publicación No. 1

  ISSN 2218-0915
Cine y transformación social: el Instituto de Cinematografía de Santa Fe (1956-1962)
Mónica Cristina Araujo Lima


Identidad racial y colisiones: De la Suite de Nicolás a las tesis de Sara
María Caridad Cumaná González
(Literalmente) nuevo cine latinoamericano: ten(d)encias
Frank Padrón Nodarse
“El cine es la liberación”: Edmundo Aray y sus héroes cinematográficos
Libia Planas
Varios directores brasileños en el período post-2000. ¿Movimiento o individualidades?
Zaira Zarza
El documental del Nuevo Cine Latinoamericano: una toma de posición ante la realidad
Alfredo Dias D’Almeida , Vanderlei Henrique Matropaulo
La obra cinematográfica como representación colectiva de las memorias populares: el caso de Latinoamérica en los años sesenta
Silvana Flores
A propósito de un cine caribeño
Desireé Sampson

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La obra cinematográfica como representación colectiva de las memorias populares: el caso de Latinoamérica en los años sesenta
Silvana Flores
La colectividad como actor histórico las películas de Jorge Sanjinés nos servirán de paradigma acerca de cómo se inserta la creación artística individual en las representaciones colectivas. Con el fin de constituir un arte cinematográfico que funcione como arma al servicio del pueblo boliviano, Sanjinés fundó en 1966, junto con el guionista Oscar Soria, una agrupación llamada “Ukamau” (que en lengua aymará significa “Así es”).

A través de sus diversas realizaciones, este grupo ha centrado su atención en la filmación dentro del contexto de las comunidades indígenas. He aquí el problema mencionado previamente: ¿cómo pueden hacerse obras comprometidas con la cosmovisión de una minoría2 estando inmersos en la cultura hegemónica? El objetivo de Sanjinés y de la mayoría de los realizadores involucrados en la construcción de un cine militante se define por la concepción de la creación colectiva, tomando a la obra cinematográfica como elemento de contra-información y como arma de obreros, campesinos e indígenas en la lucha contra el neocolonialismo.

Uno de los referentes principales de esta ideología se encuentra en las elaboraciones teóricas del psiquiatra Franz Fanon, quien en su ensayo “Los condenados de la tierra” (1961) reflexiona sobre el comportamiento de opresor y oprimido, y establece a la violencia revolucionaria como respuesta a los problemas impuestos por el imperialismo. Según Fanon (1963), en el vocabulario del colonizador, al referirse al colonizado, proliferan términos que despojan a este último de su carácter de hombre, incluyéndole en una especie de bestiario. También habría que mencionar que por largo tiempo los adultos indígenas  fueron considerados legalmente como infantes necesitados de tutelaje, no pudiendo disfrutar de los mismos derechos que los adultos occidentales.

En el film Sangre de cóndor (1969), de Jorge Sanjinés, podemos observar de qué manera a los sujetos de la comunidad de campesinos indígenas se los reduce a una condición animal: las mujeres esterilizadas sin consultar para que dejen de procrear, la falta de atención digna en los hospitales donde será más importante el dinero que el cuidado del enfermo, la obligación de robar para conseguir ese dinero vital, hasta el punto de negar al indígena el derecho a tener sangre y vivir.

Según Fanon (1963), en la mentalidad del colonizador, el indígena es un ser inferior, incluso fisiológicamente, incapaz de indagar y de demostrar emotividad y necesitado de una domesticación por parte del occidental. Nuevamente, en Sangre de cóndor, la comunidad indígena es llevada a agradecer por el bien que los “gringos” están otorgándoles, ayudándoles a desarrollarse y ofreciéndoles vestimenta como sinónimo de una nueva identidad impuesta.

