Es difícil encontrar en los anales de la historia del cine algún otro autor con una biofilmografía tan peculiar como el cubano Santiago Álvarez. El cineasta de Ciclón, Now, L.B.J., Hanoi martes 13 y 79 primaveras, no realizó ni un solo metro de película en la primera mitad de su vida, mientras que en la segunda mitad concluyó más de seiscientas obras, algunas de ellas, por lo menos cinco, consideradas por consenso joyas del documental a nivel mundial.
Santiago había estudiado dos años medicina, y luego sicología e historia, filosofía y letras, fue aprendiz de cajista y linotipista (en la impresión de publicaciones), director de programas de radio, fue de los fundadores de la sociedad cultural Nuestro Tiempo y luego del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, donde creó y dirigió el Departamento de Cortometrajes y el Noticiero ICAIC Latinoamericano. Desde que llegó al cine, en 1960, se ocupó con crecientes gozo y tenacidad en atrapar para siempre los rostros, el movimiento y la palpitación de la existencia que en cualquier parte del mundo gritara, estallara y se rebelara ante la opción de permanecer con el rostro pegado al piso. Santiago acertó a cronicar con inefable puntería justo los instantes y los sitios donde tenían lugar las catarsis mejoradoras, donde se percibían plenitudes, sacudimientos, o se urdía un camino mejor y más fecundo para los seres humanos.
Recorrió más de noventa países haciendo su cine documental, “que no es un género menor como se cree —solía asegurar el director— sino una actitud ante la vida, ante la injusticia, ante la belleza”. Corresponsal de guerra en Vietnam, Kampuchea, Chile y Angola, tuvo la oportunidad de conocer personalmente y entrevistar a Fidel y Che, a Ho Chi Min, Salvador Allende y Agostinho Neto. Al igual que su maestro Joris Ivens, concebía cada documental como la fórmula, el medio, para descubrir algo nuevo, el laboratorio de movimientos, tonos, formas, contrastes y ritmos. Así, clasificó en la elite del cine-testimonio mundial, junto a Robert Flaherty, Dziga Vertov o Chris Marker, entre los más descollantes realizadores de un arte que comenzó precisamente así: con los hermanos Lumiere abriendo el objetivo de la cámara frente a la realidad convocadora.
Intuición e impecable olfato periodístico aparte, Santiago Álvarez vino a ser, durante cuatro décadas, nuestro cronista mayor, el fabricante de caleidoscópicos collages, el pintor atento, irónico o estremecido, presto a ilustrar impresionantes murales, fragmentos de vida, con las nerviosas pinceladas de la cámara en mano y la edición velocísima. El Noticiero ICAIC Latinoamericano, del cual dirigió más de 400 ediciones, no solo sentó cátedra y fundó escuela, también redactó la historia de un país en Revolución, como noticiario modélico, fiel a ese inveterado sentido de lo actual y a una capacidad comunicativa verdaderamente proverbial.
Su cine siguió un único itinerario de ida y vuelta a la contingencia, pero se las arregló para recomponer o reintegrar artísticamente culturas y gentes del modo más feliz, que para él siempre fue, también, el más humano. Su rúbrica quería decir sinceridad persuasiva y pasión inspiradora, pues nada existe que inspire y persuada mejor que convertirse en cómplice absoluto del ansia fervorosa de vivir y fundar, siempre enemiga de la sed destructiva, expoliadora y decadente de unos cuantos poderosos. Santiago nunca intentó disimular la verticalidad de su compromiso. Solo se preocupó por avisar, alertar en letras rojas, escribir en imágenes fulgurantes, que el mundo debía cambiar a favor de los oprimidos.
Si tamaña vocación de altruismo algunos quieren tildarla de panfletaria, son muchos quienes asumen con gusto el epíteto. La obra que nos legó Santiago Álvarez trasciende en años luz los resúmenes presurosos y la revisión de algunos de sus títulos clásicos. Su grandeza de artista comprometido sin ambigüedades con el destino de su país no le resta ni un ápice de majestad a un laboreo que sigue irradiando paradigmas.