CRÍTICA



  • 1, 2 y 3 mujeres: Humano y femenino
    Por Pablo Gamba


    El filme de la Villa del Cine, 1, 2 y 3 mujeres, fue escrito por cuatro hombres y dirigido por tres mujeres, Andrea Herrera (segmento Eloína), Anabel Rodríguez (Rosario), Andrea Ríos (Gregoria), pero podría hablarse de una autoría colectiva, puesto que todo el trabajo se hizo en conjunto. O sea, que también habría cierta unidad de autor. Los tres segmentos también se hallan vinculados de una manera abstracta: se trata de historias de mujeres, que abordan problemas sociales y existenciales, metiéndose bajo la piel de las protagonistas.

    El cortometraje se abre paso hacia el largo por segunda vez en un año en el cine venezolano con 1, 3 y 3 mujeres. En Ni tan largos... ni tan cortos, de Héctor Palma (2007), dos cortos fueron unidos para formar un programa de una hora de duración, sin perder su independencia. Sin embargo, hay detalles que aportan unidad al conjunto, más allá de que sean obras del mismo director y guionista: son piezas de género —suspenso y comedia, respectivamente, que apuntan hacia una idea de cine puro. Responden también a una concepción del formato que parece análoga a la noción de cuento en Julio Cortázar: un corto debe ganar por KO, a diferencia del largo, donde la victoria debe ser alcanzada por puntos. El filme de la Villa del Cine fue escrito por cuatro hombres y dirigido por tres mujeres, pero podría hablarse de una autoría colectiva, puesto que todo el trabajo se hizo en conjunto. O sea, que también habría cierta unidad de autor. Los tres segmentos también se hallan vinculados de una manera abstracta similar a los cortos de Palma: se trata de historias de mujeres, que abordan problemas sociales y existenciales, metiéndose bajo la piel de las protagonistas.

    También responden a una idea de lo que debe ser un cortometraje, aunque diferente de la de ese director: un formato para correr riesgos. Otra diferencia es que en este caso las historias se cruzan o sugieren que podrían cruzarse, y las actrices protagónicas de un segmento aparecen en otro en un papel diferente. Igualmente se entrelazan los temas, y tienen un trasfondo común. No son películas autónomas como las de Palma sino que componen una unidad. Pero KO en el largo no hay, salvo ejemplos excepcionales, y para sostener una audacia como la del corto, el de 90 minutos es un formato de mucho costo y demasiado riesgo. De allí que ambas cintas traigan algo novedoso a las salas comerciales, donde los largometrajes ejercen un dominio absoluto.

    1, 2 y 3 mujeres es una película que no se conforma con observar a las que sufren y mostrar las injusticias que padecen por su posición social y su sexo, o lo que hacen para cambiar su situación. El primer segmento, “Eloína”, escrito por José Antonio Varela, José Luis Varela y Rafael Pinto, y dirigido por Andrea Herrera, tiene como protagonista a una empleada de una compañía que hace la limpieza en un agitado bufete de abogados. Es un personaje que ocupa una posición subordinada, que es descrita mediante los planos cerrados del rostro de la protagonista y de los objetos que manipula. Ellos muestran a una persona que busca refugio agazapándose en sí misma, al igual que parece esconderse en el baño, que es como su guarida. El personaje, además, tiene una estrategia desenvolverse en ese ambiente opresivo: se hace pasar por tonta ante sus superiores sociales. Otro significativo detalle revelador acerca de su vida humilde es lo que hace con el dinero que el azar pone en sus manos: primero va al mercado y compra carne —la directora, sensible a la lógica cartesiana de la pobreza, incluyó un primer plano del bistec en la sartén—; luego le compra los útiles a su hijo, y finalmente piensa en adquirir una computadora, para los trabajos de la escuela. Hay una caricatura de Quino que muestra las diversas reacciones del público en un cine cuando ven la secuencia de La quimera del oro en la que Charlie Chaplin se come un zapato: los ricos, en el balcón inferior, ríen a carcajadas. Los pobres, en el gallinero, lloran desconsoladamente. Probablemente eso sea lo que suceda con el plano del bistec.