En el discurso planteado en esta película, existe un choque entre la cultura occidental y las tradiciones del grupo de campesinos indígenas. Las esterilizaciones que los médicos “gringos” ejercían sobre las mujeres se enfrentan a la importancia de la fertilidad en la comunidad aborigen. Además de ser considerada como una maldición, la imposibilidad de la concepción habla de un intento de aniquilación de la cultura. Más que una ayuda beneficiaria, este desempeño de los médicos extranjeros consiste en una lucha de poder. Es por eso que al final del film observamos la tesis final de Sanjinés: las manos del pueblo levantando armas para ejecutar justicia será una imagen recurrente en el cine latinoamericano de los años sesenta.

La vida de estos campesinos y sus propios dramas personales funcionan como una especie de microhistoria dentro del universo cinematográfico, la cual nos permitirá reconstruir el estado general del indígena en la Latinoamérica colonizada.

Estas obras constituyen documentos, testimonios audiovisuales; pero el historiador que los examinará no será, esta vez, únicamente el estudioso, sino el pueblo mismo, aquel que sufre lo documentado en la pantalla. La pretensión de estos films será, entonces, convertirse en voces de la memoria: el discurso cinematográfico se convierte en narrador de una identidad.

Según el historiador Pierre Nora, la memoria evoluciona día a día. Es manipulable, susceptible a las deformaciones y tiene un carácter mítico y afectivo. La comunidad alimenta su memoria a través de detalles simbólicos y recuerdos flotantes. Pero Nora también nos habla del pasaje a una memoria de tipo archivística, que necesita el registro para mantenerla en el recuerdo. Habría una necesidad imperiosa de mantener vigente las huellas, de “materializar la memoria”, a partir de los documentos. El arte cinematográfico es parte de esa tendencia contemporánea a la recopilación de material, que tiene en el soporte fílmico y su capacidad de reproducción, un aliado eficaz. 


El “otro” como productor de sentido

El enfrentamiento de diferentes culturas, como puede ser el de una etnia tribal ante un grupo no aborigen, suele traer como consecuencia, según gran parte de los historiadores, la desaparición de las tribus o su asimilación a la cultura occidental. Sin embargo, autores como Darcy Ribeiro (2000) afirman lo contrario: ese cruce produce dos tipos de impacto diferenciados. Por un lado, nos encontrarnos con el exterminio y la aculturación de esas tribus aborígenes. Otra consecuencia posible es su aislamiento parcial o total.

Basada en la teoría sobre la existencia de tres mundos3, es conocida también la idea de la inserción de un Cuarto Mundo, compuesto por las comunidades de indígenas o cualquier grupo social extremadamente excluido, que hayan sido despojados y aniquilados en nombre del “progreso”. El afán por la modernización, con el fin de estar “a la altura” de las naciones desarrolladas, está en íntima conexión con la marginación y/o aniquilación de los pueblos que no respondan con las características étnicas del “blanco civilizado”.

Si volvemos a considerar a la obra de arte como generadora de representaciones, el llamado cine antropológico o etnográfico nos ofrece una oportunidad de estudiar los mecanismos de intercambio entre la instancia productora y receptora a la hora de proyectar la memoria. En lo que respecta a la transmisión de ideologías, el arte cinematográfico se ha destacado desde sus inicios por su capacidad de emplear la imagen en movimiento, con su magnetismo e impresión de realidad, como elemento orientador de una cosmovisión. Los portadores de la cámara ejercen un poder de convencimiento sobre los receptores de esas imágenes, y por lo tanto, la obra presentada se convierte, inevitablemente, en un testimonio sobre la inclinación ideológica de su realizador. La tecnología del cinematógrafo fue una herramienta ampliamente aprovechada para los estudios etnográficos, y el ejemplo de este tipo de filmaciones pueden ser una útil descripción de la manera en que el cine es capaz de elaborar representaciones ideológicas colectivas.

