FICHA ANALÍTICA

Pastor Vega: la pasión por el cine
Ruffinelli Altesor, Jorge Enrique (1943 - )

Título: Pastor Vega: la pasión por el cine

Autor(es): Jorge Enrique Ruffinelli Altesor

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 1

Mes: Segundo Semestre

Año de publicación: 2005

Pastor Vega (1940-2005) realizó trece documentales entre 1961 y 1974, pero su vocación estuvo siempre marcada por el cine de ficción. Entre sus largometrajes Retrato de Teresa (1979), sobresale entre los imprescindibles en la historia del cine cubano, rodeado de debates y polémicas como también Habanera (1984), Amor en campo minado (1987), En el aire (1989) y Vidas paralelas (1992). Cuando grabamos el siguiente diálogo, Pastor aún no filmaba la que sería su película postrera —Las profecías de Amanda (1999)—, también intepretada por Daisy Granados, su esposa y actriz fetiche, una de las figuras mayores del cine de la Isla. A partir de 1979 y durante doce años, Pastor Vega dirigió el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. En 2003 tuve la fortuna de ver en La Habana una magnífica versión teatral de Diatriba de amor contra un hombre sentado, pieza monológica escrita por Gabriel García Márquez, actuada por Daisy y dirigida por Pastor. Ambos retomaban el primer amor por las tablas.

Uno hace cine por hacer cine. Por las puras ganas de hacerlo, por pasión por el cine mismo.
Pastor Vega

¿Cómo apareció el cine en tu vida?

No te sabría explicar. En todo caso, la atracción del cine empezó por el cine. Me acuerdo que, en la infancia y en la adolescencia, yo veía todas las películas que podía. Cerca de casa había tres cines, y yo iba casi todos los días. Particularmente había un cine que ponía cuatro películas distintas cada día. Y yo veía las cuatro. Entonces, no sé, era una fascinación por la pantalla, por los actores, por el mundo del cine desde que recuerdo. Entonces me entró esa necesidad de hacer cine: quiero hacer cine. En aquella época no había posibilidades de hacer nada en Cuba, y lo que hice fue empezar a soñar con irme a México, o a Argentina, o a Francia, o a Estados Unidos, e intentar hacer cine. Mientras tanto, me puse a estudiar teatro, que sí se podía hacer, porque había un movimiento en ese género muy fuerte y atractivo. Me puse entonces a estudiar teatro e hice teatro.

¿Cómo director, y cómo actor?

Como asistente de dirección, en algunas obras como actor y, de repente, bueno, triunfó la Revolución, y nos regalaron el ICAIC. En aquella época fue muy fácil, preguntaron: «¿Quiénes quieren hacer cine?» Yo levanté la mano. «Venga para acá». Y me fui al ICAIC. Yo tendría 19 años, y ahí comencé a trabajar y a aprender a hacer cine, hasta hoy.

¿Cómo aprendían a hacer cine, si no había escuelas?

Uno comenzaba siendo asistente de dirección. Si te destacabas un poco siendo asistente de dirección, te dejaban realizar documentales. Y si te destacabas haciendo documentales, te dejaban hacer ficción. Ese fue el camino de todos, y el mío también.

Entonces comenzaste con el documental.

Fundamentalmente. Pero el primero que hice fue un corto de ficción, no un documental. Fue una maniobra para engañar. Era un corto de ficción, que además en los títulos dice: documental. Tenía que decir que era un documental, para poderlo hacer. Después hice otro. Y el primer documental realmente fue uno que se llamó Hombres del cañaveral. Era sobre un campamento de cortadores de caña de azúcar. Después realicé La canción del turista, una visión de Cuba, supuestamente turística. Ese sí fue un documental que me pidieron para una exposición en Canadá. En ese entonces me fui de punta a punta del país, filmándolo todo, y después hicimos el montaje. Lo llamamos La canción del turista porque me lo pidieron para atraer turismo, y mezclé lo que era realmente turístico con imágenes de la vida cotidiana del país, de las montañas y de las ciénagas, y de centros industriales, para dar una visión más humana; es decir, lo que ve y lo que no ve el turista.

Entre tus documentales se destaca ¡Viva la República!

Después de los que te mencioné hice algunos otros, hasta que finalmente realicé ¡Viva la República!, que era ya un documental de largometraje. Y después me atreví entonces ya a realizar la primera ficción. Me permitieron hacer la primera ficción, sin ningún truco, sin decir que era documental. Y esa fue Retrato de Teresa. Aunque rodé un mediometraje primero, De la guerra americana, pero de él no me gusta hablar porque es muy malo.

