FICHA ANALÍTICA

Ana Rodríguez: Mujer transparente
Sánchez González, Jorge Luis (1960 - )

Título: Ana Rodríguez: Mujer transparente

Autor(es): Jorge Luis Sánchez González, Ana Rodríguez

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 2

Año de publicación: 2005

Además de ser una profesión hermosa, diseñada para preparar la fertilidad del terreno sobre el que el director plantará su silla y dirá ¡acción!, la profesión de director asistente es, sin oblicuidades, un permanente ejercicio triste. Porque no solo va a convivir con las grandezas, si no también con las miserias de grandes y pequeños directores con los que filma. Que omiten tu trabajo aun cuando fuiste su leal confidente. O un albacea no anunciado, depositario de las manquedades estéticas y éticas que debes incinerar para no dejar huellas en la historia. O el loquero tragicómico que insufla aliento a una historia muerta que solo el ego menesteroso del director insiste en dar por viva.

Finalmente, los dotados con una mezcla de alta sensibilidad, cultura, organización, nervios, paciencia, arrojo y humildad serán los mejores directores asistentes. Aunque no pocas veces invertirán en la profesión las vigorosas primeras décadas de vida adulta, para después arrimar el barco de los cuarenta a la dirección o a la producción de filmes, en unos casos. En otros, anclarán los deseos profesionales en proyectos de buenas luces y mayor sosiego, mientras que otros vagarán en frustrantes y sombrías oficinas.

Descontando los estragos de la segadora muerte y las estadísticas nunca reveladas, porque acaso no interesará invertir una dendrita de meditación en esta carrera puente, afirmo que la profesión del director asistente entre nosotros los cubanos que hacemos cine, es corta.

No sé muy bien si Ana Rodríguez se cansó de tales sin sabores o ya no podía seguir reprimiendo los deseos de expresarse con voz propia, pero un día debutó en la ficción con Laura, un corto memorable, gracias al cual se salva del olvido el largometraje de cuentos que lo contiene: Mujer transparente (1990).

Viajamos juntos a Alemania, ella con Laura y yo con dos documentales que no vienen al caso. Anita ganó el premio en el prestigioso Festival de Oberhausen en 1991. Se había caído el muro y a los cubanos —por lo menos a ella y a mí— tanto los europeos de izquierda como los de derecha, arremetían sin piedad para saber cuánto tiempo podría la Isla sobrevivir. Cansados y con sueño, muy tarde en la noche helada, debatíamos la realidad nuestra. Un rollizo alemán, cuyo rostro se me asemejaba a un hermoso y olvidado bistec, desde la densidad y el aburrimiento agresivamente derramaba sus soluciones hacia nuestras dificultades. Primero se salió Anita para bañarse a tan increíble hora y me quedé yo en el intento de convencer al incólume teutónico. Regresó Anita y obligado por su ejemplo tropical, me fui a darme un baño yo. Renovado regresé a la contienda. Y ahí estaba el impertinente, ya casi procaz, en el mismo punto de la discusión, no complacido con los extensos argumentos de Ana. Ya no insistía, más bien jodía con lo mismo hasta hacer imborrable en mi memoria los ojos de tiroides de la traductora, vuelta un ocho, cuando la mano de Anita con el cigarro la conminaba a traducir: «—¡Oye, mi chino, aprieta el culo y dale a los pedales que ya es muy tarde! ¿Cuántas veces te vamos a explicar lo mismo?»

Esa frase en negritas, con dos verbos, era una de sus favoritas. Y otras más que impúdicamente intentaré redactar a lo largo de este escrito, si es que el lector neófito quiere de verdad tener una idea de cómo lo culto y lo popular fueron pura síntesis en sus cuerdas vocales urgidas de diario quehacer.

A Anita nunca le faltó el buen humor, tampoco la deliciosa buena mala palabra para redondear una idea cuando los conceptos, o las imágenes, eran cargas insuficientes para expresar lo que su mente gestaba. Sabía comunicarse muy bien por los laberintos sensoriales de sus interlocutores.

