FICHA ANALÍTICA

Luciano Castillo: Todo el cine en sus manos.
Título: Luciano Castillo: Todo el cine en sus manos.

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 1

Número: 1

Mes: Noviembre

Año de publicación: 2009

1.

Soy alguien que vive por y para el cine desde la primera vez que en mi Camagüey natal, cuando tenía muy pocos años, mi mamá se detuvo frente al cine Casablanca y me dijo: «Mira, allí dan algo que te va a gustar». A partir de ese día comencé a asistir cada domingo solo a los matinées infantiles. Es curioso que desde ese mismo día bautismal en que vi una versión de Blanca Nieves y los siete enanitos producida por la República Democrática Alemana en la pantalla grande (hasta entonces solo había visto algo de cine en el televisor de algún vecino, pues en mi casa no había), se me ocurrió anotar los títulos de todas las películas que veía, costumbre que continúa aún hoy (por supuesto, con los años le añadí el director). Así que me veo obligado a contar lo que comúnmente llamamos algo así como “la historia del tabaco”.

Siempre me sorprendió que mi mamá, trabajadora en un hotel, sin poder alcanzar un nivel cultural elevado, tuvo una intuición para guiarme hacia los senderos que nunca he abandonado. En otra ocasión, por ejemplo, me enseñó el teatro “José Luis Tassende” y alterné entonces las funciones teatrales con las cinematográficas. Otro, se me apareció con el carnet de inscripción en la Biblioteca Provincial “Julio A. Mella” —que aún conservo porque incluye mis apellidos originales Cooper Castillo— y, por si fuera poco, a los once años me dijo: “Debes aprender la mecanografía, pues te será muy útil”. Realmente, después de leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, siempre afirmo que la mecanografía es lo que mayor utilidad me ha proporcionado. Imagínate que terminé de construir nuestra casa con el importe obtenido por las tesis que mecanografiaba los fines de semana y de madrugada, sin mirar siquiera el teclado, con la velocidad supersónica que fui adquiriendo, para envidia de no pocas secretarias, y la cual me costó trabajo adaptar a las computadoras cuando tuve acceso a ellas.

Fue en la biblioteca donde formé mi primer grupo teatral a fines de esos años sesenta, sin dejar de ir al cine, por supuesto. A partir de 1968 comencé a recortar información sobre cine de la prensa y armarme mi archivo personal; a los once años me colé a ver la primera película prohibida para mayores de doce años, que fue Tom Jones, de Tony Richardson, y recuerdo que la primera apta para mayores de quince años fue Satánicamente tuya, de Julien Duvivier, siempre en el Casablanca, una especie de meca en una ciudad que era un verdadero paraíso para los cinéfilos. Contábamos nada menos ocho salas de cine. 

En los setenta me consagré con pasión a ese arte tan efímero que es el teatro y con mi grupo de aficionados de la FEEM obtuvimos tres primeros premios en festivales nacionales con mis puestas en escena de Había una vez… un pueblo, Peter Pan y Wendy y La zapatera prodigiosa, de García Lorca, sin contar que a través de una invitación recibida monté la obra Los emisarios, de Efraín Morciego, con un grupo para adultos y recibimos el primer premio en el Festival Nacional de Aficionados del MININT. Curiosamente, El hereje, de Giuliano Montaldo, fue el único estreno cinematográfico que no pude ver en su momento durante todo este tiempo en que alternaba los ensayos con mis estudios de Técnico en Información Económica (pues no pude cursar ninguna carrera de letras por imperiosas necesidades económicas de mi pequeña familia que tuve que asumir y priorizar, dejando a un lado mi vocación).