De documentalista pasas a hacer una de las mejores películas de ficción de todo el cine cubano, Retrato de Teresa. ¿El documentalista se convirtió?

No. Lo que pasa es que como hice teatro y como estudié teatro, lo que quería era la ficción; además, el cine que me fascinó siempre fue el cine de ficción. Nunca fui a ver documentales, iba a ver películas de ficción. Realicé documentales porque estaba obligado a hacerlos, por mi gusto nunca los hubiera hecho. Pero era la «escuela». Tú no podías saltarte el período de aprendizaje, y creo que fue un gran período, a pesar de todo. No es que lo hiciera a disgusto, no. Me gustaba realizar documentales, y se aprendía mucho; además, se aprendía mucho conceptualmente, porque te acercabas a la realidad de otra manera. Pero lo que siempre estaba esperando era hacer la ficción. Y para lo cual me había preparado era para la ficción. Y cuando llego a la ficción, me pareció que era finalmente lo lógico, lo normal.

La ficción da fama, el documental no. ¿Ese era uno de los motivos?

No, para nada. Absolutamente. Yo no hago el cine —y creo que nadie en Cuba lo hace—, ni para ganar dinero, ni para ser famoso, ni para nada. Uno hace cine por hacer cine. Por las puras ganas de hacerlo, por pasión por el cine mismo. Entonces hago las películas, primero para complacerme yo, y lo hago con la gente que quiero, con los familiares, con los amigos. Y para jugar entre todos a hacer cine. Siempre creo que ese es el primer público. Si tú convences a ese primer público, vas a convencer al público del cine, el que no te conoce. El público más difícil es el de los amigos y familiares. Ellos te conocen y saben cuándo estás mintiendo, saben cuándo estás siendo auténtico, saben cuándo estás haciendo concesiones, o cuándo estás arriesgando. Y cuando logras comprometer a ese público, entonces, pienso que la película tiene algún grado de validez, y que algo va a transmitirle al espectador. Uno lo hace por esa razón.
Tal vez ahora tengamos que empezar a hacer cine para ganar la vida, pero esto es otra cosa. Porque, bueno, este es el único oficio que tengo. Yo no puedo hacer otra cosa. Si ahora me dicen: «No, señor, ahora tiene que hacer azúcar», yo no sé hacer azúcar. Y es tarde, no puedo cambiar. Yo puedo hacer cine, o televisión también. Estuve haciendo televisión en Venezuela. Y no hay alternativa. Entonces tal vez llegue el momento en que un señor productor diga: «Mire, ¿le interesa realizar este proyecto?» Y le tendré que decir que sí. Ese productor no ha llegado, pero puede que llegue.

¿Cómo surgió Retrato de Teresa?

Yo estaba buscando un tema contemporáneo y, al mismo tiempo, era una época en que faltaba comunicación popular. Al menos me pareció que al cine cubano le estaba faltando comunicación popular. Me dije: «Voy a buscar el tema del momento, pero ¿cuál será?» Yo no sabía. En aquel momento se publicaba una revista psiquiátrica, es decir, había una institución, que creo que ya no existe y que se llamaba Instituto de Estudios Superiores del Cerebro, o algo así, y publicaba una revista de la Academia de Ciencias. Ahí leí un artículo sobre una investigación que habían realizado en esta institución sobre los problemas de la pareja contemporánea cubana. Habían estudiado más de quinientos casos, y aquello me pareció que era interesante, una fuente de información que valía la pena indagar. Y fuimos ahí y, efectivamente, tenían quinientas parejas analizadas por psiquiatras, sociólogos, en fin, un conjunto disciplinario de distintas especialidades. Me pareció una información estupenda, porque además se verificaron algunas cosas que ya uno había observado de la realidad. Otras que había vivido uno mismo y entonces dije: «Caramba, creo que si agarramos esto y hacemos una estructura dramática, puede salir una película».