Tradicionalmente, el arte cinematográfico fue un instrumento de ilustración en las investigaciones de carácter antropológico, aportando la imagen móvil a las observaciones escritas del investigador. Por otra parte, la mirada de la instancia productora es la de alguien que observa con estereotipos prefabricados y no la del participante. En esa visión exógena de la cultura filmada se impone la perspectiva etnocentrista del antropólogo más que la concepción del mundo del sujeto observado. Como afirma el investigador Adolfo Colombres, el Estos tres mundos han sido usualmente catalogados de la siguiente manera: el Primer Mundo representa a los países capitalistas de Europa, a Estados Unidos, a Australia y a Japón; el Segundo Mundo se refiere a los países de corte comunista; y el Tercer Mundo estaría compuesto por los países víctimas de algún proceso de colonización o neocolonización, ya sea territorial como económica. Page 4 ser colonizado “hablará poco o nada pues la palabra corresponde al antropólogo-narrador” (1985: 20).

La figura del “otro”, y según Augé (2000: 30) la interpretación que los otros hacen acerca del otro, es el objeto básico de la antropología. Ese elemento de estudio es descripto como “el otro exótico que se define con respecto a un ‘nosotros’ que se supone idéntico” (Augé, 2000: 25), ya sea que se diferencie por su etnia, o por su grupo social o político. El problema de la alteridad será esencial en la etnología, y aparecerá como factor predominante en el cine anti-colonialista.

La propuesta renovada del cine de tendencia antropológica que surge en los años sesenta es la de abandonar la figura del observado/oprimido como objeto de estudio o como un “otro” cargado de atractivo exótico. Se planteará la figura dual del objeto/sujeto, a la vez elemento a narrar e instancia productora de sentido. Esta será una estrategia de lucha contra el etnocidio cultural, el cual se manifiesta como un silenciamiento, a través del bloqueo de la transmisión de la cultura ajena a la del narrador.

El cine latinoamericano de este período comenzó a preocuparse por los pueblos sin voz en cada una de las sociedades, reducidos a una minoría ideológica. Se empiezan a reivindicar memorias que se orientan a un restablecimiento de la justicia a partir de la lucha. Por eso, estas películas, que tendrán un tono militante, tomarán a esas “minorías” como protagonistas esenciales del cambio y como sujetos constructores de representaciones frente a las elaboradas por el discurso hegemónico. Se trata de abandonar el paternalismo “protector”, desestabilizar la memoria social, de carácter simbólico y consensual, e imponer la propia a la manera de reivindicación.

La propuesta del cine etnográfico, que tiene entre sus máximos representantes al argentino Jorge Prelorán4, puede resumirse en la afirmación de que no hay nada “más revolucionario que dar la palabra al colonizado, al explotado, para que nos muestre su realidad tal cual es…” (Galeano, citado en Colombres, 1985: 27). Inspirado por los trabajos del documentalista estadounidense Robert Flaherty5, Prelorán apostaba por la importancia de tener un tiempo previo de convivencia con los sujetos a filmar, para luego poder aspirar a que esa cultura “se haga carne” en sí mismo como cineasta. De esta manera, podría “dar voz a los que no la tienen, a los que nadie conoce ni escucha” (Colombres, 1985: 27).

La descripción etnográfica ya no sería hecha desde el lugar del extraño “civilizado” que da a conocer al mundo occidental el exotismo de una supuesta barbarie, sino que empieza a dar lugar a la colectividad filmada para ejercer el rol de expositor de sus propias representaciones, y de esa manera, establecer un testimonio o denuncia políticos sobre la marginación social y las particulares reivindicaciones de esas comunidades olvidadas y prejuzgadas por la cultura hegemónica.

La tendencia del cine político latinoamericano que pone sobre la mesa la presencia del negro, el mestizo o el indígena, se destacará por su iniciativa para el reconocimiento de esas identidades diferenciadas, teniendo en cuenta la existencia de cosmovisiones que se engloban en identidades diversas, que tienen el mismo derecho a ser destacadas que las de la cultura dominante. Podríamos afirmar que esa propuesta se acerca a una visión multiculturalista, que se define como un intento de ver la historia a partir de la igualdad de los diversos pueblos y razas, desde una perspectiva descolonizada. Ese multiculturalismo está integrado a una visión policéntrica de la cultura, que no favorece a “ninguna comunidad o parte del mundo, sea cual sea su poder político o económico” (Shohat; Stam, 2002: 70), pero que apunta, sin embargo, a levantar a los que siempre han sido marginados de la posibilidad de estar en el centro.