Paralelamente, no me perdía una sola función de la Cinemateca de Cuba en el cine Guerrero, y cuando al graduarme me ubicaron para cumplir el servicio social en el departamento de Contabilidad del Combinado Pesquero Industrial de Santa Cruz del Sur, cada miércoles durante todo un año, al terminar mi jornada laboral, viajaba en guagua a Camagüey a ver la película programada esa noche en Cinemateca y en la madrugada del día siguiente regresaba a mi oficina. Recuerdo que en el cine de ese pueblo, donde hasta el hotel y la iglesia eran de madera, quedé pasmado cuando sin anunciarlo exhibieron Aguirre, la cólera de Dios, de Herzog, que me deslumbró. Con posterioridad me trasladé para Camagüey al conseguir una plaza de Especialista en Contabilidad y Costos en la Empresa Constructora de Obras de Arquitectura No. 18 y me vi obligado a matricular de manera dirigida Licenciatura en Contabilidad  en la Universidad de Camagüey (porque era la única carrera “que articulaba” con mi técnico medio), con tal de obtener las tres letras y el puntito de Lic.

De más está decir que una buena cantidad de los encuentros (primero quincenales y luego cada veintiún días) los invertía en viajar a La Habana a ver la programación de la Cinemateca y los teatros. Llamaba a mediados de semana a Selma, la maravillosa secretaria de Héctor García Mesa, el director-fundador de la Cinemateca y ella me dictaba por teléfono la programación y así yo decidía si ir o no. Para entonces, ya me había convertido en un colaborar muy estrecho de Héctor en relación con los ciclos de la Cinemateca en Camagüey, que le proponía y él me ayudaba a conformar de acuerdo a las copias disponibles. 

Cada ciclo en el Guerrero o en el Alkázar se convirtió en el aula donde aprendí todo lo relativo a la historia y evolución del cine, unido  a mis intensas lecturas de la no muy nutrida colección existente en la Sala de Artes de nuestra imprescindible Biblioteca, donde fundé un cine club con un proyector de 16 mm, luego llamado “Glauber Rocha” tras la muerte de este cineasta. En ocasiones, una llamada del amigo Mario Naito para avisarme que iban a exhibir una importante película en la Alianza Francesa, faltaba para que me ausentara a mediados de semana del trabajo, viajaba en tren (que entonces era menos malo), iba a la proyección (por ejemplo, así vi La mujer de al lado, de Truffaut, o Lo importante es amar, de Zulawski), y al terminar me iba para la Terminal del Ferrocarril, tomaba el último tren y, si no fallaba, a la mañana siguiente estaba frente a mi buró sumando facturas, haciendo asientos contables o algún informe solicitado.

Ahora viene lo más importante, es decir, cómo llego al cine profesionalmente hablando. Resulta que en el equipo de estudios de Contabilidad que conformamos, nos reuníamos entre los encuentros algunas noches en la casa de Ana Margarita, casada por entonces con el director y productor radial René del Risco (ya fallecido), y lo cierto era que allí comentaba más de cine que de economía política o de estadística. Hasta que cierto día, René me propuso: “Luciano, ¿por qué esos comentarios cinematográficos que haces en la sala de mi casa no los grabamos y los transmitimos en mi programa?”. Mi respuesta fue afirmativa y comenzamos a grabar en la propia habitación del matrimonio para el espacio diario “Camagüey al día”, que transmitía Radio Cadena Agramonte; ya después grabamos en estudios de la emisora.

Por entonces, da la casualidad que quien estaba al frente de la página “Visión cultural “, del periódico provincial Adelante, era Senel Paz, con quien me unía una amistad desde que comentara algunas de mis puestas en escena, y que cumplía allí su servicio social como periodista. Un día al encontrarnos, me preguntó: “¿Por qué esos mismos comentarios que te escucho en la radio no me los das y los publicamos en Adelante?”. José Villavicencio, sonidista del Ballet de Camagüey, que durante mucho tiempo se encargó de escribirlos, se había marchado de la ciudad y entonces comencé a publicar. Confieso ahora que la radio —pese a que admiro mucho a quienes trabajan en el medio—, no llega a satisfacerme del todo pues como se dice comúnmente, “se la lleva el viento”, mientras que lo que uno publica queda impreso. El primero de ellos fue una semblanza del comediante francés Louis de Funés titulada “Soy feo y ridículo, pero el más popular”, publicado en 1978. A partir de allí publiqué semanalmente comentarios, críticas, semblanzas, reseñas, artículos, en fin, todo lo que podía en relación con los estrenos y, muy especialmente, la programación semanal de la Cinemateca con el fin de contribuir a su difusión. 