Me fui a ver a mi amigo Ambrosio Fornet, que no era guionista y que no quería escribir guiones —y que no quiere escribir guiones todavía, por tonto que es, porque los hace muy bien—, y le dije: «Ambrosio, ¿qué te parece si hacemos una película? ¿Por qué no escribes el guión?» «¿Estás loco? Yo no soy guionista.» «Y yo no soy director de cine». Al fin logré convencerlo y Ambrosio escribió un guión muy cuidadoso; después involucramos a los actores y partimos de la base. «Vamos a escribir sabiendo quiénes son los actores». Hicimos el reparto antes que el guión. Ambrosio, quien además, conociendo a los actores, los puso a trabajar en investigaciones, le decía a Daisy Granados, por ejemplo: «Vete a la textilera y habla con las mujeres, a ver cuáles son los problemas de ellas, independientemente de lo que ya está aquí en esta investigación». Y le decía a Adolfo Llauradó: «Vete al taller de reparación de televisores, ponte a trabajar ahí esta tarde, mira a la gente, trae una biografía de un personaje en que tú creas.» En fin, fue una manera muy profunda, muy seria de trabajar, y aunque Ambrosio decía que no era guionista, y lo sigue diciendo hasta ahora, después de haber trabajado con diez guionistas más, realmente su profesionalismo era impecable. Y así nació Retrato de Teresa. Todo el mundo estaba involucrado, todo el mundo.

¿Cómo fue la filmación?

Yo quise experimentar un poco. Como venía del teatro, supuestamente conocía muy bien a Stanislavsky. Y había una cosa que me fascinaba del cine norteamericano, que era el Actor’s Studio. Claro, yo pensaba que no eran muy rigurosos, estaban buscando aquellas cualidades más comerciales del actor, para trabajar sobre ellas. Pero de todas maneras me interesaba el método —que era el de Stanislavsky— y, sobre todo, las improvisaciones.

También me fascinaba mucho el Neorrealismo italiano. Creo que finalmente he llegado al convencimiento de que soy un neorrealista tardío —cuando ya no existe ninguno.

Aprendías de ver cine, como muchos otros, a partir del Neorrealismo italiano.

Y me fascinaba estudiar, viendo las grandes películas de la historia del cine, cómo se iban transformando las actuaciones, la conducta del actor frente a la cámara, cómo se iba despojando de la teatralidad con que nació. Ahí aportaba el documental, también, en la comparación, y, por supuesto, eso llevó a una combinación —fantástica, me parece a mí— con el Neorrealismo italiano. Allí se llega a una actuación de lo cotidiano, de lo común, que me encantaba, y yo quería lograr eso, y empezamos a improvisar mucho con los actores, claro, con esta base literaria que era muy sólida. Y los actores dominaban profundamente la problemática porque eran actores muy bien entrenados, con una profesión sólida. Filmamos muchas cosas en toma uno —sin ensayo—, y salían cosas fantásticas.

Te estabas convirtiendo en el «director de actores», o estableciendo un método de filmar.

Había un nivel de expresividad muy adecuado, claro, porque ya estaba imbricado todo: el escritor había hecho un trabajo con ellos; ellos habían hecho un trabajo con el escritor, yo había participado de todo. Todo el mundo manejaba muy bien lo que se quería hacer. A veces, con esas improvisaciones, y este es un método bastante viejo: le das instrucciones distintas a cada actor sin que lo sepa el otro, para que cuando choquen esas contradicciones, ellos estén obligados a encontrar una solución que no está ni en el papel ni en la puesta en escena, sino que la tienen que encontrar ellos. Y salían cosas muy buenas. Eso lo he seguido haciendo a lo largo de todas las películas. Cada vez que puedo lo hago. No siempre se puede, pero cuando se presenta una oportunidad aplico esa metodología, y creo que las mejores escenas de las películas que he realizado se han logrado de esa manera.

¿Te sorprendió la inmejorable recepción que tuvo Retrato de Teresa en crítica y público?

Escena del filme Retrato de TeresaTuvimos una experiencia fantástica porque fuimos primero al Festival de Cine de Moscú y de ahí nos habían invitado a un festival en Los Ángeles y a otro en San Francisco, y a otro en Colorado. Imagínate tú, de la Unión Soviética a los Estados Unidos en el mismo mes; y, efectivamente, en la Unión Soviética el público se volvía loco con la película, las mujeres gritaban, y yo no entendía nada lo que decían, pero veía cómo discutían. Me dije: «Bueno, a los socialistas les gusta la película». Pero de ahí mismo viajamos a Estados Unidos y pasó exactamente igual. Entonces digo: «Parece que tocamos una fibra humana, ahí, tocamos algo que existe en todas partes, aquí hay un padecimiento, hay una llaga que es mundial. Nunca lo sospeché, realmente». Incluso cuando lo haces más fríamente, cuando dices: «Ahora voy a rodar una película sobre este tema», y este tema es universal, mentira, así no sirve, así es muy frío, así puede ser que estés haciendo algo interesante, pero frío. Tienes que manejar la información social, la información histórica del asunto, pero tienes que estar empapado del asunto y venir de adentro, y si no viene de adentro tienes que meterlo, tienes que hacerlo tuyo. Eso lo decía Eisenstein. Uno no puede hacer una película si no llegó a la emoción más profunda, antes de filmarla. Cuando ese tema realmente te conmueve es que estás listo para hacerla. Eso es bien difícil, no hay técnica para eso.

