FICHA ANALÍTICA
El manga y el anime japonés: la máquina transcultural
Reyes, Dean Luis
Título: El manga y el anime japonés: la máquina transcultural
Autor(es): Dean Luis Reyes
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Para empezar a explicar un fenómeno como el del manga y el anime(1) japoneses, hay que sortear el pertinaz acoso de los mitos en que se arropan. Ello significa despejar las tramas difusas sobre las cuales se erige una clase de producción cultural cifrada a partir de intereses mercantiles, usos y utilidades simbólicas de alto valor para la indagación sociológica y del origen de un campo semiológico tan rico como problemático. Todo lo cual explicaría la configuración de una mitología que, aparte de fenómeno mediático y estética gráfica y cinematográfica única, ha dado lugar al auge de una de las subculturas más pujantes e influyentes de la actualidad.
Acaso el mito más persistente consista en la aparente obligatoriedad de dominar las claves culturales, históricas, religiosas y sociológicas de Japón para comprender el «lenguaje secreto» del medio. Ello convierte a ambas expresiones en coartada para el despliegue de dispositivos de hermenéutica cultural que suelen reproducir prejuicios y hábitos de diálogo entre culturas tras los cuales se solapan criterios orientalistas y mucha de la estereotipia con que se intentan explicar las especificidades de culturas «raras» a través de exotismos para el ojo eurocéntrico u occidentalocéntrico. Esa hábil capacidad para activar el engaño del ojo en su conexión con los procesos del deseo y el enigma alcanzan en la lectura de Occidente un instante de seducción que clama por abrazar el milagro especial de una cultura enigmática para su mirada y valores. De ahí que Occidente insista en hacer de Japón su otro modélico, en tanto que Japón, pese a la forzada voluntad por occidentalizarse a partir de la Restauración Meiji de 1868, y de su más o menos exitosa conversión a la ideología de la racionalidad, sigue dialogando con Occidente desde la diferencia y la curiosidad.
Algunos teóricos han hecho énfasis en el centrado de muchas de las manifestaciones culturales propias de Japón alrededor de lo visual, de la sobreiconización de su producción artística, hasta el punto de llegar a caracterizar a la japonesa como una cultura definida por su pictorialcentrismo. Casi cada crónica de viajes de los peregrinos occidentales a Japón dio cuenta de la abultada dimensión visual de sus signos culturales, de la presencia de un decorativismo sobrecifrado en su cultura material y de la prevalencia del signo visual incluso allí donde la intención pragmática descansa en reproducir contenido lingüístico. Esta confusión del ojo occidental ante la sobreabundancia de signos gráficos fundó una de las instancias de partida en el análisis que de Japón emprendiera Roland Barthes en su libro El imperio de los signos. Según Barthes, para aquel visitante ignorante de la lengua local, el ambiente físico del país, sobre todo de la capital —tómese a Tokio como epítome de la urbe posindustrial y alucinógena, ello a partir de sus imágenes más típicas—, se despliega cual escenario icónico donde cada advertencia de tránsito, cada indicación geográfica o denominación de un local público, designados con su correspondiente denominación ideográfica, es entendida como signo pictórico, como imagen plástica a cuyo significado lingüístico seguiremos ajenos. Y esa primera instancia simbólica articula otras tantas que, para la genealogía de la cultura japonesa, suponen la superposición de estratos simbólicos que desembocan en la vigorosa condición visual de su presente.
Los procesos culturales de Japón han descansado de continuo en una actitud reelaboradora. La apropiación, reciclaje y utilización de formas culturales ajenas (durante un largo período de su etapa primitiva, de China; a partir del siglo XIX, de Europa, y luego de los Estados Unidos) dio lugar en ellos a una dialéctica de desarrollo de instituciones propias en un proceso pendular de apertura y cierre a lo ajeno, de exposición y aislamiento, aprovechando para esto la aparente ductilidad de sus costumbres de cara a la absorción y esa decisiva condición insular. Aunque en la antigüedad remota (la cultura Jomon, característica del Paleolítico y nacida de los primeros poblamientos a cargo de los ainos) eran utilizados pictogramas muy primarios, es a partir de la adopción y transformación del alfabeto chino que Japón desarrolla una forma de escritura característica. Junto con ella, las técnicas pictóricas continentales tendrán en las islas una derivación única en los chojugiga, reportados a partir del sigo XII. Estos constituían unas tiras de papel enrollado sobre las cuales se disponían dibujos y que, a medida que eran desenrolladas, suponían una continuidad gráfica y narrativa.
El manga tiene en este a su antepasado. Pero el término implica ya una fantasía ideológica: man-ga asocia dos kanji que significan informal (man) y dibujo (ga). El dibujante Hokusai Katsushika fue su creador y representante más destacado hacia mediados del siglo XIX, justo en el cenit del período Edo (1600-1868), cuando se introdujeron al país ideas foráneas, y en los umbrales del choque cultural que significó la apertura a Occidente del Japón feudal, quien de 1868 en lo adelante viviría una acelerada carrera para ponerse al día con los modelos vigentes en los centros de poder europeos y con la ideología de la modernidad. Tras el auge en el siglo XVIII de las técnicas de impresión en madera, de las cuales surgió un género de libro ilustrado conocido como kibyoshi, fue en este período cuando las dinámicas sincréticas de motivos indígenas y extraños se hizo más compleja, pues al tiempo que las técnicas de la gráfica y la pintura europeas, incluyendo el emergente lenguaje del comic, se introducían en el país(2) de la mano de promotores culturales y a través del incesante intercambio de influencias que abría los territorios secretos de dos culturas milenarias al escrutinio y la reelaboración, las inquietas escuelas pictóricas del Viejo Mundo sufrían el impacto de una tradición artística tan desconocida como inspiradora por su apego a formas salvadas de la renovación galopante de las tendencias artísticas y de la noción, desconocida en las artes japonesas, de innovación y superación, pero desarrollada sobre todo gracias al sostenimiento de condiciones de producción y de valores sociales que habían permanecido esencialmente inalterados durante siglos.
Resulta común el deslumbramiento con que muchos de los representantes de la pintura impresionista recibían las delicadas cenefas con las que manos anónimas decoraban los trozos de papel en que a Europa llegaban los paquetes de té. En varias de las biografías de Van Gogh se refiere la obsesión del pintor por coleccionar extraños dibujos orientales, casi explosiones de color cargados de formas antojadizas, en los que incineraba sus escasos recursos, pero sobre los cuales basó buena parte de su poética. Otro tanto sucede con la pintura de Monet. Así mismo, de esta época data la corriente orientalizante que tomó el mando de las tendencias románticas en poesía y literatura, y la aparición dentro del imaginario de Occidente de la fantasía romántica de Oriente como su otro espiritual, lo cual daría forma a una corriente crítica de cuestionamiento a la ideología racionalista y al imperio maquinista de la Era Industrial, y a partir de la que nacería el mito más permanente en que estoy pensando en mi afirmación del principio de este texto: Japón como retiro espiritual ideal para el ser humano occidental alienado de su matriz original y despojado, a manos de los atributos culturales y los rudimentos de una cultura material asfixiante, de la capacidad para comunicarse con lo Natural.
