FICHA ANALÍTICA
El misterio García-Espinosa
Título: El misterio García-Espinosa
Autor(es): Ambrosio Fornet
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 1
Mes: Segundo Semestre
Año de publicación: 2005
Agradezco a los organizadores del Festival que me hayan invitado a participar en este acto de clausura con unas palabras sobre el homenajeado. Las he titulado El misterio García-Espinosa sabiendo que sobre él se ha dicho todo, o casi todo, inclusive en tono confesional, pues ahí tenemos ese estupendo retrato de sí mismo y de toda una época que, con envidiable memoria y el corazón en la mano, nos ofrece Julio en Conversaciones con un cineasta incómodo, su diálogo con Víctor Fowler. Pero me gustaría someter a prueba esa impresión de que lo sabemos todo sobre él haciendo algunas preguntas elementales: ¿cuántos de ustedes conocen su verdadero nombre, por ejemplo, o el título de su único poemario, o lo que realmente quiso decir con aquello de cine imperfecto?
Tan pronto como tratamos de encerrar a Julio en un molde o una fórmula sentimos que se nos escapa, no solo porque es realmente polifacético —de hecho, el único negrito de teatro vernáculo, el único rumbero que ha llegado a viceministro, como observó en cierta ocasión uno de sus amigos— sino también porque toda su trayectoria artística e intelectual está montada sobre la base del rechazo a las convenciones y los lugares comunes de la crítica. Se me antoja que esa huidiza personalidad pudiera ser simbólicamente representada por Un largo camino hacia la luz, el ensayo que dio título a su último libro. En él Julio describe paso a paso el proceso mediante el cual un hecho individual, como suele serlo la escritura de un guión, se convierte en un fenómeno colectivo, como lo es inevitablemente la prefilmación, rodaje y elaboración definitiva de una película. Hay entre los dos extremos del proceso una contradicción interna que el público no percibe y que tal vez nunca llegue a resolverse; en efecto, la fase inicial —la dominada por la escritura del guión— es un espacio vacío, como la propia página en que se escribe, y por tanto abierto a todas las ensoñaciones, mientras que la final —aquella en que el resto del proceso se da por terminado— es la del choque con la dura realidad de la película. En ésta todos los delirios de la imaginación se han convertido en una representación visible y palpable, encuadrada entre límites precisos, con rostros y contornos exactos, un espacio, en fin, del que se han esfumado las resonancias secretas y los niveles de ambigüedad que le daban al guión el temblor de lo que estaba allí, aunque no hubiera llegado a decirse. Por eso —nos revela Julio— cuando el día del estreno se encienda el proyector y el resultado de tantos meses de esfuerzos y desvelos se proyecte al fin sobre la pantalla, el realizador sentirá que lo asalta la nostalgia: nostalgia de «aquel guión que ya no es», de «aquel momento único» en que fue público de sí mismo sintiendo que él también iniciaba, junto con el boceto de la película, su «largo camino hacia la luz».
Si el fenómeno así descrito me parece una metáfora de la trayectoria artística e intelectual de Julio es porque revela en sus propias palabras el «misterio García-Espinosa», que radica en una explosiva mezcla de inventiva e inconformidad. El arco que se tiende a lo largo de casi medio siglo entre El Mégano y sus últimos textos ensayísticos puede describirse como un resuelto alegato contra el conformismo y la pereza mental, como una tenaz impugnación de las formas anquilosadas —o, si lo prefieren, mercantilizadas— del pensamiento y el gusto dominantes. Pero esa impugnación no se ejerce desde posiciones dogmáticas sino en dinámica relación con el medio, en el contexto que impone la dialéctica de la ruptura y la continuidad. Julio asimila la filosofía y la estética del Neorrealismo para enfrentar la dramaturgia jolivudense y su incesante reproducción de estereotipos, pero llegado el caso acude al cine de aventuras —con Juan Quinquín como máximo ejemplo— para impugnar desde adentro los tópicos del género, operación típicamente guerrillera que los mambises describían como «disparar sobre el contrario con su propio cañón» y Julio —con el lenguaje del medio— como «hacer un espectáculo de la destrucción del espectáculo». No niega de manera irresponsable e ingenua que el cine sea también —y a veces exclusivamente— una actividad mercantil: lo que exige de sus colegas es que se esfuercen por invertir los procesos, que no hagan películas para el mercado sino que promuevan la apertura de mercados para las películas. Observen que dentro de esa gran paradoja inherente al propio cine, que consiste en ser a la vez arte e industria, Julio no cesa de echar mano a las paradojas conceptuales para llamar la atención sobre el absurdo que implica poner el arte al servicio incondicional de la industria. O al servicio de un Arte, con mayúscula, que tienda a desvincular el cine de sus raíces populares y de sus posibilidades de comunicación con el público, siempre teniendo en cuenta que para Julio la «popularidad» no es algo externo a la obra —que pueda medirse por el resultado de las encuestas o los ingresos en taquilla—, sino que radica en su intrínseca capacidad para poner al espectador en contradicción consigo mismo, invitándole a revisar sus propios gustos y a deshacerse de prejuicios sobre lo que es o debe ser el cine. No olvidemos, por lo demás, que durante el período en que dirigió el ICAIC, este rendido admirador de Brecht —y uno de sus más aventajados discípulos latinoamericanos— promovió el desarrollo de una «dramaturgia de lo cotidiano» que permitiera realizar películas de bajo presupuesto, aumentar así la producción e incorporar nuevos realizadores a la dirección de largometrajes. No olvidemos que este implacable fiscal de lo que Adorno llamó la «psicotécnica» —es decir, la técnica de la manipulación del ser humano— es también el defensor de un desarrollo tecnológico que sin duda permite democratizar el acceso a los medios de producción audiovisuales.
