FICHA ANALÍTICA
Amelia
G. Alonso, Alejandro (1935 - )
Título: Amelia
Autor(es): Alejandro Alonso
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
El universo plástico de Amelia Peláez no ha estado ausente del cine cubano. Fue el fotógrafo Ramón F. Suárez el primero en aproximarse a ella en el corto La pintura de Amelia Peláez (1950). En Amelia Peláez (1896-1968), como su título indica, Juan Carlos Tabío en 1975 plasmó cronológicamente en celuloide la obra pictórica de esta prominente artista. Una década más tarde, la documentalista Mayra Vilasís presenta en Visión de Amelia (1986), el universo formal que distingue su creación por medio de sus obras más importantes en la pintura, la cerámica y el mural. Danzón para Amelia (2000), coproducción España-Cuba del cineasta Jaume Vidal, toma como punto de partida el viaje efectuado por ella en 1929 a Mallorca, donde realiza algunos dibujos en los cuales ya revela las constantes fundamentales de su obra futura. Este documental, con guión de Reynaldo González, recorre el legado de esta artista de amplio reconocimiento internacional, que es considerada, justamente, junto a Wifredo Lam, como una figura cimera de la pintura cubana del siglo XX. Cine Cubano rinde homenaje en una significativa efemérides.
Amelia y la modernidad
El 8 de enero de 1896, en Yaguajay, poblado central de la Isla de Cuba, nacía Amelia María de la Caridad Pelaéz y del Casal quien, pasado el tiempo, se convirtió en significativa personalidad de la modernidad plástica de su país, del continente. El aniversario 110 de este acontecimiento fue subrayado convenientemente a través del programa Mesa Redonda, del Canal Cubavisión; mientras que la sala El Reino de este Mundo, de la Biblioteca Nacional José Martí, cedió su espacio para una muestra antológica organizada por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas a través del Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de la Cerámica Contemporánea Cubana, entidades que proporcionaron fondos museales y especialistas.
El proceso que la hizo alcanzar la relevante posición que hoy ocupa, se vincula a diversos aspectos y circunstancias; por ejemplo, una familia entre cuyos miembros resulta obligatorio señalar a su tío materno, Julián del Casal, precursor y figura importante del Modernismo poético en nuestro continente; así como una pariente lejana y amiga, Magdalena Peñarredonda, criolla participante activa en la lucha por la independencia del país quien —además— fue la persona que puso por primera vez los pinceles en las manos de la niña Amelia. Además, y no menos importante, la presencia de la madre Carmela, mujer que hablaba fluidamente tres idiomas, con formación musical y el ferviente deseo de orientar adecuadamente a los once hijos que nacieron de su unión con el médico Manuel, quien por cuestiones de salud, debió radicarse en La Habana. El traslado y la gestión de la madre propiciaron el ingreso —1915— de la joven a la Escuela Profesional de Pintura y Escultura de San Alejandro; allí cursaría estudios completos. Por ocho años permanecería vinculada, de un modo u otro, a una institución que, si bien no le abrió los senderos del arte contemporáneo, la dotaría del bagaje académico necesario para incorporar los recursos de la creación.
La sólida personalidad es factor significativo al momento de transitar vías que la llevaron, primero a Nueva York, en cuya Arts Students League no encontró la plataforma de despegue de su talento. Serían fuentes significativas para el verdadero crecimiento, la estancia en Europa, iniciada en 1927 y —concretamente— lo ya aportado por grandes de la Escuela de París como Picasso, Matisse, Braque, Cézanne y Léger; así le llegó lo esencial, aquello que la convertiría en artista de expresión moderna. La estrecha relación con Alexandra Exter (1882-1949) —nacida Grigorovich en Belostok, ciudad cercana a Kiev— fue fundamental en un proceso formativo a través del cual la cubana se acercó a nuevas concepciones del espacio, la composición, los temas abstractos, la teoría del color y el diseño escenográfico. Recordemos que Madame Exter, radicada en París desde 1924, fue miembro eminente, primero de la vanguardia rusa y luego de los movimientos de avanzada dentro del arte llamado no objetivo desarrollados bajo el poder soviético, hasta que marchó al exilio; pintora, dibujante, escenógrafa, diseñadora con sólido aval docente, facilitaría a Amelia un entrenamiento que la hizo declarar en 1943 que a esta profesora debía su «mayor adelanto y conocimiento técnico». Esto, más el enriquecimiento derivado de cursos de dibujo en la Grande Chaumière y según propia confesión clases de Historia del Arte en la Escuela de Bellas Artes de París y la Escuela del Louvre conforman, a grandes rasgos, el rango de estudios realizados con todo rigor y disciplina.
