FICHA ANALÍTICA

(Literalmente) nuevo cine latinoamericano: ten(d)encias
Padrón Nodarse, Frank (1958 - )

Título: (Literalmente) nuevo cine latinoamericano: ten(d)encias

Autor(es): Frank Padrón Nodarse

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 1

Número: 1

Mes: Noviembre

Año de publicación: 2009

En pleno siglo XXI, en estos 2000 que ya desandan sus marejadas, el cine latinoamericano, como el cine todo, enfrenta los desafíos propios de los nuevos tiempos. Pero todo cine que no sea Hollywood debe asumir retos aún mayores; arra(o)strar, las leoninas desigualdades de la distribución, en ese mercado omnipresente y omnisciente de la otra América que controla y desplaza.

Ahora bien, ¿cómo se está comportando el cine latinoamericano en esta primera década de la nueva centuria? ¿cuáles son las líneas fundamentales que nuestra producción enfoca respecto a los imperativos del cine primermundista?

Debe tenerse en cuenta, además, que los años iniciales del tercer milenio implican un recrudecimiento de las crisis en “nuestras repúblicas”; las secuelas del neoliberalismo se hacen sentir por día en los pueblos al sur del río Bravo, que afortunadamente (acaso lo único para celebrar en estos tristes amaneceres) despiertan; los “cacelorazos” parecen ser el sonido de la primera década; los desafortunados, los condenados de la tierra, como les llamara en su tiempo Franz Fanon, sienten la copa llena. Pero también la reacción de las oligarquías, de los militares negados a peder sus privilegios aunque sea asentados sobre la pobreza mayoritaria (el reciente golpe de estado en Honduras, inconcebible a estas alturas de desarrollo histórico) 

El caso de Argentina, que amaneció al siglo en quiebra económica absoluta, endeudamiento externo (e interno) tasa elevadísima y creciente de desempleo y  hambre, paradójicos en uno de los países ayer mismo más prósperos de América Latina, ha dejado huellas en Paraguay, Ecuador, Chile, y tal castillo de naipes, arrastra a otros tantos sitios.

Y sin embargo, con la tenacidad de aquel cineasta de La película del rey  (Carlos Sorín) nuestros realizadores, bisoños y veteranos, siguen empeñados en el sueño de locos que significa el cine; es cierto que no son muchas las películas (de cualquier modo, siempre ha sido mejor poco pero bueno, lo cual tampoco se cumple siempre) pero son. La propia Argentina descuella, paradójicamente, como uno de los centros productores de mayor empuje, y también Chile. Pero vayamos a lo que en verdad nos interesa: lo ideoestético, qué puede rastrearse dentro de las nuevas realizaciones a nivel de tendencias.  

Una revisión en la propia historia, reforzada con lo visto más recientemente en festivales del área, permite encontrar al menos tres líneas que desarrollaremos en este capítulo, y que pudiéramos nominar: el realismo poético, el cine callejero y la experimentación o cine de neo-vanguardia (dentro de la cual pueden agruparse muestras  de las dos anteriores, o de otras1.)
 


La poesía como método y fin

A lo que alguna vez el cineasta y poeta italiano Pier Paolo Pasolini llamó “cine de prosa”, se opone una tendencia que pudiéramos considerar esencialmente poética. Es un cine que busca la imagen no sólo en sí misma, sino que promueve el pensamiento imaginal desde todos sus códigos visuales y sonoros; el gran texto que significa la suma de textos integrantes del sistema fílmico, está conformado por un fuerte  arsenal tropológico que debe provocar en el descodificador el mismo placer que le proporciona un libro de ese tipo; ello no implica retoricismo, verborrea, guiones librescos: la poesía, la poiesis  toda, brota de la pantalla2.

Varias cintas de Fernando “Pino” Solanas en la década del 80 (concretamente Tangos, el exilio de Gardel y Sur)  lograron aportar al Nuevo cine latinoamericano una muestra de ese (por llamarle de algún modo) “realismo poético” (aunque a veces implicara hiper o sur-realismo), que significó además un aire nuevo dentro de expresiones insertas dentro del otro cine, de prosa (que no prosaico, aunque a veces lo fuera). Una cinta como Eu sei que vou te amar (1989) del brasileño Arnaldo Jabor, también lo conseguía; en ambos casos, el hallazgo del  lirismo en los códigos visuales y eufónicos se ponía en función de textos coherentes y singulares.

Ejemplos de intentos fallidos en tal procura lo fueron los títulos cubanos Un señor muy viejo con unas alas enormes (1989), realizado, paradójicamente por un poeta fundador del Nuevo Cine latinoamericano, el argentino Fernando Birri; Cartas del parque (1989), de Tomás Gutiérrez Alea sobre relato de García Márquez, o Mascaró, el cazador americano (1991), de Constante “Rapi” Diego, sobre texto de Haroldo Conti, a la cual ya nos referimos en un capítulo anterior3. Véase como la ascendencia literaria de la mayoría de estos filmes, incluso de autores de probada puntería, no sólo no garantiza su consecución fílmica sino tampoco la atmósfera poética anhelada. Justamente eso falló en los tres casos: los relatos fílmicos encerraban en sí mismo abundante “material” poético, herederos de sus ilustres fuentes, sin embargo, la endeblez narrativa y dramática, el desdibujo de los caracteres y la ausencia de verdadera energía creadora de la puesta en pantalla, dieron al traste con las indudablemente nobles intenciones. 

Uno de los títulos paradigmáticos respecto a ese “realismo poético” (a veces conectado con el “realismo mágico” garciamarquiano, o con lo “real maravilloso” carpenteriano) es, sin lugar a dudas, El lado oscuro del corazón (1991), del argentino Eliseo Subiela. Aún cuando este crítico considera que dentro de su obra hay otro título (anterior) mucho más rotundo en tal juego con la poiesis en tanto cristalización estética (Últimas imágenes del naufragio) no puede negarse la existencia de un conjunto orgánico de diálogos --muchas veces traspolaciones de poemas pertenecientes al propio Oliverio Girondo, protagonista del filme, Mario Benedetti, Juan Gelman y otros-- con un imaginario visual basado en la metáfora y la alegoría (que llega al subsistema de personajes, como la muerte) y calzado por una banda sonora complementariamente hermosa.

Esta cinta subielana, convertida en cine de culto por miles de admiradores en muchas partes del mundo, no logró repetir su éxito en la secuela, donde se echa de menos la espontaneidad en la integración de los textos poéticos al resto del texto cinematográfico: lo forzado del engarce en no pocas casos, la reiteración y el verbalismo, lastran su alcance, así como el agregado de nuevos personajes (una muerte masculina, y sobre todo, un E.T. en una moto que personifica el tiempo) tornan la presunta poesía  en retórica y lastre audiovisuales.

Dos cintas cubanas de Fernando Pérez, Madagascar (1994) y, sobre todo,  La vida es silbar (1997) clasifican a la perfección dentro del cine poético; aunque en la segunda, mucho más inclinada a tal forma, se aprecian ciertos molestos litigios entre determinados tropos que conforman la diégesis fílmica (alegoría vs metáfora), puede hablarse de un hallazgo a nivel lingüístico de diversos recursos imaginales muy bien plasmados. Algo que se aprecia así mismo en el  siguiente título de este realizador, sin dudas, el que más lejos ha llegado a partir de los años 90, entre sus colegas coterréaneos,  a niveles de redondez artística, y  con una poética más elevada: a caballo entre la ficción y el documental, Suite Habana (2003) es un poema fílmico que tal vez no se lo propuso, mas justamente por su grado de experimentación, lo analizaremos con más detenimiento dentro de la tercera línea. Lamentablemente, la siguiente obra de Pérez, Madrigal (2007) cae justamente en los excesos manieristas y artificiosos a los que nos referíamos: la recurrencia en la frase-hecha de muchos de sus diálogos, o de ciertos recursos de la imagen, verdaderos lugares comunes (palomas, humo, lluvia…) deudores del propio Subiela o del Ridley Scott de Blade runner, malogran un proyecto que pudo aportar nuevas aristas a una (in)variante en el cine de Fernando Pérez: la búsqueda de la felicidad, las colisiones entre ser y aparentar, la creación artística, etc.

Otra con la poesía como motu, como sujet es Yepeto (1999 ), de Eduardo Calcagno (El censor); quitando ciertos excesos retóricos, verbalistas, como se aprecia uno de los defectos más recurrentes dentro de estos filmes ( quizá, en este caso, por el excesivo apego del filme a su referente teatral) la cinta potencia notablemente las relaciones humanas y eróticas, con la más sublime expresión literaria como centro y eje.  

