FICHA ANALÍTICA

El documental del Nuevo Cine Latinoamericano: una toma de posición ante la realidad
Dias D’Almeida, Alfredo

Título: El documental del Nuevo Cine Latinoamericano: una toma de posición ante la realidad

Autor(es): Alfredo Dias D’Almeida, Vanderlei Henrique Matropaulo

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 1

Número: 1

Mes: Noviembre

Año de publicación: 2009

En América Latina, la base del desarrollo de la industria cinematográfica  fueron los documentales, en forma de noticieros, por la atomización y por la falta de continuidad en los proyectos ficcionales llevados a cabo en la mayor parte de los países (lo que no implica afirmar que, en la no-ficción, haya habido una continuidad) hasta la década de 1950 (Bernardet, 1979). Ya en el período del cine mudo, esa diferenciación era patente. Es en el área de los noticieros que los productores cinematográficos latinoamericanos desarrollaron las experiencias más duraderas, con destaque para países como México, Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala y Venezuela.

Los noticieros  se enfocaban, preponderantemente, según Paranaguá (2003, p.25), en el ritual de poder, las formas de representación del poder dominante, de los deportes y del folclore locales. La imagen funcionaba como la ilustración de un discurso preelaborado, periodístico; el contenido era profundamente marcado por un carácter didáctico, nacionalista y provinciano o era un discurso de exaltación de las singularidades y de las bellezas naturales.

De manera general, por toda América Latina, regímenes autoritarios o populistas dieron el tono a los noticieros, cuando no los producían, garantizando incluso la obligatoriedad de su exhibición, como ocurrió en Brasil en 1932 y en Colombia, Perú y Argentina en la década siguiente. El noticiero también sirvió de instrumento de defensa de la revolución en algunos países, como medio para defender y divulgar las reformas promovidas de cara al índice de analfabetos en la región. Así fue utilizado durante la Revolución Mexicana al inicio del siglo XX, cuando los realizadores innovaron haciendo uso de una construcción dramatúrgica por medio del montaje , el noticiero será retomado y perfeccionado por los próceres de las revoluciones bolivianas de 1952 y cubana, de 1959. De la experiencia boliviana surgirán cineastas como Jorge Ruiz y Jorge Sanjinés; de la cubana, Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea.

En Cuba, la importancia de los noticieros, de carácter militante, puede ser medida por la creación y por la actuación de un sector de cine en el Ejército Rebelde, que, aún en 1959, posibilitaría la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). En junio del año siguiente surgió el ICAIC Latinoamericano, con noticieros de actualidad, permitiendo que los documentalistas de la isla adoptasen una temática más antropológica y menos social o política.

La competencia externa en el ámbito de la ficción, después de la Primera Guerra Mundial, se concentró en la distribución y la exhibición, con predominio norteamericano, ofuscando la presencia de empresas europeas, intensa antes del conflicto. La producción de noticieros norteamericanos ganó fuerza en el período de transición del cine mudo para el sonoro y, después, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. Contraponiéndose a la producción industrial de ficción, en Brasil surgiría una experiencia en el área documental, cuyo énfasis recaería sobre la utilización didáctico-pedagógica del cine, con la creación del INCE – Instituto Nacional de Cine Educativo – (1936-1966), bajo la dirección de Edgard Roquette-Pinto (entre 1936 y 1947), y con supervisión de producción de Humberto Mauro, un modelo para países periféricos, que articula una opción estética y ética (el humanismo) con una opción de producción que contrasta con el inmediatismo y la instrumentalización política de los noticieros del Departamento de Prensa y Propaganda del Estado Nuevo 1937-1945. Esta distancia puede ser medida principalmente con base en los filmes dirigidos por Mauro a partir de 1945, cuando se inicia la serie Brasilianas (que dura hasta 1956). Una experiencia, sin embargo, que evita cuestiones sociales urgentes.

 

El documental como arena de debate político

En los últimos años de la década de 1950, el documental va a asumir un nuevo papel, tornándose un espacio para la reflexión sobre identidades nacionales, ya sea en el ámbito de la política o en el cultural. Surge un nuevo estilo de hacer filmes, de temática notadamente social y coherente con las innovaciones tecnológicas que surgían en el área cinematográfica: una cámara leve acoplada a un grabador, permitiendo la sincronía de imagen y sonido.
(…)

Se trataba, de manera general, de un cine impregnado de preocupaciones sociales y políticas, iconoclasta y desafiante, que seguía la estela de la construcción de una utopía propia, a partir de la Revolución Cubana. La idea básica era hacer del cine un frente de lucha que permitiese articular la lucha cultural con el enfrentamiento político-social, un instrumento de registro de las contradicciones sociales y políticas, de análisis y de desvelamiento de esas contradicciones.