Respetados y admirados, como no sucede hoy, a mediados de la década de 1980 los directores asistentes eran instituciones en nuestro ICAIC. Nadie les llamaba primeros asistentes, si no Directores Asistentes, así con mayúsculas al inicio. Comenzaban en la preparación del filme y terminaban en el cuarto de edición, en el trabajo de sincronización y en el desglose de imagen. Luego entraba el director para montar la película. Eran los años en que otrora baluartes como Mario Crespo y Guillermo Torres ya filmaban sus primeros documentales. Más atrás fueron Fernando Pérez, Orlando Rojas, Daniel Díaz Torres, Rolando Díaz, Rapi Diego, que ahora pasaron a dirigir ficción, continuadores todos de una tradición, hoy errática y desaprovechada, esa de empezar a soñar el cine grande desde dentro del staff como asistente de dirección.

Ana Rodríguez, Mayra Segura, Tania Carvajal, Alina Rey y Regino Oliver absorbían la totalidad de la producción de esos años. Ofrecían una sombra que no había arbolito nuevo que creciera. Tuve la suerte, y el honor, de trabajar como asistente de dirección únicamente con dos de ellos: Ana Rodríguez y Mayra Segura.

Anita era una persona muy competente. Sincera, sensible, culta y popular. Vino al mundo del cine dotada de una mezcla demasiado propicia como para no quererla. Además de una gran mujer, era una cineasta. Con el valor agregado de que nunca se propuso anunciarse como tal. Lo era y con eso bastaba.

Me subyugaba mucho la gracia innata con que decía las buenas barbaridades más grandes jamás escuchadas, aprendidas quién sabe dónde. No pocas veces la provocaba para que el torrente de su vocabulario fluyera dulcemente desde sus formidables energías.

Un día me estaba buscaba por todo el ICAIC, los recados no podían ser de nadie más que de ella. Llegó volando ante mí, me miró directa y frontalmente, y sin matices me dijo: «—¡Vámonos Berta!» Me estaba diciendo que quería que yo trabajara como asistente de dirección en Gallego, el filme de Manuel Octavio Gómez, del cual ella sería la directora asistente. ¿Pero, quién es Berta? ¿Yo? «—No, negro, me dijo muerta de la risa».

Allá por la década de los años setenta, Berta y su marido, creo que diplomáticos latinos, habían ido con muchas ilusiones al rodaje de Cantata de Chile. No tenían ideas posibles de cómo era una filmación, donde para el ojo profano aparentemente nada pasa y todo es reiteración. Pues él, al borde de la neurosis y luego de un considerable número de horas allí, insultado le dice a la mujer en tono imperativo y en alta voz. «—¡Vámonos, Berta!» Fue suficiente el choteo de los allí presentes para que la frase quedara mimada y acuñada por el staff y, particularmente, en la sensibilidad de Anita que la empleaba cuando algo ya era un hecho bien consumado.

El Manuel Octavio de aquel 1986 era un cineasta difícil que tenía en sus manos Gallego, un guión simple con muchas posibilidades para que de él saliera un filme naturalistamente débil. Como fue. Anita se esforzaba por hacerle diáfana y nutritiva la convivencia con su equipo. Toda su fortaleza la debió colocar para cortar riendas o atar los cabos que terminaran liberando la participación individual de nosotros y la del director, que no estaba precisamente en la gran cúspide creativa que conoció años atrás.

Una súper producción en manos de un director inseguro es una misión kafkiana para un director asistente. Los que lo son, o fueron, saben lo que estoy diciendo. Vi llorar a Anita muchas veces luego de prolongadas reuniones con Manuel Octavio. Eso, sí, nunca frente a él. Pero entre ella y Manuel Octavio nadie podía introducir una idea ajena a ambos. Eran una suerte de amigos donde había espacio para los improperios, la animosidad, el llanto y luego el abrazo con el cariño que todo lo repara. La muy femenina Anita, en buen cubano era un hombre a todo.