Ahora bien, en lo que atañe a su propia obra, todo el esfuerzo de Julio se orienta hacia la impugnación teórica y práctica de la dramaturgia tradicional, cuyo gran promotor y difusor —el cine de Hollywood— la ha convertido en un medio de idiotizar al público con el pretexto de «entretenerlo». De ahí esos textos ensayísticos y fílmicos desafiantes que nos dejan atónitos, algunos tan audaces como Por un cine imperfecto —su célebre manifiesto contra la tecnolatría— y como Son... o no son o El plano —sus sacrílegas apuestas a una estética de lo experimental—, o esos otros, como La inútil muerte de mi socio Manolo, en los que Julio decide desmentir en la práctica uno de los dogmas intocables del medio —que el cine es imagen, no palabras— y de paso afirmar que su correlato, la etiqueta de «teatro filmado», no es un juicio de valor que pueda descalificar sin más una película de pocas locaciones y muchos diálogos.
Nosotros —la generación que vivió su primera juventud en los años sesenta— le debemos a Julio —y a Titón— una buena parte de nuestro vocabulario crítico y nuestra visión del cine como experiencia social y cultural. Fue Julio quien introdujo en nuestro medio ciertas actitudes e inquietudes de vanguardia, representadas por preguntas como «¿Por qué nos aplauden?», por propuestas como la de «descolonizar nuestras pantallas», por conceptos-metáforas como el de las contradicciones anacrónicas, es decir, las propias de un sistema que se organiza en torno a economías que perpetúan la pobreza, a filosofías que reproducen la ignorancia, a ideologías que estimulan la discriminación y el despilfarro, a industrias culturales que promueven el mercantilismo y la frivolidad. Quizás lo más duradero de la obra de Julio sea su propio potencial de futuro, ese empeño de proyectar su actividad teórica y práctica hacia el objetivo supremo de cambiar la vida y forjar una nueva cultura, una nueva escala de valores permanentemente enriquecida por la experiencia cotidiana y desembarazada al fin de falsas dicotomías del tipo «arte culto/arte popular», o «cine de minorías/cine para las masas». Que hoy ese superobjetivo nos parezca tan lejano no le resta al proyecto ni un ápice de legitimidad.
Termino ya, convencido de que no es posible abarcar en unas pocas líneas una personalidad tan polifacética. Alguien podría evocar a Julio del brazo de una dama huyendo de los gases lacrimógenos por las cercadas callejuelas de Pésaro, o visitando la tumba de Carlos Marx en Londres, o emplazando la cámara en el lugar exacto de Vietnam donde horas después habrá de dibujarse el cráter de una bomba, o entrevistando a Robert Redford y Costa-Gavras para un documental sobre el centenario del cine, o recibiendo un homenaje en Nueva Inglaterra o un premio en el Festival de Bogotá... Semejante desfile iconográfico nos llevaría a preguntarnos si se trata del mismo personaje que estamos habituados a ver como ese diligente funcionario capaz de dirigir con éxito tanto el ICAIC como un Viceministerio encargado de la Música o una Escuela de Cine, y si por casualidad estos últimos no serán, a su vez, ese mismo provocador, ese mismo agitador de conciencias que hemos venido describiendo. Y al comprobar que así es, que se trata de un hombre versado en oficios tan disímiles, volveríamos automáticamente al principio, a lo que nos atrevimos a llamar el Misterio García-Espinosa, que ahora vemos claramente asociado al mito de la Fuente de la Eterna Juventud; en efecto, es la inconformidad permanente, la inquietud creadora y la irrenunciable perspectiva de futuro las que explican tanta vitalidad y nos trasmiten la jubilosa convicción de que tenemos Julio para rato.
Descriptor(es)
1. GARCIA ESPINOSA, JULIO, 1926-2016 - CINEASTAS CUBANOS