La propuesta venezolana al Oscar del 2001, Una casa con vista al mar, partiendo de una novela escrita por Freddy Sosa (Vicencino Guerrero) que llevara al cine Alberto Arvelo, resulta una verdadera excepción dentro de  su contexto nacional y se inserta por derecho propio dentro de esa tendencia  que pretende abordar la realidad desde la poesía. Se trata de una delicada cinta en torno a la relación de un adolescente y su progenitor en un ambiente rural; la madre ha muerto y el padre tiene que jugar ambos roles. En una choza, dentro de una extrema pobreza, Santiago recibe de su padre toda la enseñanza de todo, y --lo más importante-- todo  el amor.

Una casa con vista al mar sobresale por su lirismo; una cálida fotografía sirve de expresivo marco a las relaciones humanas: el lente capta a la perfección la hermosura de la naturaleza, pero dista del paisajismo gratuito. Antes bien, se erige tal personaje que comenta y subraya las pasiones. La música es otro singular elemento: solos de piano y después de violín van ambientando a la perfección el decursar de la trama.

Entre lo más notable en el reciente cine poético latinoamericano resulta el filme brasileño A la izquierda del padre, de Luiz Fernando Carvalho, quien, partiendo de una novela de Raduan Nassar (Lavoura Arcaica) sobre el totalitarismo de un cabeza de familia en torno a sus dos hijos varones y una hija, no sólo implica una soberbia alegoría en torno al Estado y los grandes sistemas políticos, sino que, en una lectura literal, da con la más abierta poesía desde presupuestos tropológicos y fílmicos admirablemente plasmados y proyectados.

Como corresponde, aquí la poesía brota del mismo texto, o de todos los textos: discurso verbal con una fuerte carga metafórica, sinfonismo en la música, proyección shakesperiana de los actores, audacia en la planimetría, se encaminan a una defensa de la libertad contra todo tipo de opresión y dictadura, con lo cual el filme emblematiza doblemente lo mejor del Nuevo cine latinoamericano. (Seguiremos analizándola en el capítulo siguiente)

Carlos Sorín, autor de esa apelación a la utopía, modélica en varios sentidos  que se llama La película del rey (1985) sigue pulsando esa cuerda, pero últimamente en “tono menor”, y para seguir empleando términos musicales, podemos decir que ha sustituido la sinfonía por la sonata. O la orquesta por el cuarteto de cámara:  sí allí la poesía mostraba proporciones, dimensiones épicas, en sus siguientes Historias mínimas (2002), el cineasta llega en un agradable tono menor, una cinta que bien pudiera (sub)titularse, parafraseando a Balzac, Las ilusiones no perdidas, por cuanto discursa en torno a seres que luchan a brazo partido por conseguir la realización mediante pequeños ideales que, sin embargo, engrandecen su vida; sean estos, encontrar un perro perdido, regalar un cake lo mejor decorado posible o ganar un concurso de televisión.

La poesía brota aquí tanto de la propia, casi inexistente anécdota, como de los elementos externos a ella, en principalísimo lugar, el mismo espacio: esa Patagonia abrumadora, infinita, que contrasta con la aparente insignificancia de los personajes, engrandecidos sin embargo, por sus sueños ; ésta es, entonces, la película de los reyes pequeños, aquellos, como el rey loco o el cineasta empecinado de su aludido filme --todo un clásico del cine latinoamericano-- están dispuestos a que la vida se (y) les vaya en sus aspiraciones ; he aquí una cinta donde el minimalismo camina más allá de su título, del sujeto, para conformar la  dramaturgia: no hay prácticamente historia en estas historias, que son una sola y se nos trazan con la emoción sencilla y sincera de lo que cuentan, o des-cuentan, con una austeridad y una limpieza que sobrecogen, apelando a la sensibilidad más honda, dialogando con ella.

Aunque sin repetir del todo el alcance de estas bellas y sugestivas Historias mínimas , Sorín prosigue en esta cuerda dentro de sus nuevas propuestas: Bombón, el perro (2004) y El camino de San Diego (2006)
 
 

De la calle       

Muchos problemas de la realidad latinoamericana están en sus calles: niños que (mal)viven en ellas, desempleados que reclaman justicia y trabajo allí, delincuentes y estafadores que las tienen como escenario de sus triquiñuelas. Por ello no asombra que una de las líneas fundamentales del cine contemporáneo esté ocupada por un cine callejero, marginal, que tiene como escenario las grandes avenidas y como protagonistas a sus habitantes.

Concretamente, el cine callejero ha arrojado títulos significativos: La vendedora de rosas (1998), de Colombia y La virgen de los sicarios (2000), sobre ese país pero realizada en coproducción con Francia, Colombia y España; Huelepega, la ley de la calle (2001)4, de Venezuela; Piza, birra y faso; Fuga de cerebros, de Argentina; De la calle y Perfume de violetas, de México, son los nuevos herederos de aquellos  olvidados, de Buñuel, el brasileño Pixote, o los niños de Tire dié, en la Santa Fe de Birri.

Lamentablemente, la calle en esos pueblos y ciudades  prosigue dando albergue a marginales, niños y mayores, por tanto el cine sobre esta realidad no cesa.

En tal marco se inserta el mencionado filme De la calle, procedente de México, que obtuviera en la edición de San Sebastián del año 2001 el premio a la mejor ópera prima. Su director, Gerardo Tort, sigue a un adolescente obsesionado por el padre desconocido. La madre, a quien apenas ve, le ha dicho que aquel murió, pero él tiene el presentimiento de que no es así y va en su busca; las relaciones del protagonista  con otra joven marginal, sus luchas cotidianas por la dura supervivencia; su trato con los peores “cuates” que encuentra a cada paso; la traición de un amigo y un fatal desenlace, medulan esta cinta caracterizada por una limpia narración que cuenta la historia sin escollos, con un crescendo en su trama que involucra a los espectadores.

Es cierto que ya es difícil hallar algo novedoso dentro de esta tendencia, que el destino de los personajes es fácilmente previsible, pero siempre hay elementos de interés que por demás se agradecen si llegan envueltos en una realización al menos decorosa; esta vez se trata de la relación padre-hijo, que conocerá ángulos realmente inéditos al ofrecernos otra cara de la misma alienación, análoga marginalidad.

Claro que el alcance de estos títulos es desigual, y en muchos casos se echa de menos una profundización en los contextos, a pesar de lo cual, una película como la laureada Perfume de violetas (nadie te oye) de la mexicana Maryse Sistach descuella también por un tratamiento dramatúrgico respetable, mientras la chilena Taxi para tres, de Orlando Lubbert, significa una (llamámosle) sub-tendencia que focaliza la delincuencia adulta, para dar pie a un sólido estudio de caracteres, no exento, sin embargo, de ciertas inconsistencias dramatúrgicas.

Lo cierto es que esta original road movie se inserta dentro de lo que algunos han dado en llamar el “renacimiento del cine chileno” que desde mediados de los 90 del pasado siglo implica reconocimientos en importantes festivales, espaldarazo de la prensa especializada y buena aceptación de público, a través de títulos como Historias de fútbol (1997) de Andrés Wood, El entusiasmo (1998), de Ricardo Larraín, Gringuito (1989 ), de Sergio Castilla, Coronación (2000) y Cachimba (2004) (ambas de Silvio Caiozi) o Sexo con amor (2003, Boris Quercia) y En la cama (2005, Matías Bize), estas tres últimas, integrantes de una tendencia erótica donde Chile muestra sus credenciales al parecer más sólidas.

Esa violencia urbana, específicamente emblematizada en un personaje, da cuerpo al filme Un oso rojo (Premio Especial del Jurado en la edición 24 del Festival de La Habana, 2002), de uno de los valores del  nuevo Nuevo cine argentino: Israel Adrián Caetano. Un “fuera de ley”, de esos que creen en la “justicia por mano propia”, y sin embargo resulta tierno con su hija y exmujer (incluso con la nueva pareja de esta) a quienes ayuda sistemáticamente, es el protagonista de esta cinta que desperdicia la indagación sicológica y social en pro del espectáculo fílmico con la violencia como ingrediente principal, dentro de una suerte de western urbano y moderno, que consigue, no lo negaremos, un notable ritmo, pero no va más allá.

El mismo problema con la violencia, transformada en mero espectáculo en vez de lo que debía ser (magma para el análisis y la profundización) se da en la sobrestimada Cidade de Deus (2003), del brasileño Fernando Meirelles, que arrasó con casi todos los premios en esa misma edición del festival cubano, incluyendo los corales principales (filme, fotografía, actuaciones masculinas, edición) y ha hecho otro tanto en festivales del área.

