FICHA ANALÍTICA
Cinco películas de la EICTV para la contemporaneidad audiovisual
González Rojas, Antonio Enrique (1981 - )
Título: Cinco películas de la EICTV para la contemporaneidad audiovisual
Autor(es): Antonio Enrique González Rojas
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 6
Número: 7
Mes: Diciembre
Año de publicación: 2021
La Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (EITV), amén de cumplir durante 35 años su cometido eminentemente pedagógico de formar generaciones de realizadores en las destrezas e intríngulis de la creación de imágenes en movimiento, ha conseguido que las películas concebidas como ejercicios académicos por los matriculados en sus cursos regulares, maestrías y talleres, trasciendan los predios endógenos e integren el cuerpo audiovisual de la nación cubana y del mundo; aportándole significativas y enriquecedoras visiones, posturas, miradas, búsquedas formales y honduras conceptuales, muy lejos de la preconcebida perspectiva cándida y tímida que pueda tenerse de estudiantes en formación.
Título: Cinco películas de la EICTV para la contemporaneidad audiovisual
Autor(es): Antonio Enrique González Rojas
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 6
Número: 7
Mes: Diciembre
Año de publicación: 2021
La Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (EITV), amén de cumplir durante 35 años su cometido eminentemente pedagógico de formar generaciones de realizadores en las destrezas e intríngulis de la creación de imágenes en movimiento, ha conseguido que las películas concebidas como ejercicios académicos por los matriculados en sus cursos regulares, maestrías y talleres, trasciendan los predios endógenos e integren el cuerpo audiovisual de la nación cubana y del mundo; aportándole significativas y enriquecedoras visiones, posturas, miradas, búsquedas formales y honduras conceptuales, muy lejos de la preconcebida perspectiva cándida y tímida que pueda tenerse de estudiantes en formación.
El reciente Premio Tigre Hivos de Cortometraje obtenido por los realizadores Alejandro Pérez (España) y Alejandro Alonso (Cuba) en la edición 50 del Festival Internacional de Cine de Róterdam (IFFR) —uno de los cinco certámenes fílmicos más importantes de la contemporaneidad, junto a Cannes, Venecia, Berlín y Locarno— con la obra Terranova (2020), producida por la EICTV con apoyo de la Unión Europea, es uno de los ejemplos más inmediatos y contundentes.
Más como regla que como excepción, en la EICTV matriculan cineastas con vocaciones sólidas y ambiciones creativas que terminan pertrechándose en sus aulas de un amplio herramental y un más vasto catálogo de ideas acerca del séptimo arte.
La Escuela despierta, cataliza y proyecta tales vocaciones, y estimula potenciales, hacia límites cuyas dimensiones siempre están por trazarse. Pone a dialogar a sus matriculados con las zonas más arriesgadas del lenguaje fílmico, consciente que la verdadera emancipación de la mirada proviene de la sedición de los códigos lingüísticos, la reformulación de los sistemas simbólicos, la sedición del signo y la transformación radical de los modelos que de la realidad tienen los seres humanos. Pues el libelismo epidérmico, que zanja desmañada e instantáneamente “compromisos” socioculturales y políticos desde la replicación de dos o tres claves progresistas pero estereotipadas, resulta más virulentamente conservador que cualquier formulismo gestado desde los ejes y centros de poder colonizador de la mirada.
Desde esta perspectiva, un gran catálogo (cada vez mayor) de obras producidas por la EICTV para sus estudiantes, articula un diálogo intensamente orgánico y aportador con las tendencias más audaces de la contemporaneidad, como puede ser el inmenso campo del cine ensayo y su licitud heterodoxa, confesional, intimista, experimental, así como los senderos más tortuosos de lo fictivo, espacios poliédricos y multidimensionales todos donde, en gran medida, halla su mejor expresión la esencia anti (y pos) colonial pensada por sus fundadores para esta escuela alternativa y experimental por principio.