Diferentemente de las posibilidades ofrecidas por el cine de ficción, cuya temática privilegiaba lo pintoresco, y que estaba organizado en géneros, en los moldes de Hollywood, como alternativa cinematográfica a los filmes de actualidad, el documental va a privilegiar el debate y una toma de posición de los cineastas ante la realidad, por medio del testimonio social y el compromiso político. Era un momento en que la intelectualidad latinoamericana se enfrentaba con cuestiones como colonización versus descolonización y alienación versus desalineación, en la ciencia y en la política.

Glauber Rocha propone, como contrapunto a la imitación de lo que viene de afuera, una estética violenta, pero simbólica, que explique el miserabilismo de los pueblos del Tercer Mundo. La base de su argumentación es la necesidad de América Latina de liberarse de su condición de colonia:

Es fundamentalmente la situación de las artes en Brasil ante el mundo: hasta hoy, solamente mentiras elaboradas de la verdad (los exotismos verbales que vulgarizan problemas sociales) consiguieron comunicarse en términos cuantitativos, provocando una serie de equívocos que no terminan en los límites del arte, sino que contaminan sobre todo el terreno general de lo político. Para el observador europeo, los procesos de creación artística del mundo subdesarrollado sólo le interesan en la medida en que satisfacen su nostalgia del primitivismo; y este primitivismo se presenta híbrido, disfrazado bajo las tardías herencias del mundo civilizado, herencias mal comprendidas impuestas por el condicionamiento colonialista. América Latina, innegablemente, permanece colonia, y lo que diferencia el colonialismo de entonces del actual es apenas la forma más mejorada del colonizador; y, además de los colonizadores de hecho, las formas sutiles de aquellos que también sobre nosotros arman futuros ataques. El problema internacional de AL es aún un caso de mudanza de colonizadores, siendo que una liberación posible estará siempre en función de una nueva dependencia (Rocha, 1979, p.16).

Detrás de la tesis-manifiesto de Glauber estaba también la intención de organizar un cine insertado en el proceso cultural local, realizando filmes descolonizados comprometidos de forma crítica con la realidad del subdesarrollo y que tradujesen las especificidades histórico-sociales de un país del Tercer Mundo.

En la misma línea, Fernando Birri (1988, p.17), en manifiesto de 1962, explica qué tipo de filme es necesario para los pueblos subdesarrollados de Latinoamérica:

Un cine que los desarrolle. Un cine que les dé conciencia, toma de conciencia; que los esclarezca; que fortalezca la conciencia revolucionaria de aquellos que ya la tienen; que los fervorice; que inquiete, preocupe, asuste, debilite, a los que tienen "mala conciencia", conciencia reaccionaria; que defina perfiles nacionales, latinoamericanos; que sea auténtico; que sea antioligárquico y antiburgués en el orden nacional y anticolonial y antimperialista en el orden internacional; que sea propueblo y contra antipueblo; que ayude a emerger del subdesarrollo al desarrollo, del subestómago al estómago, de la subcultura a la cultura, de la subfelicidad a la  felicidad, de la subvida a la vida.

En otro manifiesto, en el mismo año, Birri sintetiza el posicionamiento político que muchos documentalistas adoptarían a partir de ahí en toda América Latina:

El subdesarrollo es un dado de hecho en Latinoamérica, Argentina incluida. Es un dado económico, estadístico. [...] Sus causas son también conocidas: colonialismo, de afuera y de adentro. El cine de estos países participa de las características generales de esa superestructura, de esa sociedad, y la expresa, con todas sus deformaciones. Da una imagen falsa de esa sociedad, de ese pueblo, escamotea al pueblo: no da una imagen de ese pueblo. De ahí que darla sea un primer paso positivo: función del documental. ¿Cómo da esa imagen el cine documental? La da como la realidad es y no puede darla de otra manera. (Esta es la función revolucionaria del documental social en Latinoamérica). [...] Consecuencia — y motivación — del documental social: conocimiento, conciencia, toma de conciencia de la realidad. Problematización. Cambio: de la subvida a la vida. Conclusión: ponerse frente a la realidad con una cámara y documentarla, documentar el subdesarrollo. El cine que se haga cómplice de ese subdesarrollo es subcine.