Solo podía escribir de madrugada y los domingos (que para mí eran sagrados y no salía de casa, salvo excepciones) en mi enorme Robotron alemana y a veces en el horario de almuerzo en la ECOA No. 18, sin dejar de actualizar permanentemente mi archivo, ahora con los aportes que recibía a través de la correspondencia con una veintena de jóvenes polacos y con los aportes de dos amigos entrañables: Jorge Rivero y Luis Peix (también coleccionistas de recortes y publicaciones de cine). Es decir, después de trabajar como un robot (eso sí, sin incumplir nunca con mi trabajo), alternaba el cine club en la biblioteca una vez a la semana con la asistencia al cine y escribir para el periódico, luego Virgilio López Lemus, otro de mis grandes amigos, me orientó que comenzara a tratar de abrirme paso en revistas nacionales y en concursos y seguí al pie de la letra sus orientaciones. Soy economista de profesión (y en ella aprendí todo lo relativo a la organización), pero cinéfilo de corazón y a tiempo completo.

Milagrosamente se creó la esperada plaza de Analista en Apreciación Cinematográfica en el Centro Provincial del Cine de Camagüey y Armando Pérez Padrón, hoy un notorio profesor, crítico y promotor cinematográfico (y entonces Jefe de Recursos Humanos en el Sectorial Provincial de Cultura), me entrevistó para asignármela. El resto, para apelar a la frase hecha, y para no abrumar más con tantos recuerdos personales, es historia.

Fundé otros cineclubes hasta convertir a Camagüey en una verdadera potencia en su género por encima incluso de la capital y en el seno de la Asociación “Hermanos Saíz”, que presidí un tiempo, impartí un curso de verano de apreciación cinematográfica en la Galería de Arte Universal “Alejo Carpentier”, que tuvo mucho éxito. Fue entonces que inicié en Televisión Camagüey el programa semanal Claqueta, único de su tipo en esa fecha en un canal regional especializado en cine, que se mantuvo en el aire en el período 1991-1995. El desaparecido Vicente González Castro, cuando vio una emisión en una visita de trabajo efectuada al telecentro dijo que ese tipo de programa era el que precisaba la televisión nacional y que haría lo que estuviera a su alcance para transmitirlo, pero nunca lo logró. 

Eran los primeros años de la década del 90 y junto a otros cinéfilos como mi hermano “adoptivo” Jorge Campañería, Pedro Gutiérrez Torres (uno de los alumnos del curso que impartí, entonces trabajador de la Planta Mecánica y hoy un importante realizador de televisión), y Gustavo Pérez, director de mi programa, decidimos fundar un evento que fuera para las provincias orientales la alternativa a la Muestra de la AHS que se realizaba anualmente en La Habana. Así fue como fundamos “El Almacén de la Imagen”, con la colaboración entusiasta de los tuneros Manuel Martínez Hadad y Ramón Pérez Peláez, quienes nos ayudaron en aquellos precarios momentos de inicios del período especial hasta a imprimir los programas y viajar en un camión con un videobeam hasta Camagüey. 

Fue una experiencia muy intensa, y en una edición en que a invitamos a Fernando Pérez a impartir algunas conferencias. No conocía a Fernando salvo por su obra que admiraba tanto, y en cuanto vio lo ejecutivo que yo era en la organización del evento, como entonces él integraba el equipo docente de la Escuela Internacional de Cine y Televisión me preguntó que si no me interesaría trabajar con ellos allá, pues precisaban alguien como yo. Le respondí que mi interés había sido trabajar en la Cinemateca de Cuba, pero como Héctor, que siempre lo quiso y no tenía plaza disponible, había fallecido, no tenía ahora la posibilidad, por lo que dije que sí. Al cabo de los meses, y cuando lo había realmente olvidado, recuerdo que estaba de guardia en el centro del cine y recibí una llamada de mi amigo, el desaparecido Raúl Fidel Capote Castro, que desempeñaba el puesto de Extensión Cultural en San Antonio de los Baños, para informarme que todo estaba listo para que comenzara a trabajar con ellos. 

