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Cultura y economía son dos términos que a lo largo de la historia marcharon por separado, como líneas paralelas que, aunque podían mirarse la una a la otra, parecieran estar condenadas a no reunirse nunca. Primero como concepto holístico, referido a las relaciones del hombre con la naturaleza, los dioses y los otros hombres, luego como idea de “alta cultura” o “artes elevadas”, la cultura, o mejor dicho, las fuerzas sociales que asumieron en cada momento histórico su liderazgo, se resistió habitualmente a ser medida o cuantificada, como si la racionalidad no pudiera o debiera inmiscuirse en los laberintos de lo intangible o de las cosas que tendrían que ver más con las emociones y el corazón. Esta fue una visión predominante a lo largo de muchos siglos, pese a que pensadores como Pitágoras afirmasen en su momento que todo lo existente sobre la tierra, incluida la música, es decir, el medio más emparentado a las emociones, podía ser estudiado y construido a partir de fórmulas matemáticas. O que figuras de la literatura, como el Quijote, dijera en algún momento, que cuando la razón se desprende del corazón termina en locura.
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