FICHA ANALÍTICA
Cine sin compromiso
Ramos Ruiz, Alberto (1957 - )
Título: Cine sin compromiso
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano
Lugar de publicación: La Habana
Número: 206-207
Página(s): 76 - 85
Mes: mayo-diciembre
Año de publicación: 2019
«Riesgo antes que perfección», tal fue el lema curatorial del Fórum de la Berlinale en 2019. Al decir del comité de selección, no interesaba mostrar los mejores exponentes a mano de cualquier tendencia o dirección en la avanzada del cine contemporáneo, sino «juntar filmes que ensayan cosas, asumen una posición y no hacen compromisos». Los títulos que se reseñan a continuación dan fe de la coherencia con que la programación, integrada por cerca de cuarenta obras, se hizo eco de dicha premisa. Vale la pena aclarar que los filmes de Schanelec y Côté se presentaron en la competencia oficial, pero dada su naturaleza e implicaciones, hubieran podido exhibirse por derecho propio dentro del programa del Fórum, de ahí su inclusión en esta reseña. Ich war zuhause, aber (I Was at Home, But), producción entre Alemania y Serbia dirigida por Angela Schanelec, incursiona en la crisis de una familia de clase media berlinesa a dos años de la muerte del marido, director de teatro. El detonante en este caso es la reaparición del hijo (Phillip), que se ha ausentado de casa una semana sin mediar explicaciones ni conocerse su paradero. Acudiendo a un lenguaje sumamente elíptico, el filme describe los intentos de la madre (Astrid) por volver a la normalidad de la vida hogareña sin otorgar demasiada importancia a lo acontecido. Pero tras este primer amago de independencia, la vida se empeña en tomar otros derroteros, y una serie de contratiempos y encuentros enigmáticos se suceden, obligándola a reconsiderar ciertas realidades que daba por inmutables. Compra, por ejemplo, una bicicleta y, cuando esta se avería, decide devolverla sin más al dueño, quien a cambio se ofrece para repararla además de reembolsarle el precio, como indicándole que retornarla solo refleja la incapacidad de la mujer para tar el problema. El pasaje se hace eco de lo ocurrido con Phillip, cuyo retorno se complica poco después con un ingreso hospitalario a causa de una infección. La noticia desestabiliza por completo a Astrid, quien de vuelta al hogar solo atina a agredir y rechazar a los niños. En términos generales, el núcleo del drama fa- miliar radica en algo que rebasa el ámbito doméstico, cierta desconexión de los individuos con la realidad cuyo síntoma más evidente es una suerte de atrofia verbal. Un ejemplo típico es aquel en que Astrid llega al salón de profesores de la escuela y en- saya un argumento solipsista para justificar la huida de Phillip, pero se hace un lío y termina por calificar a los maestros de «radiadores». Estos, que se comportan como autómatas, apenas articulan palabra en medio del estupor. En fin, nada que decir de am- bas partes. Otro caso límite son los pasajes donde Phillip y otros alumnos de su clase ensayan una re- presentación de Hamlet, cuyos parlamentos recitan sin emoción, a manera de las «voces blancas» de Bresson, y con lo cual parecieran ofrecer su visión del mundo de los adultos. Uno en que estos se niegan a tener hijos (como la joven pareja de Lars, uno de los maestros) alegando una vocación de soledad que, significativamente, son incapaces de explicar. Lo anterior entronca con una de las secuencias clave del filme, la larga conversación camino a casa entre Astrid y un dramaturgo extranjero que aspira a una cátedra en el instituto donde trabaja aquella. La mujer expone su rechazo al artificio del teatro, al control sobre el cuerpo que termina por falsear la realidad, y lo contrapone a la vivencia cruda de esa verdad que «solo se revela cuando pierdes el control». A su vez, estas declaraciones conectan con la desnudez de la puesta de Shakespeare en la escuela,donde el texto emerge libre de las ataduras de la actuación. El hieratismo aquí es solo parte de una rigurosa estrategia minimalista manejada por el filme que incluye, entre otros, el distanciamiento y fragmentación de la imagen, la apelación al fuera de campo y los silencios, la abundancia de tiempos muertos y una apuesta por lo gestual en detrimento de la palabra. En este sentido, por último, tanto o más inquietante resulta el naturalismo de las secuencias de apertura y cierre del filme. La primera transcurre en el exterior interior de una casa abandonada en el campo, donde un perro da caza a una liebre, la devora y se duerme luego junto a un asno que «ob- serva» por una ventana. El final ocurre junto a un río: la madre duerme sobre una roca y el hijo se interna por el cauce con la hermana a sus espaldas. Después de la violencia y la agonía, la paz alcanza a todos: unos velan mientras otros duermen, sean los humanos que retornan a la naturaleza o los animales que, intercambiando roles, buscan refugio en la casa. Algo extraño sucede en Irénée-les-Neiges, el remoto poblado cubierto por la nieve en el Quebec canadiense que sirve de escenario al más reciente filme de Denis Côté, Répertoire des villes disparues (Ghost Town Anthology). Tras la muerte de Simon, un joven de 21 años, cuando su auto se estrella súbitamente contra unos árboles al borde del camino en la secuencia