FICHA ANALÍTICA
Pensar/repensar el cine cubano con Ambrosio Fornet
Peña Pupo, Erian
Título: Pensar/repensar el cine cubano con Ambrosio Fornet
Autor(es): Erian Peña Pupo
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 6
Número: 7
Mes: Diciembre
Año de publicación: 2021
Desde la experiencia que otorgan los años y el trabajo, Ambrosio Fornet (Veguitas, Granma, 1932) admite que pensar la historia del cine en Cuba, desde las proyecciones iniciales en La Habana finisecular del XIX, hasta las últimas producciones de fines del siglo XX, no es una tarea para nada fácil, sino todo lo contrario. Se trata, advierte, de «una ambición desmesurada y pretenciosa», pues «aquí raras veces se tomaban en cuenta otros filmes aparte de los largometrajes de ficción, sobre todo los producidos por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)»; y añade el investigador que se enrumbó en esa aventura ensayística que es Cien años de cine en Cuba (1897-1997), publicado bajo el sello de Ediciones ICAIC en 2019, cuando cedió a «la tentación de reproducir los textos que forman la primera parte del volumen, ya recogidos parcialmente en libro».
Título: Pensar/repensar el cine cubano con Ambrosio Fornet
Autor(es): Erian Peña Pupo
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 6
Número: 7
Mes: Diciembre
Año de publicación: 2021
Desde la experiencia que otorgan los años y el trabajo, Ambrosio Fornet (Veguitas, Granma, 1932) admite que pensar la historia del cine en Cuba, desde las proyecciones iniciales en La Habana finisecular del XIX, hasta las últimas producciones de fines del siglo XX, no es una tarea para nada fácil, sino todo lo contrario. Se trata, advierte, de «una ambición desmesurada y pretenciosa», pues «aquí raras veces se tomaban en cuenta otros filmes aparte de los largometrajes de ficción, sobre todo los producidos por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)»; y añade el investigador que se enrumbó en esa aventura ensayística que es Cien años de cine en Cuba (1897-1997), publicado bajo el sello de Ediciones ICAIC en 2019, cuando cedió a «la tentación de reproducir los textos que forman la primera parte del volumen, ya recogidos parcialmente en libro».
¿Qué podemos encontrar en este nuevo libro de Ambrosio Fornet cuando, sabemos, la historia de nuestro cine, sobre todo del realizado bajo la mirada del ICAIC, ha sido escrita y estudiada varias veces, desde diferentes enfoques y perspectivas? Investigadores como Luciano Castillo, Arturo Agramonte, María Eulalia Douglas, Juan Antonio García Borrero, Reynaldo González, Rufo Caballero, Frank Padrón, Marta Díaz, Joel del Río y el mismo Fornet, se han adentrado con amplia pasión crítica y analítica en los caminos —muchas veces movedizos— de la historia de nuestro cine y sus tantas condicionantes sociales, económicas, políticas…
Pero más allá de la exactitud del dato, de la consulta de diversas fuentes bibliográficas, del trabajo en archivos, sobre todo en las primeras décadas del cine del siglo y su paso del silente al sonoro, de ese quehacer acucioso, Ambrosio Fornet es un ensayista nato. No el ensayo como acumulación sino como pensamiento, no como una «cetrería» de fuentes, sino como escritura gozosa y vital, donde todo ya ha sido revisitado y asimilado y lo que vale es esa interpretación consiente, esa mirada profunda, ese análisis con tino escritural. Fornet es, subrayemos esto aunque parezca una boutade, un ensayista que posee el dominio de la palabra, y donde, además de los hechos en sí, valen sus orígenes, causas y consecuencias (al cine hay que mirarlo en la amplitud de todos sus contextos, vuelve a insistirnos en este libro, y en el caso del cubano, los tejidos, las condicionantes, han influido mucho en su historia).
Los primeros textos, «Entrando en la historia» y «Las películas del ICAIC en su contexto», que conforman la parte «histórica, propiamente dicha, que da título al libro», aparecen en Las trampas del oficio. Apuntes sobre cine y sociedad (2007). La novedad está en que Ambrosio los revisó, actualizó y añadió el contenido de otros ensayos sobre la «prehistoria del cine en Cuba», lo que hace que, reunidos aquí en un mismo volumen, conformen un válido material. La otra parte del libro posee textos de «carácter divulgativo y testimonial»: reseñas, presentaciones, notas, palabras para dosiers, entre otros artículos que complementan la primera. Si la primera parte es material de consulta necesario, la segunda retoma temas e intereses.