En el caso de Retrato de Teresa, el problema de la mujer que quiere superar su tradicional sometimiento al hombre podría ser «universal», no solo cubano. Y tu película, por su afirmación femenina, sin duda ha influido socialmente. ¿No crees?

Sí, lo que pasa que una película es una gota de agua en el océano. Yo pienso que sí, que la obra de arte puede influir en alguna que otra conciencia, modificar algún que otro rasgo de conducta, pero el hecho mismo es una cosa social histórica, de una trascendencia de siglos, y es muy difícil modificarlo. Incluso pienso que hacen falta varias generaciones. En la película se explica cómo la madre que lucha contra el machismo, educa de una manera machista a los hijos —ella misma, sin darse cuenta—, porque es víctima de las tradiciones que arrastra. No puede evitar ayudar a producir a los próximos maridos, similares a los que ella rechaza. No es el único elemento, y el problema es más grande. Por eso te digo creo que faltan generaciones para resolverlo.

Cinco años después de Retrato de Teresa realizas otra película interesante e inusual porque el medio es el de los siquiatras: Habanera.

Fue consecuencia de Retrato de Teresa porque como tuve mucho contacto con esta institución psiquiátrica, me enamoré de los psiquiatras. Por lo menos dos o tres psiquiatras me ayudaron en la investigación de Teresa, y me llamaban mucho la atención. Supuestamente un psiquiatra no tiene por qué sufrir; una persona que ha estudiado la conducta del hombre, el cerebro del hombre, las emociones, tiene que tener por lo menos un control sobre eso; pero ese pensamiento es falso, porque los médicos se enferman también, porque las enfermedades no basta con conocerlas, te asaltan y no las puedes evitar. Eso fue lo que me llamó la atención. Ya vimos este problema en la obrera, vamos a verlo ahora en la intelectual: cómo se produce el mismo problema en el polo opuesto de la mujer cubana. Esta, la profesional, ya es la mujer formada, con una solidez, con una madurez. Veamos cómo aborda esto. Y de ahí nació Habanera.

El resultado no fue similar. Un ritmo más lento, una pérdida de foco del argumento. Ni caló tampoco en el público con tanta fuerza como Retrato de Teresa.

Lo que pasa con Habanera —y lo he dicho muchas veces— es que yo me impuse a Ambrosio, y me equivoqué. Bueno, eso lo dirá la historia. Porque Ambrosio maneja muy bien lo que es la estructura dramática lineal, la maneja impecablemente, y le dije: «Vamos a romperla, vamos a quebrar esto, Ambrosio, vamos a no darle esta información al espectador enseguida sino más adelante». Y Ambrosio: «No, eso no se puede hacer, si lo haces te equivocas, esa información hay que darla a los cinco minutos, si la das a la media hora no funciona.» Y yo le dije: «Vamos a arriesgar». Ambrosio: «No hay que arriesgar nada, yo sé que no funciona». Me encapriché y ahí hay un problema dramatúrgico mal solucionado, por culpa mía. No funcionó porque el espectador tenía que conocer la información a los cinco minutos, es decir, el conflicto de esta psiquiatra que va a descubrir que su marido es el amante de la paciente…

Incluso eso no queda claro.

Solamente la letra que cuelga en el collar, la cadena como dato, pero nunca se les ve juntos. Esa era la discusión con Ambrosio. Él decía: «Hay que verlos juntos a los cinco minutos, y cuando el espectador vea que es el esposo de la psiquiatra, entonces va a leer la película con más pasión, con mas interés, más agarrado». Y yo le decía: «No. Vamos aquí a romper con eso, y que el espectador descubra junto con la mujer, qué es lo que ha pasado, y se derrumbe junto con ella». Esa fue la base de la discusión.