Si bien debe reconocerse la impecable factura fílmica de la obra (ante todo ese montaje que aplica magistralmente las técnicas del video-clip, las anticipaciones y el flashback), no puede uno dejar de lamentar que estas terribles confrontaciones entre pandillas y adolescentes versados en el narco, no trascienda la mera postal desde su perspectiva explicitadora,  sin buceos debajo de la superficie, suerte de West Side Story sin música, y con cientos de voltios más en sus electrodos  “rítmicos”.

De modo que dentro de esta tendencia del cine callejero se está entronizando un peligroso virus, del cual estos dos recientes títulos son harto elocuentes: el muestreo, el paneo elemental y epidérmico de la violencia, sin una auténtica indagación en causas y raíces, sin una exploración en el contexto ni en las personalidades que llevan a cabo tales dramas, con lo cual sólo estamos remedando el más superficial (y abundante, mayoritario) cine en serie norteamericano de suspense, que puede verse a raudales en el espacio televisual cubano La película del sábado.

Peor aún, El invasor (2002), cinta brasileña de Beto Brant (a quien debemos, sin embargo, una gratificante experiencia anterior basada en el relato Los matadores, de Borges) lleva al extremo esa insufrible mimesis del peor cine hollywoodiano de género: cinta que extravía su pulso desde las primeras secuencias, que inunda de subtramas la narración sin lograr resolver siquiera la principal, con ciertas implicaciones sociopolíticas mal insertadas y peor proyectadas, se trata de un tipo de cine sobre la violencia tan nocivo como ella misma, por inauténtico, superficial y mal hecho, al cual el cine latinoamericano debe renunciar.
 

¿Nada nuevo bajo el sol?

Otra tendencia dentro de las más recientes producciones del área apunta, como decíamos, a la experimentación, de la cual, como decíamos al principio del estudio, participan las anteriores y otras líneas temáticas del cine latinoamericano; sólo que a veces, la misma deviene experimentalismo fuera de lugar. Se ha puesto de moda, digamos, una no- narración gratuita, un cine de atmósferas que elude la narrativa tradicional mas en función de nada, de un alarde seudo vanguardista que desmorona el mensaje.
 

El caso Martel
 
Ningún filme tan representativo como uno de esos considerados “de culto”: el primer Coral del 2001 en el Festival de La  Habana (y premiado en tantos otros sitios): La ciénaga, opera prima de Lucrecia Martel, joven procedente de la provincia argentina (y no del cosmopolita Buenos Aires) y que representa per se toda una línea dentro de lo que se ha llamado el Nuevo-nuevo cine.
 
Dos familias de clases diferentes  en un pasaje rural de Salta protagonizan una historia deliberadamente caótica, centro de un tedio que se traslada a la diégesis; la película llevaba al extremo las políticas antinarrativas5 que constituyen todo un sello en la nueva generación de cineastas argentinos (y de más allá): entre un (presunto) punto de giro del relato asistíamos a un corte que daba al traste con cualquier tipo de seguimiento (al menos lógico) por parte del narratario; luego, se potenciaban extraordinariamente rubros como la fotografía (de un blanco y negro altamente expresivo, que escudriñaba en la suciedad y las “rinconeras”) y el sonido (de tesitura ampliamente subjetiva, determinante en los rumbos (anti)dramáticos del discurso).

Si nadie puede poner en dudas lo definitoriamente innovador de La ciénaga como experiencia fílmica, yo me incluyo entre quienes nos cruzamos de hombros ante su pretendida excelencia (cierto que no fuimos mayoría) porque debajo de aquella subversión de códigos no se hallaba demasiada enjundia, pero donde sí ya no me quedaron dudas fue en la siguiente experiencia de Lucrecia Martel: La niña santa (2005) porque allí la incoherencia, la suciedad del montaje y el deslavasamiento de la ¿historia? llegaban al colmo. Sin embargo, con La mujer sin cabeza (2008) la directora levanta la cabeza y mucho más, pues esta vez la insoportable pesadez del marasmo adquiere como un sentido, una dirección.

El caso de una señora a la que se acusa de haber matado un perro y que posiblemente padezca un extravío de identidad, pone el dedo sobre la llaga de límites cada vez más frágiles entre lo real y lo no, lo subjetivo y lo objetivo, lo definitivo y lo fugaz: lo (im)perecedero, y lo hace con una sabiduría fílmica que eleva la batería de Martel a la cuasi perfección: su planimetría, sus angulaciones, su fotografía y hasta su mano directriz para los actores (bastante descuidada, sobre todo en su experiencia anterior), son más que encomiables.

Sigue sobrando metraje, sigue habiendo innecesarias idas y vueltas del relato y no hay quien nos libre del tedio nuestro de cada día que parece haber alquilado Martel como patrimonio indisoluble de su obra, pero hasta quienes no somos nada simpatizantes con ella debemos reconocer que en su tercera experiencia, si no llegó la famosa “vencida”, al menos elevó la parada.

Inevitablemente hay que seguir su obra (que ya anuncia hasta dosis de terror y nuevas experiencias con lo fantástico y lo onírico).   

Otros nombres

Una cinta como Sábado (2001), ópera prima de Juan Villegas (mucho menos conocida que La ciénaga) sí implica un logrado plasma del sinsentido en la vida de cierta juventud dentro de un Buenos Aires abúlico y entorpecedor; es una muestra de cómo ese cine de atmósferas, más que de historias, puede arrojar notables resultados artísticos.

Su director había realizado varios cortos en su época de estudiante en la Universidad de Cine de Buenos Aires, en los que insinuaba algunos de los temas y motivos  que alimentan ahora su primer filme: Rutas y veredas  (1995) y 2 en 1 (1998): fatalismos en la pareja, retruécanos y circunloquios en la conversación, los autos como espacios de la acción, la melancolía, o ese aparente no transcurrir dentro del mismo decursar... Todo aparece en Sábado (des)animando el mundo de los jóvenes en un Buenos Aires casi desierto ese día de la semana: son seis personajes que no andan, como los de Pirandello, en busca del autor, sino de una esperanza que confiera algún rumbo a sus vidas, tan vacías como la ciudad: una pareja carcomida por el aburrimiento, otra a punto de la ruptura por parte de ella sin que él lo acepte, un actor obsesionado por la fama y una chica que oculta  en sus ansias por divertirse un hastío inmenso, arman entre todos una metáfora de la soledad y el absurdo. Comedia de nuevo tipo con planos largos que recuerdan los de la Nouvelle Vague, implica una estética novedosa dentro del cine latinoamericano, que puede desconcertar a algunos, no a quienes se dejen atrapar desde sus inicios por su juego interno; junto a un ritmo deliberadamente moroso, ideal para las coordenadas de su relato, descuellan las actuaciones (Gastón Pauls, Daniel Hendler, Eva Sola...)

Sábado febril, de una fiebre que conlleva al letargo y la rutina, pero que encierra en algún que otro diálogo, en ciertos fotogramas, la mirada cambiante, esperanzadora, de esa búsqueda sin par de sus personajes.
Ahora, encontramos una suerte de vicio a la hora de realizar tales historias des-narradas, des-dramatizadas, lo cual puede transformarse también en una sub-tendencia peligrosa; si pueden encontrarse éxitos (in)discutibles estilo La ciénaga o cristalizaciones, como, justamente, Sábado, hay así mismo, términos medios en la balanza de logros y pretensiones, como otra cinta también, a mi juicio, inflada en cuanto a los primeros; me refiero a Tan de repente, de Diego Lerman, con guión suyo y de María Meira, que compartiera el Primer Coral en el Festival del Nuevo Cine del año 2002.

Cinta de mujeres jóvenes, de ambiente punk, de pasiones que aparentan profundidad y en el fondo no trascienden el deslumbramiento superficial (algo semejante a lo que tiende a ocurrir con este tipo de cine), la obra, otro road movie que insiste en la búsqueda de un espacio más interior que externo, exhibe cierta concentración en el sujeto, una densidad a veces gratuita, otras mejor plasmada, sobre todo cuando vincula el sinsentido de estos seres con un escenario absurdo que pudiera ser cualquiera; el vacío de estas mujeres, atribuible quizá a la falta de horizontes de la actual sociedad argentina con su incomparable crisis, afecta la arquitectónica de estas obras, que no acaban de convencer pese a sus logros parciales (por ejemplo, las actuaciones, también coralizadas en el certamen de marras).