En este período, la pintura japonesa experimenta una movilidad enorme, y con ella los dispositivos de expresión formal. Pese a las presiones modernizantes, la carencia de perspectiva constitutiva de la estética pictórica japonesa se sostiene casi imbatible, y los intentos de injertarle una actitud escópica cercana a la perspectiva tridimensional obtenida por la visualidad occidental a partir del Renacimiento, tienen poco éxito. El mismo Hokusai, quien desarrolló junto a otros pintores de su tiempo el ukiyo-e o «pinturas del mundo flotante», dio cuenta de métodos tomados en préstamo de la tradición occidental, tales como la representación realista y cierto uso de la perspectiva, al emplear, por ejemplo, el claroscuro. Ello fue solamente una estrategia de aprovechamiento de esas técnicas en favor de prácticas indígenas. El ukiyo-e en general y su desviación hacia el manga incluye buenas dosis de humor y erotismo, lo que se suma a un tratamiento formal dotado de un poderoso sentido del diseño, la claridad de la línea y colores vibrantes, todo lo cual enfatiza las cualidades poéticas abstractas de la pintura.
Más que un factor invasivo, ponerse en contacto con otras tradiciones visuales desarrolló la caprichosa ordenación espacial y la extraña estilización de las formas en las artes plásticas japonesas, cuya composición parece concebida con arreglo a una idea infantil, ingenua, que sin embargo transmite la profunda impresión de asistir a arabescos mentales a través de los cuales se nos informa de una realidad transfigurada por una sensualidad que busca ante todo la exposición de un estado del ser, antes que de una cosmovisión o de un criterio de ordenación intelectual de la materia. Y ello, cuando las pulsiones instrumentales del período buscaban a toda costa la edificación de una genealogía cultural con arreglo a las categorías estéticas de Occidente, privilegiando así las expresiones artísticas equiparables a la tradición occidental (en especial, la literatura).
La necesidad de construir una batería de paradigmas legibles para las filosofías de Occidente, de alcanzar un nivel de traducción acorde con las demandas universalistas de la ideología de la modernidad, llevó incluso a proponer un difuso orden jerárquico que estableciera las bases de lo alto y lo bajo, de lo culto y lo popular. De ahí que esa apuradiza construcción dejara fuera una cantidad considerable de expresiones culturales difícilmente adscribibles a las esferas esencialistas que exigía una teoría estética conforme al canon europeo y potenció tendencias artísticas ajustables a un Japón «coherente» y admisible en el concierto de las naciones modernas, de los estados centrales y las potencias dominantes. Esto dio lugar, por un lado, a uno de los conflictos de traducción cultural fundamental que aún persiste en la lectura de Japón para Occidente, y por otro, a la exclusión de esferas determinantes para comprender las dinámicas de expresión cultural de la sociedad japonesa.
Justo en este período, el manga perfila los atributos que habrían de configurar su institucionalidad. Desarrollado como una suerte de híbrido de las técnicas pictóricas indígenas y de la estética del comic occidental, fue definiéndose como la forma de arte popular y de consumo masivo que daría con la respuesta requerida para uno de los problemas sociológicos esenciales de la sociedad japonesa: la profunda escisión entre las esferas pública (tatame) y privada (honne). Este, elemento constitutivo de la sociedad de las relaciones humanas(3), garante de su cohesión y uno de los fundamentos de la capacidad asimiladora y reconstituyente de la cultura japonesa, que le ha permitido mantener elementos esenciales de su modo de vida y creencias una y otra vez a salvo de cataclismos y hecatombes. De ahí que el manga fuese configurándose como un medio de comunicación de amplio espectro, que no cargó jamás con el prejuicio vigente en las culturas de Occidente alrededor de las expresiones gráficas de corte no realista como infantiles o cual medios ideales para la comunicación con los grupos etareos no adultos. El espectro de esa interacción fue amplio siempre en la cultura popular japonesa, y aunque ciertas expresiones quedaban circunscriptas a un consumo especializado, como el Noh, o pendientes de la limitada reproducción, como el haiku, otros, como el teatro de marionetas (bunraku), alcanzaban audiencias mucho más amplias. Más que productos de la cultura popular, en breve de masas, con una alta cuota de intención de ocio, el manga empezó a responder a la gestión de imaginarios que abarcaban desde políticas del cuerpo y escalas de valores vigentes en torno a las relaciones interpersonales, hasta procesos de cambio social y traumas del pasado o el presente colectivo. La constitución de un público vasto prohijó entonces la expansión del manga a todos los segmentos etareos, depositando en su campo una variedad de temas y tratamientos que es en la actualidad difícil de catalogar. Pero el salto fundamental en la constitución de estas formas de la cultura popular japonesa se produjo a partir de otro choque cultural, este sí decisivo y traumático: la derrota en la segunda guerra mundial y la ocupación norteamericana de su territorio.
En este punto, el relato gráfico se había convertido en un elegante híbrido entre el comic occidental y el dibujo nipón, aunque con un sabor típicamente local. De hecho, durante los años 30 del siglo treinta, el régimen nacionalista y militarista organizó la represión del medio y sus artistas, creando la Asociación de Manga del Nuevo Japón, tras la cual se ocultó una férrea censura a cualquier atisbo de crítica o humor político que no estuviese dirigido contra el enemigo externo; de manera que el manga se vio inundado de propaganda y representaciones de los políticos de países enemigos en la forma de demonios o vampiros(4). En el campo del cine de animación, que hasta este momento había experimentado tímidos avances en el país, un ejemplo magnífico de esta funcionalización está en la serie de aventuras de Momotaro, el niño nacido de una pera, personaje de los cuentos folklóricos japoneses que iba a ser convertido en héroe de guerra. En una de sus películas más célebres, se enfrenta a norteamericanos representados con una apariencia idéntica a la de Bluto, antagonista de Popeye. Algunos análisis señalan que esta caracterización apuntaba a construir un imaginario pop que funcionara como contraparte de los cándidos animalillos de Disney(5). John A. Lent ha subrayado la incidencia histórica de los productos cinematográficos estadounidenses sobre los pioneros de la animación asiática. En su texto Animación en Asia: apropiación, reinterpretación, y adopción o adaptación(6), señala que los hermanos Wan, iniciadores de la animación en China, sufrieron tal impacto al presenciar una función fílmica de cortos animados estadounidenses que ello los hizo entregarse a la creación de su obra en ese campo. El primer corto que realizaran, Alboroto en un estudio de pintura (1926), se apropiaba del «concepto de la serie Fuera del tintero, de los hermanos Fleischer(7)». El texto de Lent permite adivinar la interfase existente entre obras y creadores: el primer largo de animación chino, La princesa del abanico de hierro (1941), de los propios Wan, fue el detonante que llevó al japonés Osamu Tezuka, quien tenía 16 años cuando la vio, a dedicarse a esta práctica. Ello, y Disney: ya se ha vuelto proverbial el hecho de que, a pocos meses de terminada la guerra, Tezuka viajó más de cien veces de su hogar en Osaka a Tokio solo para ver Bambi.
Tezuka era médico de carrera, pero su afición por dibujar mangas lo llevó a no ejercerla. En el Japón de postguerra, la deprimida economía familiar provocó el desarrollo de una corriente de manga muy barato, con ediciones de bajo costo que podían ser alquiladas a precios ínfimos. De manera que llegó a transformarse en una de las opciones recreativas fundamentales del período. Por otra parte, las autoridades estadounidenses de ocupación prohibieron cualquier referencia en las historias a temáticas de samurais, artes marciales o relatos épicos en general, los cuales habían sido muy populares hasta ese instante. Ese miedo a la resurgencia del sentimiento nacionalista y de las aspiraciones expansionistas del Japón vencido, abrió las puertas a una nueva corriente occidentalizadora, así como a la exigencia de que las obras contribuyeran a la difusión de los «valores democráticos occidentales», a promover la concordia y la esperanza en el futuro, pero también a la inventiva y al desarrollo de nuevas temáticas.