El cine ha sido, desde sus comienzos, un arte que ha permitido cumplir el sueño del espectador de penetrar en paisajes desconocidos, exóticos, a los que tal vez nunca tendrá Es importante aclarar que Prelorán no pretendió ser catalogado de creador de un cine antropológico, sino de documentos humanos y vivencias, sin fines científicos (Columbres: 111). Sin embargo, es uno de los pocos ejemplos latinoamericanos que pueden acercarse a esta categoría cinematográfica. Robert Flaherty es considerado el padre del cine etnográfico, realizando en 1920/21 el film “Nanuk el esquimal” (Nanook of the north), para el cual dedicó un año de su vida conviviendo con una comunidad de esquimales, para luego poder filmarlos. Page 5

acceso. Por sobre otras artes, como la fotografía o la pintura, el cine ha hecho de los espectadores una suerte de exploradores de tierras y culturas remotas, con una ventaja técnica
propia del cinematógrafo: el movimiento.

Las películas que documentan culturas “lejanas” corren el peligro de presentar una posición totalitaria. Existe la posibilidad de ofrecer un discurso confuso al receptor, que le manipule ideológicamente. La imagen y el montaje cinematográfico poseen recursos estilísticos para desfigurar el imaginario del sujeto estudiado con fines a un propio discurso político. Entre ellos podemos mencionar los muy usados carteles explicativos al inicio del film, que remontan la narración a seres, lugares y/o tiempos remotos; la presencia de actores que a través de vestimenta y maquillaje representan a aborígenes o negros de una manera estereotipada; la inserción de valores y concepciones de mundo domesticadores; la identificación con un héroe que ejerce un choque con la idea de protagonismo de la comunidad, o la elaboración de espacios exteriores en estudios, a través de decorados y escenografías cargadas del imaginario popular.

Como opción contrastante ante el modo de representación institucional inspirado en Hollywood, el cine anti-colonialista propone utilizar recursos estilísticos del lenguaje cinematográfico que sean afines a la concepción de los pueblos a filmar. Por este motivo, se le da prioridad a los planos secuencia antes que a los cortes continuos, se utiliza al sujeto colectivo en preeminencia ante el protagonista individual (héroe), se favorece el distanciamiento emocional para dar lugar en primer término a la reflexión, se reduce la cantidad de primeros planos que nos identifiquen con el héroe y se alienta la utilización no solo de actores no profesionales, sino también de los mismos protagonistas del acontecimiento histórico.

Como afirmaba Robert Flaherty, “el documental se rueda en el mismo lugar que se quiere reproducir, con los individuos del lugar” (citado en Colombres, 1985: 58). De esta manera, se facilitó la interculturalidad con fines a una solidarización. El motor de este intercambio lo encontramos en el anhelo por la liberación de las ataduras del imperialismo, tema fundamental en el período que estamos tratando.

Junto con Robert Flaherty, encontramos en la figura del francés Jean Rouch otro ejemplo de un abordaje renovado del estudio antropológico-cinematográfico. Es sabido que incluso ha tenido como técnicos de sus films a aborígenes, y algunos de los integrantes de tribus africanas, protagonistas de esas películas, han llegado a darse el lujo de efectuar una especie de práctica antropológica casera con los blancos europeos. Pero más allá de estas anécdotas, el cine de Rouch sirvió de inspiración a sus colegas latinoamericanos en lo que respecta al intento de captar la nueva realidad creada por la cámara en su interacción con los sujetos filmados.