de apertura, los habitantes comienzan a tener visiones. El primer indicio inquietan- te son unos niños que aparecen de improviso en el lugar de los hechos llevando unas máscaras en forma de calaveras. Jimmy, el hermano mayor de Simon, no cree que haya sido un accidente y pide un signo al hermano desaparecido. Y vaya si los signos aparecen. Adèle, una joven con serios problemas de personalidad, oye pasos en su casa, ve la silueta de un hombre cruzar frente a su puerta, se encuentra a los niños enmascarados en una nave vacía, contempla a través de una ventana a un grupo de personas desconocidas que permanecen en medio de la planicie helada y termina levitando de puro terror para consternación de los 215 vecinos del lugar. Pierre, dueño del restaurante del pueblo, se interesa por una mansión vacía a la salida del vecindario que resulta ser una casa tomada por sus an- tiguos dueños ya muertos (tiene mala energía, dice la alcaldesa), quienes finalmente se muestran ante el hombre, disuadiéndolo de su propósito. Incluso los más incrédulos acaban convenciéndose de la veracidad de las apariciones. Louise y Richard, un viejo matrimonio de aspecto extravagante, partidario de las explicaciones en plan materialista, desestiman las aprehensiones de Adèle («son fobias irracionales») hasta que echan a correr tras verla levitar. Un destino particularmente trágico aguarda a la familia de Simon. Gisèle, la madre, enfrenta una crisis de fe que se resuelve cuando aquel se le aparece en el garaje donde trabajaba; Romuald, el padre, escapa de la casa dejando un vago mensaje de despedida y encuentra la muerte en el bosque tras comprobar que el desconocido que ha subido poco antes a su auto es Simon, quien se aleja luego corriendo; Jimmy es el último en verlo, esta vez en la cancha de hockey, y junto a su madre decide marcharse a la ciudad de Quebec, dejando la casa a cargo de su amigo André, uno de los escasos escépticos que elige seguir su vida sin tomarse tan a pecho el revuelo alrededor de las apariciones. En línea con André está la alcaldesa Simone Smallwood, para quien lo sucedido pone a prueba su competencia profesional y que se jacta ridículamente de la capacidad de sus conciudadanos para enfrentar los problemas sin la ayuda de gente desconocida. La primera en ser rechazada es Yasmina, una psicóloga (¡musulmana tenía que ser!) enviada por el distrito, aunque la alcaldesa tendrá que ceder después, cuando Gilbert, delegado por las autoridades superiores, aporte junto a Yasmina pruebas fotográficas de la identidad de los aparecidos, quienes no son sino habitantes del lugar fallecidos tiempo atrás. Como en el fondo todo cine de horror es político, lo que sucede cobra sentido cuando escuchamos los comentarios sobre la lenta agonía del pueblo, donde las oportunidades de trabajo son mínimas (una mina enclavada en las cercanías ha cerrado) y la gente huye en busca de otra vida a las grandes ciudades donde estas masivas movilizaciones de almas en pena no han sido reportadas, al decir de Gilbert. Côté ha explicado que la película quiere alertar sobre la desaparición de esos pequeños enclaves perdidos en la inmensidad de Quebec, «en me- dio de la nada y que a nadie le importan», como comenta Camille, la esposa de Pierre. Y lo ha he- cho recurriendo a una preciosa metáfora, la de los poblados convertidos en verdaderos cementerios y, por lógica elemental, reclamados por sus muer- tos. No son ellos los extraños que le han aguado la fiesta, como piensa la airada alcaldesa, quien en un gesto de impotencia termina arrojando a los impasibles e importunos visitantes una botella de agua que estalla en plena carretera. Vienen por lo suyo, estoicos y silenciosos, como el signo omino- so de un destino inevitable. Rodado en 16 mm, el filme consigue que la imagen resulte todo lo ines- table y perturbadora que demandan la historia y el género escogido para contarla. Côté opera sin pri- sa, dislocando la trama en pequeñas viñetas que van transformando la atmósfera inicial de duelo en una pesadilla que despierta al pueblo de su letargo, mez- cla de histeria colectiva, pulsiones xenófobas, pro- vincianismo pueril y miedo, miedo a plena luz del día, miedo al otro que amenaza con barrer la poca vida que resta en aquel reducto castigado por un invierno interminable. Monsters. (Marius Olteanu) es uno de los mejores títulos estrenados en lo que va de año por una de las cinematografías más estéticamente productivas de Europa, y probablemente del mundo, la rumana. El asunto puede parecer banal y trillado: la crisis terminal de una pareja el día antes de su separación definitiva. Pero el tratamiento, donde es fácil advertir la huella del Antonioni de La noche (La notte, 1961), no deja dudas de que nos encontramos ante una demostración de madurez poco común para el caso (se trata del primer largometraje de ficción del director). A fin de indagar en las razones de ambos cónyuges, y de paso averiguar por qué se les califica tan severamente de monstruos. (así, con un punto final, como para que no queden dudas), el filme los ubica en dos secciones separadas, «Dana» y «Andrei», sus respectivos nombres, y los sigue durante la noche y madrugada previas al día cero. Ambas secciones están fotografiadas en cerrado formato académico, en