Ese posicionamiento va a fundamentar los proyectos de no-ficción realizados a partir de la década de 1960 en América Latina y que pasaron a constituir el conjunto de obras cinematográficas que se denominará Nuevo Cine Latinoamericano, expresión que  bautiza el festival internacional de cine de Cuba de 1979. Es importante destacar la convergencia de discursos en los campos del cine de ficción y el de no-ficción a partir de este momento, en los cuales se mantiene el diálogo entre las dos formas de expresión, cuya frontera se torna cada vez más difícil de definir, y cuyas experiencias y resultados estéticos se volvieron pertinentes para ambos.

El campo cinematográfico latinoamericano se constituyó, a partir de ahí, en espacio de debates sobre un proyecto político amplio, desdoblado en diversas estrategias y enfoques. Ese proyecto discute la realidad en el sesgo de la denuncia de la condición colonial, no de la defensa de la transformación de lo social, a partir de la desalienación del público.

De acuerdo con el cineasta Humberto Ríos (apud. Bertone, 2003): empezaron a asomar en las pantallas rostros de seres desconocidos, voces que hablaban de esperanzas rotas […]. Las realidades políticas influyeron mucho en este proceso. Desde el cine social hasta el cine de agitación pasando por el cine testimonial, el etnográfico, el antropológico, todos de algún modo intentaron la radiografía de un continente expoliado. Una radiografía que se valió de innovaciones técnicas en el área del cine y que llegaron a América Latina a inicios de los años 1960, facilitando una forma de abordaje de la realidad que ya estaba en gestación: la interacción y la proximidad entrevistador y entrevistados .
(…)

 

El compromiso con lo social

Algunos trabajos, anteriores a la utilización de los nuevos equipamientos, pueden ser apuntados como precursores de esa nueva manera de hacer el documental. Uno de ellos es Araya, de la venezolana Margot Benacerraf, una obra de transición entre el documentalismo clásico, que ofrece, por un  lado, un  cuidado con la estética fotográfica (donde se nota la influencia de abordaje de los trabajos de Robert Flaherty), y, por otro lado, una renovación temática que se avecinaba, por el tratamiento sensible, al registro social. Producido en 1959, el documental acompaña la vida de los salineros de una antigua mina de sal en una península en el nordeste de Venezuela. A pesar de ser premiado en Cannes, ese mismo año, sólo se estrenaría en su país en 1977.

En Brasil, existen Arraial do cabo (Paulo Cézar Saraceni, 1959) y Aruanda (Linduarte Noronha, 1960). El primero, rodado íntegramente en locaciones externas, retrata la vida social de una comunidad de pescadores enteramente disuelta por la instalación de una industria en los alrededores. Aruanda fue filmado en el municipio de Santa Luzia do Sabagi, Paraíba, y aborda la formación del quilombo de Serra do Talhado, en el interior del Estado, y la vida rural en la comunidad formada a partir de entonces.

Realizado de modo precario, como precaria era la situación del país, en la época, Aruanda es un ejemplo de la posibilidad de hacer cine en Brasil. En este filme, la insuficiencia técnica se tornó un poderoso factor dramático y dotó a la cinta de gran agresividad. Aruanda es la mejor prueba de la validez, para Brasil, de las ideas que predica Glauber Rocha: un trabajo hecho fuera de los monumentales estudios que resultan un cine industrial falso; nada de equipamiento pesado, de rebatidores de luz, de reflectores; un cuerpo a cuerpo con una realidad que nada venga a deformar, una cámara en la mano y una idea en la cabeza, apenas (Bernadet, 1978, p.27).

En Argentina, la temática social en el documental encuentra su génesis en la obra cinematográfica  de Birri, considerado uno de los precursores latinoamericanos del documental social. Después de una estancia en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma, él retorna a Santa Fé de la Vera Cruz, Argentina, en 1956, y funda el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, más tarde conocido como Escuela de Documentales de Santa Fe (Lima, 2005).

