FICHA ANALÍTICA
Utopía
Ramos Ruiz, Alberto (1957 - )
Título: Utopía
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Con solo tres cortometrajes en su haber (Utopía, 2004; El intruso, 2005; Flash Forward, 2006) y el crédito de guionista de La edad de la peseta, cuyo rodaje el pasado año marcara el debut de Pavel Giroud en el largometraje, Arturo Infante (Santiago de Cuba, 1977) despunta como una de las promesas más seguras del joven cine cubano. Por lo pronto, y no obstante la brevedad del conjunto, estas obras ya dejan entrever una notable habilidad para explotar con sofisticación e ironía el costado absurdo, rayano en lo grotesco, de sus historias.
Utopía advierte sobre la irracionalidad de las estrategias que aspiran a una democratización compulsiva de la llamada «alta cultura» sin atender a los requerimientos afectivos y sociales de su recepción, al entorno sumamente condicionado por una cultura de lo marginal donde se mueven sus destinatarios.
El corto se distingue por una escenificación más bien convencional, que por momentos trasmite una (falsa) impresión de torpeza e improvisación, y una gracia socarrona que apuesta sus mejores bazas al carisma de los intérpretes, entre los cuales se incluyen varios alumnos (y el cineasta Jorge Molina) de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, donde Infante cursara la especialidad de guión.
Sus catorce minutos se emplean a fondo en tres episodios desarrollados en paralelo de acuerdo con una estructura tipo sonata, con dos tiempos enérgicos enmarcando a otro más grave, una de las varias correspondencias que funcionan a modo de trasvase paródico desde la cultura ilustrada a la popular en el relato. La operación puede rastrearse a partir de las marcas dejadas por los encabezamientos de cada sección, que conservan en riguroso italiano la semejanza no solo etimológica sino fonética con el original: introduzione remite al habitual allegro, affretando (que guarda una sorprendente familiaridad con el cubanismo «apretando»: subir la parada, en el habla coloquial) vale como adagio, y finalmente agitato e con fuoco refiere al paroxismo de la forma rondó. Por lo demás, el propio corto está concebido sobre el motivo de un diminuto tríptico que enlaza tres breves relatos a la manera de variaciones (cuyo curso conduce invariablemente a la catástrofe), lo cual añade un nivel adicional de complejidad al concepto «musical» de Utopía.
La primera de las historias reúne a cuatro jóvenes en torno a una mesa de dominó, práctica de socialización típica (pero no exclusivamente) masculina de amplio arraigo popular. Al comienzo la atmósfera es distendida: el juego inaugura complicidades, proscribe jerarquías; negros, mulatos y blancos comparten la misma botella de ron luego de la invocación de rigor al panteón de los venerables (Pello el Afrokán, Benny Moré). Pero apenas los comentarios derivan hacia ámbitos algo más exquisitos, el consenso se deshace toda vez que uno de los jugadores descalifica en los términos más vulgares a una famosa cantante lírica. La fisura se acrecienta cuando la conversación enfila hacia un tópico tanto más elevado cuanto extemporáneo: si procede o no hablar de barroco latinoamericano. Ni qué decir que muy pronto se ven enfrentadas la grosería rampante y la retórica académica, hasta que el duelo pasa de las palabras a argumentos más «persuasivos» para desembocar en una verdadera batalla campal servida con un leve toque gore.
El tercer episodio sirve en alguna medida de reverso y complemento al primero, dejando claro que tampoco el problema pasa por una cuestión de género. En este, dos muchachas de talante más bien ordinario coinciden en una improvisada peluquería casera, ámbitos y roles socialmente identificados con lo femenino. Mientras una de ellas espera impaciente a que la otra termine con la manicura, ambas se enzarzan en una sorda disputa acerca de ópera italiana. La causa del enfrentamiento es la autoría de una pieza, atribuida a Verdi en un caso y a Puccini por su oponente —quien en su ignorancia pronuncia «Pusini». El asunto deviene un risible remedo de diletantismo pueril, reproduciendo en el contexto más impensable una de esas seculares e intrascendentes porfías que se remontan a los orígenes mismos de la ópera.