Soy una persona demasiado estable y reacia a los cambios bruscos y aquello me sorprendió pues implicaba no solo un cambio de trabajo para un lugar ideal, sino mudarme de Camagüey, ciudad a la que estoy tan arraigado, pero mi mamá me apoyó por intuir que mi futuro estaba en La Habana. Coincidentemente, el amigo Walfredo Piñera me avisó que se jubilaría y pensaba que era yo la persona ideal para ocupar su puesto en el Dpto. de Cine de Extensión Universitaria en la Universidad de La Habana, pero luego me recomendó que mejor optara por San Antonio por las perspectivas que me ofrecía en esos momentos de pleno período especial.  El panameño Edgar Soberón Torchia, hasta entonces Director de Cultura de la Escuela, regresaba a su país, y ocupé su puesto al frente del Centro de Información en marzo de 1994, que luego conseguí denominar por su amplio perfil como Mediateca. 

Desde entonces han transcurrido quince años a lo largo de los cuales me he consagrado íntegramente a mi trabajo en la escuela con el propósito rector no solo de enriquecer el patrimonio bibliográfico sobre temática audiovisual, sino de nutrir el fondo videográfico y, ante todo, diversificar sus nacionalidades, hasta llegar a una cifra superior a los diez mil títulos de más de setenta países, con especial énfasis en el ámbito latinoamericano y dentro de este, el cine cubano. Muchos ignoran que en viajes que he realizado invitado a festivales internacionales como el de San Sebastián en España —pues hasta la fecha nunca he viajado en representación de la escuela a ningún sitio, ni siquiera cuando cumplió su vigésimo aniversario—, me dedicaba a recorrer de una editorial madrileña a otra, solicitar donaciones de libros y cargar esos cargamentos enormes en mis hombros con destino a la escuela. No pienses que esto es común que otros lo hagan desinteresadamente.

Me sirve de mucha satisfacción que no pocos profesores y visitantes extranjeros alaben y se asombren de la envergadura de nuestro trabajo, la riqueza de los fondos atesorados y de los resultados obtenidos, algo no siempre comprendido y valorado en toda su dimensión. Para alguien como yo, la escuela es el monasterio idóneo para consagrarse a su estudio, y más en mi caso, que tengo una formación en este sentido empírica. Nunca tengo tiempo para aburrirme pues siempre hay un libro o una película que ver o volver a ver.

Confío en que en esta suerte de “cuéntame tu vida”, como he asumido este cuestionario, responda a las preguntas sin aburrir. Una vez leí una expresión de Truffaut que decía más o menos que “en el cine está prohibido aburrir a los espectadores” y la he tomado al pie de la letra como un principio a seguir, tanto en lo que escribo, como en mis intervenciones en la televisión o al juzgar una película a través de mi lenguaje sencillo y accesible a todos los televidentes (no olvidar que se trata de un medio de difusión masiva y no de una revista especializada). 

Por eso soy enemigo acérrimo de esos tediometrajes al estilo de Carlos Reygadas o Jia Zhangke, muy sobrenombrados por los festivales europeos, y que por su estimación por cierto sector de la crítica, aquejada de indigestión teórica, me han hecho valorar la posibilidad de abandonar la crítica cinematográfica y dedicarme solo a la investigación, algo que me proporciona mayor placer. A veces cuando leo una crítica de un colega, me parece que habla de una película diametralmente opuesta a la que aprecié, aunque se trate del mismo título. De todos modos, no recuerdo desde hace tiempo una película que me estremezca o sorprenda.