Haberse expuesto directamente al impacto del activo horizonte cultural de la capital francesa, la incorporación de técnicas y especialidades cuyo sentido innovador ampliaron el rango de su carrera profesional, son hechos que la cubana sumó a contactos generados por viajes realizados a través de —prácticamente— toda Europa y nexos con maestros excepcionales en riguroso plan de superación individual. Haber trabajado sobre Sept Poemas de León Paul Fargue para la muestra Poèmes Ilustrados (Galería Myrbor, 1933-1934) junto a André Derain, André Lhote, Alexandra Exter y la cubana Lydia Cabrera entre otros, y su propia exposición personal (Galería Zak, 1933) a base de paisajes, retratos y naturalezas muertas son productos concretos del período europeo de la artista.Tales resultados pudieron ser apreciados por los entendidos luego de su regreso, cuando enseña en 1935 parte de esas obras en la Sociedad Lyceum de La Habana, lo cual marca su inserción en el movimiento cubano de arte moderno. Una extensa colección de apuntes y bocetos traídos del Viejo Continente, condicionan dos años de dedicación casi exclusiva al dibujo, disciplina a la cual ella concedió la mayor importancia. Exposiciones con otros pintores y la vanguardia cubana (Domingo Ravenet, Víctor Manuel García, Carlos Enríquez) consolidan los nacientes vínculos de la hasta entonces ausente y sus congéneres. Llega 1940 y la oportunidad de participar de la muestra El Arte en Cuba (Universidad de La Habana) donde exhibe 16 obras realizadas entre 1924 y 1939; a manera de introducción, un texto paradigmático de José Lezama Lima. Estas consideraciones del poeta, novelista y ensayista junto a las escritas por Robert Altman en 1945, son indispensables cuando se quieran definir las características del modo de expresión de Amelia Peláez, cuajado a partir de la inteligente asimilación del arte moderno internacional utilizado para verter el sublimado, esencial y sintético sentido de lo cubano que animó a su autora, completamente separado de toda filiación costumbrista o folklórica.
El desarrollo del tema escogido por ella como centro de su discurso, comenzó a gestarse en París a través de obras fundamentales —Naturaleza muerta sobre ocre, 1930 —, aunque todavía no alcanzara rango de especialización; pero tendría en Naturaleza muerta con pitahaya, 1942 una especie de declaración de principios. Motivos nacionales (frutas, flores, elementos arquitectónicos entre los que figuran columnas, rejas, vitrales), el propio ambiente del hogar (una hermosa casa construida en 1912 en estilo modernista catalán y habitada por la familia a partir de 1915 definida por el carácter criollo imperante) constituyen sinécdoque creativa de la labor toda de esta cubana que —para serlo a cabalidad— escogió los rodeos y meandros de la universalidad para ser siempre sutil, indirecta, profunda.
Dentro del limitado ambiente del período republicano en el país, no puede decirse que el talento de Amelia Peláez pasó inadvertido, aun cuando la Academia de San Alejandro —en 1940— rechazara su aspiración a formar parte del claustro docente debido con seguridad a lo avanzado de su lenguaje plástico con respecto a los criterios vigentes. Recordemos que, incluso cuando se manifestaba solo como una talentosa alumna del profesor Leopoldo Romañach y dentro de cánones convencionales, sus excelentes condiciones fueron advertidas por Jorge Mañach en 1923. Asimismo, el poeta Emilio Ballagas subrayaba en 1936, cuando ella transitaba ya el camino hacia la grandeza): «… Amelia Peláez ha llegado a su seguridad artística por gracia y por obra (…) ha convertido la facilidad en esfuerzo, ha llevado a la plástica eso que Valéry preconiza dentro de la literatura, estudiar, colocar sabiamente, calcular, crearse obstáculos que vencer, ordenar las cosas implacablemente (…)». Los obsesivos ritmos concéntricos, la solidez de la estructura compositiva que no por moderna olvida los cánones de la proporción divina o Regla de oro, dejan paso a la carnalidad que señalaba Lezama Lima; se explaya entonces el ornamento que la propia artista consideraba no solo benéfico componente plástico, sino aquello que otorga al arte de todos los tiempos posibilidad de vigencia más allá de los asuntos tratados, por virtud del logro de formas bellas, capaces de imantar la atención de cualquier espectador.