Un hecho cierto salta a la vista. La ilustración (o mejor, la instrucción) no redunda, ni siquiera prescribe, una lógica disposición al diálogo y la tolerancia. Estos sujetos dirimen sus diferencias de forma violenta, con independencia de la naturaleza (intelectual, material o existencial) del problema que los enfrenta. Su sistema de valores reprocesa y reduce esa alta cultura a otra instancia asimilable a los paradigmas primarios de negociación propios del contexto, con una fuerte impronta marginal, de donde proceden. Así, como se apuntó antes, la raíz del problema no está en cuestiones como la raza, el sexo o la suficiencia intelectual de estos actores sociales, o incluso el alcance de tema discutido. Haya o no desniveles de información y racionalización (los hay entre ambas chicas; son menos evidentes entre los «entendidos» en barroco latinoamericano); sea la verificación de un simple dato cultural (Verdi o Puccini) o de un tema de mayor envergadura (la validez de una categorización artística). Por el contrario, tal y como lo describe traviesamente Utopía, el contacto con la alta cultura tiene consecuencias paradójicas: en lugar de un tónico, resulta más bien un tóxico enervante que incluso puede servir de coartada a motivaciones más elementales. Aquí cabe pensar, por ejemplo, si cuando una de las jóvenes se abalanza sobre la otra para zanjar de una vez el diferendo entre ambas, lo que la impulsa no es tanto imponer su punto de vista —por lo demás el correcto—, sino desalojarla de una vez del lugar que ocupa, urgida por algo más pedestre: sus obligaciones domésticas, o para decirlo con sus palabras, por «los frijoles que tengo en la candela».
Es la segunda historia, donde el tono general de farsa tiene un perfil más bajo que por momentos raya en lo patético, la que pone el dedo en la llaga. En una escuela de educación especial, una alumna ensaya junto al maestro un poema de Borges —nada menos que El Golem— que recitará ante una delegación de visitantes. Ver a la pobre infeliz agonizar hasta la desesperación, sobrepasada por la laberíntica versificación del maestro metafísico; y saber que la brecha entre ella y el poema es aún mayor a cuenta no solo de la grandeza del argentino sino de las limitaciones intelectuales de quien lo interpreta, confiere una dimensión extra a la frustración de la chica. La cámara toma al profesor desde arriba o abajo, reduciéndolo a una figura encogida en el fondo, como subrayando la imposibilidad de que ambos puedan coincidir en un plano de normalidad. Elegir precisamente un poema como El Golem no parece nada casual: es fácil avizorar que la relación entre alumna y maestro reproduce a la del apesadumbrado hechicero praguense y el monstruo desvalido y solitario a quien da vida al conjuro sublime del nombre de Dios. Cuando el profesor inclina la cabeza en un gesto de abatimiento mientras la jovencita aporrea las estrofas con voz engolada e insegura, uno no puede sino recordar al Borges de El Golem: El rabí lo miraba con ternura / y con algún horror. ¿Cómo (se dijo) / pude engendrar este penoso hijo / y la inacción dejé, que es la cordura?
Lo hiperbólico de todo esto viene a cuento para subrayar la quimera de todo proyecto que se proponga llegar a la cultura como absoluto, como meta que ignora la determinación histórica de su destinatario. Al joven que de la disertación sobre arquitectura barroca pasa sin transición a agredir un momento después a su oponente o la muchacha versada en menesteres tan distantes como ópera italiana y quehaceres domésticos que hace lo propio con la vecinita necia y detestable, ¿no habría que calificarlos de auténticos freaks culturales? Parafraseando a Goya, son los monstruos que crean esos sueños de la sinrazón quienes, ante la mirada estupefacta de sus padres, tarde o temprano regurgitarán con violencia los restos desfigurados de esa cultura, para ellos bastarda, que nunca sintieron ni hicieron verdaderamente suya.