correspondencia con la idea de re- tratar cada personaje por separado y de comentar además la desolación que los embarga. Dana acaba de llegar en tren a Bucarest y mientras se asea en los baños de la estación ferroviaria la vemos llorar sin consuelo. Está destrozada. Toma un taxi para casa, pero una vez en la entrada de su edificio pacta con el chofer para quedarse en el auto durante la noche. Él pide una suma exorbitan- te para desanimarla, pero ella acepta. Así comienza un larga espera en que ambos, inicialmente recelosos y tensos, terminan compartiendo sus respectivas frustraciones, mediadas por varios ofrecimientos de cigarrillos que la mujer, finalmente, acepta de buena gana. Para los dos ha sido un mal día y eso los acerca, sobre todo cuando el hombre observa con perspicacia que ella parece una mujer infeliz y sufre porque se siente engañada. Cuando se se- paran, él solo acepta el importe real del servicio y devuelve el resto; es evidente que su sensibilidad, tras la apariencia de hombre curtido por una ciudad hostil, ha sido tocada por el drama de la mujer. Andrei, por su parte, no lo pasa mejor que Dana. Después de un fallido intento por volver con su reja Cristi (es bisexual, solo al final sabremos que Dana lo sabe), se cita con alguien en Grindr, pero el encuentro resulta un fiasco. El desconocido se llama Alex y está en las antípodas de lo que el taxista representó para Dana: es un homosexual reprimido, maniático y egoísta, obsesionado por las apariencias y los rituales, que trata a Andrei como un mero objeto sexual. Al amanecer, abrazados en el lecho los esposos, el formato se abre en panorámica y aparece el título, «MONSTRUOS.», como una sentencia irrevocable. Hay caricias, frases amables, gestos torpes: cada uno, en algún momento, insinúa la posibilidad de reconsiderar la decisión, pero solo logra que el otro desestime el ofrecimiento. Este último segmento contiene la mayor parte de las revelaciones que explican por qué esta pareja, en apariencia tan normal, en realidad vive desde hace dos años suspendida en el vacío, como el paso elevado sobre las líneas del ferrocarril en que se sientan a conversar por última vez, y donde poco antes vimos a Andrei considerar la posibilidad del suicidio. Lo que sucede con ellos comporta, en el fondo, un sentido un tanto irónico. Siendo que ambos se rebelan contra el conservadurismo de la sociedad rumana,sus opciones individuales, sin embargo, no encuen- tran reciprocidad, sino rechazo en el otro. A diferencia de Andrei, Dana no quiere hijos, «a los que solo podría ofrecerles incertidumbre y mie- do», y con ello se ha ganado la hostilidad de la abuela de aquel, una anciana majadera y tradicionalista. Por su parte, Andrei ama a un hombre, pero su relación pasa por un mal momento. Y Dana no puede aceptar que él acuda justo ahora donde ella en busca de consuelo, sabiendo además que no es amada. Por lo que, para dejarlo claro, le confiesa que ha estado con otro hombre. Si no pueden constituirse en una familia nuclear como espera de ellos la sociedad (al estilo de un vecino impertinente y xenófobo, con ínfulas de represor, que les restriega en cara su realización como padre), solo les queda fingirlo hipócritamente o, para ser coherentes, renunciar a una vida en común y separarse. Es esto último lo que ambos se cuestionan en la mutua interrogación con que cierra el filme: ¿por qué no lo hicieron antes? La respuesta queda en el aire, pero a estas alturas ya lo sabemos: por amor. Solo que, por monstruoso que parezca, y dicho en palabras del director: «A veces la prueba más grande de amor es dejar que el otro se marche». Belonging (Burak Çevik, Turquía-Canadá-Estados Unidos) es un curioso híbrido entre literatura y cine que reivindica las virtudes de la primera valiéndose de los recursos puestos a su disposición por el segundo. Inspirado en hechos reales que ocurrieron en la familia del director cuando tenía diez años, el filme cuenta la historia de un asesinato. Lo interesante, sin embargo, está en su estructura de díptico: dos bloques narrativos de aproximada- mente igual duración, pero estilos muy diferentes. En una breve acotación reflexiva que sirve de prólogo, el director se dirige a su tía, cómplice del asesino, y expone las razones que lo llevaron a realizar el filme. Sigue una primera parte que corresponde a la confesión de Onur, el criminal, cuya voz se deja oír en off mientras la cámara registra los espacios donde transcurrieron los sucesos a medida que se mencionan. (El director reconoce en una entrevista que este segmento inicial hace suya una idea ya ensayada por James Benning en un filme de 1987, Landscape Suicide). La impresión es similar a estar leyendo o escuchando a alguien que lee. A cada tanto, la imagen se va a negro, sugiriendo una pausa del imaginario lector antes de volver al texto y, por lo mismo, a las nuevas imágenes que este evoca. Aun- que se trata de un thriller pasional, con femme fatale incluida, el recuento es frío y distante, cargado de detalles, a primera vista superfluos, pero ilustrativos de un don de observación y una memoria visual notables que remiten a lo novelesco del relato. La segunda parte, en cambio, reconstruye lo dicho en la primera, pero ateniéndose solo al preludio, o sea, a las