Un desarrollo importante en las reivindicaciones de las tribus indígenas sería, entonces, el uso de los medios de comunicación (entre ellos, el cine) para sus propios fines, y dejar de ser simplemente objetos de estudio para complacer los anhelos de exotismo del occidental. Sin embargo, no fue en este período donde esto se hizo realidad, ya que las innovaciones que en los años sesenta hubo respecto a un cine etnográfico han sido elaboradas principalmente por sujetos no pertenecientes a esas culturas aborígenes.

El cine militante como expresión del pueblo

El arte como representación colectiva de memorias populares pretende integrar al pueblo en la realización, y no ejerce el rol de voz autoritaria. El cine latinoamericano de los sesenta tuvo, entonces, un abordaje diferenciado frente al modo de representación institucional o clásico. No pretenderá mostrar obras estéticamente deleitables ni hacer uso de tecnicismos o academicismos. El objetivo será el hacer una radiografía de cada país, un arte como “espejo del pueblo” (Diegues, citado por Amar Es de destacar que siempre ha existido una tendencia a clasificar el mundo ideológicamente a partir de las divisiones geográficas, que marcan a los diferentes pueblos como “lejanos” o “cercanos” de acuerdo al punto centralizado desde el cual se los mira. Page 6

Rodríguez, 1994: 20), que muestre a cara lavada las miserias de los pueblos oprimidos y una imagen de la sociedad, que generalmente es ocultada por motivaciones políticas. Se necesitaba acabar con el discurso complaciente que excluía a los pueblos marginados, y se proponía documentar el subdesarrollo, iniciativa que en Argentina tuvo entre sus primeros exponentes al realizador Fernando Birri7 y sus alumnos de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional del Litoral (Santa Fe). En el film “Tire dié” (1960), hecho por Birri junto con sus alumnos podemos observar a los niños mendicantes que son sujetos centrales del film, relatando su propia experiencia sobre su supervivencia. El fin de los trabajos hechos en Latinoamérica dentro de esta tendencia no será solamente narrar la opresión y la injusticia, sino más bien revelar las estructuras de explotación, que llevaron a esa dominación. Una vez expuesto esto, se impulsará al público a tomar conciencia y llevarle a la acción revolucionaria.

El realizador levanta su cámara8 y se la entrega al receptor, que ya no será pasivo, un mero consumidor o sujeto de contemplación estética, sino un sujeto-actor, que continuará el film luego de la proyección9; y a su vez, ese film será considerado una obra inconclusa.

Las películas, entonces, no son concebidas como acto individual sino como obra colectiva, asumiendo la cosmovisión de grupos que no se conciben fuera de una comunidad. El cine latinoamericano de los sesenta deja de lado la idea de la consagración individual del artista para insertarse en el corazón de las masas, quienes no reciben un mensaje de características unívocas, sino que se le dará lugar a la palabra, la discusión y el planteo de soluciones a las imágenes que acaba de ver en la pantalla.


Narrando la identidad nacional

Podemos considerar al término “nación” como una categoría demarcadora de fronteras, que delimita personas y espacios. Dentro de esa clasificación ubicamos a las identidades, definidas por el antropólogo Ruben George Oliven (1999: 30) como construcciones sociales que se forman a partir de las diferencias, tanto reales como imaginarias. Las identidades serían entidades abstractas que se construyen a partir de vivencias cotidianas y sirven de referencia para la distinción de los diferentes grupos sociales. Las identidades también podrían definirse como estructuras narrativas, creadas para un conjunto de individuos, y sus historias son transmitidas de generación en generación, como una especie de memoria colectiva.

Si la historia puede ser considerada como una narración, es comprensible que el arte cinematográfico, como instrumento para narrar historias y transmitirlas a un grupo colectivo de individuos, pueda ser utilizado como elemento político de transmisión de identidades. Como afirman Ella Shohat y Robert Stam, a diferencia de la novela “el cine se disfruta en un espacio común, donde la congregación efímera de espectadores puede cobrar un impulso nacional…” (2002: 119). Por ese motivo, el arte cinematográfico, así como los diferentes medios de comunicación audiovisuales, posee un poder superior para la elaboración de representaciones colectivas. Y como medio audiovisual posee mayor capacidad de convocatoria popular, a causa de su ofrecimiento de entretenimiento.

