FICHA ANALÍTICA
Cine colombiano 2022: se estandariza el thriller con matices de drama social
Río Fuentes, Joel del (1963 - )
Título: Cine colombiano 2022: se estandariza el thriller con matices de drama social
Autor(es): Joel del Río Fuentes
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 7
Número: 8
Mes: enero-marzo
Año de publicación: 2023
Título: Cine colombiano 2022: se estandariza el thriller con matices de drama social
Autor(es): Joel del Río Fuentes
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 7
Número: 8
Mes: enero-marzo
Año de publicación: 2023
Colocada en el cuarto lugar de las industrias cinematográficas latinoamericanas, gracias a la producción de aproximadamente 50 largometrajes por año, la cinematografía colombiana ha registrado un considerable auge, luego de 2002-2003, gracias a la renovación generacional (la mayor parte de las películas aquí citadas son óperas primas), y también gracias a la formulación de políticas de apoyo desde el Estado en combinación con la inversión privada. El punto de inflexión ocurrió con la aprobación en el parlamento colombiano de la ley 814 o Ley de Cine. En medio del loable esfuerzo de expresión y organización colectiva, se acentúa el ensamblaje definitivo entre las estructuras y las cualidades formales del drama social y las del thriller (cine criminal) según se verifica desde La virgen de los sicarios (2000, Barbet Schroeder, Colombia) y a lo largo de las siguientes décadas, de mayor reconocimiento internacional.
Como se sabe, es imposible conseguir un desarrollo industrial y comercial del cine sin la imprescindible apelación a los géneros convencionales, instaurados secularmente. En el caso colombiano, la popularidad, e incluso el prestigio internacional de varios filmes, tiene que ver con la tendencia propia a combinar narrativamente denuncia y suspenso, exclusión social y tipología del cine criminal, marginalidad y elementos formales asociados al thriller. La preeminencia de tales combinaciones fueron puestas en evidencia a través de varios títulos, sobre todo a partir de los años 2000, y hasta ahora mismo, como pudo constatarse en las competencias de largometrajes de ficción o de óperas primas, en la más reciente edición del Festival de La Habana.
En Colombia, el narcotráfico el conflicto armado entre las guerrillas y los grupos paramilitares o la violencia urbana generada por la marginalidad y la exclusión, proveen fermento temático para el cine criminal con un acento en la etapa que se inaugura aproximadamente con al premio ganado en el Festival de Venecia por La virgen de los sicarios, inspirada en la novela homónima de Fernando Vallejo, para relatar el odio de este escritor maduro por la violencia insoportable de una ciudad donde también se enamora de un joven sicario.
Después, aparecen en serie los filmes colombianos interesados en retratar el ambiente criminal que vive el país: Sumas y restas (2005, Víctor Gaviria); Soñar no cuesta nada (2006, Rodrigo Triana), basada en la historia real de tres soldados del ejército nacional que combaten a la guerrilla y encuentran una caleta con millones de dólares; Perro come perro (2007, Carlos Moreno) cuenta la misión de dos hombres por recuperar un dinero robado y encontrar al asesino del ahijado de un poderoso empresario caleño; Apocalipsur (2007, Javier Mejía) se acerca a un grupo de jóvenes en medio del caos ocasionado por las mafias del narcotráfico, en la Medellín de los años noventa, cuando la ciudad devino símbolo del cine criminal colombiano en vertiente social; y Satanás (2007, Andi Baiz) que presenta a un veterano de la Guerra de Vietnam que en 1986 entró a un restaurante y asesinó en masa a quienes se encontraban allí. Los colores de la montaña (2010, Carlos César Arbeláez) enfrenta a un niño con la realidad de un país cuyos campos están llenos de minas, mientras que Retratos en un mar de mentiras (2010, Carlos Gaviria) habla sobre el intento de dos desplazados por recuperar sus tierras,y el enfrentamiento con los paramilitares, mientras que uno de los personajes recuerda el pasado traumático y la matanza de su familia. La Sirga (2012) también hace referencia a las víctimas del conflicto armado; y Manos sucias (2014, Josef Kubota Wladyka ) describe la odisea de un pescador y otros dos hombres embarcados en la peligrosa misión de transportar cien kilos de cocaína en una lancha, enfrentados a la creciente tensión bélica que los rodea.