Tezuka supo aprovechar el momento. En medio de un panorama gráfico desolador, de pérdida de identidad y de retorno a unas líneas estéticas próximas a Disney, su versión de La isla del tesoro (1947) tuvo un éxito descomunal y sentó las bases para la renovación del manga. Mientras el campo de la animación cinematográfica se dividía entre fábulas risueñas de animales y algunas experimentaciones que apelaban a la hibridez entre motivos iconográficos nativos y formas narrativas occidentales, Tezuka optaba por renovar el sistema de producción, potenciando el desarrollo de ediciones muy baratas y sencillas, accesibles a todos. Sin embargo, su contribución decisiva fue ensayar nuevas herramientas de lenguaje.
En lo adelante, la potencia visual del manga relanzó las antiguas experiencias de Hokusai Katsushita, cuyos impresos mostraban a menudo una escena sola que resumía o alegorizaba un relato mayor, estampas ordenadas en una suerte de libretas pintadas con dibujos en tinta negra que ofrecen la impresión de tratarse más de una serie de sketches que de un relato progresivo. El manga moderno, en cambio, asume lo que ha dado en llamarse luego estilo cinemático, y comienza por renunciar al perenne plano medio del comic y el cartoon para explorar una puesta en escena más fluida, un montaje donde la sintaxis entre los cuadros es decisiva para otorgar sentido a un relato donde los diálogos y la prosa en general está usurpada por lo visual; se trata de una estructura que comprime los valores espaciales y temporales mediante soluciones que, por ejemplo, extienden una sola acción a lo largo de varias páginas. Además, esa contribución estilística tuvo su correlato narrativo cuando Tezuka decide emprender historias menos sosas y proponerse personajes complejos, con cuidadosas y a menudo contradictorias tramas psicológicas, que van más allá de la comedia y abordan temas serios y a menudo amargos.
Hacia fines de los cincuenta, con la fundación de Toei Animation Co., estudio que buscaba reproducir en Japón el modelo productivo de Disney, el campo de la animación comienza a expandirse. En ese período, obras de Yabushita Taiji (uno de los representantes principales de la animación comercial de entonces) y Ofuji Noboro (en una línea más de autor, según el modelo occidental), obtienen amplio reconocimiento en Cannes y Venecia. Mientras, otra vez Tezuka consigue un salto al crear la serie Tetsuwan Atom (estrenada en Estados Unidos como Astroboy), su versión high-tech de Pinocho, que comenzó a emitirse en 1963 en la televisión japonesa.
Si bien en general la cultura popular japonesa de la postguerra padecía del desarraigo y la humillación colonial, de la renuncia a los valores propios y la asunción de los del vencedor, a partir de aquí comienzan a configurarse áreas de resistencia cultural asociadas a productos de la cultura de masas. Una guerra de bajo perfil vino haciendo suya la escena del manga, sobre todo a partir de que los movimientos estudiantiles de los años sesenta convirtieron el medio en una herramienta de agitación y reflexión acerca de la violencia del implante cultural operado sobre la sociedad japonesa, las heridas muy abiertas del genocidio nuclear de Hiroshima y Nagasaki y el conformismo generalizado que el entusiasmo industrialista y el «milagro económico» inoculaban en el país. Y si bien la censura hizo de las suyas y el movimiento contracultural y las reivindicaciones de izquierda fueron eliminados en sus tendencias más radicales, la atmósfera quedó cargada para el auge del manga amateur y la aparición de estudios de cine pequeños que discutían el mercado a los consorcios privados. Luego, los setenta encontraron a la economía japonesa orientándose con ansia hacia el desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación y la electrónica, lo cual creo una estructura mediática soberbia. También en ese decenio la televisión se impone sobre los demás medios de comunicación, lo cual define un mercado envidiable para los realizadores, quienes encuentran además buenas condiciones para emprender proyectos arriesgados.
Este auge de la animación tiene razones que van más allá de lo puramente cultural. La industria cinematográfica japonesa no maneja grandes presupuestos de producción y su mercado ha sido tradicionalmente cooptado por el producto estadounidense, que goza de mucha aceptación. El crítico Sato Kenji(8) señala el papel determinante del factor costo, pues la animación permite generar productos baratos y espectaculares para un mercado pequeño como el japonés. Mas, la pregunta es: ¿qué explica el alto estatus de que goza la animación en Japón frente a industrias de esta clase con larguísima tradición en los Estados Unidos, patria de Disney, o Europa? La respuesta parece estar en el realismo de los filmes japoneses, tanto en la forma como en el contenido, del cual emergen obras refinadas y elementos de expresión dramática de mayor complejidad, que apelan a tratamientos de un carácter menos infantil. Tales dosis de realismo «avergüenzan a muchos filmes de acción real», nota Kenji, quien advierte de los síntomas de rechazo, de hostilidad hacia esa imagen real. Para él, la baja calidad del cine de ficción de su país incluye el rechazo a abordar temas más ambiciosos. No obstante, ese realismo directo del cine de animación japonés, contenido en personajes y situaciones muy cargados de rasgos humanos, en vez de habitado por los superhéroes habituales del imaginario occidental, convive con escenarios fantásticos. Esa dialéctica es paradójica, pues al tiempo que facilita una lectura escapista, suele contribuir a aproximarnos a nuestra condición existencial en la forma de una reflexión alrededor de cómo trabajan los sentimientos. Sería una figuración del «estadio del espejo» lacaniano, a través del cual la distancia que provee la imagen reflejada facilita una lectura crítica profunda del ser.
Por otro lado, Kenji señala la existencia de un proceso de autoblanqueamiento, de una negación étnica de la sociedad japonesa surgida en la era Meiji, especialmente a partir de la primera postguerra. La orientación estética del proceso implica una inclinación hacia la desjaponización, lo que conlleva actuar y lucir más como occidental y caucásico. Para este crítico, los personajes en el anime son japoneses desjaponizados, en una mezcla de características propias y caucásicas. Así, señala cómo en Nausicaa (Hayao Miyazaki, 1986) la historia ocurre en un futuro de rasgos postmedievales, en el que el personaje central se nombra igual que la hija del mitológico rey Alcinoo, de la Odisea. Son estos elementos externos que revelan la aspiración de los japoneses a ser tratados como occidentales, efecto este que no puede replicarse en filmes con actores reales: solo el anime y el manga pueden reunir lo japonés y lo caucásico en un tipo de ser humano con atributos naturales. Acaso ello tenga relación con la transgénesis que se opera en la apariencia física de los ídolos adolescentes del Japón actual y en el canon de belleza vigente.
Kenji cita al ilustrador de modas Nagasawa Setsu, el cual señala que los rostros afilados y cuerpos esbeltos de los caucásicos los hacen físicamente acomodables a la pantalla del cine. «Todos lucen casi demasiado bellos (…) los japoneses son exactamente lo opuesto. Aun la gente que aparece delicadamente bella en persona luce redonda y totalmente sin estilo en cámara. La razón por la cual mucha gente dice desagradarle la “fealdad” de los filmes japoneses —sin tomar en cuenta el contenido— es que la apariencia de los actores japoneses ubica a las películas domésticas en desventaja.» Nagasawa aduce tal problema también como la razón por al cual no tiene éxito el porno japonés. Y Kenji avisa enseguida del auge experimentado desde mediados de los 80 por filmes pornográficos animados, una variante del anime conocida como hentai. Para él, la historia de los pasados veinte años ha sido en esencia la del blanqueamiento étnico en el cine japonés. «Incidentalmente, fue también durante las pasadas dos décadas que el manga, originalmente asociado con el público infantil, se transformó en entretenimiento adulto.»