Descriptor(es)
1. INFANTE, ARTURO, 1977- - CINEASTAS CUBANOS
Título: Utopía
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Con solo tres cortometrajes en su haber (Utopía, 2004; El intruso, 2005; Flash Forward, 2006) y el crédito de guionista de La edad de la peseta, cuyo rodaje el pasado año marcara el debut de Pavel Giroud en el largometraje, Arturo Infante (Santiago de Cuba, 1977) despunta como una de las promesas más seguras del joven cine cubano. Por lo pronto, y no obstante la brevedad del conjunto, estas obras ya dejan entrever una notable habilidad para explotar con sofisticación e ironía el costado absurdo, rayano en lo grotesco, de sus historias.
Utopía advierte sobre la irracionalidad de las estrategias que aspiran a una democratización compulsiva de la llamada «alta cultura» sin atender a los requerimientos afectivos y sociales de su recepción, al entorno sumamente condicionado por una cultura de lo marginal donde se mueven sus destinatarios.
El corto se distingue por una escenificación más bien convencional, que por momentos trasmite una (falsa) impresión de torpeza e improvisación, y una gracia socarrona que apuesta sus mejores bazas al carisma de los intérpretes, entre los cuales se incluyen varios alumnos (y el cineasta Jorge Molina) de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, donde Infante cursara la especialidad de guión.
Sus catorce minutos se emplean a fondo en tres episodios desarrollados en paralelo de acuerdo con una estructura tipo sonata, con dos tiempos enérgicos enmarcando a otro más grave, una de las varias correspondencias que funcionan a modo de trasvase paródico desde la cultura ilustrada a la popular en el relato. La operación puede rastrearse a partir de las marcas dejadas por los encabezamientos de cada sección, que conservan en riguroso italiano la semejanza no solo etimológica sino fonética con el original: introduzione remite al habitual allegro, affretando (que guarda una sorprendente familiaridad con el cubanismo «apretando»: subir la parada, en el habla coloquial) vale como adagio, y finalmente agitato e con fuoco refiere al paroxismo de la forma rondó. Por lo demás, el propio corto está concebido sobre el motivo de un diminuto tríptico que enlaza tres breves relatos a la manera de variaciones (cuyo curso conduce invariablemente a la catástrofe), lo cual añade un nivel adicional de complejidad al concepto «musical» de Utopía.
La primera de las historias reúne a cuatro jóvenes en torno a una mesa de dominó, práctica de socialización típica (pero no exclusivamente) masculina de amplio arraigo popular. Al comienzo la atmósfera es distendida: el juego inaugura complicidades, proscribe jerarquías; negros, mulatos y blancos comparten la misma botella de ron luego de la invocación de rigor al panteón de los venerables (Pello el Afrokán, Benny Moré). Pero apenas los comentarios derivan hacia ámbitos algo más exquisitos, el consenso se deshace toda vez que uno de los jugadores descalifica en los términos más vulgares a una famosa cantante lírica. La fisura se acrecienta cuando la conversación enfila hacia un tópico tanto más elevado cuanto extemporáneo: si procede o no hablar de barroco latinoamericano. Ni qué decir que muy pronto se ven enfrentadas la grosería rampante y la retórica académica, hasta que el duelo pasa de las palabras a argumentos más «persuasivos» para desembocar en una verdadera batalla campal servida con un leve toque gore.
El tercer episodio sirve en alguna medida de reverso y complemento al primero, dejando claro que tampoco el problema pasa por una cuestión de género. En este, dos muchachas de talante más bien ordinario coinciden en una improvisada peluquería casera, ámbitos y roles socialmente identificados con lo femenino. Mientras una de ellas espera impaciente a que la otra termine con la manicura, ambas se enzarzan en una sorda disputa acerca de ópera italiana. La causa del enfrentamiento es la autoría de una pieza, atribuida a Verdi en un caso y a Puccini por su oponente —quien en su ignorancia pronuncia «Pusini». El asunto deviene un risible remedo de diletantismo pueril, reproduciendo en el contexto más impensable una de esas seculares e intrascendentes porfías que se remontan a los orígenes mismos de la ópera.