    Hasta ahí estamos en el campo de la observación, de una manera que se acerca al estilo de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, es decir, ver cómo las injusticias sociales dejan una huella sobre el cuerpo de una persona, en este caso doblándola en un sentido literal. Pero también hay en la primera historia detalles que subrayan de manera cómica cómo Eloína (Juliana Cuervos) experimenta esa distancia con respecto a lo que la rodea y cómo lo ve la oficina desde el lugar que ocupa allí. Son los que muestran el ambiente como una sucesión de retazos fugaces, incapaces de ofrecer una construcción clara del espacio, y los que subrayan el aspecto y la forma de ser insólita de la gente que allí trabaja. Asimismo, una secuencia en el parque de diversiones, en la que el movimiento de un aparato parece sacudir profundamente al personaje principal sin que haya una razón objetiva que lo justifique, revela cómo la pequeña felicidad que logra construir a partir del azar es percibida por ella como precaria. En todo momento Eloína está sumergida en el temor de que la suerte que le ha permitido comprar carne, jugo y útiles escolares se vaya a derrumbar, con otras consecuencias todavía más graves para ella. Esa es otra representación de cómo ella vive las cosas que le suceden en la historia que va más allá de la observación.

    Rosario, la parte intermedia, escrita por Juan Ramón Pérez y dirigida por Anabel Rodríguez, tiene como hilo conductor la lectura en voice over de una carta imaginaria que la protagonista escribe, dirigida a un hombre con el que sueña que habría de llegar a casarse. Allí, por tanto, toda la narración es subjetiva. La voz, sin embargo, es un eje precario, puesto que la historia contada desde el punto de vista de un personaje de pueblo destruido por la caída de un pozo, que es la frase que ella emplea al comienzo para describir su experiencia en la ciudad. La huella de la injusticia sobre Rosario (Ogladih Mayorga) es principalmente una herida interior, no física como en Eloína: la representación de un entendimiento resquebrajado por una experiencia demasiado terrible para poder comprenderla desde su forma de ver el mundo. Sin embargo, las secuencias que muestran a la muchacha haciendo las tareas domésticas en el apartamento de clase alta del matrimonio al que sirve, en las que se aísla con un walkman y se encorva cuando aparecen los dueños, establecen un puente con el primer relato, en lo que se refiere a la representación de los débiles insertos en los ambientes donde se desenvuelven los poderosos. Allí reaparece el interés por la marca de la injusticia en el cuerpo, característico de los hermanos belgas.

    Hay mucho de lugar común telenovelesco en esta parte de la película, cuya protagonista es una muchacha de servicio seducida por el hombre de la casa, expulsada cuando la relación es descubierta y que termina convertida en indigente. Es también forzada la puesta al día del tema, que sustituye el embarazo por la infección con el virus del sida. A todo eso logra sobreponerse el filme en esta parte gracias al manejo de elementos simbólicos como el vestido de novia y, sobre todo, el trompo, convertido en metáfora de la narración. También lo rescata la dirección, que resulta especialmente atinada en la secuencia en la que Rosario recibe el resultado del examen que le indica que tiene sida: el ruido del corazón y una nota aguda espaciada, semejante a la de un monitor de los latidos pero con intervalos más largos, se funden en la música que acompaña a la voice over que va leyendo lenta y claramente los detalles bioquímicos de los resultados, incomprensibles hasta la expresión “virus de inmunodeficiencia humana”. Allí la voz calla: la muchacha grita, sin sonido al principio y con bajo volumen después. Recursos que podrían utilizarse en otros contextos para mantener la distancia crítica frente a una escena de tanta carga emocional, son empleados allí para subrayar la brecha entre sentir, soñar y entender del personaje.