Como espectador, puedo leerlo de otro modo: como una serie de casualidades, que lo hacen al marido sospechoso de una infidelidad nunca comprobada. Eso hasta sería más interesante: que la psiquiatra estuviera «alucinando».

Sí, pero acuérdate que había otros datos, porque la paciente brasileña le dice: «Hoy es mi cumpleaños, voy a ir a Tropicana con él». Y ella, como profesional que es, no puede ir a confrontarlos. La obrera (si fuera Teresa) sí iría y armaría escándalo en Tropicana, pero ella no porque, además, se trata de una paciente, y no puede armarle un escándalo a una paciente, se tiene que autocontrolar y tragarse eso.

Ni siquiera aparece una escena de Tropicana.

Claro. No se ve Tropicana, nunca sale, se dice nada más. Al otro día él dice que un cliente le pidió que lo llevara a Tropicana.

Y le dice a su mujer que no, que no fue. Me parece que permanece un nivel de ambigüedad interesante.

Volví a verla mucho después en una muestra de cine sobre La Habana: películas que tuvieran lugar en La Habana. Programaron las dos: Retrato de Teresa y Habanera. Esta es una película que tiene más de una década y, para mi sorpresa, el cine estaba lleno. Claro, yo estaba ahí como otro más, cualquiera, y al final, un señor que estaba al lado mío, me mira y me comenta: «¡Qué raro termina esta película…!» Y el gran chiste de mis amigos de hace diez años era: «Se te quedó el último rollo.» En aquel momento decía: «Claro, si es una película brechtiana, con final abierto; aquí no se soluciona el conflicto, no hay conflicto, no se soluciona nada, todo tiene que seguir…» Fue muy polémica en ese sentido, y muy criticada, por lo que te estoy contando. Y, a la vez, fue una película que me dio mucho placer hacer. Y, como te dije antes, fue consecuencia de la misma indagación de Retrato de Teresa.

Existe una diferencia que me gustaría comentaras. Teresa es el retrato de una cubana cuya liberación femenina va en la misma dirección que la Revolución. Habanera muestra el conflicto de una psiquiatra que pudo haber sido francesa, o inglesa.

Es posible, pero lo que sí está seguro es que el contexto en que ella se mueve existe, y es parte de esta sociedad también. Por eso la llamo Habanera. Donde no puede suceder es en Oriente. Teresa sí puede suceder en Santiago de Cuba, o en Matanzas, o en Pinar del Río, pero la psiquiatra solamente se da en ciertos sectores de La Habana —gente ya más ligada a los institutos de investigación o a las instituciones de este tipo, donde puede supuestamente trabajar el marido—. Tampoco se sabe la profesión del marido, y alguna gente decía: «Es un señor que se dedica a la compraventa en el extranjero». Otra gente decía: «No, es un diplomático». Y, para otros: «Trabaja en la contrainteligencia». En fin, era una mezcla de todo eso, porque nunca se sabe a qué se dedica el señor. Y podría ser todo eso a la vez. Son sectores que existen, que existieron, y que vivían en ese contexto y de esa manera. Mucha gente atacó Habanera diciendo que eso no existía y que no había gente así, ni esas atmósferas de esa sociedad, que nadie vivía así en Cuba, etcétera. Después se descubrió que sí, después se hizo público —escandalosamente— que sí, y lo interesante es que ahora la gente ve la película con más tranquilidad. Y la operación de reflexión que la película quiere hacer y proponer, entonces sí se hace ahora, quince años años después, porque ya el espectador tiene datos que no tenía antes, o que la película le daba pero no los quería aceptar. Entonces eso que me dices, sí, puede ser, también un psiquiatra de Francia o de España o de México, donde existen sectores sociales abiertamente —y que todo el mundo conoce— con esas características. Supuestamente aquí no existían aunque sí existían —y siguen existiendo— no creo que hayan desaparecido.

¿Cómo pensaron el papel de la paciente brasileña?