Las siguientes cinco películas de muy personal preferencia y circunscrita al siglo XXI —para concentrarme en una contemporaneidad más urgente e inmediata—, no pretenden conformar un rígido canon eiceteviano, o una sistematización de sistemas ideoestéticos, todo lo contrario: busca demostrar cómo el hervor creativo gestado en el seno de la Escuela imposibilita precisamente asirlo en molduras rígidas. Se revela como una estructura abierta, fractal, fragmentaria, que remonta mil caminos a la vez y devuelve los conocimientos provistos en las clases —y en las inefables proyecciones nocturnas de la sala Glauber Rocha— en forma de apropiaciones, reconfiguraciones y provocaciones.
The Ilusion (Susana Barriga, 2008)
The Illusion es un ensayo sobre el azoro, la confusión y el abismo. Es una crónica de sensaciones, expectaciones y decepciones. Es un autorretrato en progreso de la disolución del ser en la nada, del ser en la ausencia. Encuentro que se torna desencuentro. Hallazgo que transmuta en pérdida. Certeza que se degrada en incertidumbre. Expectación devenida naufragio.
En su tesis de graduación la especialidad de Documental, la autora decide registrar en cámara el reencuentro londinense con el padre emigrado en su infancia por desavenencias irreconciliables con el sistema político de Cuba. No se precisan estas cuitas. Solo se intuyen en la secuela dolorosa que aun supura en el hombre luego de 14 años de exilio.
Barriga permanece todo el tiempo fuera de campo. Mientras va al encuentro de su padre, el entorno filmado permanece casi siempre fuera de foco, con las torsiones bruscas que una mirada impaciente, incapaz de concentrarse. El lente se centra en los detalles nimios y ajenos a los que la mente enturbiada tiende a aferrarse como zonas de mitigación, de estabilidad, no afectadas por las tormentas personales. A la vez, la difuminación (por desenfoque y desencuadre) casi onírica o febril de los espacios, sujetos, objetos y sucesos pudiera remitir al estado de extrañamiento aturdido en que Susana Barriga se ve inmersa. Es una suerte de desdoblamiento, de distanciamiento de sí misma.
El encuentro y el diálogo casi inaudito que sostiene con el padre es registrado (como confesa la propia directora-protagonista en off) sin el permiso de este personaje, lo cual puede situar a la película en una encrucijada ética, que pudiera resolverse asumiendo que la joven de entonces 26 años filmó una pesadilla, una alucinación donde el reencuentro con el padre perdido es solo una fata morgana. Todo queda en entredicho aquí. The Illusion pertenece a la dimensión de lo irresoluto. Narra un episodio que transita por lo ilusionado, por lo ilusorio, hasta precipitarse en lo alucinante.
El padre no decide nada aquí. No es un personaje de carne y hueso. Susana Barriga parece asumirlo y filmarlo como su anhelo y su desconcierto. Como su esperanza y su nada. Como su hallazgo y su pérdida. El padre es un fantasma de las felicidades pasadas que se materializa unos momentos para atormentarla y confundirla. El padre es una cicatriz. Es un ser ctónico del rencor, la paranoia y el dolor provocados por lo que sea que le infligieron en una Cuba a la cual jura regresar solo cuando desaparezca definitivamente el sistema político actual. Duda de la identidad de su propia hija, y de la efectiva muerte de su otra hija, la cual le confirma Susana. Duda de las intenciones y las fidelidades de su hija, que le acerca los miedos que dejó atrás en la nación perdida, que le convierte el pasado en un presente y una presencia pavorosos. El padre es un ser ya solo posible en el miedo. Susana se revela ya solo posible en la ilusión. Son ambos, sombras expelidas por la Isla más allá del mar exterior, a la esfera de las estrellas fijas.
Diario de la niebla (Rafael Ramírez, 2016)
Confesamente inspirado en el enigmático e inquietante relato "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", de Jorge Luis Borges, con el cortometraje Diario de la niebla (2016), el realizador cubano Rafael de Jesús Ramírez propone un puzzle igualmente fragmentado y brumoso —para ser consecuente con el propio título. Ramírez ancla sus perspectivas autorales en zonas numerosas y diversas —tal es su propia cinefilia— como el puro horror filo-lovecraftiano, el suspense, el cine silente, la fílmica soviética y el audiovisual experimental de autores revivalistas como Guy Maddin, la ciencia ficción post-apocalíptica, la ucronía y hasta el espionaje. Empero, viene a reformular y demarcar su propia praxis “falsodocumentalística” en los terrenos del mundialmente consolidado (a veces hasta el abuso y la frivolidad) subgénero del found footage, que, hasta ahora mismo, viene siendo la máxima disolución posible de las bardas entre los otrora nítidos grandes campos de la ficción y el documental.