El impacto cultural de la postguerra fue tan violento que los modos de expresión tradicionales llegaron a ser considerados arcaicos y feudales. Hasta hoy, las formas tradicionales de expresión han mutado hacia estructuras semánticas simplificadas. De ahí que, si el cine refleja emoción mediante la estructura japonesa tradicional, ganará autenticidad, pero el efecto será anticuado. Los animes, entonces, consiguen expresar emociones con una convincente impresión de realidad. «Esto explica por qué muchos de los filmes más ambiciosos y serios escogen el anime como vehículo (…) La realidad insustancial del anime es más viva, literalmente más animada, que la realidad de carne y hueso (…) Si el anime es percibido como más real, más cercano a la realidad física, que la acción en vivo, ello significa que este envuelve la conciencia de realidad japonesa. (…) El ascenso del anime y manga es un producto cultural de la tendencia del Japón moderno a promover la modernización y occidentalización renunciando a su historia y tradiciones. Un medio que funde elementos de Occidente y Oriente, que renuncia a cualquier identidad nacional, puede ser considerado internacional y esa es la razón de la popularidad del anime», concluye Kenji. Ello coincide con mi suposición de que a través del anime se produce uno de los procesos definitorios de la negociación intercultural y transcultural.
Existen aún otros factores críticos. El auge del anime hizo que a partir de los años ochenta del pasado siglo se regularizara el empleo de la animación limitada en la creación de series de TV. Con el tiempo, esta economía en el uso de cuadros, lo cual explica el hieratismo recurrente de los personajes, su homogeneidad, y el peculiar diseño ocular, su exageración(9), se transformó en un recurso de lenguaje. Recurso que no es usado de forma homogénea por los realizadores. El propio Hayao Miyazaki, quién aún produce sus películas siguiendo las técnicas clásicas y se resiste cuanto puede a los gráficos tridimensionales, culpa a esa economía del empobrecimiento estético del anime: «La técnica de cell animation (animación sobre acetatos) convenía para la obtención de un impacto sobre el espectador, y era diseñada de manera que estos solo viesen energía, frescura, lindura. En vez de otorgar vida a un personaje a través de gestos y expresiones faciales, se requirió expresar todo el encanto del mismo con solo una imagen (…) La razón por la cual ese extraño estilo de animación fue aceptado es porque el lenguaje visual del manga, hermano mayor del anime, había penetrado ya a la sociedad. (…) La expresión en el anime se hace más y más excesivamente decorativa. Y los realizadores están convencidos de que ese exceso de expresividad es lo que lo hace atractivo.»(10) Miyazaki, visionario y figura más reconocida de la segunda generación de animadores de la postguerra, confiesa que no le gustan las películas de Disney. Cita como sus influencias esenciales al francés Paul Grimault y al soviético Ivan Ivanov Vano, así como al largometraje japonés Hakujaden (1958). Sin embargo, en su libro Japanimashon wa naze yabureru, publicado a fines de 2005 en Japón, Otsuka Eiji y Osawa Nobuaki afirman que el «anime/manga japonés es esencialmente una subespecie del estilo Disney» que fuera transplantado a Japón, y que la universalidad y el alcance internacional del primero se debe a la universalidad y el alcance internacional del segundo. Mas, como hasta aquí ha podido verse, la evolución histórica de las artes visuales japonesas han dado lugar a formas sintéticas más que híbridas, fenómeno que algunos estudiosos no tardan en calificar como una forma peculiar de postmodernidad.(11)
Esa capacidad para crear algo nuevo a partir de la apropiación de materiales ajenos es lo que lleva a Noel Burch a problematizar el saldo de los procesos de modernización de Japón. En su clásico estudio To a Distant Observer(12) , Burch observa que la negociación con prácticas recibidas indica hasta qué punto al interior de las sociedades del capitalismo avanzado persisten procesos de interacción entre pasado y presente, en los cuales el último está como llamado a conjurar al primero. Descubre que la radicalización de las prácticas culturales y de las formas artísticas propias fue decisiva para que la modernidad japonesa no resultase una simple imitación. Esa táctica de radicalización permitió tomar distancia de los referentes modélicos impuestos por la modernidad occidental, demandando la gestión de una subjetividad capaz de romper con el pasado y a la vez de reelaborar esos legados. En vez de la modernidad imitativa que el eurocentrismo cita como milagro japonés (la japonesa como cultura mimética, que se reedifica de las ruinas de la guerra en la forma de estado central con los atributos de las naciones modernas; por tanto, incapaz de generar su propia modernidad y mucho menos de ser original), se hace evidente la capacidad de ir más allá de esos modelos, para en cambio gestionar una más o menos estable convivencia de temporalidades diversas al interior de una sociedad que, al tiempo que vive en el futuro, recrea y actualiza sus legados. Como ha dicho el filósofo Tetsuro Watsuji, «prácticamente ningún estilo ha muerto; en otras palabras, la historia del arte japonés no es una de sucesión, sino de superposición».
El anime contemporáneo es resultado de ese trabajo estético residual, hasta el extremo de que su heterogeneidad impide ver a menudo cuánto depende su vitalidad del reciclaje de sus propios vestigios y de la autoreferencialidad. Hoy manga y anime articulan la mayor industria gráfica global. Japón produce casi una decena de horas de animación diarias, que implican unas 80 series de televisión al aire simultáneamente, un mercado de obras directo a vídeo (OVAs), enorme influencia en la producción de videojuegos, música y literatura. Además de las voluminosas cifras que mueve la mercadería asociada a películas, series y personajes, existe una envidiable sinergia productiva entre las industrias del libro, la discográfica, cinematográfica, televisiva, los productos interactivos, la moda, la juguetería y, últimamente, la cocina y el turismo. Solo en 2001, las exportaciones de Japón por concepto de manga, animación y videojuegos reportó una cifra aproximada de tres mil millones de dólares. Japan Times publicó el 14 de agosto de 2003 que el mercado del comic nipón generaba ingresos por quinientos veinte billones de yenes, frente a 36.1 en Francia y 4.7 en los Estados Unidos. De acuerdo al The Daily Yomiuri del 14 de marzo de 2004, el 60 porciento de la producción mundial de comic es japonesa. Las películas japonesas con históricamente mayor éxito comercial son todas de animación: El castillo ambulante (2004) impuso una nueva marca, superando la de El viaje de Chihiro (2002, ambas de Miyazaki), antes en vigor.
Pese al comercialismo y al cansancio que reportan las fórmulas repetidas que le exigen a los creadores importantes y decisivos segmentos consumidores hasta el punto del vicio de estos productos (la subcultura otaku), existe hoy un sólido sistema cultural detrás de estas prácticas. La animación a través de ella ha asumido retos artísticos impensados para el cine de acción real, y mientras sigue siendo una forma privilegiada de cultura popular, su manejo de temas complejos y el desarrollo de códigos experimentales le confiere una importancia singular entre los lenguajes actuales de la cultura audiovisual. El imaginario que ha fundado y los estilos gráficos que desarrolló son hoy una referencia inevitable en el campo cultural universal. Y, sin embargo, una pregunta sigue en pie: ¿por qué nos seduce ese mundo las más de las veces cercado por el absurdo; qué nos encanta de esas épicas galácticas en las que se pone a prueba la capacidad del hombre para regenerarse; hasta qué punto la inocencia con que se nos ofrecen estas fábulas paranoicas, esos héroes atormentados, esos miedos apocalípticos, tocan en nuestro interior al niño asustadizo y curioso que se resiste a crecer y no deja de ver el mundo como escenario de lo posible, como campo abierto a la imaginación y el encanto?