Todavía menos lograda es Un día de suerte (2002), de Sandra Gugliotta, que gira también en torno a la mediocridad y el vacío de la existencia, ahora en choque con un exilio europeo que tampoco cubre las expectativas de llenar esos huecos negros; aquí los circunloquios, los constantes espacios en blanco y las reiteraciones no apuntan a ningún lado, condenando la cinta a un hoyo que emula con los supraenunciados de la narración.   
Dentro de ese contexto, aparece otra cinta argentina, Bolivia, que se inserta a la perfección dentro de ese “nuevo cine argentino” que prosigue, ya vemos que bastante irregularmente,  las búsquedas expresivas de aquella contundente “nueva ola” de los 60, y que analizáramos en el capítulo correspondiente6.

El tema de los inmigrantes llena el Nuevo cine latinoamericano. Y cómo no va a ser así saturando como lo hace la realidad nuestra: sin embargo, casi siempre se aborda desde la perspectiva de la interrelación con el Primer Mundo, donde por lo general ocurre tal fenómeno. Sin embargo, es bien atípico que dentro de la misma América Latina se den estas historias con frecuencia, o al menos, no son recurrentes dentro de la producción fílmica  del área.

Así Bolivia, de Israel Adrián Caetano7 (también responsable del guión), nos ofrece uno de esos casos. Partiendo de un cuento de Romina Lanfranchini, nos habla de un boliviano que emigra a Argentina, concretamente a su capital, para trabajar clandestinamente en una fonda; allí conoce a Rosa, paraguaya, en las mismas circunstancias; tropieza con la xenofobia, el asedio policial, la ausencia de solidaridad...

El filme de Caetano rinde una vez más homenaje al free cinema, aquel movimiento inglés que revolucionó el cine de los 60: blanco y negro, cámara en mano, edición rudimentaria, y en lo conceptual, énfasis en la cotidianidad, encontramos en esta cinta que cuenta con notables desempeños de Freddie Flores, Rosa Sánchez y Oscar Bertea, entre otros, y que proyecta ese clima de incomunicación y violencia que respira la trama.
 

De otros lares

Dentro del cine mexicano, pocas cintas en los últimos años resultan más elocuentes de la experimentación, el abordaje, al menos, de caminos poco trillados dentro de la narrativa, como Amores perros (2001), la multipremiada cinta de Alejandro González Iñárritu: tres historias de violencia enlazadas por los canes emblemáticos, que implican coexistencias, coincidencias temporales y espaciales, que realiza un buceo por ciertas personalidades y sus enrevesadas sicologías; aunque tales nexos resultan a veces gratuitos y un tanto forzados, la película sobresale por un guión contundente y una puesta espléndida.

Ahora bien, un año después nos sorprendió una cinta por la misma línea (la violencia urbana, también dentro de un tratamiento de fusiones e interconexiones cronotópicas) la cual, sinceramente, supera en alcance expresivo y estético la anterior, con toda la fama alcanzada por aquellos amores perrunos; me refiero a Ciudades oscuras (2002), de Fernando Sariñana (Todo el poder).

La muerte de varios seres en el México citadino y nocturno, implica un trabajo con el tiempo sencillamente admirable; el director refuta, con el maestro Borges, no ya la cronología temporal, sino hasta su existencia: todo ocurre a la vez (y tal vez)  según la perspectiva de la mirada, el transcurso es sólo un círculo donde no hay principio ni fin, pero lo que encanta es la manera fílmica con que se ha reflejado esto en la pantalla, con esos sucesos que se retoman, que se prolongan, que se abordan desde ángulos inéditos siempre que ello ocurre, lo cual no significa la pincelada apenas mostrativa, expositiva que la otra “ciudad” (de Dios) ofrece, sino un sereno y profundo buceo por las personalidades elegidas, complejas e interesantísimas todas ellas, víctimas de esa violencia que condiciona y compulsa todo.

En esta cinta, que hereda a Robert Altman, al mejor Tarantino, sobresale un perfecto montaje, y una fotografía donde la oscuridad emblemática acentúa esas vidas todavía más oscuras (u oscurecidas)  que el espacio donde se mueven, y cuyos sinos se mezclan y (con)funden. 

De ese mismo país nos llegó otra cinta que clasifica de lleno dentro del cine poético, pero cuya experimentación formal la hace inclusiva dentro del presente grupo: Japón (2001) obra con la cual debutara un hoy ya famoso Carlos Reygadas (Luz silenciosa, 20078). Es una cinta que entusiasmó entonces a buena parte de la crítica, e incluso, obtuvo el pasado año, en una selección de especialistas, el premio a la mejor dentro de las realizadas en nuestros países.

Un hombre, pintor él, desea morir, hastiado de todo, y llega a un desolado paraje; el contacto con la salvaje naturaleza, con las cosas más sencillas y aparentemente insignificantes, comienza a devolverle los ánimos, la vitalidad (que se manifiesta sobre todo a partir del erotismo) y desiste de su idea; su contacto con una anciana --ímbolo de ancestral sabiduría, de humanidad cansada pero invencible-- sirve de motor impulsor a esa recuperación, ese renuevo.

El título del filme alude sin dudas a la filosofía oriental del budismo zen, tan difundida y practicada en ese país, y el viaje del protagonista  es algo así como lo que el célebre filósofo hindú Deepak Chopra ha llamado “el viaje (más que del alma, en su perfeccionamiento) hacia el alma”, entendiéndose esa entidad intrínseca, sí, anexa al hombre  pero a la vez trascendente, desbordante de su exigua naturaleza.

Hermosa y elevada, sin duda, la tesis que anima Japón (ese considerar la vida como lo máximo, incluso por encima de su más sublime expresión, el arte), complejos los supraenunciados que la informan;  perfecta su composición plástica —cercana a la pintura, como quiera que es la mirada del artista, engrandecida por la del ser humano, la que guía el proceso redentor del protagonista—. Sin embargo, Reygadas no pudo desprenderse de un estilo tan seco y austero como cargante, que despeña su obra por un precipicio, en un trayecto innecesariamente fatigoso.

Es cierto que esa suerte de búsqueda interior del personaje, que se completa sin embargo fuera, en el paraje perdido y aparentemente hostil, requería de un tempo lento, reposado para que las ideas pudieran ser aprehendidas exhaustivamente por el espectador, pero vamos, 143 minutos son demasiado para una historia que, entonces, se estira y reitera innecesariamente, haciéndole perder el interés que prometía.

Pongamos un ejemplo: los campesinos del lugar entonan una desafinada y mal vocalizada cantiga que el pintor escucha y observa extasiado, dentro de ese enamoramiento que las cosas, seres, detalles del sitio le van produciendo imperceptiblemente: para comunicar esa idea, bastaba al realizador un minuto; sin embargo, él nos obliga a asistir, junto a su protagonista, de la horrible letanía durante casi cinco, creando un efecto sencillamente exasperante.

Escenas aisladas de una belleza irreprochable, tiene más de una Japón: el enfrentamiento de la anciana con el pintor cuando el sobrino viene a llevarse la casa, el encuentro erótico entre los dos primeros, o ese plano-secuencia final, en el que la cámara avanza por la línea del ferrocarril mientras se escucha un fragmento operístico (algo así como que ese viaje kármico, de re-iniciación, podría decirse, continúa más allá del pueblo, de los personajes, de la historia) pero, lamentablemente, no bastan para conferir vigor ni estatura a una película desaprovechada, casi arruinada por un tratamiento errado, fruto de  la pedantería de su autor, como postulándose a cada minuto, a cada plano,  para el Premio Especial del Jurado en los festivales a donde pensó (y de hecho hizo) enviar a competir su obra, otro ejemplo sin más, de ese experimentalismo forzado, que no arroja los esperados frutos cinematográficos.

Algo que, con creces, sí alcanza  el cubano Fernando Pérez con su excepcional Suite Habana (2003), a la que ya nos referíamos brevemente al abordar la tendencia poética.

Confeso deudor del norteamericano Godfrey Reggio (Koyaanisqatsi, Powaqatsi), el realizador de La vida es silbar ofrece un contundente y sustancioso testimonio sobre la capital cubana en su rostro menos complaciente.