El trabajo que Birri desarrolla en esa escuela representa una mudanza radical en el rumbo que venía tomando hasta entonces el cine argentino. De acuerdo con Claudio Remedi (s.d.), esa mudanza se da en cuatro direcciones. En primer lugar, la escuela socializa un conocimiento que estaba antes restringido a las capas medias y altas de la sociedad, recibiendo alumnos de todas las edades y condiciones sociales. En segundo lugar, apunta para una mudanza de género y de temática, pues nadie había dirigido aún la mirada hacia los sectores sociales más castigados y expoliados con una mirada crítica e independiente, ni había adoptado de forma tan completa las técnicas de investigación y registro documental. Después, modifica los modos de producción porque se adopta en la escuela una metodología horizontal: las decisiones de producción las toma el grupo realizador debatiendo cada etapa de la construcción del film, aún en la post-producción. Este modo de organización se distancia años luz del cine industrial de compartimentos de estanco, donde la superespecialización determina, a fin de cuentas, un control ideológico por parte de los productores representantes de los grandes estudios.

Finalmente, se da un enfoque nuevo a la distribución y a la exhibición. Además de llevar los filmes a nuevos espacios, como las universidades, asociaciones de barrios, clubes, escuelas y plazas públicas, los realizadores pasaron a promover debates, lo que les permitía modificar los propios documentales u orientar la próxima producción de acuerdo con las motivaciones del público.

Entre 1958 y 1960, Birri produjo el documental Tire Dié, mediometraje en blanco y negro, sobre los niños de las favelas que corrían detrás de trenes en movimiento para pedir limosnas a los pasajeros (monedas de diez centavos), en el entronque de las provincias de Buenos Aires, Santa Fé y Rosario . La crudeza fotográfica de la obra encuentra paralelo estético en la de Aruanda, donde la precariedad de las imágenes es un sentido más en la composición del filme. Tire Dié surgió de un ejercicio de foto-documental, realizado entre 1956 y 1958, en el cual sus alumnos fotografiaban la favela; esas fotos serían analizadas sociológicamente por los profesores de la escuela. La misma técnica sirvió de base a otros 18 documentales, realizados por diferentes directores, tanto como al primer largometraje de Birri, Los Inundados, de 1961 (Rufinelli, 2005). De acuerdo con Herzog y Muñiz (1966, traducción nuestra), con su trabajo, el cineasta argentino, en busca de su autenticidad, quería documentar la realidad del hombre latinoamericano. En otras palabras, su subdesarrollo, sus causas y sus consecuencias. Por eso, ese registro debería ser realista y crítico, una vez que, al mismo tiempo en que presuponía una amplia libertad de expresión del cineasta, acentuaba la necesidad de la consciencia de su responsabilidad social. Esto es, la actuación del artista, envuelta en un proceso cultural más amplio, y su compromiso con el problema más urgente, el de la transformación del hombre en un mundo subdesarrollado.

El compromiso con lo social será asumido por una gran porción de documentalistas latinoamericanos. Inspirado en los modelos de Grierson y Birri, en Chile, Sergio Bravo, fundador del Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile (1959), produjo en 1957 el cortometraje Mimbre, en el que describe con dignidad y hermosura, en palabras de Paranaguá (2003, p.45), y al sonido de la voz de Violeta Parra, la tristeza del artesano Alfredo Manzano, en su oficio de elaborar figuras de mimbre. En los años siguientes, Bravo asume en su obra un claro posicionamiento político, y produce La marcha del carbón (Chile, 1963) y Casamiento de negro (Chile, 1964). Similar es el recorrido de Miguel Littín, quien, en 1969, produce El chacal de Nahueltoro, basado en un caso real, ocurrido en el interior de Chile: un andarín alcohólico es condenado a muerte, después de, completamente embriagado, haber asesinado a una mujer y a sus cinco hijas. El chacal… sería, antes que un criminal, víctima y resultado de la negligencia social que sufrió desde la infancia. En 1971, Littín es invitado a dirigir la Chile Films, empresa estatal creada por el presidente Salvador Allende. Ya en la condición de exiliado, dirige en 1975 Actas de Marusia, en México, que parte de un episodio ocurrido en 1907 en Chile para montar una alegoría del régimen dictatorial impuesto por Augusto Pinochet (1973-1990).

Sobre la abrupta transición de la democracia socialista de la Unidad Popular de Allende a la dictadura de Pinochet, La batalla de Chile (1975-1979), de Patricio Guzmán es una obra imprescindible. Filmado al calor del momento, el cineasta y su equipo captaron imágenes impactantes de las calles de Santiago. Guzmán sólo consiguió montar el material del que disponía en su exilio en Cuba.