El protagonista, desconocido hasta para él mismo (padece una suerte de amnesia postraumática), filma retazos de una realidad alucinantemente decadente, que le es por demás ajena, sobre todo por su claro status de extranjero, de recién llegado o recién “aterrizado”, como él mismo revela. A través de su lente, se van escudriñando los recovecos de una civilización astrosa, atrincherada en la ciudad de Dzershinski, bajo el sitio de una niebla monstruosa que desde hace media docena de siglos engulle toda forma de vida, y poblada por seres casi tan fantasmagóricos como el propio enemigo que resisten con métodos bizarros.
Ramírez marca el enrarecimiento extremo de su relato fílmico con una fotografía blanquinegra, azarosa, “sucia”, desenfocada a posta por su artífice Laura Sanz, cuya resolución remite a los granulosos 16 mm de mediados del siglo XX, dada la portabilidad evidente del dispositivo. Trasciende, eso sí, desde el primer fotograma, la convencionalidad visual de los found footage “clásicos”, empeñados en insuflar un naturalismo de aficionado a sus imágenes de alta tecnología “casera”.
La ciudad de Dzershinski y sus alrededores se presentan como un mundo sin sol, grisáceo, sempiternamente penumbroso, opresivo. Tan asfixiante como el propio estado mental del protagonista-sujeto lírico (sí, aquí es lícito hablar en términos poéticos), quien prioriza los primeros planos, los big close-ups inquisitivos, transgresores y casi clandestinos a individuos, documentos y objetos, en pos de echar ciertas luces sobre las dinámicas de unas vidas en eterna resistencia. La propia confusión y azoramiento del protagonista encuentran igualmente idóneo eco en estas imágenes torcidas, que bien pudieran tomarse como efluvios del delirio, como emanaciones alucinógenas, frutos del desdoblamiento de la mente en una realidad alterna, virtual, como el eXistenZ (1999) de Cronenberg, o interdimensional como muchas veces en The Twilight Zone. Los bordes de la psicodelia son levemente frisados.
La naturaleza fragmentaria y confusa del relato y su diégesis, es igualmente enfatizada orgánicamente con un montaje irregularmente violento (a cargo de Matteo Faccenda), cuyo ritmo caprichoso, más que a la inexperticia del investigador circunstancial común del found footage, remite una vez más al extravío frenético de un ente trasvasado bruscamente a un estado de la existencia anómalo para sus convenciones. Empero, la narración no sufre. Avanza con una agilidad óptima hacia el perturbador clímax de puro terror, donde irrumpe una estentórea banda sonora (urdida por el propio Ramírez y Jesús Bermúdez), que parece haber aguardado como agazapada durante todo el metraje, disimulada entre sus sombras y fantasmas. Una estampida de cornos tibetanos parece esparcirse por los remanentes de Dzershinski con la misma inhumana brutalidad que la niebla, de la que resulta voz y vocero.
Ahora, la anécdota de base de Diario… viene a constituir una mera brizna de un Hilo de Ariadna que, en la forma de discretos signos esparcidos durante todo el relato, invita a remontar este núcleo inicial hacia laberínticas esferas mucho más amplias, que giran concéntricamente, embozadas. O de las cuales la historia de marras apenas sea una escaramuza tangencial. Infinitesimal sub trama filtrada que sugiere una cosmogonía infinitamente más compleja, donde la Bahamut Limited Corporation y el Dr. James Cracker Fishbourne —mencionados como los dueños y editores del material— pulsen hilos y mundos otros.