Descriptor(es)
1. ANIMACIÓN
2. DIBUJO ANIMADO
Título: El manga y el anime japonés: la máquina transcultural
Autor(es): Dean Luis Reyes
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Para empezar a explicar un fenómeno como el del manga y el anime(1) japoneses, hay que sortear el pertinaz acoso de los mitos en que se arropan. Ello significa despejar las tramas difusas sobre las cuales se erige una clase de producción cultural cifrada a partir de intereses mercantiles, usos y utilidades simbólicas de alto valor para la indagación sociológica y del origen de un campo semiológico tan rico como problemático. Todo lo cual explicaría la configuración de una mitología que, aparte de fenómeno mediático y estética gráfica y cinematográfica única, ha dado lugar al auge de una de las subculturas más pujantes e influyentes de la actualidad.
Acaso el mito más persistente consista en la aparente obligatoriedad de dominar las claves culturales, históricas, religiosas y sociológicas de Japón para comprender el «lenguaje secreto» del medio. Ello convierte a ambas expresiones en coartada para el despliegue de dispositivos de hermenéutica cultural que suelen reproducir prejuicios y hábitos de diálogo entre culturas tras los cuales se solapan criterios orientalistas y mucha de la estereotipia con que se intentan explicar las especificidades de culturas «raras» a través de exotismos para el ojo eurocéntrico u occidentalocéntrico. Esa hábil capacidad para activar el engaño del ojo en su conexión con los procesos del deseo y el enigma alcanzan en la lectura de Occidente un instante de seducción que clama por abrazar el milagro especial de una cultura enigmática para su mirada y valores. De ahí que Occidente insista en hacer de Japón su otro modélico, en tanto que Japón, pese a la forzada voluntad por occidentalizarse a partir de la Restauración Meiji de 1868, y de su más o menos exitosa conversión a la ideología de la racionalidad, sigue dialogando con Occidente desde la diferencia y la curiosidad.
Algunos teóricos han hecho énfasis en el centrado de muchas de las manifestaciones culturales propias de Japón alrededor de lo visual, de la sobreiconización de su producción artística, hasta el punto de llegar a caracterizar a la japonesa como una cultura definida por su pictorialcentrismo. Casi cada crónica de viajes de los peregrinos occidentales a Japón dio cuenta de la abultada dimensión visual de sus signos culturales, de la presencia de un decorativismo sobrecifrado en su cultura material y de la prevalencia del signo visual incluso allí donde la intención pragmática descansa en reproducir contenido lingüístico. Esta confusión del ojo occidental ante la sobreabundancia de signos gráficos fundó una de las instancias de partida en el análisis que de Japón emprendiera Roland Barthes en su libro El imperio de los signos. Según Barthes, para aquel visitante ignorante de la lengua local, el ambiente físico del país, sobre todo de la capital —tómese a Tokio como epítome de la urbe posindustrial y alucinógena, ello a partir de sus imágenes más típicas—, se despliega cual escenario icónico donde cada advertencia de tránsito, cada indicación geográfica o denominación de un local público, designados con su correspondiente denominación ideográfica, es entendida como signo pictórico, como imagen plástica a cuyo significado lingüístico seguiremos ajenos. Y esa primera instancia simbólica articula otras tantas que, para la genealogía de la cultura japonesa, suponen la superposición de estratos simbólicos que desembocan en la vigorosa condición visual de su presente.
Los procesos culturales de Japón han descansado de continuo en una actitud reelaboradora. La apropiación, reciclaje y utilización de formas culturales ajenas (durante un largo período de su etapa primitiva, de China; a partir del siglo XIX, de Europa, y luego de los Estados Unidos) dio lugar en ellos a una dialéctica de desarrollo de instituciones propias en un proceso pendular de apertura y cierre a lo ajeno, de exposición y aislamiento, aprovechando para esto la aparente ductilidad de sus costumbres de cara a la absorción y esa decisiva condición insular. Aunque en la antigüedad remota (la cultura Jomon, característica del Paleolítico y nacida de los primeros poblamientos a cargo de los ainos) eran utilizados pictogramas muy primarios, es a partir de la adopción y transformación del alfabeto chino que Japón desarrolla una forma de escritura característica. Junto con ella, las técnicas pictóricas continentales tendrán en las islas una derivación única en los chojugiga, reportados a partir del sigo XII. Estos constituían unas tiras de papel enrollado sobre las cuales se disponían dibujos y que, a medida que eran desenrolladas, suponían una continuidad gráfica y narrativa.
El manga tiene en este a su antepasado. Pero el término implica ya una fantasía ideológica: man-ga asocia dos kanji que significan informal (man) y dibujo (ga). El dibujante Hokusai Katsushika fue su creador y representante más destacado hacia mediados del siglo XIX, justo en el cenit del período Edo (1600-1868), cuando se introdujeron al país ideas foráneas, y en los umbrales del choque cultural que significó la apertura a Occidente del Japón feudal, quien de 1868 en lo adelante viviría una acelerada carrera para ponerse al día con los modelos vigentes en los centros de poder europeos y con la ideología de la modernidad. Tras el auge en el siglo XVIII de las técnicas de impresión en madera, de las cuales surgió un género de libro ilustrado conocido como kibyoshi, fue en este período cuando las dinámicas sincréticas de motivos indígenas y extraños se hizo más compleja, pues al tiempo que las técnicas de la gráfica y la pintura europeas, incluyendo el emergente lenguaje del comic, se introducían en el país(2) de la mano de promotores culturales y a través del incesante intercambio de influencias que abría los territorios secretos de dos culturas milenarias al escrutinio y la reelaboración, las inquietas escuelas pictóricas del Viejo Mundo sufrían el impacto de una tradición artística tan desconocida como inspiradora por su apego a formas salvadas de la renovación galopante de las tendencias artísticas y de la noción, desconocida en las artes japonesas, de innovación y superación, pero desarrollada sobre todo gracias al sostenimiento de condiciones de producción y de valores sociales que habían permanecido esencialmente inalterados durante siglos.
Resulta común el deslumbramiento con que muchos de los representantes de la pintura impresionista recibían las delicadas cenefas con las que manos anónimas decoraban los trozos de papel en que a Europa llegaban los paquetes de té. En varias de las biografías de Van Gogh se refiere la obsesión del pintor por coleccionar extraños dibujos orientales, casi explosiones de color cargados de formas antojadizas, en los que incineraba sus escasos recursos, pero sobre los cuales basó buena parte de su poética. Otro tanto sucede con la pintura de Monet. Así mismo, de esta época data la corriente orientalizante que tomó el mando de las tendencias románticas en poesía y literatura, y la aparición dentro del imaginario de Occidente de la fantasía romántica de Oriente como su otro espiritual, lo cual daría forma a una corriente crítica de cuestionamiento a la ideología racionalista y al imperio maquinista de la Era Industrial, y a partir de la que nacería el mito más permanente en que estoy pensando en mi afirmación del principio de este texto: Japón como retiro espiritual ideal para el ser humano occidental alienado de su matriz original y despojado, a manos de los atributos culturales y los rudimentos de una cultura material asfixiante, de la capacidad para comunicarse con lo Natural.