El tipo de obras que estamos abordando se caracterizaron por una exaltación de las identidades nacionales y la utilización de un lenguaje inspirado en la propia realidad. Dentro de esos valores se intentaron rescatar las identidades ocultas y marginadas. La mirada se hizo centrípeta, a diferencia de la tendencia general de realizar películas de carácter universalista, con temáticas que podrían trasladarse a cualquier espacio y tiempo.

Una de las elaboraciones teóricas más interesantes de la mencionada agrupación “Cine Liberación” fue el concepto de “cine-acto”, que plantea a la obra cinematográfica no como elemento “destinado a espectadores de cine, sino, ante todo, a los formidables actores de esta gran revolución continental” (Getino-Vellegia, 2002: 141).

Esta línea nacionalista resultó en un cambio de presencias en las pantallas latinoamericanas: los campesinos empiezan a ser protagonistas, se incorporan elementos míticos característicos de cada cultura, se describen las miserias del hombre de los suburbios y se otorga mirada a grupos indígenas. El espectador es identificado ideológicamente con ellos, con el objetivo de solidarizarse y unirse en la lucha contra la dominación.

Estas películas, en gran medida, no pudieron ser estrenadas comercialmente, como ocurrió, entre otros casos, con el film “La hora de los hornos” (1966/68), de Fernando Solanas y Octavio Getino, y otras películas de “Cine Liberación”, que fueron divulgadas en circuitos clandestinos durante el período de proscripción del peronismo. Otras películas fueron prohibidas por funcionarios de gobierno, y lograron estrenarse gracias a las presiones del público en general o de agrupaciones, como en los casos de los films Río, cuarenta grados (Rio, cuarenta graus, 1955), de Nelson Pereira dos Santos, y Sangre de cóndor (1969), de Sanjinés.

A causa de la persecución política, muchos realizadores fueron obligados a exiliarse, entre ellos el brasileño Glauber Rocha, el mismo Sanjinés, Fernando Solanas, y los chilenos Miguel Littín y Raúl Ruiz. Otros, menos afortunados, son parte de las listas de desaparecidos, como resultó con el argentino Raymundo Gleyzer y el camarógrafo chileno Jorge Müller. Por lo tanto, la búsqueda común que hubo en la Latinoamérica de los sesenta por la reconstrucción del ser nacional se vio paradójicamente bloqueada por el mismo Estado nacional en su accionar represor.


Reivindicar la memoria en el exilio


Otro punto interesante a tratar es el caso de aquellos realizadores que no pudieron circular libremente sus obras de corte nacionalista en sus países de origen, y que pudieron hacerlo, incluso con éxito, en el exilio. Mientras los artistas son apresados en su país por reivindicar una memoria popular, en el extranjero son aplaudidos en diversos festivales cinematográficos. Se produjo, entonces, una paradoja: mientras generalmente el inmigrante recibe las últimas oportunidades y los lugares que nadie quiere en el país de acogida, los inmigrantes cineastas políticos son laureados y valorados por sus colegas extranjeros. Eso ocurrió, por ejemplo, con el argentino Fernando Solanas durante su exilio en París en la década del setenta, hasta el punto de ser considerado por algunos comentaristas (quizá con exageración), como “el más grande cineasta épico desde Eisenstein” (Tal, 2002).