En Cuba, como evidencia Colombres (1982, p.24-25), con Santiago Álvarez al frente, el cine asume más un apremio conscientizador que la búsqueda de un nuevo lenguaje estético. Con finalidad didáctica, acaba por manifestar profunda relación con el realismo socialista. Pero hay excepciones, como algunas producciones del propio Álvarez, como Now! (1965), cortometraje sobre las luchas contra el racismo en los Estados Unidos, realizado a partir de la técnica del collage y con la música sirviendo de llave rítmica para el montaje (…) y como la obra de Tomás Gutiérrez Alea, cuyas Memorias del subdesarrollo, de 1968, es uno de los mejores ejemplos de investigación estética, al mezclar el enredo ficcional con fragmentos de documentales y noticieros producidos por el ICAIC, para contextualizar el dilema de un burgués que prefiere quedarse en la isla para observar con excepticismo las transiciones socialistas, tras ser abandonado por sus padres y su esposa, insatisfechos con los rumbos del nuevo régimen.

En 1966, el boliviano Jorge Sanjinés filma Ukamau, donde trata las precarias condiciones de vida de la población pobre del interior de su país (de origen macizamente indígena). El título de su filme bautizaría su grupo de producción, que también contaba con el guionista Oscar Soria y el director Antonio Eguino. Sanjinés cuenta la historia de una pareja de campesinos explorados por un  hacendado hacendado con quien mantiene relaciones comerciales, y que, durante la ausencia del marido, violenta y mata a la esposa. Tomado por el odio, el viudo no encuentra otro camino que no sea el de vengar el crimen con sus propias manos. Ese tono de denuncia es repetido en Sangre de Condor (Yawar Mallku), de 1969, sobre los efectos de un programa de esterilización promovido por empresas norteamericanas en Bolivia en poblaciones indígenas. En ambos, se percibe la mutua influencia entre un enredo ficcional y un tratamiento documental, común a otras propuestas en América Latina.

Muchas de estas experiencias cinematográficas fueron abortadas por los gobiernos dictatoriales latinoamericanos, contrarios al tono de crítica social característica a estas obras. Ejemplos como el de Jorge Sanjinés, obligado a exiliar después de concluir El coraje del pueblo, de 1971, y el de Fernando Birri, que abandonó Argentina en 1962, buscando refugio temporal en Brasil, antes del golpe de 1964, no son excepciones.

Un caso singular ocurrido en Argentina es la actuación del grupo Cine Liberación, organizado por Fernando Solanas y Octavio Getino, que, entre 1966 y 1968, produjo el documental La hora de los Hornos. Con más de cuatro horas de duración y dividido en tres partes, el filme construye el camino para el fin de la condición de dependencia económica de América Latina, por medio de las luchas sociales. (…) El Cine Liberación promovía debates durante las pausas en las proyecciones, hechas conforme a la necesidad de los participantes. Tras el golpe de estado de marzo de 1976 en Argentina, Solanas y Getino también fueron obligados a partir al exilio (en Francia, Perú y Venezuela, respectivamente).

Raymundo Gleyzer, documentalista del grupo Cine de la Base, cuya producción era aún más revolucionaria, fue detenido en septiembre del mismo año, tras volver del autoexilio en los EUA. A pesar del aumento de la violencia de la dictadura argentina, él optó por volver al país, para continuar la práctica de su cine militante. Luego de ser mantenido en uno de los centros clandestinos de detención y tortura, Gleyzer fue asesinado, y hasta hoy figura entre los millares de desaparecidos de ese triste período histórico latinoamericano.

En el documental colombiano, la fase de la militancia, que se subdivide en panfleto, tanto independiente como estatal, y la del compromiso, iniciada en la década de 1960, va a perdurar hasta el inicio de la década de 1980 (Caicedo, 1999, p.87). Son ejemplos de ese período los documentales Camilo Torres (1967), de Diego León Giraldo, Colombia 70 (1970), Qué es la democracia (1971) y Los hijos del subdesarollo (1975), de Carlos Álvarez, además de obras de Jorge Silva y Marta Rodríguez, como Chircales (1966-1972), Campesinos y Planas: Testimonio de un Etnocidio (1975).