Enunciación desde la sustracción, proposición desde la insinuación, son los métodos con que el singular (no solo para el audiovisual cubano) Rafael de Jesús Ramírez entreteje sus senderos de niebla y sonido, donde la sensorialidad, ya refrendada en su obra previa, alcanza cimeras cúspides dramáticas. Este diario se propone como una nueva hendija a ese mundo de absurdo y lancinante terror, plagado de dioses idiotas, crueles y oscuros, del que tanto previno Lovecraft en sus narraciones del ciclo de Ctulhu.
El hijo del sueño (Alejandro Alonso, 2016)
El hijo del sueño, de Alejandro Alonso, es fruto de un ejercicio de clase en la EICTV con cámaras Bolex suizas y la correspondiente película de 16 mm, en la especialidad de documental donde el realizador matriculó. Una creatura como esta cuenta así con el preciso empaque formal que le permite ser exacta expresión de la remembranza, la elucubración, la curiosidad atávica; el desbrozo del olvido y del misterio íntimo que en el contexto familiar del autor ha alcanzado proporciones míticas.
Los 16 mm —incapaz de grabar sonido—, con su encuadre reducido, con su blanquinegra y velada película susceptible a manchas, a rayones, coadyuvó a estructurar para este relato de nítido corte documental, una atmósfera enrarecida. Tan difusa como la imagen que Alejandro tiene de su nunca conocido tío Julio César Alonso (1958-1995), emigrado en 1980 hacia los Estados Unidos, en tiempos de intolerancia oficial cubana a los homosexuales, a todo lo divergente y diferente del ya para entonces estrecho canon conductual validado por el status quo.
Muerto y muy probablemente cremado lejos de su familia, las postales que remitió a su madre y su hermano Luis Gustavo (padre del realizador), desde sus distintas residencias en la geografía estadounidense, son el único testimonio de vida, los únicos retazos de una personalidad que para el vástago curioso emerge brumosa entre el olvido y las imagino que inevitables versiones familiares, nunca exentas de las variaciones y obliteraciones subjetivas que modulan leyendas o mitos.
Alonso evita, sin embargo, emprender una búsqueda detectivesca donde las intervenciones directas de los involucrados contribuirían a la clarificación de las lagunas pero que a la vez multiplicaría los protagonismos, abigarraría y contaminaría la esencia de la impresión personal. Quedando en desventaja el protagonismo impoluto de la imagen del tío esculpida en la intimidad del narrador-sujeto lírico que aquí resulta Alejandro.
Prefiere entonces revelar(nos) con las misteriosas imágenes la relación que durante toda su vida ha establecido con su ignoto tío, cuya voz logra prevalecer constantemente en la forma de intertítulos, donde son replicados los breves mensajes de las tarjetas y sus varios remitentes. Tales textos-testimonios de la correspondencia engarzan en El hijo… como un puzle, con imágenes dispersas, esquivas, que parecen pertenecer a un tiempo mítico, mágico. Como estratos de una dimensión poética al borde de la existencia material. El tiempo lineal no vale aquí como medidor. El rasero es la poesía y la emoción. Deviene también suerte de fantasmagoría personal, de evocativa ceremonia chamánica donde trascender las fronteras entre planos de la existencia mediante el aturdimiento de los sentidos objetivos, mediante la supresión total de la perceptiva racionalista.
Se aprecia, en el cardinal sendero estético escogido, un claro diálogo con las hechuras de un Guy Maddin y su revivalista apropiación contemporánea de las estéticas de la época silente. Pero, ojo: no deviene manierismo estilístico o coqueteo formalista por parte de Alonso, sino que tales maneras refuerzan la dimensión onírica de la película. Entendida la obra de marras como un plano mental, muy íntimo, poético, al que el realizador brinda excepcional acceso, y que es la plataforma donde escoge dialogar con su antepasado sin mediaciones contextuales. Donde busca recrearlo, resucitarlo, a base de emociones, develarlo entre las brumas del misterio. Y a la vez ejecutar en sí mismo una suerte de purificación ritual a través del completamiento de la autocomprensión plena que significaría el descubrimiento de esta arista genealógica que es Julio César.