2.
Quince años al frente de la Mediateca que bautizamos hace un par de años André Bazin, en honor al prominente crítico y mentor de Truffaut, implican no pocas horas de contactos con instituciones y personalidades nacionales y extranjeras para intentar obtener copias de todas las películas de interés para enriquecer nuestros fondos. Me tocó la ingrata tarea del tránsito del Betamax al formato VHS y luego de reunir esa asombrosa cantidad de películas ya citada ahora sigue el obsesivo paso al DVD, que no obstante la calidad de la imagen y el sonido, considero muy perecedero y más proclive a las incidencias de nuestro clima tan húmedo, pero ha terminado por imponerse. Esto significa localizar masters de películas que tenemos en VHS para copiarlas en DVD y también, en casos que esto resulta imposible, al menos por el momento, transferir directamente nuestras copias de uno a otro formato. Cuento con innumerables listados de personas e instituciones que colaboran asiduamente con nuestra labor como el uruguayo Jorge Ruffinelli en Estados Unidos, el francés Emmanuel Vincenot en París, el colombiano José Urbano en su videoclub Ventana indiscreta de Cali, por apenas citar algunos de nuestros más frecuentes.

Nuestros planes para un futuro tan inmediato que es ya presente, es lograr sustituir  a la mayor brevedad posible todos los fondos a DVD, en los que se encuentran títulos que nunca antes salieron en VHS, y con una riqueza de extras que los tornan muy interesantes, pero esto lleva tiempo y, sobre todo, recursos, pues no siempre hay existencia de DVD vírgenes para copiar.

3.

Siempre he luchado por la existencia de un programa en la televisión nacional dedicado íntegramente al cine cubano. Hace muchos años, el crítico Raúl Rodríguez presentó Ojeada al cine cubano, que enseguida salió del aire. Presenté el proyecto una vez y no fue aprobado. Lo intenté hace unos años, y solo se transmitió en el verano, con tanto éxito y nivel de calidad que recibió el premio en su categoría en el Festival Nacional de Televisión. Mis objetivos, tanto con este programa De cierta manera, como en Cinema Europa cuando lo conduje fugazmente, o en cualquiera de mis intervenciones como invitado en Espectador crítico u otro espacio, son los mismos: parto de la convicción del desaparecido crítico y sacerdote colombiano Luis Alberto Álvarez de que el crítico tiene que ser un espectador intensivo capaz de transmitir a los espectadores y/o lectores la mayor información posible a que ha tenido acceso, con el fin de que realice su valoración.

En el caso actual del espacio que escribo y conduzco los domingos a las 9:30 de la noche en el Canal Educativo 2 (y que desde hace cinco años se transmite semanalmente durante una hora en la emisora Habana Radio) es, ante todo, que las nuevas generaciones de espectadores tengan la posibilidad de apreciar el cine cubano de todos los tiempos, sin excluir o discriminar ninguna película o figura por el motivo que sea. Otra de las mayores satisfacciones es que he logrado reunir un equipo técnico de jóvenes interesados en su trabajo para quienes no existe horario, sobre todo su realizador Mitchell Lovaina y la asistente de dirección Tania Castro. Fue mi primera exigencia al ser aprobado finalmente el proyecto: contar con personas entusiastas como ellos y felizmente lo logré.

Debes haber observado que mi función dentro del programa es de mero hilo conductor que solo aparece en contados momentos no para presentar la película, sino que esta puede estar relacionada o no con alguno de los temas o informaciones abordadas en la emisión. Al final presentamos un segundo segmento integrado por un largometraje de ficción, un documental (a veces un making of o un material sobre el realizador), un animado y, cuando podemos un Noticiero ICAIC, para evocar la conformación de una tanda cinematográfica en nuestros cines a lo largo de muchos años. No he conseguido aún —por más que reitero para que lo comprendan—, que la película sea lo último en presentarse, pero por cuestiones de programación, insisten en explicarme que no debe ser así porque los espectadores no se mantendrían (teniendo en cuenta incluso el horario de transmisión coincidente en otros canales con espacios policíacos y de interés más atractivos). 