    La tercera parte, escrita por Pinto y los hermanos Varela, y dirigida por Andrea Ríos, podría dar la impresión de que desentona. De la subjetividad de las dos anteriores se pasa aquí a un predominio casi total de la observación de las interacciones entre tres mujeres que viven en una pequeña propiedad, en el campo: la madre y las dos hijas, más un bebé que todavía debe ser cargado en brazos. El cambio de perspectiva podría tener una justificación si se lo piensa en relación con la contraposición campo-ciudad, ricos-pobres, hombres-mujeres: el trío de personajes no se halla en un medio hostil, en el que ocupe una posición subordinada, por lo que no puede haber una perspectiva de extrañamiento como la de Eloína, ni una rotura psíquica como la de Rosario. Sin embargo, ese microcosmos, del cual está ausente el hombre, tampoco es un medio idóneo, en el que las mujeres puedan florecer como personas. Eso se traduce en un enfrentamiento continuo entre Gregoria (Ana Isabel Llorca), la madre, y su hija mayor, Margarita (Carolina Riveros). Es un conflicto que parece ser de rebeldía contra autoridad, pero en realidad no es sino una coartada para la pura expresión de la frustración y el desencanto consigo mismas de ambos personajes, porque ninguno de los dos parece ser capaz de hacer algo para que su vida cambie, salvo esperar al hombre, una, y protestar porque se lo siga esperando eternamente, la otra. Una situación como esa sólo puede evolucionar hacia un deterioro cada vez más pronunciado, lo que es representado en este caso mediante un préstamo del realismo mágico: fallas de la electricidad que coinciden con los momentos más turbulentos de la relación madre-hija.

    La situación parece dar un giro cuando Alonso (Aníbal Marcano), María (Juliana Cuervos) y su hijo buscan refugio en la propiedad. El desenlace del encuentro casi llega a lo didáctico, en la medida en que las mujeres terminan por convencerse de que lo que necesitan para salir del estancamiento no es algo que pueda venir de afuera, a pesar de que una solución de ese tipo es la que parece presentarse. Hay, además, un claro mensaje que les llama a no soñar en construir su vida en torno a la figura de un hombre, como ocurría con Rosario, cuya fascinación por el vestido de novia es compartida en esta historia por Ana, la hija menor (Eliana Barreto). Pero no es una respuesta tan sencilla la que hay en Gregoria, ni tampoco existe un didactismo escolar, ni nada remotamente por el estilo.

    Esta parte de la película plantea el misterio que siempre rodea aquello de donde sacan fuerzas las personas para salir adelante en la vida y tomar las decisiones que las llevan a florecer. No se trata de resolver un problema social, además, puesto que la situación económica de las mujeres no parece ser insostenible en ese sentido. La pobreza, en todo caso, es el motor de Alonso, como él dice, pero no el de Gregoria ni el de Margarita. Tampoco hay una respuesta fácil de este tipo en la película; la vida a la que se aspira no es de buscar lo que se necesita, o poseer más, sino la aventura de encontrarse a uno mismo. La puerta hacia ese motor secreto permanece cerrada en el caso de Gregoria, a quien se la muestra en diversos planos que ponen de manifiesto su inmovilidad, su incapacidad de darle a su vida el empuje que necesita. El hieratismo, huella cultural en este caso más que socioeconómica, a diferencia de la curvatura del cuerpo de las otras dos protagonistas, se hunde en el alma del personaje hasta el punto en que da a entender que no puede tener una interioridad como la de Eloína y la de Rosario. La razón es que su alma está petrificada.
     

    Una vez más, la representación de cómo se desata ese nudo es simbólica: el deterioro de la casa, que desde el comienzo está invadida por enormes insectos, además de tener problemas eléctricos constantes, se precipita cuando comienzan a romperse las tuberías. Entonces la situación sí llega a ser insostenible en la medida en que todo parece comenzar a derrumbarse por un peso que no es físico, y de eso mismo nace la fuerza que hace que las mujeres se echen a andar por sí mismas hacia delante, el motor moral que las lleva a querer ser alguien en la vida. También se evadió en el desenlace el cliché de que el campo es el lugar natural del que se siente fuera de su sitio en la deshumanizada ciudad, aunque sea el destino de Alonso. No hay posiciones sociales que deban ocuparse por naturaleza en el filme, ni identidades de género que las mujeres deban asumir. Lo que hace plenamente humanas a las personas es una necesidad de ser alguien, si saber con claridad de dónde es exactamente que nace ni qué cosa se vaya a terminar siendo al final de la búsqueda.

    Es una verdadera lástima que un filme como este haya sido empañado por carencias técnicas que se perciben en la fotografía o que parecieran derivarse del paso de la captura electrónica al formato fílmico. Eso no quiere decir que la película no se sostenga. Pero son muchas las imperfecciones, y esos detalles son un obstáculo para que el público pueda gozar con los ojos la película, además de reflexionar gracias a ella.

    By Pablo Gamba



    (Fuente: www.revistavertigo.info )


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