Suerte de proemio o “puesta en situación” del más amplio proyecto en ciernes titulado Resurrección, donde Alejandro Alonso registrará su pesquisa personal, allende Estados Unidos, de las huellas y rastros de su tío —mediante los datos suministrados por las postales y hasta con el uso del Google Earth—, El hijo del sueño guarda una autonomía que lo demarca y legitima dentro del cine cubano contemporáneo como uno de los más cabales exponentes del a veces mal llevado y mal traído cine-poesía o cine poético, sin renunciar a sus principios y esencias documentales.
Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, 2018)
En 2018, Los viejos heraldos sumó al palmarés de la EITV el premio Coral de cortometraje documental, recibido en la pasada edición 40 del Festival de Cine de La Habana —apartado donde históricamente se registran menos cubanos—, y el gran premio “Luces de la ciudad”, de la edición 19 del Almacén de la Imagen de Camagüey.
Esta obra, con la que Yero egresara de la especialidad de Documental ha sido exhibida además en diversos espacios de Turquía (Bozcaada International Festival of Ecological Documentary), Estados Unidos (Corto Circuito Latino Shorts Film Festival of New York y Maynard Ibero-American Film Festival), Francia (Festival Biarritz Amérique Latine), Alemania (Golden Tree International Documentary Film Festival), Argentina (DOC Buenos Aires), China (International Short Film Festival Canton), Uruguay (Cine Joven Cubano en el Sur) y en sesiones del multinacional Shnit Worldwide Shortfilmfestival que abarcan varios continentes.
De contrastes va este documental de unos 23 minutos, donde el director opta por registrar, desde la observación más pura, las rutinas calmas de dos ancianos habitantes de un no-lugar más cercano a un eterno limbo —en gran medida gracias a la esplendente luminosidad lograda por la cinematógrafa Natalia Medina—, que a un habitáculo ubicado en nuestro mismo plano de la realidad. El autor consigue así una precisa metáfora del margen, de las otredades extrañadas, ya por escogencia propia o por circunstancias ajenas a su voluntad.
La contraposición entre los divergentes rumbos de la nación y el status quo sucede entre un televisor y la vivienda donde el aparato reina: un espacio tan frágil que parece a punto de diluirse seráficamente en la tanta luz que lo repleta y lo impregna. Este intruso tecnológico quiebra el sosiego general, casi onírico. Es un cordón umbilical que mantiene a sus protagonistas anexados —más bien aherrojados— a un tiempo histórico al cual ya no pertenecen, y al que no parecen querer pertenecer tampoco.
Los viejos de Yero son heraldos silenciosos del desfase, de la asincronía crónica del país consigo mismo, del divorcio irreconciliable entre lógicas históricas. El televisor, en su artificialidad intrínseca, es heraldo de un sistema de autorrepresentación formalista, solemne; hierático hasta el kitsch marmóreo de las estatuas jóvenes de faraones viejos y decadentes. A pesar de yacer a pocos pasos de los ancianos, el televisor está a incontables años luz de sus existencias. Emite unidireccionalmente, ajeno, sordo, frígido. Insensible a la decrepitud vital y radiante emanada por estos ancianos.
Los protagonistas todos —la pareja y el televisor— conviven en una inercia sin intimidad, en una tolerancia sin comunicación posible. Existen en sus respectivas autonomías misantrópicas, como resultado de un pacto de no agresión, pero también de no diálogo, de no entusiasmo, de no fe, de no convencimiento. El ajado equipo electrodoméstico es la vitrina donde se exhibe el fetiche rígido de sí mismo en que se ha convertido el status quo cubano. Es un escaparate donde las vanidades arden sin hoguera, donde la monotonía se autocelebra, donde le emoción ante la vieja pantomima murió de tantas iteraciones.
Tal parece que los viejos envejecieron contemplando la misma secuencia de imágenes una y otra vez, sin variaciones perceptibles en su dramaturgia, ni en sus personajes. Quizás se desvanezcan entre tanta arruga, ante las miradas ciegas e impertérritas de unas figuras que danzan aturdidas y protocolares al ritmo de un tautológico sonsonete, y nunca se atreverán a salirse de la inercial diégesis de su representación, para perseguir la rosa púrpura del Cairo en los predios del libre albedrío.