Documental ficcionado (o como también se le llama, de “puesta en escena”) es este un ejemplo al canto de lo cada vez más artificiosa que va resultando la tradicional división de géneros; aquí hay que hablar sólo de cine, eso sí, en términos superlativos. La cinta sigue a gente de “a pie”, personas que sufren y luchan contra una existencia que parece frecuentemente ensañada contra ellas, pero que son tenaces con algo encomiable: su capacidad inderrotable de luchar por sus más caros y recónditos  sueños, aunque en algún caso no lo confiesen;  desde un niño con Síndrome de Dawn y su familia hasta una anciana que vende maní, pasando por un bailarín que trabaja a ratos como albañil para arreglar la casa de su madre, un médico que alterna su profesión con la de payaso o un empleado de hospital que canta en las noches travestido, Pérez ha mostrado con precisión, mas a la vez con exhaustividad, sin ahorrar detalles, un día en la vida de esos luchadores: primeros planos que no son sólo de rostros, sino de objetos tan importantes como ellos en la(s) historia(s), expresivos travellings, ausencia casi absoluta de diálogos, y la sutil alternancia de tales casos que, difiriendo, tienen como rasgo común la disposición a no cejar en sus empeños y anhelos.

De modo que la plataforma expresiva de Suite Habana está conformada por el tratamiento singular en la imagen y el sonido: una imagen enriquecida por la fotografía del maestro Raúl Pérez Ureta, quien desde su habitual olfato artístico, ha logrado del claroscuro una clave significativa para hacer entender ambientes y personajes; una banda sonora dentro de la cual, la música es sólo un elemento más, claro que importantísimo, al punto de erigirse en todo un personaje: el trabajo de Edesio Alejandro, colaborador habitual del realizador desde sus inicios en la ficción, complementa los ruidos, el ambiente de “hombres trabajando”, los gritos y el chasquido de por sí poético de la lluvia,  mediante esos majestuosos solos de cuerda o los bellísimos pasajes diseñados por el sintetizador.

A ello debe sumarse otro elemento imprescindible: el montaje, reafirmando la condición artística de Julia Yip a la hora de entremezclar los episodios de cada uno de los seres que desfilan por la pantalla, de modo que todo funciona como un mecanismo de relojería, tal es la cohesión y organicidad alcanzados que se nos hace una única e indivisible historia: justamente la de esa Habana que llora pero sueña, sueña irremisible, irremediablemente junto a hijos suyos como esos, que se cuentan entre los mejores, y de los cuales el artista Fernando Pérez  ha logrado un retrato casi perfecto, junto al de la ciudad que desde sus anteriores filmes, viene radiografiando y estudiando.
 

Mixturas

Otros intentos de “sacudir ” la comedia tradicional con aires renovados arrojan frutos desiguales; revestida por una envoltura de ingenuidad que realmente oculta un acendrado cinismo, Buena vida Delivery (2004) , ópera prima del argentino Leonardo de Césare , maneja con soltura  las claves del drama, a veces colindando con la tragedia, sin extraviar el sentido del humor; algo semejante a lo conseguido por Marcos Bernstein en O outro lado da rua (galardonada, como la anterior, en Mar del Plata), que también, a su modo, se inserta en un tipo de comedia social no absolutamente ortodoxa que cuestiona, como aquella,  aspectos preocupantes de la  globalizada y desamparada realidad urbana en el cono sur .

Aunque con momentos y gags aislados de indudable valía, y notables actuaciones, el intento de mezclar la ciencia-ficción, el vampirismo, la crítica social y la comedia en Adiós, querida luna , de Fernando Spiner (La sonámbula) no pasa de eso: queda a medio camino entre tales elementos, ante todo por lo caótico y desarticulado del guión.
 
II

¿Qué descubrimos en el último cine visitado (entre 2005 y 2009 )?: pues continuidades y apenas, ruptura; más bien adiciones, a veces, redondeos en las tendencias ya conocidas y, en el peor de los casos, la más burda mimesis al peor Hollywood.

Con la violencia o no como entorno y móvil, la infancia y la temprana adolescencia en tanto sujetos,  figuran títulos como Valentín (Alejandro Agresti), Kamchatka (Marcelo Piñeyro), Cautiva ( Gastón Biraben), Una semana solos (Cecilia Murga) de Argentina, o B-Happy (Gonzalo Justiniano), de Chile, y Paloma de papel (Fabrizio Aguilar), de Perú,  así como no pocos cortos de ficción.

Afortunadamente, y al margen del alcance de cada cinta en particular, resulta un alivio no encontrar precisamente ñoñería ni tintes rosados en los enfoques; bien se sabe que niños en la pantalla invitan casi siempre a una señalización en forma de lágrima, y aunque éstas resultan casi inevitables, los realizadores huyen de la peligrosa sensiblería en pro de un estudio más o menos profundo en las sicologías y los contextos: dictadura, terrorismo, desaparecidos, orfandad y relación con los otros (generalmente de otras generaciones) signan estas propuestas, donde junto a tratamientos suficientemente bien orientados, uno descubre torpezas dramatúrgicas y violencias (no sólo en las tramas), sobre todo en los realizadores debutantes.

A nivel narrativo, la más reciente producción muestra dos claras directrices: una más o menos tradicional, que sigue patrones lineales en el relato, aún cuando no deseche el flashback o la anticipación (algo, bien se sabe, desde hace mucho tiempo, incorporado).

Aquí pueden hallarse, desde casos notables (Carandiru, de Héctor Babenco, Brasil)  hasta otros francamente desdeñables (Red Passport, de Albert Xavier, R.Dominicana-USA), que contempla, por supuesto, ejemplos intermedios, pero que polarizan actitudes muy definidas respecto a ese tipo de narración.

En el filme de  Babenco, lo más admirable resulta la manera en que el veterano cineasta resuelve la variedad de tonos (logra amalgamar elementos satíricos y en general humorísticos con la aventura, el drama,  para desembocar en la llana tragedia sin que se aprecien costuras) a la vez que ofrece a la historia del cine una secuencia memorable (la masacre en la cárcel emblemática, sólo comparable a la homóloga de Odessa en Potemkim, de Einsenstein ); lo que para algunos es sólo una preparación artesanalmente trazada para ese golpe de efecto final, realmente  es una muestra al canto de narración bien delineada y mejor proyectada a nivel de puesta.

Separaçoens, de otro veterano también brasileño (Domingos de Oliveira) exhibe rupturas cronotópicas y multiplicidad de puntos de vista narrativos, dentro de una quizá menos abarcadora diversidad tonal pero que incluye un par de registros (humor-drama) dentro de una tónica generalmente operática, que el director resuelve con tino, si bien en este caso se echa de menos un mayor sentido de la elipsis, una poda de regodeos verbales y redundancias textuales que afectan estas agudas reflexiones en torno a la pareja, la (in)fidelidad, la vejez , el erotismo y otros tantos ítems que incluye el trayecto.

Por el contrario, una opera prima tan bien recibida como Amarelo manga (Brasil, Claudio Assis), premio en esa categoría, debilita una historia fuerte, de personajes singulares y complejos, justamente por su manera torpe y anémica de ponerla en pantalla: falta vida a la narración, regodeada a veces en detalles anecdóticos sin verdadero peso en la diégesis, aún cuando la misma avanza cronológicamente, sin saltos ni interrupciones.

La otra tendencia se caracteriza, en oposición a la anteriormente reseñada, por la ya analizada des-narración, por la irrupción de constantes accidentes configuradores de tiempos circulares y/o concéntricos que protagonizan una diégesis alineal.

La no-narración sigue fascinando a los nuevos realizadores argentinos , sólo que, en títulos como  Extraño (Santiago Loza), Hoy y mañana (Alejandro Chomski), Ana y los otros o Una semana solos (Celina Murga), Los rubios (Albertina Carri) o Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (Julián Hernández, ésta realizada en México) uno encuentra, en el mejor de los casos, valores parciales, casi siempre localizados en la ambientación, la trasmisión de estados de alma, de búsquedas y vacíos existenciales en ciudades (Buenos Aires, el DF) con problemas sociales harto conocidos, magmas ideales para aquellos; sin embargo, difícil es hallar en los mismos una cristalización de sus relatos; por el contrario, se diluyen los sujetos, se dilatan innecesariamente los motivos, se difuminan los contornos, y la cámara parece especializarse en efectos superfluos, en amaneramientos y contradicciones insalvables, que en ello tienden generalmente a convertir los trayectos fílmicos. Ya lo he dicho: para des-narrar hay que, primero, saber narrar.

En tal sentido, resulta estimulante encontrar mucho mejor resuelta la nueva propuesta de un integrante de ese Nuevo cine porteño: Martín Rejtman; Los guantes mágicos , que así se llama, significa un  evidente salto respecto a la anterior, aquella insufrible Silvia Prieto (1999); la agudeza, la fuerza dialógica, la entereza de los caracteres y, en definitiva, el mejor delineado narrativo, hacen de esta cinta un paradigma de lo que pudiera ser una buena muestra de esta tendencia (al igual que Sábado, de Juan Villegas, o Caja negra, de Luis Ortega).