La compleja situación de la guerrilla suscitó la atención de cineastas como José Luis Rugeles, cuya ópera prima Alias María (2015) intenta presentar un mensaje positivo en medio de los pueblos desolados por la guerra, y la gente atrapada entre el fuego cruzado del gobierno y los alzados. Desde el drama filial y las divergencias generacionales se aproximó Rubén Mendoza al tema del odio que genera violencia mediante Tierra en la lengua (2014), que se refiere al caciquismo como una de las causas de la violencia, y a la incomprensión de los nietos respecto al modo de vivir y actuar de su abuelo terrateniente.
Al tema de la guerra civil regresó Monos (2019, Alejandro Landes) cuando presenta a ocho guerrilleros adolescentes que mantienen cautivo a un ingeniero norteamericano, y se entregan a ritos iniciáticos mientras aguardan. Un hito en el conjunto de filmes que combinaron el género criminal, lo histórico y el drama social lo marcó Pájaros de verano (2018, Cristina Gallego y Ciro Guerra) que también adopta la narración típica del thriller de venganza, con matices de tragedia, para redondear narrativamente el más reflexivo y poético de los muchos largometrajes o series de televisión que mostraron el narcotráfico en Colombia. Una de las virtudes del filme es el análisis pormenorizado, en el tiempo, del tema del contrabando de drogas, el imperioso deseo de mejoría económica que ocasiona la perdición del héroe Rapayet, y las pugnas entre bandas rivales. Las escenas de acción física salpican esta nostálgica observación de una cultura amenazada por el desenfreno, en tanto el dinero fácil que proporciona el comercio de marihuana, durante el periodo conocido como la “bonanza marimbera” a finales de los setenta, ocasiona el declive paulatino del clan wayúu, contaminado por la ambición, la violencia y el materialismo.
Tres promisorias óperas primas: Amparo, La Jauría y Un varón.
En la competencia en ese rubro del Festival de La Habana, en 2022, pudo verse un filme que, como Pájaros de verano, se ambienta en el pasado para razonar sobre el presente. En la Colombia de 1998, exactamente en Medellín, ocurre la acción de Amparo (2021, de Simón Mesa, protagonizada por una madre soltera, llamada precisamente Amparo para evidenciar la caracterización de la protagonista desde la misma escena de créditos iniciales. Amparo (interpretada por la actriz no profesional Sandra Melissa Torres) emprende una lucha tenaz para liberar a Elías, su hijo de 18 años, del servicio militar obligatorio; sobre todo cuando se sabe que lo asignarán a un batallón en Caquetá, una región donde se recrudece el conflicto armado.
En este punto debe recordarse que durante el lustro final de los años noventa se contaron por decenas las desapariciones, las masacres de civiles, los desplazamientos forzados masivos y los secuestros como tácticas de guerra. Precedida por la Palma de Oro al mejor cortometraje que ganó Leidi, otra historia de Simón Mesa sobre mujeres solitarias, Amparo adquiere narrativa de thriller cuando esta madre emprende una carrera contra el tiempo -toda la acción ocurre en una noche-, para tratar de evitar la partida de su hijo. Así, el filme adopta no solo la acción máxima en un mínimo de tiempo, sino el muy utilizado change of fortune que convierte al protagonista en víctima impotente ante las circunstancias, o perseguida por el infortunio, para tratar de conseguir la identificación del espectador, un elemento no solo típico del thriller sino también del melodrama sacrificial de cariz social.
De todas formas, el guion y la cámara se concentran de una manera en el rostro, los diálogos y las penalidades de Amparo, que todo lo demás (es decir, el mensaje social sobre la violencia institucional, la corrupción y el machismo) parece menor ante el denuedo individual de esta mujer y madre angustiada, guerrera vulnerable, en solitario conflicto con unas fuerzas del orden que nada ordenan ni protegen a nadie, sino que más bien contribuyen con el caos y la desintegración de todo el país, especialmente de sus estratos sociales más vulnerables.