Te voy a decir estrictamente la verdad. Originalmente ese personaje era cubano y Ambrosio lo escribió como personaje cubano. Antes de rodar la película, pasé por el Festival de Cannes y ahí me fue a ver Flavio Barreto, el hermano de Bruno. Había hecho India, la hija del sol y quería venir a La Habana con una película. Me buscó. Yo soy muy amigo del padre, pero a él no lo conocía, y él venía con una mujer, que era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. Era brasileña, yo me fasciné con su rostro increíble y me dije: «Esta señora es una actriz impresionante, seguro.» Y le pregunté: «¿Tú quieres trabajar en una película?» Y ella me respondió: «¿Yo? Yo no soy actriz.» «No, tú sí eres actriz.» Y vinieron para La Habana. Hablé con Ambrosio y le dije: «Tienes que conocer a esta mujer. Hay que cambiar a este personaje. Además, puede ser más interesante si lo hacemos con una brasileña». Ambrosio la conoció y me dijo: «Sí, tienes toda la razón. Vamos a cambiar este personaje, a hacerlo brasileño y que lo haga ella». Ese rostro tiene una fuerza impresionante. Y por esa razón el personaje fue brasileño.

Después filmaste Amor en campo minado.

Escena del filme Amor en campo minadoEsa experiencia es complicada. Yo estaba en Brasil y una actriz amiga mía me dice: «Aquí hay una obra de teatro extraordinaria, que hay que hacer en Cuba. Te la regalo, llévatela para Cuba, monta esta obra de teatro allá.» La leí, estaba en portugués pero más o menos la podía comprender. Esa amiga vino a La Habana, y me reclamó: «¿No la vas a hacer?» «Sí, pero no quiero hacerla en teatro, sino con una cámara. Todo lo que se me ocurre es con una cámara. Si me pongo a hacer cosas en un escenario me siento limitado, me falta la cámara». Entonces vino, Alfredo Días Gómez, el autor de la obra —él vino o yo fui allá, no me acuerdo—, pero me encuentro con el dramaturgo y le pregunto: «¿Me permite hacer esto para un programa de televisión que se llama Teatro en televisión?.» «Si es para la televisión cubana, está bien, te regalo los derechos.» Fui a la televisión, quedaron encantados, pero me dijeron: «Solamente te podemos dar el equipo por una semana.» «Hombre, en una semana no se hace. Por lo menos dos». «No podemos. No es que no queramos, pero si te doy el equipo por dos semanas, se me cae un programa. Solamente te lo puedo dar una semana. Si tú consigues equipo, nosotros te pagamos la producción todo el tiempo que tú quieras.» Entonces no me quedó más que hacerla en cine, porque el equipo lo tengo en el ICAIC. Sin embargo, los derechos los tenía para la Televisión Cubana, no para rodar una película. Bueno, vamos a ver qué pasa. Fui al ICAIC y les propuse una co-producción con la televisión. Nunca se había hecho. El ICAIC me dice: «Vamos a hacerlo. ¿La televisión paga la producción? Bueno, el ICAIC pone el equipo.» Nos pusimos de acuerdo y entonces le pedí a la televisión dos semanas de producción. «De acuerdo, perfecto.» Lo rodamos como película en dos semanas.

Yo tenía el conflicto con el autor de la obra, por la que no le había pagado un centavo. Era una película en 35 mm, no en video. Entonces me fui a Brasil y le expliqué a Dias Gomes: «Mire, lo hice en cine por esta razón. Tenemos tres alternativas: Usted ve la película y yo le propongo que después veamos qué alternativas asumimos. La primera es que mantenemos lo que habíamos hablado: solamente se pone en la televisión cubana y se terminó. Segundo, la quemo. Si no le gusta, la quemo, porque no le he pagado ni le puedo pagar. Tercero, vamos adelante, vamos a salir al mercado y la primera plata que se consiga es la suya. Pero mírela primero.» Él la vio, y luego de reflexionar me dijo: «Vamos a salir al mercado y la primera plata sí es mía.» Con tan buena suerte que un distribuidor se interesó, allí mismo en Brasil, y me la compró para Brasil, y esa plata, «se la da usted al autor de la obra y así se soluciona el conflicto.»
Amor en campo minado la realicé porque estaba desesperado por rodar una película. Cualquiera. Llevaba mucho tiempo sin filmar, estaba muy involucrado en los problemas administrativos y organizativos, haciendo festivales, atendiendo todo el trabajo organizativo del ICAIC, sobre todo, el internacional. Y llevaba ya mucho rato sin filmar, y dije: «Vamos a filmar lo que sea, como sea y en cualquier circunstancia.» Y la rodamos en dos semanas. Eso se nota, sobre todo porque falta elaboración. Me hubiera gustado ensayar más, buscar más soluciones. Escribí el guión dictándoselo a una secretaria. Cogí la obra de teatro, ni siquiera una traducción. Tenía que tenerlo en una semana, si no se me iba el chance de hacerlo. Pero no me arrepiento. Creo que tiene sus valores, si se ve en ese contexto, es decir, el de una película realizada para televisión.