Ocho meses de nuestras vidas dejamos en la preparación de la película, que por causas de financiamiento se postergaba una y otra vez su filmación. Para cuando finalmente se decidió rodar, aquel equipo de asistentes de dirección timoneados por Anita terminó disuelto en otros proyectos.

La Ana, como solía llamarla un amigo mío, amor de ella, de cierto país austral, me enseñó sin proponérselo, cómo la pasión y el talento por el cine no bastan para ser un cineasta competente. Era una mujer auténtica, dotada para combinar excelentemente gracia, inteligencia y desenfado. Y es que a un equipo de filmación no se le puede dirigir desde la tiranía, la rigidez y la amargura. Filmar es una convivencia muy dura como para estar todo el tiempo grave, imposible e inaccesible.

En 1988, cuando me volvió a llamar para trabajar con Orlando Rojas en Papeles secundarios, era una de las directoras asistentes más mimada por la industria y no solo por los jefes, si no por utileros, luminotécnicos, diseñadores, vestuaristas… Era lo más parecido a un «cuarto bate» de un equipo de béisbol. Alguien a la que se le podía entregar con los ojos cerrados una súper producción con toda la complejidad inimaginable. Estaba en la cumbre. Haber trabajado con Humberto Solás en Amada y con Titón en Cartas del parque ya le aseguraba un especial pasaporte con no poco de invulnerabilidad. Estaba bendecida por tirios y troyanos. Había encontrado su espacio, su individualidad y de ahí el gozoso y merecido respeto. Tener a Anita de directora asistente era para los directores dedicarse con concentración y tranquilidad a la dirección de actores.

El mayor crédito de una película cubana es del director, pero ¿cuántas películas le deben muchísimos logros al director asistente? Nunca lo sabremos. Cada quien no debe olvidar los méritos ajenos. Solo quiero subrayar que Anita sabía prepararle el terreno al director para que creara, y a la vez dejaba un ojo receptivo para ayudarlo en las dudas, en la normal pérdida de objetividad ante un plano, una actuación o una yuxtaposición en el montaje. Tenía la capacidad asombrosa de estar antes, durante y adelante. La poderosa agudeza que le acompañaba era un tremendo termómetro durante la puesta en escena, momento crucial de una gran parte de la creación cinematográfica.

No solo los directores, también diseñadores, fotógrafos y actores agradecían sus enriquecedoras sugerencias.

Con veinte años y a pesar de estudiar geografía, mi mente porfiaba. ¿Detrás de ese mar cómo es posible que haya tierra? ¡La tierra tiene que ser plana! Solo Anita me entendió. «——¡Tienes que viajar, conocer otros países es una de las más grandes experiencias!» Era una manera de provocarla para viajar con ella a través de la evocación de sus recuerdos. Una tarde cualquiera durante la prefilmación de Gallego, parábamos el trabajo y me contaba. La siguiente anécdota es deliciosa; el tipo de puesta en la que solo ella podía ser la protagonista.

El ICAIC se preparaba para la filmación de La sexta parte del mundo, un magno documental sobre la Unión Soviética, con Julio García-Espinosa como director general. A Anita le tocaba viajar y en una tienda habanera que ya no existe, todo el que viajaba a los otrora países socialistas europeos debía comprar allí, o alquilar, según el caso, la ropa de invierno. A Anita le gustó un bello sobretodo medio pardo, medio verdoso, medio beige.

Bien abrigada con el sobretodo está bajo el intenso frío de Moscú. Curiosea en la vidriera de una de sus tiendas y a pesar de no entender el idioma, nota los comentarios y las risas a su alrededor. Un poco cabrona, me contaba, se vira. Las risas y las miradas de los transeúntes viajan de ella a un maniquí masculino en otra vidriera. Se acerca y pasa del asombro a la risa: el maniquí, vestido como soldado, forma parte de un homenaje a los que pelearon en la segunda guerra mundial. El sobretodo es idéntico al que llevaba puesto Anita en la década de los años setenta.