circunstancias en que los amantes se conocieron, mucho antes de que decidieran asesinar a la madre de la joven. En el breve lapso de una noche y el amanecer del día siguiente, asistimos al primer encuentro entre ambos, cargado de diálogos chispeantes, frases ingeniosas y comentarios intrascendentes en medio de la fascinación que, desde el primer momento, siente el joven por ella, que dice llamarse Pelin. En esta ocasión, el director invoca a Rohmer, un artífice de la palabra al servicio de la ensoñación romántica, como la influencia más notoria. Aunque cubre un período más corto, este bloque se extiende un poco más que el anterior, lo que deja a la puesta en escena cinematográfica en desventaja respecto a la literatura, que en menos tiempo resulta más pródiga en detalles. En algunos pasajes, incluso, el director se sirve de esta para ten- sar las posibilidades de aquella. Hay un momento de la noche, por ejemplo, en que ella recita un poema en el apartamento y se los ve pasear por el bosque a la luz del día, como una pareja de enamorados en pleno idilio, disfrutando de la belleza que los rodea. Esto no consta en la confesión, es un comentario poético introducido por el cineasta que traduce en imágenes la sensualidad del poema. Lo contrario tiene lugar en la próxima escena, cuando son las imágenes de los cuerpos semidormidos al amanecer las que convocan al diálogo, frases banales flotando sobre sus rostros en silencio. Si el prólogo, con la voz desencarnada sobre un fondo negro, introducía ya la palabra como motivo rector de lo que seguía, dejando los créditos en suspenso hasta el comienzo de la segunda parte para subrayar la continuidad entre ambas, el epílogo en el cementerio remite directamente a la primera, en una elipsis brutal que deja fuera la representación del cri- men para quedarse apenas con el espacio de la muerte como referencia. Belonging es un original ejercicio de narración alternativa, fascinante en su manera de conjugar lo abstracto y lo sensorial, la palabra y el gesto, en función de una poética del espacio que se erige en portavoz de la narración. Leakage (Suzan Iravanian, Irán-República Checa) se aleja significativamente de la imagen que ha circulado del cine iraní en el circuito de festivales, anclada en un realismo cuasi documental de matiz reflexivo, para optar por estrategias más ligadas al surrealismo y la dramaturgia del absurdo. En este sentido, su historia podría resultar paradigmática, pues se trata de una mujer aquejada de un desorden psicosomático fuera de lo común: su cuerpo segrega petróleo de manera incontrolable. En algún momento se comenta que puede deberse a un mal heredado de la abuela y vinculado a situaciones de estrés, que en el caso de Foziye (la protagonista) se asocian a la desaparición del marido, la pérdida de su pensión y una relación conflictiva con la hija. En cualquier caso estamos ante una mujer que, de la noche a la mañana, ha quedado en una situación de vulnerabilidad extrema y cuya respuesta es convertirse en una suerte de «yacimiento humano». Pero lo que para otros es símbolo de riqueza, en un país cuya dependencia del petróleo se cifra en términos absolutos, en su caso la condena a huir y ocultarse, convertida en poco menos que un freak, una criatura monstruosa que lo mismo atrae la mala suerte que la felicidad de sus semejantes. De cualquier manera, quienes se mueven en su entorno no escapan al influjo de lo que sucede, viven en «estados alterados» cuya extrañeza se acompaña a menudo con una nota de humor. Saeed, un inmigrante ilegal afgano que sirve donde Zhaled, hermana de la fugitiva Foziye, lee con fervoroso re- cogimiento un libro sobre higiene militar simulan- do que se trata del Corán u otro texto sagrado. Leila, hija de la infeliz heroína, solo piensa en emigrar, y para justificarse se inventa toda una teoría sobre la ausencia del padre. Al pequeño Mohammed, hijo de Leila, la violencia futurista de Mad Max: Fury Road lo mantiene secuestrado frente al televisor. Ahmadshah, el primo de Saeed a cuya casa de cam- po llega Foziye en su delirio de persecución, se deja llevar por la superstición en su empeño por evitar la contaminación de los suelos, que monitorea con un peculiar sistema de adivinación. Por otra parte, a lo sucedido a Foziye se asocian una serie de acontecimientos e imágenes que contribuyen al aura sobrenatural atribuida a la mujer: el temblor de tierra que abre una fisura imposible en el techo, un río de petróleo que corre impetuoso entre dos montañas; una antigua foto donde aparece un grupo de condiscípulos, entre ellos uno muerto; la yegua extraviada en medio de la noche; un siniestro cambio de color en el agua... Acudiendo a un lenguaje metafórico, Leakage se las arregla para abordar diversos tópicos de la vida contem- poránea iraní al aludir a fenómenos como el auge de la movilidad humana, la persistencia de un tra- dicionalismo fuertemente teñido de superstición y violencia, así como el capital simbólico acumulado por el petróleo en su papel rector de la economía. Lo real y lo fantástico alternan hasta confundirse en una visión irreverente que, a pesar de la deriva trágica al final, se vale brillantemente del absurdo para iluminar algunas de las zonas más conflictivas de la existencia cotidiana.