En la parte inicial, nombres como el de Enrique Díaz Quesada, «el verdadero iniciador del cine en Cuba», con El parque de Palatino, de 1906, y con sus sendos arquetipos de «bandoleros románticos» y gustadas escenas de «explosiones, asaltos, persecuciones a caballo e incendios», lo hacen preguntarse por los orígenes de los gérmenes de «un auténtico cine nacional», y además, por la posible existencia de una industria que compita con los filmes provenientes de Europa y Estados Unidos. Esta es la llamada «prehistoria» del cine cubano, a partir de 1897 con Simulacro de incendio y consiguientes filmes como Fighting With Our Boys in Cuba, realizados en estudios neoyorquinos como propaganda de la Guerra Hispano-Cubana-Americana. «En esa curiosa mezcla de elementos tan disímiles —el patriotismo, de un lado; la modernización representada por el cine y la luz eléctrica, del otro— anidaba una fecunda contradicción, un desafío que está en la base misma del accidentado proceso de desarrollo de la conciencia nacional» (p. 21), escribe. Pero pese a sus éxitos ocasionales, el cine cubano no lograba constituirse en algo que se asemejara a una industria, «por lo pronto, el cine europeo monopolizaba las pantallas y las preferencias del público» (p. 24), añade Fornet.
Esos primeros años son ampliamente analizados por Ambrosio, no solo la producción de filmes, sino la influencia de estos en la vida social de la época, lo que le lleva a afirmar que «en cualquier caso parece evidente que el cinematógrafo estaba ayudando a forjar e identificar un nuevo público y, a través de él, una nueva manera de relacionarse los emisores con los receptores y los propios receptores entre sí, en lo que acabaría convirtiéndose en un nuevo centro de convivencia social, el democrático espacio de las salas de cine» (p.32). Entre indios y cowboys y los nuevos marcos de referencia cultural en los filmes de Cecil B. DeMille, por ejemplo, los cubanos hicieron del cine uno de sus preferidos y más asequibles pasatiempos. Varios testimonios —como los de Renée Méndez Capote— lo atestiguan. Ahora no era solo una forma de disfrutar, sino también de soñar otra realidad posible en la pantalla grande.
En esa “realidad” que empezaba a imponerse referencialmente en el gusto nacional, predominaban los valores de una naciente sociedad de consumo y los modos de recreación propuestos por Hollywood (con fórmulas de «un cine más rápido, más trepidante, menos intelectual, más populista»). Por lo que «en la Cuba republicana (…) la capacidad de ver cine se desarrolló, por decirlo así, junto con la capacidad del propio cine para desarrollar su lenguaje». Esta constante americanización de la sociedad, recuerda citando a María Eulalia Douglas, «se hizo manifiesta en el cambio de temática de los filmes cubanos: se abandonó la línea patriótica y nacionalista de Díaz Quesada para filmar temas que en su mayoría nos eran ajenos y que imitaban comedias y dramas de la producción norteamericana» (p. 47). Estos eran, como escribió el narrador Lino Novás Calvo, un «ejemplo de indigencia creativa y de codicia empresarial», que basó sus éxitos «en la infalible fórmula de la Triple C: cómicos, cantantes y cabareteras (estas últimas, en su modalidad criolla más espectacular, la rumbera)» (p. 58).
No faltan aquí nombres necesarios en nuestra historiografía cinematográfica, por mucho tiempo postergados, como Ramón Peón y El romance del palmar y La Virgen de la Caridad, este último «el primer intento cinematográfico verdaderamente logrado en nuestro país –como observaría [José M.] Valdés Rodríguez a raíz de su estreno– con dinero, directores, artistas, fotógrafo y personal cubanos»; Ernesto Caparrós y La serpiente roja; Juan Orol y Embrujo antillano; Manolo Alonso y Siete muertes a plazo fijo y Casta de roble, entre otros momentos destacables de la primera mitad del siglo, hasta llegar a la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, cuya sección de cine posibilitó la filmación de El Mégano, con Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Alfredo Guevara, Jorge Haydú, José Massip, quienes integraron en 1959 el núcleo inicial del ICAIC.
La flamante industria del ICAIC «heredaría ese público y esa base material, pero los nuevos cineastas rechazarían categóricamente el legado de la etapa “prehistórica” considerando que su aporte se reducía —en palabras de Alfredo Guevara, presidente del nuevo organismo— al “lenguaje balbuciente”, el “folclorismo banal” y la “ingenuidad populista”. “Sin duda era así [como también ocurrió en buena parte de una América Latina que miraba hacia el norte], aunque con las honrosas excepciones que el tiempo se ha encargado de precisar», añade Fornet.