En este período, la pintura japonesa experimenta una movilidad enorme, y con ella los dispositivos de expresión formal. Pese a las presiones modernizantes, la carencia de perspectiva constitutiva de la estética pictórica japonesa se sostiene casi imbatible, y los intentos de injertarle una actitud escópica cercana a la perspectiva tridimensional obtenida por la visualidad occidental a partir del Renacimiento, tienen poco éxito. El mismo Hokusai, quien desarrolló junto a otros pintores de su tiempo el ukiyo-e o «pinturas del mundo flotante», dio cuenta de métodos tomados en préstamo de la tradición occidental, tales como la representación realista y cierto uso de la perspectiva, al emplear, por ejemplo, el claroscuro. Ello fue solamente una estrategia de aprovechamiento de esas técnicas en favor de prácticas indígenas. El ukiyo-e en general y su desviación hacia el manga incluye buenas dosis de humor y erotismo, lo que se suma a un tratamiento formal dotado de un poderoso sentido del diseño, la claridad de la línea y colores vibrantes, todo lo cual enfatiza las cualidades poéticas abstractas de la pintura.
Más que un factor invasivo, ponerse en contacto con otras tradiciones visuales desarrolló la caprichosa ordenación espacial y la extraña estilización de las formas en las artes plásticas japonesas, cuya composición parece concebida con arreglo a una idea infantil, ingenua, que sin embargo transmite la profunda impresión de asistir a arabescos mentales a través de los cuales se nos informa de una realidad transfigurada por una sensualidad que busca ante todo la exposición de un estado del ser, antes que de una cosmovisión o de un criterio de ordenación intelectual de la materia. Y ello, cuando las pulsiones instrumentales del período buscaban a toda costa la edificación de una genealogía cultural con arreglo a las categorías estéticas de Occidente, privilegiando así las expresiones artísticas equiparables a la tradición occidental (en especial, la literatura).
La necesidad de construir una batería de paradigmas legibles para las filosofías de Occidente, de alcanzar un nivel de traducción acorde con las demandas universalistas de la ideología de la modernidad, llevó incluso a proponer un difuso orden jerárquico que estableciera las bases de lo alto y lo bajo, de lo culto y lo popular. De ahí que esa apuradiza construcción dejara fuera una cantidad considerable de expresiones culturales difícilmente adscribibles a las esferas esencialistas que exigía una teoría estética conforme al canon europeo y potenció tendencias artísticas ajustables a un Japón «coherente» y admisible en el concierto de las naciones modernas, de los estados centrales y las potencias dominantes. Esto dio lugar, por un lado, a uno de los conflictos de traducción cultural fundamental que aún persiste en la lectura de Japón para Occidente, y por otro, a la exclusión de esferas determinantes para comprender las dinámicas de expresión cultural de la sociedad japonesa.
Justo en este período, el manga perfila los atributos que habrían de configurar su institucionalidad. Desarrollado como una suerte de híbrido de las técnicas pictóricas indígenas y de la estética del comic occidental, fue definiéndose como la forma de arte popular y de consumo masivo que daría con la respuesta requerida para uno de los problemas sociológicos esenciales de la sociedad japonesa: la profunda escisión entre las esferas pública (tatame) y privada (honne). Este, elemento constitutivo de la sociedad de las relaciones humanas(3), garante de su cohesión y uno de los fundamentos de la capacidad asimiladora y reconstituyente de la cultura japonesa, que le ha permitido mantener elementos esenciales de su modo de vida y creencias una y otra vez a salvo de cataclismos y hecatombes. De ahí que el manga fuese configurándose como un medio de comunicación de amplio espectro, que no cargó jamás con el prejuicio vigente en las culturas de Occidente alrededor de las expresiones gráficas de corte no realista como infantiles o cual medios ideales para la comunicación con los grupos etareos no adultos. El espectro de esa interacción fue amplio siempre en la cultura popular japonesa, y aunque ciertas expresiones quedaban circunscriptas a un consumo especializado, como el Noh, o pendientes de la limitada reproducción, como el haiku, otros, como el teatro de marionetas (bunraku), alcanzaban audiencias mucho más amplias. Más que productos de la cultura popular, en breve de masas, con una alta cuota de intención de ocio, el manga empezó a responder a la gestión de imaginarios que abarcaban desde políticas del cuerpo y escalas de valores vigentes en torno a las relaciones interpersonales, hasta procesos de cambio social y traumas del pasado o el presente colectivo. La constitución de un público vasto prohijó entonces la expansión del manga a todos los segmentos etareos, depositando en su campo una variedad de temas y tratamientos que es en la actualidad difícil de catalogar. Pero el salto fundamental en la constitución de estas formas de la cultura popular japonesa se produjo a partir de otro choque cultural, este sí decisivo y traumático: la derrota en la segunda guerra mundial y la ocupación norteamericana de su territorio.
En este punto, el relato gráfico se había convertido en un elegante híbrido entre el comic occidental y el dibujo nipón, aunque con un sabor típicamente local. De hecho, durante los años 30 del siglo treinta, el régimen nacionalista y militarista organizó la represión del medio y sus artistas, creando la Asociación de Manga del Nuevo Japón, tras la cual se ocultó una férrea censura a cualquier atisbo de crítica o humor político que no estuviese dirigido contra el enemigo externo; de manera que el manga se vio inundado de propaganda y representaciones de los políticos de países enemigos en la forma de demonios o vampiros(4). En el campo del cine de animación, que hasta este momento había experimentado tímidos avances en el país, un ejemplo magnífico de esta funcionalización está en la serie de aventuras de Momotaro, el niño nacido de una pera, personaje de los cuentos folklóricos japoneses que iba a ser convertido en héroe de guerra. En una de sus películas más célebres, se enfrenta a norteamericanos representados con una apariencia idéntica a la de Bluto, antagonista de Popeye. Algunos análisis señalan que esta caracterización apuntaba a construir un imaginario pop que funcionara como contraparte de los cándidos animalillos de Disney(5). John A. Lent ha subrayado la incidencia histórica de los productos cinematográficos estadounidenses sobre los pioneros de la animación asiática. En su texto Animación en Asia: apropiación, reinterpretación, y adopción o adaptación(6), señala que los hermanos Wan, iniciadores de la animación en China, sufrieron tal impacto al presenciar una función fílmica de cortos animados estadounidenses que ello los hizo entregarse a la creación de su obra en ese campo. El primer corto que realizaran, Alboroto en un estudio de pintura (1926), se apropiaba del «concepto de la serie Fuera del tintero, de los hermanos Fleischer(7)». El texto de Lent permite adivinar la interfase existente entre obras y creadores: el primer largo de animación chino, La princesa del abanico de hierro (1941), de los propios Wan, fue el detonante que llevó al japonés Osamu Tezuka, quien tenía 16 años cuando la vio, a dedicarse a esta práctica. Ello, y Disney: ya se ha vuelto proverbial el hecho de que, a pocos meses de terminada la guerra, Tezuka viajó más de cien veces de su hogar en Osaka a Tokio solo para ver Bambi.
Tezuka era médico de carrera, pero su afición por dibujar mangas lo llevó a no ejercerla. En el Japón de postguerra, la deprimida economía familiar provocó el desarrollo de una corriente de manga muy barato, con ediciones de bajo costo que podían ser alquiladas a precios ínfimos. De manera que llegó a transformarse en una de las opciones recreativas fundamentales del período. Por otra parte, las autoridades estadounidenses de ocupación prohibieron cualquier referencia en las historias a temáticas de samurais, artes marciales o relatos épicos en general, los cuales habían sido muy populares hasta ese instante. Ese miedo a la resurgencia del sentimiento nacionalista y de las aspiraciones expansionistas del Japón vencido, abrió las puertas a una nueva corriente occidentalizadora, así como a la exigencia de que las obras contribuyeran a la difusión de los «valores democráticos occidentales», a promover la concordia y la esperanza en el futuro, pero también a la inventiva y al desarrollo de nuevas temáticas.