Descriptor(es)
1. FESTIVAL DE CINE
Título: Cine sin compromiso
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano
Lugar de publicación: La Habana
Número: 206-207
Página(s): 76 - 85
Mes: mayo-diciembre
Año de publicación: 2019
«Riesgo antes que perfección», tal fue el lema curatorial del Fórum de la Berlinale en 2019. Al decir del comité de selección, no interesaba mostrar los mejores exponentes a mano de cualquier tendencia o dirección en la avanzada del cine contemporáneo, sino «juntar filmes que ensayan cosas, asumen una posición y no hacen compromisos». Los títulos que se reseñan a continuación dan fe de la coherencia con que la programación, integrada por cerca de cuarenta obras, se hizo eco de dicha premisa. Vale la pena aclarar que los filmes de Schanelec y Côté se presentaron en la competencia oficial, pero dada su naturaleza e implicaciones, hubieran podido exhibirse por derecho propio dentro del programa del Fórum, de ahí su inclusión en esta reseña. Ich war zuhause, aber (I Was at Home, But), producción entre Alemania y Serbia dirigida por Angela Schanelec, incursiona en la crisis de una familia de clase media berlinesa a dos años de la muerte del marido, director de teatro. El detonante en este caso es la reaparición del hijo (Phillip), que se ha ausentado de casa una semana sin mediar explicaciones ni conocerse su paradero. Acudiendo a un lenguaje sumamente elíptico, el filme describe los intentos de la madre (Astrid) por volver a la normalidad de la vida hogareña sin otorgar demasiada importancia a lo acontecido. Pero tras este primer amago de independencia, la vida se empeña en tomar otros derroteros, y una serie de contratiempos y encuentros enigmáticos se suceden, obligándola a reconsiderar ciertas realidades que daba por inmutables. Compra, por ejemplo, una bicicleta y, cuando esta se avería, decide devolverla sin más al dueño, quien a cambio se ofrece para repararla además de reembolsarle el precio, como indicándole que retornarla solo refleja la incapacidad de la mujer para tar el problema. El pasaje se hace eco de lo ocurrido con Phillip, cuyo retorno se complica poco después con un ingreso hospitalario a causa de una infección. La noticia desestabiliza por completo a Astrid, quien de vuelta al hogar solo atina a agredir y rechazar a los niños. En términos generales, el núcleo del drama fa- miliar radica en algo que rebasa el ámbito doméstico, cierta desconexión de los individuos con la realidad cuyo síntoma más evidente es una suerte de atrofia verbal. Un ejemplo típico es aquel en que Astrid llega al salón de profesores de la escuela y en- saya un argumento solipsista para justificar la huida de Phillip, pero se hace un lío y termina por calificar a los maestros de «radiadores». Estos, que se comportan como autómatas, apenas articulan palabra en medio del estupor. En fin, nada que decir de am- bas partes. Otro caso límite son los pasajes donde Phillip y otros alumnos de su clase ensayan una re- presentación de Hamlet, cuyos parlamentos recitan sin emoción, a manera de las «voces blancas» de Bresson, y con lo cual parecieran ofrecer su visión del mundo de los adultos. Uno en que estos se niegan a tener hijos (como la joven pareja de Lars, uno de los maestros) alegando una vocación de soledad que, significativamente, son incapaces de explicar. Lo anterior entronca con una de las secuencias clave del filme, la larga conversación camino a casa entre Astrid y un dramaturgo extranjero que aspira a una cátedra en el instituto donde trabaja aquella. La mujer expone su rechazo al artificio del teatro, al control sobre el cuerpo que termina por falsear la realidad, y lo contrapone a la vivencia cruda de esa verdad que «solo se revela cuando pierdes el control». A su vez, estas declaraciones conectan con la desnudez de la puesta de Shakespeare en la escuela,donde el texto emerge libre de las ataduras de la actuación. El hieratismo aquí es solo parte de una rigurosa estrategia minimalista manejada por el filme que incluye, entre otros, el distanciamiento y fragmentación de la imagen, la apelación al fuera de campo y los silencios, la abundancia de tiempos muertos y una apuesta por lo gestual en detrimento de la palabra. En este sentido, por último, tanto o más inquietante resulta el naturalismo de las secuencias de apertura y cierre del filme. La primera transcurre en el exterior interior de una casa abandonada en el campo, donde un perro da caza a una liebre, la devora y se duerme luego junto a un asno que «ob- serva» por una ventana. El final ocurre junto a un río: la madre duerme sobre una roca y el hijo se interna por el cauce con la hermana a sus espaldas. Después de la violencia y la agonía, la paz alcanza a todos: unos velan mientras otros duermen, sean los humanos que retornan a la naturaleza o los animales que, intercambiando roles, buscan refugio en la casa. Algo extraño sucede en Irénée-les-Neiges, el remoto poblado cubierto por la nieve en el Quebec canadiense que sirve de escenario al más reciente filme de Denis Côté, Répertoire des villes disparues (Ghost Town Anthology). Tras la muerte de Simon, un joven de 21 años, cuando su auto se estrella súbitamente contra unos árboles al borde del camino en la secuencia de apertura, los habitantes comienzan a tener