La otra parte de la sección inicial, «Las películas del ICAIC en su contexto (1957-1997)», aborda precisamente el cine pos marzo de 1959 y los intentos de sus jóvenes realizadores por filmar, entre tanteos y múltiples influencias, entre búsquedas y esfuerzos, un cine propio. «A falta de una verdadera tradición nacional era necesario salir al mundo y “tocar todas las puertas, recorrer todos los caminos” con la mayor humildad: el neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, el cine independiente norteamericano, los clásicos soviéticos... El reto consistía en asimilar críticamente sus hallazgos para luego insertarlos en la corriente de vanguardia de la cultura cubana y crear así condiciones favorables para el eventual surgimiento de un cine de valor artístico y técnico, nacional, inconformista, barato y rentable» (p. 70). Entonces «el ICAIC tenía por delante una tarea gigantesca: la de crear y promover un movimiento cinematográfico partiendo virtualmente de cero. Había que comenzar transformando no sólo el carácter de un producto —el tipo mismo de películas a realizar— sino de todo un proceso, el sistema de producción y exhibición de películas tal como operaba en los marcos de la vieja sociedad» (p. 65). Fue como intentar sacudirse de un solo golpe todo aquello que se llevaba encima.
De esta manera subraya Ambrosio, en palabras de Guevara, el cine cubano solo tenía un objetivo, «la autenticidad, un enemigo, el conformismo, y un compromiso, hacer películas para todos los públicos con “una actitud ética y estética que comporte respeto a la dignidad del espectador y preocupación por su sensibilidad, información y cultura” ¬. La contradicción arte/industria parecía hallar ahí un primer punto de equilibrio. Al definirse en función de una imagen de los consumidores potenciales, la rentabilidad de las películas dejaba de ser un fin en sí misma. El éxito se reconocería a través de los logros artísticos, el logro artístico por su autenticidad —es decir, por su inserción dinámica en los códigos de nuestra cultura—, y la autenticidad por la capacidad del filme para establecer una comunicación enriquecedora con el público» (p. 67).
Ampliamente documentado, este libro profundiza en ese parteaguas –no solo para Cuba sino para el cine latinoamericano y del llamado Tercer Mundo– que fue el ICAIC, a través del análisis de los principales filmes en cada una de las décadas y sus respectivos contextos. De esta manera, Ambrosio nos hace partícipes de momentos fundacionales de amplio calado: el cine-móvil, la Cinemateca de Cuba y la revista Cine Cubano (de estas últimas celebramos su sesenta aniversarios este año); de las diferentes polémicas culturales, varias relacionadas con el cine, incluida su exhibición, que se suscitaron en la primera década del proceso revolucionario, y el papel del ICAIC en este complejo panorama de cambios; y sobre todo, Fornet se acerca a la obra de fundadores —a la par de las trasformaciones sociopolíticas y su evolución como un todo— como García Espinosa, Gutiérrez Alea, Octavio Cortázar y Santiago Álvarez.
«Durante casi todo este período —en el que el sectarismo tuvo que ser públicamente condenado para evitar una dramática escisión de las fuerzas revolucionarias— los intelectuales y artistas más lúcidos, entre ellos numerosos cineastas, mantuvieron una intensa lucha ideológica contra quienes defendían abierta o solapadamente la versión tropical del realismo socialista o, más a menudo, un populismo que oscilaba entre la demagogia y la simple ignorancia» (p. 76). Al punto que «de las veinte películas terminadas en esta fase –trece de ellas dirigidas por cubanos– muy pocas pueden ser vistas hoy con algo más que una benévola curiosidad» [aquí Fornet se refiere específicamente a los primeros años de tanteos múltiples] (p. 78).
El «despegue» del cine sería entre 1966 y 1969, con filmes como Manuela, de Humberto Solás, que «al compararse con las primeras películas del ICAIC (…) muestra “la distancia que, en términos de evolución lingüística, recorrió el cine cubano en unos pocos años”»; Las aventuras de Juan Quin Quin, de García Espinosa; Lucía, de Solás; La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez; y La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo de Gutiérrez Alea; esta última considerada por muchos la mejor obra del cine cubano.
Nuevas propuestas aparecen de 1970 a 1972, escribe Ambrosio más adelante: «Alguna vez he llamado Quinquenio Gris al período que se extiende de 1971 a 1976 y concluye este último año con la creación del Ministerio de Cultura. El nivel de la gestión cultural en aquella etapa, sin embargo, no afectó directamente al cine: primero, porque siendo el ICAIC un organismo autónomo tenía su propia política interna; segundo, porque el origen y los modos de producción del cineasta eran distintos, de entrada, a los de otros trabajadores de la cultura» (p. 93).