El caso más interesante es el de los cineastas chilenos en el exilio, quienes recibieron apoyo de diversas organizaciones de Europa, Unión Soviética o Cuba, interesadas en los problemas asociados a la dictadura militar. El cine chileno realizado en el exilio alcanzó una cantidad de producciones superior a la lograda en los años anteriores al éxodo. Fue durante estas circunstancias donde se ha podido filmar un documental sobre la historia reciente del país, titulado La batalla de Chile (1973/1979), de Patricio Guzmán (conformado por tres partes tituladas La insurrección de la burguesía, El golpe de Estado y El poder popular). En él se reconstruyó parte de la historia reciente chilena como una forma de mantener en vigencia, aunque desde otro espacio geográfico, la memoria sobre la existencia de una conspiración contra el gobierno de Allende. La estructura del mismo es coincidente con la estética común al cine político latinoamericano de la década anterior, con sus tres partes como formadoras de una historia y tesis política, el uso de entretítulos, las entrevistas a los diferentes actores sociales que fueron protagonistas y antagonistas de los hechos narrados, y su objetivo de contra-información. A través de este film, y de otros como Actas de Marusia (1975), de Miguel Littín, que hacían mención de los acontecimientos terribles que estaban ocurriendo durante el gobierno de Pinochet, se pudo sacar a la luz la memoria de lo que en Chile se mantenía oculto desde el punto de vista cinematográfico.

Podríamos concluir que el desarraigo causado por la experiencia del exilio ha potenciado en los realizadores latinoamericanos de este período la necesidad de mantener viva la memoria y las identidades nacionales, con la esperanza siempre presente del posible retorno. Page 8

Desplazando la mirada eurocentrista

El cine latinoamericano del período en cuestión se movilizó a partir de un eje desestabilizador ante la cultura eurocentrista. Como afirman Robert Stam y Ella Shohat (1994), las manifestaciones artísticas han sido concebidas tradicionalmente teniendo en cuenta a  Europa como monopolio de las artes a nivel mundial, y fuente de sentidos. A lo largo de los años, este ha sido el punto de referencia que ha trazado concepciones estéticas y estilos narrativos en las cinematografías latinoamericanas.

La perspectiva eurocentrista ha dividido al mundo entre “Occidente y los demás” (Shohat; Stam, 2002: 20), introduciendo una serie de oposiciones: “… nuestras ‘naciones’, sus ‘tribus’ […] nuestra ‘cultura’, su ‘folklore’, nuestro ‘arte’, su artesanía […] nuestra ‘defensa’, su ‘terrorismo’” (Shohat; Stam, 2002: 20). Nos encontramos, entonces, con una idea de Occidente como región formada y transformada por una mezcla de culturas e identidades, no sólo en el área de las artes sino incluso en las innovaciones científicas y la adquisición de riquezas.

Sobre esto último, podríamos citar a Fanon (1963) cuando afirmaba que “Europa es, literalmente, la creación del Tercer Mundo. Las riquezas que la ahogan son las que han sido robadas a los pueblos subdesarrollados”. De esta manera, toda obra de caridad hacia esas naciones “tercermundistas” es considerada por él como una “justa reparación”. En el caso de la producción de América Latina en particular, durante muchas décadas se han realizado películas que seguían los lineamientos culturales de Europa y Estados Unidos, obras absorbidas por una cultura ajena a las autóctonas, que ofrecían un lenguaje y valores importados, en un afán de “modernización” y en una voluntad de querer entrar en el anhelado “Primer Mundo”.

Es así como surgieron productoras cinematográficas, como la brasileña Vera Cruz, que se levantó como una especie de Hollywood sudamericano, con técnicos especializados traídos de Europa y un estilo visual y narrativo calcado de ámbitos ajenos a la cultura brasileña. El caso más representativo lo observamos en su producción más famosa, titulada O cangaçeiro (1953), de Lima Barreto, film que ofrecía un atractivo folklórico nacional a través de una mirada eurocentrista. La controversia sobre el carácter social de las acciones de los bandidos del Nordeste brasileño es totalmente desplazada para dar lugar a una narración que apunta a mostrar a los cangaçeiros como divertidos cowboys sudamericanos. Podemos decir, entonces, que este tipo de películas se han dejado manipular por la tendencia domesticadora de las culturas hegemónicas.