visiones. El primer indicio inquietan- te son unos niños que aparecen de improviso en el lugar de los hechos llevando unas máscaras en forma de calaveras. Jimmy, el hermano mayor de Simon, no cree que haya sido un accidente y pide un signo al hermano desaparecido. Y vaya si los signos aparecen. Adèle, una joven con serios problemas de personalidad, oye pasos en su casa, ve la silueta de un hombre cruzar frente a su puerta, se encuentra a los niños enmascarados en una nave vacía, contempla a través de una ventana a un grupo de personas desconocidas que permanecen en medio de la planicie helada y termina levitando de puro terror para consternación de los 215 vecinos del lugar. Pierre, dueño del restaurante del pueblo, se interesa por una mansión vacía a la salida del vecindario que resulta ser una casa tomada por sus an- tiguos dueños ya muertos (tiene mala energía, dice la alcaldesa), quienes finalmente se muestran ante el hombre, disuadiéndolo de su propósito. Incluso los más incrédulos acaban convenciéndose de la veracidad de las apariciones. Louise y Richard, un viejo matrimonio de aspecto extravagante, partidario de las explicaciones en plan materialista, desestiman las aprehensiones de Adèle («son fobias irracionales») hasta que echan a correr tras verla levitar. Un destino particularmente trágico aguarda a la familia de Simon. Gisèle, la madre, enfrenta una crisis de fe que se resuelve cuando aquel se le aparece en el garaje donde trabajaba; Romuald, el padre, escapa de la casa dejando un vago mensaje de despedida y encuentra la muerte en el bosque tras comprobar que el desconocido que ha subido poco antes a su auto es Simon, quien se aleja luego corriendo; Jimmy es el último en verlo, esta vez en la cancha de hockey, y junto a su madre decide marcharse a la ciudad de Quebec, dejando la casa a cargo de su amigo André, uno de los escasos escépticos que elige seguir su vida sin tomarse tan a pecho el revuelo alrededor de las apariciones. En línea con André está la alcaldesa Simone Smallwood, para quien lo sucedido pone a prueba su competencia profesional y que se jacta ridículamente de la capacidad de sus conciudadanos para enfrentar los problemas sin la ayuda de gente desconocida. La primera en ser rechazada es Yasmina, una psicóloga (¡musulmana tenía que ser!) enviada por el distrito, aunque la alcaldesa tendrá que ceder después, cuando Gilbert, delegado por las autoridades superiores, aporte junto a Yasmina pruebas fotográficas de la identidad de los aparecidos, quienes no son sino habitantes del lugar fallecidos tiempo atrás. Como en el fondo todo cine de horror es político, lo que sucede cobra sentido cuando escuchamos los comentarios sobre la lenta agonía del pueblo, donde las oportunidades de trabajo son mínimas (una mina enclavada en las cercanías ha cerrado) y la gente huye en busca de otra vida a las grandes ciudades donde estas masivas movilizaciones de almas en pena no han sido reportadas, al decir de Gilbert. Côté ha explicado que la película quiere alertar sobre la desaparición de esos pequeños enclaves perdidos en la inmensidad de Quebec, «en me- dio de la nada y que a nadie le importan», como comenta Camille, la esposa de Pierre. Y lo ha he- cho recurriendo a una preciosa metáfora, la de los poblados convertidos en verdaderos cementerios y, por lógica elemental, reclamados por sus muer- tos. No son ellos los extraños que le han aguado la fiesta, como piensa la airada alcaldesa, quien en un gesto de impotencia termina arrojando a los impasibles e importunos visitantes una botella de agua que estalla en plena carretera. Vienen por lo suyo, estoicos y silenciosos, como el signo omino- so de un destino inevitable. Rodado en 16 mm, el filme consigue que la imagen resulte todo lo ines- table y perturbadora que demandan la historia y el género escogido para contarla. Côté opera sin pri- sa, dislocando la trama en pequeñas viñetas que van transformando la atmósfera inicial de duelo en una pesadilla que despierta al pueblo de su letargo, mez- cla de histeria colectiva, pulsiones xenófobas, pro- vincianismo pueril y miedo, miedo a plena luz del día, miedo al otro que amenaza con barrer la poca vida que resta en aquel reducto castigado por un invierno interminable. Monsters. (Marius Olteanu) es uno de los mejores títulos estrenados en lo que va de año por una de las cinematografías más estéticamente productivas de Europa, y probablemente del mundo, la rumana. El asunto puede parecer banal y trillado: la crisis terminal de una pareja el día antes de su separación definitiva. Pero el tratamiento, donde es fácil advertir la huella del Antonioni de La noche (La notte, 1961), no deja dudas de que nos encontramos ante una demostración de madurez poco común para el caso (se trata del primer largometraje de ficción del director). A fin de indagar en las razones de ambos cónyuges, y de paso averiguar por qué se les califica tan severamente de monstruos. (así, con un punto final, como para que no queden dudas), el filme los ubica en dos secciones separadas, «Dana» y «Andrei», sus respectivos nombres, y los sigue durante la noche y madrugada previas al día cero. Ambas secciones están fotografiadas en cerrado formato académico, en correspondencia con la idea de re- tratar cada personaje