CRÍTICA



  • Ilusiones ópticas: neorrealismo en colores
    Por Jorge Morales


    Si la película se lleva a un nivel minimalista aún el simple sonido de una tos puede ser bastante dramático. Si el personaje principal se resbala y cae en una alcantarilla, el espectador inmediatamente se interesa por lo que le va a pasar, aún cuando en otros filmes tiran a la gente desde aviones y estos sobreviven sin ni siquiera un rasguño. Siempre he tenido la secreta ambición de hacer películas en las que el espectador después de salir del cine se sienta un poco más feliz que cuando entró. Debía encontrar optimismo sin perder la noción de la realidad, hacer neorrealismo moderno en colores.

    Esta cita pertenece a una entrevista a Aki Kaurismäki a propósito del estreno de Nubes Pasajeras en 1996, pero perfectamente podría definir a Ilusiones ópticas. El lacónico y absurdo humor de Kaurismäki, su puesta en escena fría y alocada, la expresividad contenida de los actores, la composición geométricamente depurada (y fija) de sus planos —que han sido su marca registrada—, Cristián Jiménez las hace suyas con total propiedad. No es que el director chileno imite a Kaurismäki, sino que habla con fluidez la misma jerga audiovisual. Y no digo lenguaje porque Jiménez toma las entonaciones, la cadencia y el ritmo cómico sutil del cineasta finlandés, pero con tanta convicción y seguridad, que dialoga con idioma propio. De hecho, la película —aún siendo una rareza—, es mucho más realista, contemporánea, burguesa (si cabe) y menos esquemática que el cine de Kaurismäki con sus cerradas fábulas morales con look anticuado sobre la clase obrera. La película de Jiménez es más locuaz, "suelta", y por cierto, también más dispersa.

    Ilusiones ópticas cruza las historias de Juan (Iván Álvarez de Araya), un ciego que recupera parcialmente la vista y no se siente satisfecho con lo que ve; Rafael (Eduardo Paxeco), un joven cesante que consigue empleo como guardia de seguridad en un mall y se enamora de Rita (Valentina Vargas), una madura cleptómana ABC1; David (Gregory Cohen), un trabajólico y amargado funcionario de la clínica Vida Sur que se siente atraído por la secretaria Manuela (Paola Lattus), hermana de Rafael. En casi todos los casos, se trata de personajes que no están a gusto —o no saben exactamente— lo que son: Juan se siente tan ajeno al mundo de los no videntes como al de los que pueden ver; Manuela quiere agrandarse los senos porque no está conforme con su cuerpo ni se siente atractiva para los hombres; y David tiene origen judío pero no sintoniza con su religión, aunque su hijo encuentre refugio en ella. El único personaje en la película que se siente bien consigo mismo resulta ser el más inescrupuloso de todos: Gonzalo (Álvaro Rudolphy), el publicista que propone a Juan —operado de la vista en Vida Sur— ser "niño símbolo" de la campaña propagandística de la clínica. Sin embargo, no se trata de un desalmado (de hecho, empatiza sinceramente con Juan) sino más bien de un conformista, un tipo que se adapta feliz al sistema sobreviviendo sin remordimientos.

    La primera escena —Juan mirando Valdivia desde el ventanal de un mall— explica por sí sola las tres variables en que se balancea la película. La inconformidad sobre uno mismo, que parte con la insatisfacción de Juan sobre cuál es ahora su lugar en el mundo; la mirada parcial, fragmentaria y aparente que tenemos de la realidad, filtrada por distintos "soportes": la ceguera, la ventanilla de un auto en movimiento, los binoculares, los monitores de las cámaras del mall (donde Rafael "ve" a Rita cometer robos), y el choque entre modernidad y provincia, posiblemente la mayor de las ilusiones ópticas, donde las señales de crecimiento o desarrollo de una ciudad se reflejan a través del consumo (con el mall como icono) o la importancia de la apariencia (con la cirugía como perverso instrumento moderno de mutación).

    Toda una serie de paralelos, supuestos y contradicciones en que un funcionario como David trabaja incansablemente en un empleo que no lo hace feliz ni lo valora (del que se le "desplaza" en vez de despedirlo —una muestra de cómo el lenguaje también funciona como una ilusión óptica—), una mujer adinerada como Rita roba sin motivo ni necesidad o un ex ciego como Juan debe cerrar los ojos para ver mejor (como en la escena de la grabación del spot). Con ironía, en Ilusiones ópticas la forma de superar la amargura de vivir es aceptando lo que se es, aunque sea en un acto de desesperación (David se circuncida más como un gesto urgente de consuelo que de fe) o de amor: para ver, hay que querer ver también, como en la tierna escena final.

    Si bien la película tiene una potente carga visual, con una seca fotografía de Inti Briones —de colores precisos pero opacados— y una particular dedicación a trabajar la profundidad de campo a lo Jacques Tati, ocupando hasta los límites del encuadre como el mismo Jiménez ha reconocido, es interesante como esos elementos no están disociados y se integran conceptualmente a las escenas. Ver, por ejemplo, en un segundo o tercer plano a algunos funcionarios de Vida Sur con sus caras vendadas —por haber aceptado la cirugía estética que les "obsequiaron" (que en realidad es solo un descuento, otra ilusión óptica verbal)—, aparte de llenar de gozosos chispazos de humor, es ilustrativo en términos narrativos sobre lo que no hemos visto. En ese sentido, el montaje de la película es sólido, manejando varias líneas argumentales y sus elipsis sin que se pierda la hebra de ninguna ni haya desequilibrios ni lagunas lo que siempre es complejo en una cinta coral.

    Por construcción y porfía a un estilo, Ilusiones ópticas está dentro de las películas chilenas más aplicadas de los últimos años. El mayor riesgo, por tanto, estaba en que esa aplicación terminara quitándole oxígeno, que su precisa factura condicionara la historia, que la caligrafía fuera más importante que el contenido, o que ese preciosismo fuera tan premeditado que no pudiese ocultar "la mano del hombre", como de hecho ocurre cuando Juan está acostado con su esposa albina (Rosa Calderón) y el elaborado diseño del plano (donde cada mechón de cabello de la mujer está dispuesto organizadamente sobre la almohada) se "come" al plano.

    Sin embargo, Jiménez tuvo varias virtudes complementarias más que impidieron que esa plástica pudiese pecar de snob: un magnífico casting, una estupenda dirección de actores (basta comparar la notable y silenciosa actuación de Valentina Vargas en Ilusiones ópticas con su participación en All inclusive, o a un Gregory Cohen a sus anchas, un actor cuya presencia y talento ha sido subexplotada) y el sur. Esa brisa austral que respira toda la película, que tiñe de gris la fotografía, que templa los diálogos y por consecuencia el humor, más cerca de las sonrisas que de las carcajadas, y ralentiza toda esa urbanidad hipócrita y deshumanizante de las grandes metrópolis.


    (Fuente: www.mabuse.cl)


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