A la que le siguió una película «de la radio»: En el aire.

A esa siguió En el aire y la culpa es de Ambrosio, como casi siempre. En ese momento Ambrosio buscaba argumentos, trataba de descubrir escritores jóvenes. Y me llamó y me dijo: «Mira, aquí hay un argumento que me parece que te va a encantar. Léelo.» Me lo leí, y, efectivamente me gustó mucho. Era de Aida Bahr, una muchacha de Santiago de Cuba. Pero le dije a Ambrosio: «El argumento es fantástico, el tema me encanta, y esto puede ser una cosa estupenda, pero esta muchacha no tiene experiencia, no me parece que pueda con el guión. Yo lo acepto si tú te involucras, sino no». Y Ambrosio me dijo: «Por supuesto, ella lo escribe y yo ayudo.»

Me fui para allá, conocí a la muchacha. Ella había vivido esa experiencia como estudiante, y era un poco autobiográfico. Nos fuimos a esas montañas, conocí a esos personajes, indagamos. Lo que pasa que después las cosas se complicaron: ella vivía en Santiago de Cuba y Ambrosio y yo vivíamos en La Habana. Pienso que no se logró explotar suficientemente lo que daba, como posibilidad, el tema, para la película. Por este problema de que era muy difícil trasladarse y trabajar el guión desde las dos ciudades. De todas maneras, pienso que funcionó en parte, siento que quedó a medio camino, no llegó a ser todo lo que potencialmente pudo ser. Creo que es de la única película por la que me siento así, que no me satisface, me dejó un sabor de haber llegado a la mitad, pero fue por eso, por esa falta de comunicación.

Tu película me gustó por ser «pequeña», no habanera —transcurre en Baracoa— y también por ser audaz, criticar lo que se estaba haciendo mal. Y porque es el cine dedicado a ver otro «medio» tanto o más popular: la radio.

También pasa una cosa que es la velocidad con la que cambia la realidad cubana; porque es cierto que uno se demora por lo menos dos años para realizar una película, desde que tiene la idea hasta terminarla. Cuando elaboramos el guión, la película era muy arriesgada, muy irreverente, y por el camino de esos tres años, hubo un congreso de periodistas y todo cambió, y muchas cosas que eran irreverentes dejaron de serlo, y muchos problemas que están en la película salieron en el congreso, se solucionaron, y la frescura de la película se jodió.

Por ejemplo, ves el personaje del muchacho —que es el empírico, que no ha estudiado, que es el fresco, el que se lanza— viste que él quiere hacer programas críticos, y los hace, corre el riesgo de hacerlos y tiene conflictos con el director de la emisora por eso. Sobre todo cuando hace el programa sobre los campesinos, las cooperativas. Decir que las cooperativas no funcionaban era muy irreverente. Tan arriesgado era que el director de la emisora lo suspende por hacerlo. Yo pensaba: «Puede pasar lo mismo con la película.»

Hoy podría haber otros temas para la irreverencia.

Siempre hay temas irreverentes, siempre, absolutamente siempre. No estoy diciendo que no había que hacer lo irreverente. La realidad cambió y aquello dejó de ser irreverente. Viste que él hace un «programa de mentirosos». No se puede decir la verdad, entonces vamos a decir la mentira. Tampoco. ¿Qué se dice? Ni la verdad ni la mentira. Ese conflicto era la base de la irreverencia de la película, y un poco que la realidad lo dejó atrás…

De ahí pasaste a Vidas paralelas.