El punto de encuentro de esos documentalistas serán los festivales de cine, entre los que están el de Viña del Mar (Chile, 1967) y el de Mérida (Venezuela, 1968), que se destaca por presentar apenas documentales de la región. En Viña del Mar estuvieron presentes cineastas de nueve países, entre ellos, el chileno Miguel Littin, los brasileños Glauber Rocha y Nelson Pereira dos Santos, los argentinos Leopoldo Torre Nilsson y Octavio Getino, el cubano Humberto Solás y el boliviano Jorge Sanjinés. En los 110 filmes presentados, un ponto en común: el empeño en reconocer sus propias realidades sociales y política (Ruffinelli, 1998, p.55). El Festival de Mérida, en 1968, para el documental latinoamericano, fue fundamental. En él participaron Fernando Solanas, Santiago Álvarez, Octavio Getino, Ugo Ulive, Patricio Guzmán, Mario Handler y Geraldo Sarno, entre otros.

Esos encuentros servían no sólo para la divulgación de los filmes, que eran exhibidos poco o nada en sus propios países, sino para el intercambio de experiencias entre ellos y con cineastas como Joris Ivens, que ya había producido en Chile y en Cuba, Jean Rouch y Chris Marker, el sociólogo Edgar Morin y el crítico Louis Marcorelles. Para los latinoamericanos, representaba un momento para, por medio de los filmes, establecer contacto con una realidad regional diversa y de reconocer los pontos en común, afirmando un derecho a una cinematografía propia. También fue posible diseñar un mercado común para el cine latinoamericano, no concretado en función del panorama político que tomó cuenta del subcontinente a partir de entonces, y establecer acuerdos de coproducciones.

Junto al neorrealismo italiano y a la producción documental británica, el cine directo y el cinema verité, aunque se trataba de evoluciones paralelas o convergentes, como alerta Paranaguá (2003, p.53), completan las influencias en la producción del Nuevo Cine Latinoamericano.

La influencia del cine directo, empero, se da apenas en la forma y no en el contenido. Sérgio Muñiz, documentalista brasileño que participó en las producciones de Thomaz Farkas en la década de 1960, alerta sobre esa diferencia fundamental: Idealmente el cineasta que hace cine directo ve y escucha todo.

Aunque eso sea un concepto un tanto general, es realmente un punto de partida que posibilita constatar que el cine directo verifica como las personas actúan, piensan y hablan en la realidad. Mas, diferenciándose de los cineastas que utilizan la técnica del directo (frecuentemente llamado, aunque erróneamente “cine verdad”) en los Estados Unidos, Canadá y Francia, el cineasta brasileño al hacer cine directo no se satisface ni está de acuerdo con sólo documentar tal o cual realidad, ser simple espectador o esperar que dicha realidad se explique sola. Para el cineasta brasileño que utiliza la técnica del directo, tiene que existir una visión crítica de los conflictos y contradicciones que están en la realidad que su filme presenta. Sea cual fuese el nivel en que la realidad fue sorprendida, documentada por el cineasta brasileño que hace cine directo, ella será desintegrada, examinada y, posteriormente, reintegrada por el autor del filme o por su público. (Muñiz, 1967, p.19).

Meize Lucas (2005, p.206), en su análisis sobre la producción de Thomaz Farkas, constata que, en los documentales realizados, no se trataba de flagar lo cotidiano o el momento de la realidad por el propio acto de filmación, mas sí de dar visibilidad a un cotidiano desconocido o deformado (en la visión de los cineastas y parte de sus contemporáneos) a través de lentes de filmes que se detengan en la superficie de la realidad y de afirmar, por el montaje, por la narración o por la música. Nada más distante de eso que las técnicas utilizadas tanto por los documentalistas norteamericanos como por los franceses del cine directo.

En verdad, esa postura no será una de las características del modo de producción apenas de los documentales analizados por Lucas, mas de todos los del Nuevo Cine Latinoamericano. La nueva actitud mediante la realidad se va a fundamentar en dos principios, para además de los aspectos técnicos de producción: (1) hacer del documental un instrumento de registro y de análisis de problemas humanos y sociales; y (2) asumir, mediante esos problemas y frente a la polarización política que se aproxima, en vez de una postura descriptiva, indirecta y neutra, una postura activa, directa y participante, colocándose como alternativa al discurso dominante.

 

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