Tezuka supo aprovechar el momento. En medio de un panorama gráfico desolador, de pérdida de identidad y de retorno a unas líneas estéticas próximas a Disney, su versión de La isla del tesoro (1947) tuvo un éxito descomunal y sentó las bases para la renovación del manga. Mientras el campo de la animación cinematográfica se dividía entre fábulas risueñas de animales y algunas experimentaciones que apelaban a la hibridez entre motivos iconográficos nativos y formas narrativas occidentales, Tezuka optaba por renovar el sistema de producción, potenciando el desarrollo de ediciones muy baratas y sencillas, accesibles a todos. Sin embargo, su contribución decisiva fue ensayar nuevas herramientas de lenguaje.
En lo adelante, la potencia visual del manga relanzó las antiguas experiencias de Hokusai Katsushita, cuyos impresos mostraban a menudo una escena sola que resumía o alegorizaba un relato mayor, estampas ordenadas en una suerte de libretas pintadas con dibujos en tinta negra que ofrecen la impresión de tratarse más de una serie de sketches que de un relato progresivo. El manga moderno, en cambio, asume lo que ha dado en llamarse luego estilo cinemático, y comienza por renunciar al perenne plano medio del comic y el cartoon para explorar una puesta en escena más fluida, un montaje donde la sintaxis entre los cuadros es decisiva para otorgar sentido a un relato donde los diálogos y la prosa en general está usurpada por lo visual; se trata de una estructura que comprime los valores espaciales y temporales mediante soluciones que, por ejemplo, extienden una sola acción a lo largo de varias páginas. Además, esa contribución estilística tuvo su correlato narrativo cuando Tezuka decide emprender historias menos sosas y proponerse personajes complejos, con cuidadosas y a menudo contradictorias tramas psicológicas, que van más allá de la comedia y abordan temas serios y a menudo amargos.
Hacia fines de los cincuenta, con la fundación de Toei Animation Co., estudio que buscaba reproducir en Japón el modelo productivo de Disney, el campo de la animación comienza a expandirse. En ese período, obras de Yabushita Taiji (uno de los representantes principales de la animación comercial de entonces) y Ofuji Noboro (en una línea más de autor, según el modelo occidental), obtienen amplio reconocimiento en Cannes y Venecia. Mientras, otra vez Tezuka consigue un salto al crear la serie Tetsuwan Atom (estrenada en Estados Unidos como Astroboy), su versión high-tech de Pinocho, que comenzó a emitirse en 1963 en la televisión japonesa.
Si bien en general la cultura popular japonesa de la postguerra padecía del desarraigo y la humillación colonial, de la renuncia a los valores propios y la asunción de los del vencedor, a partir de aquí comienzan a configurarse áreas de resistencia cultural asociadas a productos de la cultura de masas. Una guerra de bajo perfil vino haciendo suya la escena del manga, sobre todo a partir de que los movimientos estudiantiles de los años sesenta convirtieron el medio en una herramienta de agitación y reflexión acerca de la violencia del implante cultural operado sobre la sociedad japonesa, las heridas muy abiertas del genocidio nuclear de Hiroshima y Nagasaki y el conformismo generalizado que el entusiasmo industrialista y el «milagro económico» inoculaban en el país. Y si bien la censura hizo de las suyas y el movimiento contracultural y las reivindicaciones de izquierda fueron eliminados en sus tendencias más radicales, la atmósfera quedó cargada para el auge del manga amateur y la aparición de estudios de cine pequeños que discutían el mercado a los consorcios privados. Luego, los setenta encontraron a la economía japonesa orientándose con ansia hacia el desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación y la electrónica, lo cual creo una estructura mediática soberbia. También en ese decenio la televisión se impone sobre los demás medios de comunicación, lo cual define un mercado envidiable para los realizadores, quienes encuentran además buenas condiciones para emprender proyectos arriesgados.
Este auge de la animación tiene razones que van más allá de lo puramente cultural. La industria cinematográfica japonesa no maneja grandes presupuestos de producción y su mercado ha sido tradicionalmente cooptado por el producto estadounidense, que goza de mucha aceptación. El crítico Sato Kenji(8) señala el papel determinante del factor costo, pues la animación permite generar productos baratos y espectaculares para un mercado pequeño como el japonés. Mas, la pregunta es: ¿qué explica el alto estatus de que goza la animación en Japón frente a industrias de esta clase con larguísima tradición en los Estados Unidos, patria de Disney, o Europa? La respuesta parece estar en el realismo de los filmes japoneses, tanto en la forma como en el contenido, del cual emergen obras refinadas y elementos de expresión dramática de mayor complejidad, que apelan a tratamientos de un carácter menos infantil. Tales dosis de realismo «avergüenzan a muchos filmes de acción real», nota Kenji, quien advierte de los síntomas de rechazo, de hostilidad hacia esa imagen real. Para él, la baja calidad del cine de ficción de su país incluye el rechazo a abordar temas más ambiciosos. No obstante, ese realismo directo del cine de animación japonés, contenido en personajes y situaciones muy cargados de rasgos humanos, en vez de habitado por los superhéroes habituales del imaginario occidental, convive con escenarios fantásticos. Esa dialéctica es paradójica, pues al tiempo que facilita una lectura escapista, suele contribuir a aproximarnos a nuestra condición existencial en la forma de una reflexión alrededor de cómo trabajan los sentimientos. Sería una figuración del «estadio del espejo» lacaniano, a través del cual la distancia que provee la imagen reflejada facilita una lectura crítica profunda del ser.
Por otro lado, Kenji señala la existencia de un proceso de autoblanqueamiento, de una negación étnica de la sociedad japonesa surgida en la era Meiji, especialmente a partir de la primera postguerra. La orientación estética del proceso implica una inclinación hacia la desjaponización, lo que conlleva actuar y lucir más como occidental y caucásico. Para este crítico, los personajes en el anime son japoneses desjaponizados, en una mezcla de características propias y caucásicas. Así, señala cómo en Nausicaa (Hayao Miyazaki, 1986) la historia ocurre en un futuro de rasgos postmedievales, en el que el personaje central se nombra igual que la hija del mitológico rey Alcinoo, de la Odisea. Son estos elementos externos que revelan la aspiración de los japoneses a ser tratados como occidentales, efecto este que no puede replicarse en filmes con actores reales: solo el anime y el manga pueden reunir lo japonés y lo caucásico en un tipo de ser humano con atributos naturales. Acaso ello tenga relación con la transgénesis que se opera en la apariencia física de los ídolos adolescentes del Japón actual y en el canon de belleza vigente.
Kenji cita al ilustrador de modas Nagasawa Setsu, el cual señala que los rostros afilados y cuerpos esbeltos de los caucásicos los hacen físicamente acomodables a la pantalla del cine. «Todos lucen casi demasiado bellos (…) los japoneses son exactamente lo opuesto. Aun la gente que aparece delicadamente bella en persona luce redonda y totalmente sin estilo en cámara. La razón por la cual mucha gente dice desagradarle la “fealdad” de los filmes japoneses —sin tomar en cuenta el contenido— es que la apariencia de los actores japoneses ubica a las películas domésticas en desventaja.» Nagasawa aduce tal problema también como la razón por al cual no tiene éxito el porno japonés. Y Kenji avisa enseguida del auge experimentado desde mediados de los 80 por filmes pornográficos animados, una variante del anime conocida como hentai. Para él, la historia de los pasados veinte años ha sido en esencia la del blanqueamiento étnico en el cine japonés. «Incidentalmente, fue también durante las pasadas dos décadas que el manga, originalmente asociado con el público infantil, se transformó en entretenimiento adulto.»