Un hecho cierto salta a la vista. La ilustración (o mejor, la instrucción) no redunda, ni siquiera prescribe, una lógica disposición al diálogo y la tolerancia. Estos sujetos dirimen sus diferencias de forma violenta, con independencia de la naturaleza (intelectual, material o existencial) del problema que los enfrenta. Su sistema de valores reprocesa y reduce esa alta cultura a otra instancia asimilable a los paradigmas primarios de negociación propios del contexto, con una fuerte impronta marginal, de donde proceden. Así, como se apuntó antes, la raíz del problema no está en cuestiones como la raza, el sexo o la suficiencia intelectual de estos actores sociales, o incluso el alcance de tema discutido. Haya o no desniveles de información y racionalización (los hay entre ambas chicas; son menos evidentes entre los «entendidos» en barroco latinoamericano); sea la verificación de un simple dato cultural (Verdi o Puccini) o de un tema de mayor envergadura (la validez de una categorización artística). Por el contrario, tal y como lo describe traviesamente Utopía, el contacto con la alta cultura tiene consecuencias paradójicas: en lugar de un tónico, resulta más bien un tóxico enervante que incluso puede servir de coartada a motivaciones más elementales. Aquí cabe pensar, por ejemplo, si cuando una de las jóvenes se abalanza sobre la otra para zanjar de una vez el diferendo entre ambas, lo que la impulsa no es tanto imponer su punto de vista —por lo demás el correcto—, sino desalojarla de una vez del lugar que ocupa, urgida por algo más pedestre: sus obligaciones domésticas, o para decirlo con sus palabras, por «los frijoles que tengo en la candela».
Es la segunda historia, donde el tono general de farsa tiene un perfil más bajo que por momentos raya en lo patético, la que pone el dedo en la llaga. En una escuela de educación especial, una alumna ensaya junto al maestro un poema de Borges —nada menos que El Golem— que recitará ante una delegación de visitantes. Ver a la pobre infeliz agonizar hasta la desesperación, sobrepasada por la laberíntica versificación del maestro metafísico; y saber que la brecha entre ella y el poema es aún mayor a cuenta no solo de la grandeza del argentino sino de las limitaciones intelectuales de quien lo interpreta, confiere una dimensión extra a la frustración de la chica. La cámara toma al profesor desde arriba o abajo, reduciéndolo a una figura encogida en el fondo, como subrayando la imposibilidad de que ambos puedan coincidir en un plano de normalidad. Elegir precisamente un poema como El Golem no parece nada casual: es fácil avizorar que la relación entre alumna y maestro reproduce a la del apesadumbrado hechicero praguense y el monstruo desvalido y solitario a quien da vida al conjuro sublime del nombre de Dios. Cuando el profesor inclina la cabeza en un gesto de abatimiento mientras la jovencita aporrea las estrofas con voz engolada e insegura, uno no puede sino recordar al Borges de El Golem: El rabí lo miraba con ternura / y con algún horror. ¿Cómo (se dijo) / pude engendrar este penoso hijo / y la inacción dejé, que es la cordura?
Lo hiperbólico de todo esto viene a cuento para subrayar la quimera de todo proyecto que se proponga llegar a la cultura como absoluto, como meta que ignora la determinación histórica de su destinatario. Al joven que de la disertación sobre arquitectura barroca pasa sin transición a agredir un momento después a su oponente o la muchacha versada en menesteres tan distantes como ópera italiana y quehaceres domésticos que hace lo propio con la vecinita necia y detestable, ¿no habría que calificarlos de auténticos freaks culturales? Parafraseando a Goya, son los monstruos que crean esos sueños de la sinrazón quienes, ante la mirada estupefacta de sus padres, tarde o temprano regurgitarán con violencia los restos desfigurados de esa cultura, para ellos bastarda, que nunca sintieron ni hicieron verdaderamente suya.
Descriptor(es)
1. INFANTE, ARTURO, 1977- - CINEASTAS CUBANOS