Como lo es, sin dudas, El custodio (2006),  de un coterráneo de estos autores: Rodrigo Moreno. Tampoco importa mucho aquí el decursar narrativo, más enfocado en afirmar la rutina de una vida y la inexistencia del tiempo (cuando a mediados del metraje asistimos a la inclusión de la secuencia inicial); a Moreno lo que le interesa es hacernos partícipe de la mirada omnipresente del protagonista, suerte de narrador mudo, de “supraconciencia inconsciente” (hasta un momento, claro, justamente el clímax) y lo hace desde la misma óptica minimalista que venimos rastreando, pero a la vez, con un despliegue cinematográfico que reparte lecciones más enriquecedoras para un estudiante de la técnica cinematográfica que cualquier curso intensivo.

El director coloca y acciona la cámara de modo perfecto, los encuadres y planos son de una simetría neoclásica, pudiera hasta hablarse de subjetivismo sin subjetiva, porque, al contrario, el enfoque alardea de objetividad (como intenta ser en todo momento el personaje) aunque no lo consigue, y también mira en ciertas ocasiones desde los otros (la elocuente escena del retrato en la casa campestre incluye una desfocalización que significa lo borroso, lo amorfo del custodio para el ministro objeto de su protección).

El desenlace posee gran fuerza, pero queda a años luz del efectismo made in Hollywood: detenta la contundencia y solidez dramatúrgica del resto de la obra que, así como es de virtuosa y calculada, incluye un desempeño magistral de Julio Chávez en el protagónico.

Ahora bien este tipo de narrativa no lo acapara sólo Argentina,  justamente la hallamos  en un primer coral de un reciente festival latinoamericano de la Habana, donde también compitiera (y fuera premiada) El custodio: la cinta brasileña El cielo de Suely, de Karim Aïnouz, y no porque en este caso sí se descubran ciertos titubeos en la puesta en pantalla (pese a que la cinta resulta mejor narrada que la anterior de ese director, Madame Satá, 2002) , dejamos de percibir una recreación dilatada, pormenorizada, que se regodea en el segmento y el detalle más que en el seguimiento de la historia, y que permite una maduración en los personajes y la diégesis que un tempo apresurado, un ritmo acelerado (que podría reducir el metraje a la mitad de su duración) hubieran malogrado.

Mas, cuando el hermetismo se torna (círculo) vicioso y cierra tanto puertas y ventanas que impiden la mínima circulación de oxígeno, llegamos casos extremos como El otro, del también argentino Ariel Rotter, en torno a un hombre (el propio Julio Chávez) que cambia de identidades como de camisas  ante la asfixia existencial que padece…aunque realmente el único y lamentable paciente es el espectador, ante tanto vacuo circunloquio narrativo, tanta reiteración (mejor digamos, cacofonía) discursiva que no lleva a parte alguna que no sea el fracaso artístico; lo que está muy claro a los 20 minutos de proyección, y que asimila perfectamente cualquier narratario medianamente inteligente, al director no le basta, e insiste, insiste, insiste hasta culminar en un insufrible trayecto de 83 minutos (que “duran” mucho más).

Una  de las cintas mexicanas más aplaudidas de los últimos tiempos, Nicotina, de Hugo Rodríguez (merecedora de varios premios Ariel) , regala una historia “tarantinesca” (violencia al por mayor, equívocos, relación sutil entre casualidades y causalidades, coincidencias temporales de varios hechos simultáneos, personajes obsedidos, fuerte carga irónica en el guión , etc) con todo lo que de audacia morfológica implica, aunque, en honor a la verdad, con poca sustancia, pero se agradece que la misma tenga una buena dosis de “mexicanidad”.

Si he estado potenciando un modo narrativo denso y pormenorizado, un discurso que se aleja de las prisas y las urgencias con cuño de cine norteamericano al uso,  no significa ello que todas las cintas que optan por el mismo salgan airosas: baste recordar los escollos que constituyeron filmes como El cielo dividido, del mexicano Julián Hernández (insufrible “pas de trois” gay), o la argentina Nacido y criado, de Pablo Trapero (que trata de aplicar, fallidamente, las características del nuevo cine a un melodrama de poco vuelo), pero en sus mejores momentos, pudiera decirse que por ahí anda lo mejor del quehacer en el minuto actual.

El laureado corto de ficción Gozar, comer, partir, escrito y dirigido por un coterráneo nuestro, el joven  guionista de La edad de la inocencia, Arturo Infante (Utopía) es desde el punto de vista morfológico, todo lo contrario; como inevitablemente resulta en esa categoría, es intenso, lleva el tiempo justo para cada una de sus pequeñas historias pero repite el ingenio, la  mordacidad y la agudeza que demostrara el director en  su tan, justamente elogiado corto anterior; aquí, conjugando con semejante imaginación y vitalidad esos tres verbos que para él, son los más empleados por el cubano, obtiene una pieza singular, con encomiables actuaciones (sobre todo en los segmentos segundo y tercero).

El documental no queda detrás en cuanto a experimentación narrativa, comenzando por un título que se ha hecho sentir en connotados festivales: En el hoyo, del mexicano Juan Carlos Rulfo (hijo del célebre autor de Pedro Páramo). Laureado por ejemplo en un foro que justamente reconoce las innovaciones ideoestéticas (el BAFICI, Festival de Cine Independiente de Buenos Aires), el filme se acerca a un grupo de trabajadores que levanta un inmenso puente en el Periférico del DF, bordeando una leyenda según la cual, cada vez que ello ocurre, el diablo se lleva por lo menos un alma de las que allí laboran. El joven cineasta se acerca al lado humano de la obra, bucea en las vidas, anhelos y criterios de esos hombres sencillos, y construye un filme que resuma calidez y ternura.

Quiero dejar constancia, sin embargo, de que no considero este documental, como algunos colegas, una obra maestra; me parece que alarga demasiado ciertos momentos, que reitera situaciones y que los grandes primeros planos son innecesarios, pero sería a la vez injusto, no reconocer en el director (a quien pertenece también un anterior documental visto en Cuba: Del olvido al no me acuerdo, 1999) un artista que se introduce en facetas inéditas, o al menos poco exploradas en este tipo de filmes, en el cual  logra así mismo interesantes conquistas fílmicas, como la curiosa mezcla de los ruidos típicos de una construcción con una música complementaria a aquellos.

Otro ejemplo de cine experimental (premiado en esa categoría en nuestro festival) lo acuñó un bisoño realizador, en este caso cubano: Esteban Insausti (tercer cuento de Tres veces dos)9, quien se acerca a famosos locos de la capital para que den sus criterios sobre la actualidad en el país, la política internacional, el cine y otros asuntos de interés; consecuente con una línea que integra al género todo lo que considera enriquecedor, el realizador utiliza desde los dibujos y los más diversos efectos digitales a las tradicionales “imágenes de archivo” (aunque generalmente reelaboradas y recontextualizadas) sin olvidar la variedad y riqueza de una ecléctica banda sonora y el dinamismo y la gracia del montaje (Angélica Salvador) con un criterio integrador y sutil, a veces irónico, otras muy serio, siempre cuestionador, y con un sentido dialógico respecto a sus entrevistados que más que afirmar, sugiere y abre expectativas, de ahí el incuestionable valor de este documental.
 
 

La tradición

Esa presencia saludablemente mayoritaria de modos narrativos no tradicionales, de experimentación morfológica y, en términos generales, nuevos caminos en el cine latinoamericano, no excluye abordajes más o menos tradicionales10 que no empañan por ello su valía.

En tal sentido sobresale (pese a muchos que sostienen una opinión contraria) la coproducción hispanomexicana El laberinto del fauno (2006),  del azteca Guillermo del Toro11, alguien quien, dada su pericia para el cine de efectos especiales y de tramas truculentas y fantasiosas, fue rápidamente captado por Hollywood, donde ha rodado títulos muy bien gratificados por la taquilla como Mimic o Hellboy.

Pero en este caso, lo sentimos más cercano a aquel inicial Cronos (1993) donde la afición por las heridas, las desgarraduras y las erosiones (terreno expedito para el despliegue tecnológico) encerrabanmotivaciones filosóficas y humanas de no poca hondura.