El impacto cultural de la postguerra fue tan violento que los modos de expresión tradicionales llegaron a ser considerados arcaicos y feudales. Hasta hoy, las formas tradicionales de expresión han mutado hacia estructuras semánticas simplificadas. De ahí que, si el cine refleja emoción mediante la estructura japonesa tradicional, ganará autenticidad, pero el efecto será anticuado. Los animes, entonces, consiguen expresar emociones con una convincente impresión de realidad. «Esto explica por qué muchos de los filmes más ambiciosos y serios escogen el anime como vehículo (…) La realidad insustancial del anime es más viva, literalmente más animada, que la realidad de carne y hueso (…) Si el anime es percibido como más real, más cercano a la realidad física, que la acción en vivo, ello significa que este envuelve la conciencia de realidad japonesa. (…) El ascenso del anime y manga es un producto cultural de la tendencia del Japón moderno a promover la modernización y occidentalización renunciando a su historia y tradiciones. Un medio que funde elementos de Occidente y Oriente, que renuncia a cualquier identidad nacional, puede ser considerado internacional y esa es la razón de la popularidad del anime», concluye Kenji. Ello coincide con mi suposición de que a través del anime se produce uno de los procesos definitorios de la negociación intercultural y transcultural.
Existen aún otros factores críticos. El auge del anime hizo que a partir de los años ochenta del pasado siglo se regularizara el empleo de la animación limitada en la creación de series de TV. Con el tiempo, esta economía en el uso de cuadros, lo cual explica el hieratismo recurrente de los personajes, su homogeneidad, y el peculiar diseño ocular, su exageración(9), se transformó en un recurso de lenguaje. Recurso que no es usado de forma homogénea por los realizadores. El propio Hayao Miyazaki, quién aún produce sus películas siguiendo las técnicas clásicas y se resiste cuanto puede a los gráficos tridimensionales, culpa a esa economía del empobrecimiento estético del anime: «La técnica de cell animation (animación sobre acetatos) convenía para la obtención de un impacto sobre el espectador, y era diseñada de manera que estos solo viesen energía, frescura, lindura. En vez de otorgar vida a un personaje a través de gestos y expresiones faciales, se requirió expresar todo el encanto del mismo con solo una imagen (…) La razón por la cual ese extraño estilo de animación fue aceptado es porque el lenguaje visual del manga, hermano mayor del anime, había penetrado ya a la sociedad. (…) La expresión en el anime se hace más y más excesivamente decorativa. Y los realizadores están convencidos de que ese exceso de expresividad es lo que lo hace atractivo.»(10) Miyazaki, visionario y figura más reconocida de la segunda generación de animadores de la postguerra, confiesa que no le gustan las películas de Disney. Cita como sus influencias esenciales al francés Paul Grimault y al soviético Ivan Ivanov Vano, así como al largometraje japonés Hakujaden (1958). Sin embargo, en su libro Japanimashon wa naze yabureru, publicado a fines de 2005 en Japón, Otsuka Eiji y Osawa Nobuaki afirman que el «anime/manga japonés es esencialmente una subespecie del estilo Disney» que fuera transplantado a Japón, y que la universalidad y el alcance internacional del primero se debe a la universalidad y el alcance internacional del segundo. Mas, como hasta aquí ha podido verse, la evolución histórica de las artes visuales japonesas han dado lugar a formas sintéticas más que híbridas, fenómeno que algunos estudiosos no tardan en calificar como una forma peculiar de postmodernidad.(11)
Esa capacidad para crear algo nuevo a partir de la apropiación de materiales ajenos es lo que lleva a Noel Burch a problematizar el saldo de los procesos de modernización de Japón. En su clásico estudio To a Distant Observer(12) , Burch observa que la negociación con prácticas recibidas indica hasta qué punto al interior de las sociedades del capitalismo avanzado persisten procesos de interacción entre pasado y presente, en los cuales el último está como llamado a conjurar al primero. Descubre que la radicalización de las prácticas culturales y de las formas artísticas propias fue decisiva para que la modernidad japonesa no resultase una simple imitación. Esa táctica de radicalización permitió tomar distancia de los referentes modélicos impuestos por la modernidad occidental, demandando la gestión de una subjetividad capaz de romper con el pasado y a la vez de reelaborar esos legados. En vez de la modernidad imitativa que el eurocentrismo cita como milagro japonés (la japonesa como cultura mimética, que se reedifica de las ruinas de la guerra en la forma de estado central con los atributos de las naciones modernas; por tanto, incapaz de generar su propia modernidad y mucho menos de ser original), se hace evidente la capacidad de ir más allá de esos modelos, para en cambio gestionar una más o menos estable convivencia de temporalidades diversas al interior de una sociedad que, al tiempo que vive en el futuro, recrea y actualiza sus legados. Como ha dicho el filósofo Tetsuro Watsuji, «prácticamente ningún estilo ha muerto; en otras palabras, la historia del arte japonés no es una de sucesión, sino de superposición».
El anime contemporáneo es resultado de ese trabajo estético residual, hasta el extremo de que su heterogeneidad impide ver a menudo cuánto depende su vitalidad del reciclaje de sus propios vestigios y de la autoreferencialidad. Hoy manga y anime articulan la mayor industria gráfica global. Japón produce casi una decena de horas de animación diarias, que implican unas 80 series de televisión al aire simultáneamente, un mercado de obras directo a vídeo (OVAs), enorme influencia en la producción de videojuegos, música y literatura. Además de las voluminosas cifras que mueve la mercadería asociada a películas, series y personajes, existe una envidiable sinergia productiva entre las industrias del libro, la discográfica, cinematográfica, televisiva, los productos interactivos, la moda, la juguetería y, últimamente, la cocina y el turismo. Solo en 2001, las exportaciones de Japón por concepto de manga, animación y videojuegos reportó una cifra aproximada de tres mil millones de dólares. Japan Times publicó el 14 de agosto de 2003 que el mercado del comic nipón generaba ingresos por quinientos veinte billones de yenes, frente a 36.1 en Francia y 4.7 en los Estados Unidos. De acuerdo al The Daily Yomiuri del 14 de marzo de 2004, el 60 porciento de la producción mundial de comic es japonesa. Las películas japonesas con históricamente mayor éxito comercial son todas de animación: El castillo ambulante (2004) impuso una nueva marca, superando la de El viaje de Chihiro (2002, ambas de Miyazaki), antes en vigor.
Pese al comercialismo y al cansancio que reportan las fórmulas repetidas que le exigen a los creadores importantes y decisivos segmentos consumidores hasta el punto del vicio de estos productos (la subcultura otaku), existe hoy un sólido sistema cultural detrás de estas prácticas. La animación a través de ella ha asumido retos artísticos impensados para el cine de acción real, y mientras sigue siendo una forma privilegiada de cultura popular, su manejo de temas complejos y el desarrollo de códigos experimentales le confiere una importancia singular entre los lenguajes actuales de la cultura audiovisual. El imaginario que ha fundado y los estilos gráficos que desarrolló son hoy una referencia inevitable en el campo cultural universal. Y, sin embargo, una pregunta sigue en pie: ¿por qué nos seduce ese mundo las más de las veces cercado por el absurdo; qué nos encanta de esas épicas galácticas en las que se pone a prueba la capacidad del hombre para regenerarse; hasta qué punto la inocencia con que se nos ofrecen estas fábulas paranoicas, esos héroes atormentados, esos miedos apocalípticos, tocan en nuestro interior al niño asustadizo y curioso que se resiste a crecer y no deja de ver el mundo como escenario de lo posible, como campo abierto a la imaginación y el encanto?
Descriptor(es)
1. ANIMACIÓN
2. DIBUJO ANIMADO