Cada día, desde la salida al aire del programa, experimento alguna satisfacción, pues es raro que alguien en la calle o un pasillo de la escuela no me detenga para felicitarme por algún detalle del espacio o por haber redescubierto tal película que tenía olvidada (incluyo hasta artistas y técnicos del ICAIC), sin contar los correos electrónicos recibidos de personalidades tan admiradas como Marta Valdés, José Manuel Riera, Enrique Pineda Barnet, Fausto Canel o Nancy Morejón.  Me satisface también cuando alguien me dice que el programa ha conseguido convencer a su familia para verlo y no el policíaco competidor. Paradójicamente, me informan en el Canal que lo transmite que se trata de un programa de “escasa teleaudiencia”.

4.

Aunque siempre ha sido un enamorado y un defensor de nuestro cine, quien contribuyó en grado superlativo a que se convirtiera en una pasión fue mi coterráneo Arturo Agramonte, el Profe, camarógrafo e historiador del cine cubano, quien más penas que alegrías recibió por su imprescindible libro Cronología del cine cubano. Aún mientras vivía en Camagüey, y ya había conocido en una de mis incursiones capitalitas al Profe —quien devino mi padre adoptivo—, iniciamos una fructífera correspondencia y se me ocurrió imprimir un folleto biográfico mimeografiado sobre Ramón Peón. Esa fue nuestra primera colaboración. Lo imprimí en la ECOA No. 18, lo presillamos y encuadernamos en la sala de arte de la biblioteca y fuimos muy felices de poder distribuirlo entre los interesados. Al irse estrechando gradualmente nuestra amistad, me contaba de sus aventuras, venturas y desventuras en el cine cubano pre-revolucionario, del que fue testigo y cronista de primera fila, y lo ayudé a organizar y clasificar su copioso archivo de recortes de prensa y fotografías. Él fue el primero en dolerle, ¡y de qué manera!, la intransigente y absurda política implementada por la dirección del ICAIC desde su propio surgimiento y durante décadas de negar por completo el cine de esa primera mitad del siglo XX. 

Este tema era algo obsesivo y no cesaba de comentarlo en todos nuestros encuentros, por eso recibió una enorme alegría y experimentó gran felicidad cuando Silvia Oroz logró organizar el Seminario “El cine latinoamericano de los años 30, 40 y 50” en el Palacio de las Convenciones, como parte de la programación de la oncena edición Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano en 1989. Nunca olvidaré el rostro feliz de Agramonte en aquellas históricas sesiones compartidas al lado de luminarias como Amelia Bence, Juan Carlos Thorry o Ninón Sevilla y directores como Tulio Demicheli y Alejandro Galindo. Por fin se le hizo justicia, por primera vez, a los perennes soñadores de nuestro cine. Ese evento significó el deshielo y salieron felizmente a la luz de las bóvedas del ICAIC algunas de las copias sobrevivientes de aquel cine que no había sido exhibido durante años. Claro, los estragos del tiempo transcurrido ya habían ocasionado pérdidas imperdonables.

El Profe incentivó en mí todo ese profundo e ilimitado amor hacia nuestro cine y, desde hace muchos años, cuando vivía, tratamos por todos los medios de salvar de su irremediable desaparición algunos títulos. Recuerdo que atesoraba en su casa una copia en 16 mm de Tam tam o El origen de la rumba, de Ernesto Caparrós, que fue la primera que sometimos a un telecine para preservarla. Otro tanto fue gestionar que se realizaran telecines de los fragmentos existentes de El veneno de un beso y La serpiente roja, para al menos preservarlos para los historiadores. Para elaborar nuestra biografía ampliada sobre Ramón Peón, la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México, a través del entrañable amigo Iván Trujillo, su director entonces, nos envió todas las copias disponibles de la filmografía rodada por este cineasta en México y, más tarde, el fortuito hallazgo de la copia que se pensaba desaparecida de Embrujo antillano, mediante la cual le restituimos su paternidad al húngaro Geza P. Polaty y no al gallego Juan Orol, a quien se le atribuía hasta entonces.