Vidas paralelas me gusta mucho. Siempre quise hacer una película que tuviera las virtudes de Retrato de Teresa y Habanera. Combinar esas dos cosas y, en alguna medida, eso es Vidas paralelas. No se exhibió comercialmente en Cuba, y no he vivido la experiencia de ver cómo se comunica, qué pasa. Lo he tenido aisladamente porque tengo una copia —no se han podido hacer mas copias por un problema de reciclaje tecnológico del laboratorio—. Pero fue una película que nació de una vivencia personal. Nosotros estábamos en Nueva York exhibiendo En el aire, junto a otras películas cubanas en un cine muy céntrico, de unas 800 localidades, en la 42 y la Novena, al lado del Hard Rock Café, por ahí. El cine lleno, por supuesto, y te dabas cuenta de si el público entendía español, porque reaccionaba al diálogo o reaccionaba al subtítulo y, realmente, la mitad de la gente entendía español, y la mitad de la gente eran cubanos. Cuando se acababan las funciones se nos acercaban, lloraban, nos abrazaban, nos llevaban para las casas… A pesar de haber estado en Nueva York varias veces, descubrí un barrio que no conocía. Claro, no era Nueva York sino Nueva Jersey, pero bueno, a diez minutos, cruzando el río. La verdad es que habíamos estado antes allí, unos tíos de Daysi viven ahí y habíamos ido a visitarlos. Pero no me había involucrado con el barrio, no me había fijado. Ahora que conocía a la gente —«Vamos a comer a casa, vamos a tomar un trago aquí…»— descubrí el barrio, y era un barrio cubano, absolutamente cubano. Con sus personajes, sus conflictos, esa añoranza por el pasado que tenían…

En ese momento yo estaba tratando de hacer Primavera con una esquina rota, una novela de Mario Benedetti, que se mueve mucho en el tema que siempre he manejado — los conflictos de pareja. La novela me atraía mucho por eso, y porque el conflicto es con un hombre que está preso —entre revolucionarios, además, y la mitad de la historia pasa en La Habana. Entonces vivo esa experiencia allá, en Union City, con esta gente, y regresamos a La Habana. Fue un momento difícil también aquí, fue cuando se descubrió el narcotráfico, los generales, la corrupción, fusilamientos, juicios públicos y todo eso, y una noche estaba en casa de unos amigos, y dije: «Coño, yo creo que estoy comiendo mierda. ¿Qué tiene que ver Primavera con una esquina rota, con lo que está pasando en este país? Nada.»

Quedó totalmente fuera de circulación, ya no tengo ganas de hacerla. La novela es maravillosa, pero no para hacerla ahora aquí. La haré mas adelante, qué sé yo. No tiene nada que ver con la novela. Tiene que ver con el contexto en que nos estamos moviendo ahora. Y lo que tengo ganas de hacer es esta historia. En ese grupo está Zoé Valdés, y me propone: «Yo te la escribo». Le digo: «No puede ser. Si tú no eres dramaturga, tú eres poeta, has escrito novelas, pero la dramaturgia es otra cosa.» Y me dice: «Yo te la escribo. No discutamos.» Yo no tenía nada que perder ni que ganar, aunque insistí: «Es que tú no conoces la otra acera. Tú conoces la acera de aquí, pero la acera de allá no la conoces.» Y ella me dice: «Déjame a mí. ¿Te molesta que lo intente?» «No, no me molesta, vamos a intentar.» Ok. Se terminó ahí. Pero como a los tres meses Zoé viene y me dice: «Aquí tienes el guión.» Lo reviso y me sorprendo porque es un guión que aunque en su primera versión estaba al 70 por ciento de lo que yo consideraba que debía ser. Y me dijo: «Es que yo conozco ese barrio, yo conozco esa acera. Ahí vive mi padre, ahí viven mis hermanos, nos hemos escrito, hemos hablado por teléfono…» «¿Y cuánto tiempo hace que tú no los ves?» «Doce años.» «Bueno, aquí falta el 30 por ciento, que no lo vas a lograr si tú no vas para allá.» Conseguí la posibilidad de llevarla y nos fuimos para Union City un mes. Y ella convivió con su familia, que hacía doce años que no veía, y aprendió de ese barrio también. De ahí surgió ya la historia completa, el guión definitivo, la historia de esta añoranza del pasado y la añoranza de lo desconocido. Que es el juego de espejos que se da entre acera y acera. La historia original es en una calle con una acera en Union City y una acera en La Habana, donde ocurren las mismas cosas pero al revés. Y que no se puede cruzar, además. Que no existe diálogo entre una acera y la otra.

Descriptor(es)
1. AMOR EN CAMPO MINADO,1987 - CINE CUBANO
2. EN EL AIRE, 1989 - CINE CUBANO
3. HABANERA,1984 - CINE CUBANO
4. LAS PROFECÍAS DE AMANDA, 1999 - CINE CUBANO
5. RETRATO DE TERESA, 1979 - CINE CUBANO
6. VEGA, PASTOR (VEGA TORRES, PASTOR), 1940-2005
7. VIDAS PARALELAS, 1992 - CINE CUBANO