En El laberinto..., incluso, el procedimiento es más complejo, por cuanto la “más querida” de las realizaciones del exitoso cineasta mexicano, según confesión propia, tiene como fondo la España de 1944, o sea, plena Guerra Civil, dentro de la cual confluyen dos mundos antagónicos: uno mágico, de una niña que dialoga con criaturas fabulosas, como la que titula el filme, quien le asegura es ella una princesa a la que aguarda su reino, y el otro muy histórico-concreto, en cuyo extremo se sitúa el odiado padrastro: un militar sádico y pragmático... Justamente entre ambas polaridades se mueve este filme que amén de sus exquisitos efectos especiales, su dirección de arte y maquillaje que nada tienen que envidiar al más sofisticado Hollywood, detenta un mérito mayor: el hallazgo de un registro medio, de un equilibrio para ambos tonos, integrados a la perfección con el objetivo de comunicar su principal ideotema: la fantasía es la llave ideal para vencer la crueldad de la vida real.

Del Toro predica con el ejemplo, y fiel a esa predilección por las heridas y las mutaciones que anunció desde su debut, así como por lo sobrenatural y esotérico (recordemos también El espinazo del diablo), entrega esta suerte de “fábula histórica” admirablemente narrada, fotografiada y actuada (Sergi López brillante como siempre, la niña Ivana Vaquero como indudable revelación, Maribel Verdú y Ariadna Gil ajustadas a sus roles...).
 

Los últimos serán los primeros

Resulta alentador que la mayoría de las cintas donde se aprecian signos de novedad, son óperas primas, indicio inalienable de que el cine latinoamericano se renueva, y tiene, al menos en el plano de la creatividad y el talento, garantizado el relevo.  

Al margen de su ubicación en las tres aludidas tendencias, merecen relieve ciertos títulos muy recientes  de los últimos años, y no sólo por su reconocimiento en importantes certámenes internacionales.

No por mínimo chauvinismo debemos considerar una obra del patio, que además de varios premios colaterales “en casa” (digamos, el “Glauber Rocha”, que otorga Prensa Latina) se alzó con los corales de fotografía y dirección de arte: La edad de la peseta (2006)  coproducción hispano-cubana del debutante en el largo, Pavel Giroud.

Si bien la historia (el despertar de un adolescente al mundo adulto, mediante sus vivencias y sobre todo, la relación con una abuela española) resulta interesante y bien contada, desde esa potenciación del detalle, lo más importante, y a la vez conseguido en la obra, es la atmósfera, que tanto en los rubros premiados como en otros (edición, música, actuaciones...) coadyuva a lograr un filme que se siente, se “respira” más que lo que se escucha o ve, y que delata en el joven cineasta un perfeccionista al que debemos seguir.

Sin embargo, considero que una obra como la peruana Madeinusa (2006), de Claudia Llosa (sobrina del excelente autor de Conversación en la catedral o Pantaleón y las visitadoras) merecía, no ya el consolador tercer lugar que obtuvo en la competencia de primeras obras ese año, sino incluso, un sitio en los corales principales; así de madura y desgarradora es esta historia que tiene lugar en un apartado sitio rural del Perú contemporáneo, y donde sin embargo prevalecen costumbres y comportamientos ancestrales: relaciones incestuosas padre-hijas con un excelente montaje donde se alternan festejos de una celebración religiosa típica en la comunidad con los evolutivos y bien encaminados accidentes de una diégesis sobrecogedora; también aquí hallamos uno de esos finales electrizantes, pero plasmados con una sobriedad y una sencillez dramáticas consecuentes con los rumbos narrativos; la serenidad, el tino, la densidad, la provechosa lentitud de un ritmo que no escatima detalles para redondear la historia, y donde el más aparentemente insignificante detalle (como la acción de matar ratas del inicio) tiene un calculado peso específico en los meandros de la narración12.

Si el lugar que antecedía en los premios de óperas primas a esta extraordinaria cinta peruana  (Qué tan lejos, de la ecuatoriana Tania Hermida) descollaba por todo lo contrario (insustancialidad, retoricismo hueco, pésimas actuaciones, desperdicio de metraje...), Madeinusa sobresale por caracterizar un cine de profundas indagaciones ontológicas, y que trasciende el cada vez más estrecho rubro de “cine feminista” en que una mirada superficial al sujeto, o la simple ubicación sexual de su directora pudiera suponer.

Otras primeros filmes de considerable peso específico son:  Parque vía, de Enrique Rivero (México), (Primer Coral en el certamen cubano de 2009) que sorprende gratamente por la manera austera y minimalista de abordar un personaje conmovedor y su historia (que no lo es menos) mediante una puesta en pantalla que aprovecha de forma inteligente y precisa elementos como la deliberada lentitud del tempo, una atmósfera admirablemente conseguida, una edición casi perfecta y una sabia dirección actoral. Película de las que «noquean» con eso que llaman «final inesperado», pero que aun sin él valen por todo lo anterior.

Otra con desenlace efectista (en el mejor sentido) es la colombiana Perro come perro, de Carlos Moreno ( premio a la mejor contribución artística en la Habana), pero también si fuera(n) otro(s) los amarres finales de la historia, esta descuella por una esmerada y atractiva variación sobre el tan concurrido «cine de género» y donde rubros como el montaje y la banda sonora toda (música incluida) aportan mucho.

Mutum, de Brasil, realizada por Sandra Kogurt, vuelve a situarnos ante uno de esos «infiernos grandes» que constituyen pequeños pueblos, esta vez un paraje rural donde una familia llena de chicos protagoniza un nada fácil cotidiano; la mirada infantil, por tanto, rige los rumbos de la cámara, que logra fundir pasajes geográfico y afectivo, relaciones de adultos con niños y entre ellos mismos, de forma cálida y sensible.

La uruguaya Acné, de Federico Veiroj (coproducida con Argentina, España y México) asciende unos años en la edad de sus personajes; esta vez son adolescentes, dentro de los cuales el protagonista lucha a brazo partido con los inoportunos granitos que esa etapa sitúa en el rostro de muchos de ellos, eficaz pretexto para indagar en el despertar sexual, las relaciones amistosas y los conflictos generacionales, dentro de un filme quizá algo desaliñado en su factura pero escrutador y sutil.

Filmefobia, del brasileño Kiko Goifman resulta una de esas curiosas y bien resueltas mixturas intergenéricas donde se representa desde la estética del documental, en torno a esos miedos irracionales que limitan tanto la actividad y la psiquis humanas.

En planos muy semejantes de logros encontramos, comenzando por casa, un título como el muy popular Los Dioses rotos, de nuestro paisano Ernesto Daranas, que rastreando en un mito cultural como el del proxeneta Yarini, indaga con certera agudeza y entereza emotiva las claves de males sociales aún distantes de erradicación; una historia viscontiana con sobresalientes puntos en rubros como la dirección de arte y la música: Quemar las naves, de Francisco Franco-Alba (México); El tinte de la fama, del venezolano Alejandro Bellame, que satiriza la frivolidad y manipulación de los shows televisuales, pero sobre todo nos recuerda que muchos de los dolores y frustraciones de las estrellas (en este caso la emblemática Marilyn) son los de muchachas comunes y corrientes, como algún día lo fuera también ella; Tropa de élite, de José Padilha, el cual, a diferencia de otros filmes que abordan la violencia como espectáculo sin una verdadera indagación en sus raíces sociales (como la sobrestimada Cidade de Dios, a la que ya nos referíamos párrafos arriba, también de Brasil), sí ofrece una reposada y pormenorizada reflexión sobre las causales de los fenómenos que presenta.

Igual es posible hallar, dentro de piezas no del todo cristalizadas, más de un logro parcial que invitan a seguir el rastro de estos noveles cineastas: el tratamiento sonoro en El cielo, la tierra y la lluvia, del chileno José Luis Torres Leiva; también dentro de un interesante «falso documental» como Alicia en el país, de su coterráneo Esteban Larraín, quien además consiguió un trabajo fotográfico (Juan Pablo Urioste) que atrapó el cromatismo y las gamas de ciertas zonas montañosas del Sur...
Y pudiéramos seguir, pero baste con un axioma: la perpetuidad en el cine latinoamericano está garantizada; podemos quedar tranquilos pues talento, lentes inquietos e indagadores, cine motivador y revelador hay de sobra en quienes, dentro de la región, se inician en sus misterios y angustias. Como dice la vieja máxima bíblica, los últimos serán los primeros
 

Resumiendo...

Lo cierto es que, al margen de sus tendencias, el cine latinoamericano no se detiene. Seguimos contando como principales países productores al nuestro, junto con Argentina y Brasil; México, transido por fuertes pegadas neo-liberales, ha cedido su anterior protagonismo a un Chile pujante que, sin embargo, aún muestra evidentes titubeos en su obra de conjunto, sobre todo porque no acaba de encontrar un equilibrio entre taquilla y densidad conceptual.