Así como Europa y Estados Unidos se han jactado de teñir con su propia visión la cultura de otros pueblos, es interesante reafirmar, junto con Stam (1994), que al mismo tiempo Europa ha absorbido también elementos de las culturas africanas, asiáticas y de los indígenas de América, en especial en lo que respecta a las vanguardias históricas. Por lo tanto, antes que hablar de una dominación deberíamos decir que hubo, en un principio, un intercambio cultural que luego derivó en mecanismos de explotación nacidos primero en el ámbito político y económico, y trasladados posteriormente al área de las artes. Se podría decir que luego de ese intercambio, lo que se produjo fue una apropiación, dejando de lado todo crédito a la cultura “no occidental” que originó esa producción estética.

En resumen, el cine latinoamericano de los años sesenta ofreció un enfoque alternativo a la visión colonizadora que preponderó durante gran parte de la historia del cine mundial. Culminó con la idea de que para la elaboración de un objeto artístico aprobado hay que tomar como referente a los paradigmas exitosos de Hollywood, y entendió que la cultura nacional no es un mero elemento de exhibición destinado a inflar la ambición conquistadora eurocentrista. Estos realizadores intentaron descolonizar la memoria social y reivindicaron la cosmovisión de grupos autóctonos. Hicieron uso de los recursos del lenguaje cinematográfico pero sin tecnicismos ambiciosos ni deseos de hacer un cine apto para la exportación con fines a la autopromoción de un supuesto desarrollo modernizador.

PERSPECTIVAS DE LA COMUNICACIÓN • Vol. 1, Nº 1, 2008 • ISSN 0718-4867
UNIVERSIDAD DE LA FRONTERA • TEMUCO • CHILE
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La Compañía Cinematográfica Vera Cruz fue fundada en São Paulo en 1949 por los empresarios Franco Zampari y Francisco Matarazzo Sobrinho, y contó con el aporte del cineasta Alberto Cavalcanti, quien poseía experiencia internacional en Italia e Inglaterra. Page 9

Plantearon realizar películas con economía de recursos, uniendo cada significante con la ideología a transmitir. Lo que al fin y al cabo estos realizadores tendrían como meta era educar al pueblo, para hacerlo constructor de su propio destino, para desarrollar, como dijimos antes, un hombre nuevo y emancipado, que sea el actor real de una anhelada revolución.


1. La filmografía producida por esta agrupación consta de los siguientes largometrajes: “Ukamau” (¡Así es!, 1966), “Yawar Mallku” (Sangre de cóndor, 1969), “El coraje del pueblo” (1971), “El enemigo principal” (1973), “¡Fuera de aquí!” (1977), “Las banderas del amanecer” (1983), “La nación clandestina” (1989), “Para recibir el canto de los pájaros” (1995) y “Los hijos del último jardín” (2003), todas dirigidas por Jorge Sanjinés, con la co-dirección de Beatriz Palacios en el caso del film “Las banderas del amanecer”. En lo que respecta a la producción de cortometrajes, contamos con dos títulos dirigidos por Sanjinés: “Revolución” (1962) y “¡Aysa!” (1965).
2. Cuando en este texto hablamos de minorías nos referimos a las mismas no desde el punto de vista cuantitativo, sino más bien a partir de la existencia de una imposición colonialista de un grupo en particular sobre esas culturas “minoritarias”.
7. Fernando Birri se destacó no sólo como director sino también como formador de cineastas y autor de una serie de manifiestos cinematográficos que sirvieron de base teórica a un cine de carácter testimonial. Sus películas más conocidas son el mediometraje “Tire dié” (1960) y el largometraje “Los inundados” (1962).
8. Es conocida la frase de Fernando Solanas que afirma que el cine tiene la capacidad de disparar a 24 fotogramas por segundo. Esta declaración, claro está, fue influida por las ideas del realizador francés Jean-Luc Godard, quien definiera al cine como “la verdad 24 fotogramas por segundo”.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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