por separado y de comentar además la desolación que los embarga. Dana acaba de llegar en tren a Bucarest y mientras se asea en los baños de la estación ferroviaria la vemos llorar sin consuelo. Está destrozada. Toma un taxi para casa, pero una vez en la entrada de su edificio pacta con el chofer para quedarse en el auto durante la noche. Él pide una suma exorbitan- te para desanimarla, pero ella acepta. Así comienza un larga espera en que ambos, inicialmente recelosos y tensos, terminan compartiendo sus respectivas frustraciones, mediadas por varios ofrecimientos de cigarrillos que la mujer, finalmente, acepta de buena gana. Para los dos ha sido un mal día y eso los acerca, sobre todo cuando el hombre observa con perspicacia que ella parece una mujer infeliz y sufre porque se siente engañada. Cuando se se- paran, él solo acepta el importe real del servicio y devuelve el resto; es evidente que su sensibilidad, tras la apariencia de hombre curtido por una ciudad hostil, ha sido tocada por el drama de la mujer. Andrei, por su parte, no lo pasa mejor que Dana. Después de un fallido intento por volver con su reja Cristi (es bisexual, solo al final sabremos que Dana lo sabe), se cita con alguien en Grindr, pero el encuentro resulta un fiasco. El desconocido se llama Alex y está en las antípodas de lo que el taxista representó para Dana: es un homosexual reprimido, maniático y egoísta, obsesionado por las apariencias y los rituales, que trata a Andrei como un mero objeto sexual. Al amanecer, abrazados en el lecho los esposos, el formato se abre en panorámica y aparece el título, «MONSTRUOS.», como una sentencia irrevocable. Hay caricias, frases amables, gestos torpes: cada uno, en algún momento, insinúa la posibilidad de reconsiderar la decisión, pero solo logra que el otro desestime el ofrecimiento. Este último segmento contiene la mayor parte de las revelaciones que explican por qué esta pareja, en apariencia tan normal, en realidad vive desde hace dos años suspendida en el vacío, como el paso elevado sobre las líneas del ferrocarril en que se sientan a conversar por última vez, y donde poco antes vimos a Andrei considerar la posibilidad del suicidio. Lo que sucede con ellos comporta, en el fondo, un sentido un tanto irónico. Siendo que ambos se rebelan contra el conservadurismo de la sociedad rumana,sus opciones individuales, sin embargo, no encuen- tran reciprocidad, sino rechazo en el otro. A diferencia de Andrei, Dana no quiere hijos, «a los que solo podría ofrecerles incertidumbre y mie- do», y con ello se ha ganado la hostilidad de la abuela de aquel, una anciana majadera y tradicionalista. Por su parte, Andrei ama a un hombre, pero su relación pasa por un mal momento. Y Dana no puede aceptar que él acuda justo ahora donde ella en busca de consuelo, sabiendo además que no es amada. Por lo que, para dejarlo claro, le confiesa que ha estado con otro hombre. Si no pueden constituirse en una familia nuclear como espera de ellos la sociedad (al estilo de un vecino impertinente y xenófobo, con ínfulas de represor, que les restriega en cara su realización como padre), solo les queda fingirlo hipócritamente o, para ser coherentes, renunciar a una vida en común y separarse. Es esto último lo que ambos se cuestionan en la mutua interrogación con que cierra el filme: ¿por qué no lo hicieron antes? La respuesta queda en el aire, pero a estas alturas ya lo sabemos: por amor. Solo que, por monstruoso que parezca, y dicho en palabras del director: «A veces la prueba más grande de amor es dejar que el otro se marche». Belonging (Burak Çevik, Turquía-Canadá-Estados Unidos) es un curioso híbrido entre literatura y cine que reivindica las virtudes de la primera valiéndose de los recursos puestos a su disposición por el segundo. Inspirado en hechos reales que ocurrieron en la familia del director cuando tenía diez años, el filme cuenta la historia de un asesinato. Lo interesante, sin embargo, está en su estructura de díptico: dos bloques narrativos de aproximada- mente igual duración, pero estilos muy diferentes. En una breve acotación reflexiva que sirve de prólogo, el director se dirige a su tía, cómplice del asesino, y expone las razones que lo llevaron a realizar el filme. Sigue una primera parte que corresponde a la confesión de Onur, el criminal, cuya voz se deja oír en off mientras la cámara registra los espacios donde transcurrieron los sucesos a medida que se mencionan. (El director reconoce en una entrevista que este segmento inicial hace suya una idea ya ensayada por James Benning en un filme de 1987, Landscape Suicide). La impresión es similar a estar leyendo o escuchando a alguien que lee. A cada tanto, la imagen se va a negro, sugiriendo una pausa del imaginario lector antes de volver al texto y, por lo mismo, a las nuevas imágenes que este evoca. Aun- que se trata de un thriller pasional, con femme fatale incluida, el recuento es frío y distante, cargado de detalles, a primera vista superfluos, pero ilustrativos de un don de observación y una memoria visual notables que remiten a lo novelesco del relato. La segunda parte, en cambio, reconstruye lo dicho en la primera, pero ateniéndose solo al preludio, o sea, a las circunstancias en que los amantes se conocieron, mucho antes de que decidieran