En los submundos contemporáneos de los olvidados y preteridos se ambienta otra de las más resonantes óperas primas colombianas, vistas en La Habana recientemente. Ganadora del Premio principal de la Semana de la Crítica en Cannes, La jauría representa la elección de su director y guionista, Andrés Ramírez Pulido de la variante carcelaria en su búsqueda de una narración tensa y emocionante, vinculada a las situaciones dramáticas inherentes al thriller. Ramírez Pulido se adscribió también a la fuerte tradición de filmes sobre adolescentes al borde de la delincuencia, internados en correccionales, una tradición a la cual pertenecen innumerables títulos de casi todas las nacionalidades. El protagonista es Eliú, encarcelado en un centro de corrección de menores en el corazón de la selva colombiana, por un crimen que cometió junto a su amigo El Mono. Cotidianamente, los adolescentes del reformatorio realizan trabajos extenuantes y una intensa terapia de grupo, porque el guionista y realizador entrelaza convenientemente el destino del protagonista con lo colectivo, entendido tanto en lo etario como en cuanto a clase social.
La intriga y el suspenso de La jauría se incentivan cuando El Mono, antiguo compañero de pandilla en los crímenes callejeros (al principio de la película ambos cometen un crimen gravísimo) es trasladado al mismo centro y trae consigo un pasado del que Eliú intenta huir. El entorno selvático, las terapias inoperantes y los castigos llevan al límite a los reclusos adolescentes, que intentarán escapar de la prisión, tal y como ocurre en la trama de la mayor parte de los thrillers carcelarios realizados en el mundo. Sin embargo, aunque el guion asume estas y otras convenciones genéricas, La jauría es un filme de potente y perturbador realismo, vehiculado a través de una puesta en escena sobria, sencilla, pero altamente eficaz a la hora de mostrar crueldades y la condición humana bajo presión, en la misma línea que los hermanos Dardenne.
Y si Amparo y La jauría muestran masculinidades tóxicas y falócratas, asumidas en un sentido social y colectivo, Un varón, de Fabián Hernández, prefiere el registro intimista, y la ilustración, en términos subjetivos y ontológicos, de la diversidad de conceptos sobre la hombría. Carlos vive en un albergue para jóvenes sin recursos en el centro de Bogotá, porque su madre está en prisión. Llega Navidad y anhela pasar el día con su hermana, y cuando sale del albergue se enfrenta a la brutalidad de su barrio, regido por la ley del macho alfa, de modo que Carlos debe decidir cómo comportarse de acuerdo a lo que es y a lo que se espera que parezca.
Sensible, de aspecto medio andrógino y hasta frágil, Carlos tiene solo 16 años y está en la edad de explorar su identidad sexual, pero tiene que sobrevivir en una selva de machos violentos y feroces, casi todos interpretados por actores no profesionales, que narran a la cámara sus experiencias reales, en el mejor estilo semidocumental. En estos momentos, el filme se aplica a la ilustración en pantalla de la masculinidad en tanto construcción cultural asociada a la violencia y a la marginalidad. Pero Carlos tiene poco que ver con todo ello, y solo se aproxima a ese mundo desde un profundo sentimiento de aislamiento e inadaptación, porque al final se trata de una suerte de coming of age movie, ambientada en el entorno de las pandillas urbanas de Bogotá, una película distinguible, sobre todo, por la impresionante honestidad del joven director a la hora de vehicular, a través del protagonista, angustiosas experiencias personales.
Puntos de vista de dos realizadoras: Laura Mora y Lina Rodríguez
También se refiere a vivencias y recuerdos personales Los reyes del mundo (2022), el nuevo largometraje de Laura Mora, cuyas imágenes de Medellín asumen la iconografía citadina de barrio marginal y violencia cotidiana, dos compendios de imágenes presentes en producciones anteriores como los dramas sociales de Víctor Gaviria Rodrigo D: No futuro (1990) o La mujer del animal (2017), este último con definida estructura de thriller, o la más telenovelera y comercial Rosario Tijeras (2005, Emilio Maillé) sin contar las ya mencionadas La virgen de los sicarios, Apocalipsur y Amparo.
