primero en explotar en caso de desatarse la inminente contienda bélica.
La lucha entre viejos y nuevos valores, los enredos amorosos y la relación que se establece con los soldados soviéticos dan lugar a un sinnúmero de situaciones humorísticas, algunas mejor trabajadas que otras y con la picaresca criolla en vilo por parte de los guionistas para tratar de que no se les escape nada que pueda ser molido en función de la risa. Hay más de un guiño hacia el presente a partir de ciertas ingenuidades rubricadas en aquellos años, y no faltan referencias cáusticas a actitudes y posturas que entonces pensábamos eran lo mejor, casi todo muy bien conectado con el espectador.
En los enredos amorosos se aprecia alguna que otra reiteración en el antagonismo entre los pretendientes cubanos, y en el personaje de la prostituta (Blanca Rosa Blanco, de nuevo muy bien) se saca a relucir un viejo signo fílmico de fatalidad hacia el oficio de la cama, cuando se le hace morir en los finales como parte de una contraseña trágica que el filme trata de arrastrar junto a su sostenida humorada y que, a ratos, parece más impuesta que surgida de la espontaneidad de la trama.
Es evidente que los realizadores no solo pretendían tratar una época dura desde la humorada absoluta y que los hechos sangrientos que de ella se desprendieron, como atentados y sabotajes, requerían de un tratamiento más austero dentro del tono general asumido, pero "lo trágico", por su cambio de registro dentro del discurso "cómico" podía haber tenido un mayor pulimento.
A la salida del cine varios jóvenes se me acercaron a preguntarme no por las actuaciones, buenas en sentido general, ni a comentar el banquetazo de risas, ni a soltar la clásica interrogante de ¿qué le pareció la película?, sino a preguntar —atendiendo a los años del interlocutor —si aquellos días habían sido realmente así.
Entonces les respondí más o menos con las mismas palabras con las que comencé estas líneas.