asesinar a la madre de la joven. En el breve lapso de una noche y el amanecer del día siguiente, asistimos al primer encuentro entre ambos, cargado de diálogos chispeantes, frases ingeniosas y comentarios intrascendentes en medio de la fascinación que, desde el primer momento, siente el joven por ella, que dice llamarse Pelin. En esta ocasión, el director invoca a Rohmer, un artífice de la palabra al servicio de la ensoñación romántica, como la influencia más notoria. Aunque cubre un período más corto, este bloque se extiende un poco más que el anterior, lo que deja a la puesta en escena cinematográfica en desventaja respecto a la literatura, que en menos tiempo resulta más pródiga en detalles. En algunos pasajes, incluso, el director se sirve de esta para ten- sar las posibilidades de aquella. Hay un momento de la noche, por ejemplo, en que ella recita un poema en el apartamento y se los ve pasear por el bosque a la luz del día, como una pareja de enamorados en pleno idilio, disfrutando de la belleza que los rodea. Esto no consta en la confesión, es un comentario poético introducido por el cineasta que traduce en imágenes la sensualidad del poema. Lo contrario tiene lugar en la próxima escena, cuando son las imágenes de los cuerpos semidormidos al amanecer las que convocan al diálogo, frases banales flotando sobre sus rostros en silencio. Si el prólogo, con la voz desencarnada sobre un fondo negro, introducía ya la palabra como motivo rector de lo que seguía, dejando los créditos en suspenso hasta el comienzo de la segunda parte para subrayar la continuidad entre ambas, el epílogo en el cementerio remite directamente a la primera, en una elipsis brutal que deja fuera la representación del cri- men para quedarse apenas con el espacio de la muerte como referencia. Belonging es un original ejercicio de narración alternativa, fascinante en su manera de conjugar lo abstracto y lo sensorial, la palabra y el gesto, en función de una poética del espacio que se erige en portavoz de la narración. Leakage (Suzan Iravanian, Irán-República Checa) se aleja significativamente de la imagen que ha circulado del cine iraní en el circuito de festivales, anclada en un realismo cuasi documental de matiz reflexivo, para optar por estrategias más ligadas al surrealismo y la dramaturgia del absurdo. En este sentido, su historia podría resultar paradigmática, pues se trata de una mujer aquejada de un desorden psicosomático fuera de lo común: su cuerpo segrega petróleo de manera incontrolable. En algún momento se comenta que puede deberse a un mal heredado de la abuela y vinculado a situaciones de estrés, que en el caso de Foziye (la protagonista) se asocian a la desaparición del marido, la pérdida de su pensión y una relación conflictiva con la hija. En cualquier caso estamos ante una mujer que, de la noche a la mañana, ha quedado en una situación de vulnerabilidad extrema y cuya respuesta es convertirse en una suerte de «yacimiento humano». Pero lo que para otros es símbolo de riqueza, en un país cuya dependencia del petróleo se cifra en términos absolutos, en su caso la condena a huir y ocultarse, convertida en poco menos que un freak, una criatura monstruosa que lo mismo atrae la mala suerte que la felicidad de sus semejantes. De cualquier manera, quienes se mueven en su entorno no escapan al influjo de lo que sucede, viven en «estados alterados» cuya extrañeza se acompaña a menudo con una nota de humor. Saeed, un inmigrante ilegal afgano que sirve donde Zhaled, hermana de la fugitiva Foziye, lee con fervoroso re- cogimiento un libro sobre higiene militar simulan- do que se trata del Corán u otro texto sagrado. Leila, hija de la infeliz heroína, solo piensa en emigrar, y para justificarse se inventa toda una teoría sobre la ausencia del padre. Al pequeño Mohammed, hijo de Leila, la violencia futurista de Mad Max: Fury Road lo mantiene secuestrado frente al televisor. Ahmadshah, el primo de Saeed a cuya casa de cam- po llega Foziye en su delirio de persecución, se deja llevar por la superstición en su empeño por evitar la contaminación de los suelos, que monitorea con un peculiar sistema de adivinación. Por otra parte, a lo sucedido a Foziye se asocian una serie de acontecimientos e imágenes que contribuyen al aura sobrenatural atribuida a la mujer: el temblor de tierra que abre una fisura imposible en el techo, un río de petróleo que corre impetuoso entre dos montañas; una antigua foto donde aparece un grupo de condiscípulos, entre ellos uno muerto; la yegua extraviada en medio de la noche; un siniestro cambio de color en el agua... Acudiendo a un lenguaje metafórico, Leakage se las arregla para abordar diversos tópicos de la vida contem- poránea iraní al aludir a fenómenos como el auge de la movilidad humana, la persistencia de un tra- dicionalismo fuertemente teñido de superstición y violencia, así como el capital simbólico acumulado por el petróleo en su papel rector de la economía. Lo real y lo fantástico alternan hasta confundirse en una visión irreverente que, a pesar de la deriva trágica al final, se vale brillantemente del absurdo para iluminar algunas de las zonas más conflictivas de la existencia cotidiana.
Descriptor(es)
1. FESTIVAL DE CINE
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