Nativa de Medellín, Laura Mora hizo parte del equipo que realizó en televisión Escobar, el patrón del mal y debutó en el cine con el thriller histórico Antes del fuego (2015); su consagración internacional llegó con Matar a Jesús (2017) que confronta las opciones de una joven, puesta a elegir entre vengar la muerte de su padre o ceder a la seducción que le provoca el asesino. Las panorámicas vuelven a estar dominadas por la marginalidad y la violencia en Los reyes del mundo, que asume similar temática a sus películas anteriores, y además desarrolla el mismo tipo de personajes (adolescentes de clases sociales muy pobres) que la mencionada La jauría, aunque ambos filmes se diferencian en cuanto a tono dramático y tratamiento estético.
Cinco chicos de la calle, sin ley y sin familia, Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano, son los protagonistas de este filme. Al primero le notifican la restitución de las tierras arrebatadas a su abuela, de modo que se alude indirectamente a un pasado de represión y despojo, en “contraste” con un presente de miseria y exclusión. Los muchachos emprenden un viaje en busca de esa tierra prometida, donde quizás logren cumplir sus sueños: tener un lugar donde ser libres y construir su propio reino.
Por supuesto que la película, iniciada con las claves del drama social, muy pronto deviene road movie, solo que en esta película de carreteras el viaje está marcado por el delirio, al menos por la alucinación depuradora del incendio y el caos, y el destino final permanece incierto. La belleza visual de Los reyes del mundo, sus parsimoniosos travellings, la alternancia entre ralentis y aceleraciones, o las imágenes shock (chico dormido encima de una caballo blanco, danza enloquecida en torno a gigantesca hoguera, y otras muchas) definen una retórica visual asociada a ciertas poéticas autorales, de modo que el filme trasciende, o intenta trascender, los lugares comunes tanto del drama social como del thriller sobre pandillas urbanas.
Cuando los cinco protagonistas abandonan la ciudad y buscan el libre albedrío de los espacios selváticos, cuando el sonido estalla con el sonido de las aves y en verdes paisajes, la película se vuelve excepcional, poética; escapa a las habituales ataduras del cine genérico y convencional para construir sus metáforas sobre la libertad y el sueño, o más bien sobre una libertad solo posible a través del sueño. Y si en Los reyes del mundo la pobreza y la violencia son las coordenadas de inicio de un viaje en busca de objetos del deseo complejos y metafóricos, en la tercera película de Lina Rodríguez, So Much Tenderness, quedan también en el pasado los traumas que compulsan a la protagonista a crecer, obligatoriamente, y asumir la difícil e imprescindible cicatrización.
Aurora es una abogada ambientalista, que se ve obligada a huir de Colombia tras el asesinato de su esposo. Cruza desde Estados Unidos a Canadá para comenzar su vida desde cero como refugiada. Seis años más tarde, Aurora lleva una vida aparentemente normal en Toronto, hasta que aparece su primo Edgar, sospechoso del asesinato de su marido. Más que un thriller sobre un posible asesino que desordena la apacible vida de la refugiada colombiana en Canadá, o las amenazas que llegan desde el país distante y caótico, la película quiere ser un extracto de las principales experiencias del exilio.
Para lograrlo, la directora presenta inicialmente una estructura de thriller, que luego se entrega a un relato fragmentario, marcado por los travellings de espíritu contemplativo, dirigidos a informar sobre la experiencia de los personajes de las exiliadas, principalmente Aurora y su hija, en un entorno completamente distinto y bastante lejano del país natal, cuyos ecos se perciben a lo lejos. La directora prefirió esta suerte de narración indirecta sobre las realidades acuciantes de miseria y violencia muchas veces vistas, con similares tratamientos, en el cine colombiano más reciente, de modo que resulta significativa una variación en los habituales inventarios de catástrofes y criminalidad.