Terranova (Alejandro Pérez y Alejandro Alonso, 2020)
El ensayo audiovisual que es Terranova, de cincuenta minutos de duración, tiende a deslocalizar su objeto de análisis, mitificación y poesía: por momentos parece ser La Habana, y por muchos instantes parece ser la ciudad como entelequia inasible, como alucinación y delirio. Como gueto de intimidades. Por eso la ciudad que fotografía Alonso —también coguionista de montaje— es una ciudad en movimiento, en plena metamorfosis hacia el polvo, hacia la ausencia, hacia el recuerdo. Hacia los predios míticos donde la esperan Nínive y Tebas, hacia la elucubración y la especulación, hacia la caverna de las ideas, hacia el olvido.
Las formas angulosas de las edificaciones y las industrias ferrosas aparecen como fragmentos, moles crepusculares a contraluz, bordes elusivos que refrendan la casi herética arbitrariedad que es la triunfal línea, gran placebo cultural que atempera la insoportable infinitud de las cosas. Las formas rígidas se comban en ángulos o parábolas absurdas para las lógicas euclidianas, para la confianza en la invariabilidad de lo matérico. Alonso filma la maravilla óptica que es la cámara oscura ideada por Da Vinci, de la cual alguna añosa edificación de La Habana patrimonial cuenta con una réplica.
Contraria a obras casi centenarias como Berlín: Sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttmann, 1927), Terranova es un réquiem, una Missa defunctorum, antípoda de las alegres y modernistas alegorías de la vida que resultaban estas películas centenarias, más de concreto y acero que de celuloide. Aunque la de Pérez y Alonso no deja de ser una celebración, como básicamente lo son estos rituales fúnebres, dedicados a recordar, alabar y (re)imaginar lo que existe ahora en estado de ausencia, eternizando la despedida ante la imposibilidad de perpetuar la materia.
Terranova es una despedida melancólica, pero no luctuosa, sino trascendental. Una vez dejados atrás los esqueletos de concreto, piedra y metal, la ciudad reencarnará en palabras, especulaciones, fantasías, imaginerías retóricas como las de uno de los dos personajes —Josvedy Jove a.k.a El Sirio, junto a Damián Valdés a.k.a El Dibujante— que gozan en la cinta con la expresión oral. Son seres igualmente trascendentales, que habitan un plano neutro, totalmente alterno a los paisajes brumosos y nocturnales donde reside el resto. Son hermeneutas y exégetas de la ciudad.
El Dibujante repleta hojas de fragmentos de una urbe infinita y obsesa que desborda los límites de las páginas, para continuar su expansión en nuevas superficies que suman una cartografía incalculable. Quizás alegorice la incontinencia constructiva de la Humanidad, que hace del mundo una composición de horror vacui. El Sirio ataruga los dibujos Damián de significados, los refunda y refuerza sus cimientos con imágenes soñadas en plena vigilia. Su proceder está igualmente signado por el horror vacui, pero en este caso es un significador compulsivo. Improvisa un torrente de apócrifos arquitectónicos, literarios, míticos, que nutren su dimensión personal.
Estos, y todos los demás personajes que pululan por los callejones de la ciudad de Terranova, son encarnaciones de sus propios sueños, fantasmas de sus anhelos, espectros empeñados en cumplir sus aspiraciones. Unos construyen máquinas voladoras y quieren volar a toda costa; otros roban imágenes a la ciudad con sus cámaras; otros tañen melodías guturales en órganos recónditos; otros juegan a las ilusiones, al ilusionismo. Terranova es una película apocalíptica: tanto por la connotación cultural del término —alude a la disolución cataclísmica de todo en el Todo—, como por su etimología original —habla de revelación, iluminación, descubrimiento; de lucidez repentina, traumática, igualmente desoladora e ínclita.
La ciudad pensada por los realizadores —que es La Habana y a la vez es todas las ciudades del mundo— se revela en una dualidad material y sutil, en una existencia simbiótica entre los espíritus y los seres encarnados que laten en sus recovecos, entre los edificios en pie y los espectros de las construcciones y monumentos derruidos. La ciudad se revela como una ruina. Antes del primer cimiento, antes de la primera misa y la primera bendición bajo la ceiba prístina. La muerte de una ciudad inicia desde su concepción.