Entre estas nuevas propuestas realizadas en esta época encontramos Una pelea cubana contra los demonios, de Gutiérrez Alea, y Los días del agua, de Manuel Octavio Gómez, «y junto a ellas, películas que seguían buceando en la memoria colectiva a través de experiencias personales, como Páginas del Diario de José Martí y Un día de noviembre, de José Massip y Solás, respectivamente». De esta misma manera, con énfasis analítico y además, con el sabor/saber acumulado por la experiencia y la participación directa en muchos de los hechos que detalla, Fornet se adentra en las siguientes décadas y sus aportes fílmicos, esos que cataloga «para todos los gustos», y en donde encontramos clásicos como De cierta manera, de Sara Gómez; Mella y La bella del Alhambra, de Enrique Pineda Barnet; El extraño caso de Rachel K, de Oscar Valdés; El hombre de Maisinicú, de Manuel Pérez; Retrato de Teresa, de Pastor Vega, de cuyo guion es responsable el propio Fornet; Lejanía, de Jesús Díaz; La última cena, de Alea; Cecilia, de Solás; Elpidio Valdés, de Juan Padrón; El brigadista, de Cortázar, entre otros.
A esta etapa le siguió lo que Ambrosio llama «la crisis de desarrollo» a la par de un «nuevo interlocutor y nuevas opciones» y taquilleros filmes como Una novia para David, de Orlando Rojas; Los pájaros tirándole a la escopeta, de Rolando Díaz; y Se permuta, de Juan Carlos Tabío.
Algunos opinaban que existía un agotamiento temático y que la consigna de “no dar armas al enemigo” había producido formas de censura o autocensura que ahora impedían un tratamiento audaz de los conflictos propios de la sociedad socialista (para éstos, la escasez de buenos guiones debía colocarse en el centro de la crisis); otros afirmaban que se había perdido el aliento creador para caer en un chato naturalismo, que como fenómeno estético el cine cubano ya no tenía nada que ofrecer porque, tratando de complacer al público, se había convertido, simplemente, en “artesanía de rutina”; y otros, en fin, aconsejaban esperar antes de hacer un diagnóstico demasiado tajante, pues al parecer se estaba ante una crisis de desarrollo que no era privativa del cine sino que abarcaba otros campos de la cultura y, en general, de la vida del país (p. 120).
En ese recorrido cronológico por el cine cubano posterior a 1959, Ambrosio subraya las estrategias de descentralización (búsqueda de una mayor autonomía en sus distintas esferas productivas y organizativas) y el consiguiente surgimiento de los Grupos de Creación, con los posteriores «nudos y desenlaces» (1990-1997) y filmes como Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres; Reyna y Rey, de Julio García Espinosa; Hello Hemingway y Madagascar, de Fernando Pérez; Fresa y chocolate y Guantanamera, de Titón y Juan Carlos Tabío; Adorables mentiras, de Gerardo Chijona; El siglo de las luces, de Solás; Amor vertical, de Arturo Sotto… Filmes y nombres, procesos y momentos posteriores a la fecha, vitales para comprender ese corpus cambiante que es el cine cubano en su amplitud, esperan por futuros abordajes, quizá también por un Fornet que se mantiene lúcido y al tanto del acontecer nacional.
Hasta aquí el libro reúne los textos investigativos sobre el cine cubano para adentrarnos —sin que ello no signifique falta de profundidad ni tino analítico— en una selección de «notas divulgativas» y «espacios testimoniales» que complementan el anterior capítulo. Entre ellas aparece «Lo que debemos al ICAIC», texto incluido en Las trampas del oficio; palabras de elogio; encuestas y presentaciones de publicaciones seriadas como Cine cubano y La Gaceta de Cuba, y de libros, como las realizadas a la compilación de Mirtha Ibarra, Tomás Gutiérrez Alea: volver sobre mis pasos (Ediciones Publicaciones de autor, Madrid, 2007, y Ediciones Unión, 2008), y al guion de Las aventuras de Juan Quin Quin, de García Espinosa, a partir de la novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho, de Samuel Feijóo, salido bajo el sello de Ediciones ICAIC.
Con perspicacia y profundidad escritural, con una visión holística de los procesos que analiza, aun sabiendo que han sido abordados anteriormente, incluso partiendo de ellos y evitando las redundancias, Fornet, el crítico literario, el ensayista de clásicos como En blanco y negro, El libro en Cuba-Siglos XVIII y XIX, El otro y sus signos y Narrar la Nación, entre otros, está seguro que no puede haber una historia del cine cubano, porque de hecho existen varias posibles. La suya, la del acucioso investigador, la del crítico y el guionista, integra Cien años de cine en Cuba (1897-1997) y se enrumba hacia otros derroteros, porque Ambrosio —«él y su circunstancia»—, después de comprobar «la dinámica inserción del cine en el proceso de desarrollo de nuestra cultura», sabe que no solo se trata de ver cine, «sino también de pensar el cine». A eso nos invita esta aventura “desmesurada y pretenciosa”, pero lúcida, dialógica y para nada imperativa, que Fornet nos entrega como testimonio de varias de sus fieles pasiones.