Se asiste a un renacimiento del corto de ficción, el animado, el documental, y sobre todo, a un melánge intergenérico que, en sus mejores momentos, fortalece y enaltece al propio cine. Resulta alentador que la mayoría de las cintas donde se aprecian signos de novedad, son óperas primas, indicio inalienable de que el cine de la región se renueva, y tiene, al menos en el plano de la creatividad y el talento, garantizado el relevo.  

 Y lo demás...no es silencio: es el propio cine latinoamericano buscando atajos, perspectivas; un  cine que sigue un rumbo, una suerte echada. Ni crisis económica y política, ni tiranías del marketing, ni totalitarismos hollywoodenses, logran que los creadores de la región se paralicen ni miren atrás: en todo caso, para tomar nuevo impulso; es el viejo imaginario de los fundadores y los continuadores, perpetuándose en las nuevas proposiciones de los viejos y los nuevos: es el grito o el susurro de los artistas que, como en La película del rey, en medio de verdaderas tragedias (sin productor ni  actores ni dinero…) siguen soñando (y haciendo) el cine.

Los próximos años de la centuria darán fe, sin lugar a dudas, de esta certeza. Así sea.
 
 

Notas:

1. En puridad, los “realismos” llenan, e incluso definen, en buena medida, la historia del cine todo.  Como sabemos, existió un “realismo poético” francés en la década del 30 con nombres como los del crítico y realizador Marcel Carné, los cineastas Carl Mayer y Jean Grémillon, el guionista y teórico Murnau, el escritor Jacques Prévert y otros. Y para qué hablar de algunos nada poéticos (como el “realismo socialista”) u otros que sí lo fueron, y mucho (el Neorrealismo italiano, el Cinema Novo –analizado desde estas páginas--, etc). Cf: Movimientos y renovación en el cine. Grupo Movimiento, Cine Club, Universidad Central. Bogotá. Colombia, 2005. Compilador: Juan Diego Caicedo.

2. Lamentablemente, con cierta frecuencia se confunde la poesía con la retórica poética, y la seudopoesía, por tanto forzada y (re)buscada, sustituye la otra, la verdadera. Muchas veces la poesía quiere imponerse, ciertos realizadores creen que el echar mano a recursos imaginales tomados de la literatura, recargando sus guiones con frases hechas y metáforas “a pulso”, lo consiguen, cuando logran tan sólo conformar cintas pedantes y efectistas ; tal manierismo puede hallarse, como indica el mismo texto, en el propio Subiela post-Lado oscuro (la secuela de ese título emblemático ya padece dicho mal), en varios títulos firmados por su coterráneo y colega  Adolfo Aristaraín (Martín Hache, 1997)  y hasta en el Fernando Pérez de Madrigal ( 2007)

3. Cf: aquí mismo “De América soy hijo...”, p. 134

4. Este es un buen ejemplo de que la clasificación que proponemos no es en lo absoluto rígida ni excluyente. El filme, de la venezolana Elia Schneider se acerca al mundo marginal de la infancia en su país desde una perspectiva poética, de modo que pudiera incluirse en el primer apartado: el narrador-niño es un personaje con indudable afición literaria, de modo que su evocación-narración, sin perder el candor de esa etapa, ofrece un tono lírico, por cierto muy hermoso. Así ocurre con otros títulos y líneas, como por ejemplo, el mexicano Amores perros, tan “callejero” y experimental a la vez. 

5. El hecho de que Martel sea una mujer no es casual en su poética, pues aunque son abundantes sus colegas masculinos dentro del llamado Nuevo nuevo cine, mucho tiene que ver esta manera de entenderse este arte, su gramática y su sintaxis con las políticas escriturales de este movimiento, que condena al tradicional sujeto narrativo (masculino, claro) por lo cual es poco (o nada) lo que se “narra”.

6. Cf  “Argentina: los nuevos cines”. ps 97-101

7. Bolivia, justamente reconocida en varios festivales internacionales (no así en el nuestro, donde pasó inadvertida), es anterior a Un oso rojo, que en tal sentido implica, como apuntábamos en nota anterior, cierta involución en la carrera personal de este joven autor.

8. En esta Reygadas llega al colmo, porque a los defectos iniciales adiciona otros, como la insustancialidad de los diálogos, las soluciones dramáticas forzadas y la trivialidad de las propuestas idéicas.

9. Sería oportuno consignar que estas tres obras fueron reconocidas por la crítica y la prensa especializada en Cuba (selección en la que también participé) entre las mejores del año: el corto de Infante resultó según estos especialistas, el más destacado en su género, mientras En el hoyo y Existen clasificaron entre los documentales. Por su parte, La edad de la peseta, de Giroud, obtuvo la mayor votación, lo cual la convirtió en el mejor largo de ficción cubano de 2006.

10. Obviamente, al aplicar este criterio al filme El laberinto del fauno, me refiero exclusivamente a los aspectos diegéticos, pues la mezcla  en el subsistema de personajes de actores y muñecos o de registros (gravedad/objetividad del filme histórico- imaginación/irrealidad del filme infantil-fantástico) no resultan, por supuesto, nada “tradicionales”: todo lo contrario.

11. Véase en este libro el capítulo “Los nuevos latinos”, pp

12. El asunto de las óperas primas responde al sabio y viejo dicho: “lo importante no es llegar sino…mantenerse”, por lo cual siempre, pese al entusiasmo justificado que acarrean estos debuts motivadores, siempre hay que seguir muy de cerca de sus realizadores, esperar sus obras subsiguientes para comprobar de cerca la e (o in)volución de ese indudable talento. Resulta curioso que en el caso de estos dos realizadores, el cubano y la peruana,  sus segundas películas no repitieron el suceso e incluso decepcionaron bastante, al punto de ser consideradas por muchos (entre los cuales no vacilo en incluirme). Se trata de Omerta (2009) de Pavel Giroud –malogrado híbrido entre trhiller, cine de género y presunta parodia de los mismos, todo sin resolver, a medio camino entre todo—y La teta asustada (2009), de Claudia Llosa, que aún reconocida en varios festivales importantes (como Guadalajara) carece a todas luces del amarre, la fuerza y la gracia de su cinta anterior.
 
 
BREVE FICHA BIO-BIBLIOGRÁFICA del autor: 

FRANK PADRÓN NODARSE (Pinar del Río, Cuba; 1958)

Filólogo, escritor, ensayista, crítico de artes y comunicador audiovisual. Se especializa en cine iberoamericano, asignatura que ejerció durante varios años en la EICTV (Escuela Internacional de Cine y TV) de San Antonio de los Baños.

Conduce y escribe, desde su fundación hace diez años, el popular espacio de TV cubana De Nuestra América (CV, miércoles, 10:00 p.m), y atiende varios programas  radiales donde posee secciones sobre cine, durante, aproximadamente, 15 años  escribió y animó el espacio Cine en radio, de Radio Cadena Habana y durante cinco tuvo una columna en el telediario Buenos días (Tele Rebelde)

Es miembro fundador de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica, afiliada a la FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica), organismo por el cual ha representado a su país en varios festivales y eventos internacionales.

Desde hace 30 años colabora sistemáticamente con la prensa    periódica y especializada del país, entre cuyas revistas sobresalen Cine cubano, Nuevo cine latinoamericano, Revolución y Cultura y Temas.

Ha obtenido premios y menciones por sus labores, entre  ellos : el Premio de Crítica e Investigación cinematográfica  “José Manuel Valdés Rodríguez”, Caracol de la UNEAC (en 1996 y 2002) y el Razón de ser (2004) de la Fundación “Alejo Carpentier”, a proyectos culturales por su “work in progress” Hacia una teoría del cine “nuestramericano”, proyecto por el que mereció el pasado año una de las Becas de creación Bolívar-Martí auspiciadas por los Ministerios de Cultura de Venezuela y Cuba, en cuya redacción definitiva trabaja en estos momentos.

Entre sus libros: Más allá de la linterna 2000, (ensayos, Ed. Oriente), La profesión maldita (2005) volumen con el  que la  Editorial Oriente, celebró los veinticinco años de este autor en la crítica y el ensayo cinematográficos, Las celadas de Narciso (2006, cuentos, Ed. Extramuros) y Sinfonía inconclusa para cine cubano (2009)

Ha dictado talleres y conferencias sobre   cine latinoamericano en su país, así como en Perú, Brasil, Argentina y Colombia. Con frecuencia ejerce como jurado y/o participante  en eventos y festivales nacionales e internacionales de cine, TV, literatura y cultura en general.

Actualmente prepara su doctorado en cine latinoamericano.