Y con posterioridad, al conocer los estragos inconmensurables ocasionados por suspender la refrigeración de las copias en el archivo del ICAIC durante el período especial, que condujo a la destrucción de un elevadísimo por ciento del patrimonio depositado allí, y de que cada día que transcurre implica un riesgo más para que se destruya una película, con el decidido apoyo de Pablo Pacheco, Vicepresidente del ICAIC, y la contribución de la Escuela de San Antonio de los Baños, comenzamos a intercalar en el telecine de nuestro centro todos aquellos títulos del período pre-revolucionario y la primera década de producción del ICAIC de los que no existía copia disponible digitalizada y de ese modo salvamos una gran cantidad de títulos. Otros se encuentran pendientes porque exigen una limpieza especializada previa en el laboratorio y este ha estado en reparaciones durante un extenso período de tiempo. 

Ahora me encuentro enfrascado en insertarle los diálogos en español de una mala copia en blanco y negro de Yambaó, coproducción mexicano-cubana dirigida por Alfredo B. Crevenna a una excelente en colores, pero doblada al inglés, que localicé en Estados Unidos. Independientemente de todos los obstáculos a incomprensiones y hasta abulia, no descansaré hasta que todo ese patrimonio cinematográfico que forma parte del acervo cultural de nuestro país se haya preservado para las generaciones futuras.

5.

Después del cine, confieso que no puedo prescindir de la música nunca, ni siquiera para escribir en las madrugadas que es mi horario preferido por lograr toda la concentración posible, tampoco puedo dejar de leer pues tuve el privilegio de contar en mis primeros años de lector voraz en la biblioteca de Camagüey con personal que me orientó con suma eficiencia y amor. El teatro para mí fue una etapa tan fructífera como obsesionante, pero insisto en el vocablo de efímero, pues durante muchísimo tiempo si no era alguna crítica o foto publicada o la memoria de los asistentes a las funciones, todo el esfuerzo que significaba una puesta en escena desaparecía sin remedio alguno; ahora, por supuesto, existe la posibilidad del video para registrarlas. El teatro te exige todo a cambio de nada, aunque llegar a ese nada sea un proceso extraordinario y pleno de hallazgos. Fíjate si el cine influía tanto en mí que en la última puesta en escena que dirigí, La zapatera prodigiosa, en 1976, introduje una escena de las beatas literalmente tomada de Él de Buñuel, como un homenaje.

Al cabo de treinta años de haberlo abandonado abruptamente para desahogar por completo mis inquietudes en este arte total que es el cine, retorné hace unos años con mi propia versión del cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de Senel Paz, como un unipersonal que titulé No puede ser feliz y que obtuvo un notorio éxito de crítica y de público en las escasas funciones en que se presentó en la Teatro Guiñol Nacional. Pero para llegar a ese montaje, tuve que apelar a las noches al terminar el trabajo en la escuela de cine, viajar a diario a La Habana, madrugar al día siguiente y continuar los fines de semana, fue realmente extenuante e irrepetible. Tengo otros dos proyectos que pienso escenificar algún día: mi versión teatral del filme brasileño Yo sé que te voy a amar, de Arnaldo Jabor, y de El vestidor, de Peter Yates, basado en una pieza original de Ronald Harwood (texto que estoy tratando de localizar). En una oportunidad escribí una adaptación de Romanza de los enamorados, de Andréi Mijalkov-Konchalovski, que fue muy bien recibida en festivales de aficionados.

Dirigir cine por supuesto que me ha tentado alguna vez y, de hecho, comencé a escribir un guión sobre El acoso, de Carpentier, pero luego lo abandoné (y luego incluí los fragmentos en mi libro Carpentier en el reino de la imagen). Existen demasiados buenos directores como para intentar debutar a estas alturas y, por demás, no me siento un artista frustrado, esa definición que endilgan generalmente a los críticos.