Su nobleza no tenía límites. Viéndome desesperado porque no tenía director asistente para mi primer largometrae, Divina desmesura, se brindó para hacer la película. Solo pudo llegar a participar en la selección del protagonista. Fue duro para mí comprobar cómo la enfermedad no cedía cuando hizo un gran esfuerzo por subir las escaleras del edificio de producción, las que en otro tiempo devoraba con el peso de una amplia cartera, más la papelería propia de su trabajo. Cuando recuperó el aliento hizo muy atinadas recomendaciones a Renny Arozarena, el actor seleccionado.

Mi amiga, y maestra, era la invitada número uno a los cursos que impartí para formar asistentes de dirección. En el último desgranó una conferencia donde comenzó diciendo: «—A mí me dicen en el ICAIC, Anita Cojones». Así se presentó y ya no hubo hielo que derretir, ni pregunta que forzar. Los alumnos sintieron el privilegio de escuchar decenas de anécdotas de las que sutilmente solo ella sabía desprender vitales esencias. No porque supiera más que otros, si no porque era una persona genuinamente transparente, ajena a la vanidad y al protagonismo.

Había cumplido 37 años y me dijo que ya estaba viviendo más de la mitad de su vida. No poco esfuerzo me costó entender lo que solo ella intuía cuando la diabetes comenzaba a agotarla. Tarde fue su decisión de dejar el cigarro y de cuidarse como tantas veces le pedimos sus amigos.

Prefirió en los últimos años dejar a un lado la dirección y trabajó para el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Allí dejó sus energías porque se sentía útil. No obstante, acudió a darle feliz término a Las noches de Constantinopla como directora asistente, ante algunos inconvenientes de la producción, subordinándose con vitalidad y sin complejos, otra vez a Orlando Rojas.

Supe que filmó toda la contienda de los balseros en 1994. Le recriminé el no haber luchado con todas sus fuerzas por montar todas esas imágenes en un filme. Una productora extranjera hizo su historia sobre los balseros, ignorando el público nuestro que acá alguien ya estaba trabajando ese asunto y desde la complejidad. Ahora ese material es pasto del archivo y muchos usan, y usarán esas imágenes, inmisericordemente, sin apenas recordar en créditos a la persona que las filmó. La industria le debe ese, su documental inconcluso.

De las pocas mujeres que pudo hacer ficción en Cuba, nunca sintió el abrumador peso de Sara Gómez en su condición de haber sido la única cubana que ha hecho un largo de ficción. Ni padeció del complejo y azaroso feminismo. Ni se escudó detrás de su condición de mujer para reclamar espacios. Hizo lo que pudo, y lo hizo bien. Quien recoja lo mejor del corto de ficción en Cuba, sencillamente tiene que contar con Laura.

Pero para entender lo que nunca pudo aquel alemán, que es nuestra complejidad como país y cómo la emigración ha dejado duras huellas entre los que nos reconocemos cubanos, también ahí está Laura, donde pocas veces el cine cubano ha mostrado con una sinceridad visceral el fenómeno de la emigración, mucho antes que el cercano boom de filmes de los noventa con similar asunto y de tan pendulares resultados.

Dicen que una tarde calurosa, Ana Laura Rodríguez fue por última vez a su trabajo y cómo si estuviera en su entrañable set de filmación dirigiendo, profesionalmente orientó cómo debía ser su funeral. Cineasta renovadora al fin, no quiso funerales como indica la tradición. Ni coronas de flores lúgubres, que acallen el desenfado y la alegría. Menos el velatorio y el ataúd que solo conservan en los vivos el oscuro e insondable rostro de la muerte.

En la brevedad del polvo donde habita, y donde no la concibo, crece su palabrería barroca junto a la gracia innombrable de su inteligencia.


Descriptor(es)
1. MUJERES DIRECTORAS - CINE CUBANO