Pinta, dibuja, ilustra, y en 1950 Juan Miguel Rodríguez de la Cruz la acerca a la cerámica en su Taller de Santiago de las Vegas segunda labor que se prolongaría hasta 1962. Después de sus experiencias muralísticas de1937 y 1951, debe a la cerámica la estupenda creación en losas de terracota esmaltadas del mural (1953) que el arquitecto Aquiles Maza incorporara al edificio concebido para el Tribunal de Cuentas (hoy Ministerio del Interior) en la Plaza Cívica José Martí (luego Plaza de la Revolución), magnífico ejemplo de cómo evidenciar, a un alto nivel, las relaciones entre arte y arquitectura, entre oficio artesanal y realizaciones de gran aliento estético. El quehacer en este campo, realizado primero en Santiago de las Vegas y, desde 1955, en el taller que organizara muy cerca de su casa del reparto La Víbora, resultó experiencia formidable que materializó —entre nosotros— la consideración de la cerámica como disciplina con posibilidades para alcanzar los más altos objetivos artísticos.
Los nexos entre cerámica y pintura marcan otra significativa etapa creativa durante la cual aplica una diferente dinámica, mayor claridad de líneas, planos y colores que servirían para redimensionar su motivo constante —la naturaleza muerta— a cuyas reglas sometió incluso el tratamiento de la figura humana; la geometrización del motivo la ubicaría en esa poética donde lo artesanal, el sentido decorativo, el profundo sentimiento de introspección de la creadora, sabrían manifestarse a lo largo de toda la gama imaginable de soportes: desde el modesto recipiente utilitario a la ambiciosa obra de aspiraciones ambientales. Al mural ya citado —el de 1953— seguirían otros entre los cuales se destaca Las frutas cubanas (1957-1958), en teselas de pasta vítrea, para la fachada principal del Hotel Habana Hilton (hoy Habana Libre) en serie que cerraría el mural —también con el tema de las frutas cubanas— de 1967 para el Fruticuba del Caney en la región oriental de la Isla Grande. Realizada a base de temperas sobre paneles transportable, esta obra mayor se inserta en la última fase de su trabajo, finalizada definitivamente cuando el 8 de abril de 1968 concluyó su existencia y, con ella, la brillante carrera.
Se cerraba el ciclo vital de quien encontró los instrumentos que requería su proyección moderna en Europa, para situarse entre grandes artistas de la estirpe del chileno Roberto Matta, el mexicano Rufino Tamayo y el cubano Wifredo Lam que, nutridos por la savia del arte universal, devolvían entonces lo tomado, nutrido con la vitalidad de la cultura latinoamericana y caribeña.
Título: Amelia
Autor(es): Alejandro Alonso
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
El universo plástico de Amelia Peláez no ha estado ausente del cine cubano. Fue el fotógrafo Ramón F. Suárez el primero en aproximarse a ella en el corto La pintura de Amelia Peláez (1950). En Amelia Peláez (1896-1968), como su título indica, Juan Carlos Tabío en 1975 plasmó cronológicamente en celuloide la obra pictórica de esta prominente artista. Una década más tarde, la documentalista Mayra Vilasís presenta en Visión de Amelia (1986), el universo formal que distingue su creación por medio de sus obras más importantes en la pintura, la cerámica y el mural. Danzón para Amelia (2000), coproducción España-Cuba del cineasta Jaume Vidal, toma como punto de partida el viaje efectuado por ella en 1929 a Mallorca, donde realiza algunos dibujos en los cuales ya revela las constantes fundamentales de su obra futura. Este documental, con guión de Reynaldo González, recorre el legado de esta artista de amplio reconocimiento internacional, que es considerada, justamente, junto a Wifredo Lam, como una figura cimera de la pintura cubana del siglo XX. Cine Cubano rinde homenaje en una significativa efemérides.
Amelia y la modernidad
El 8 de enero de 1896, en Yaguajay, poblado central de la Isla de Cuba, nacía Amelia María de la Caridad Pelaéz y del Casal quien, pasado el tiempo, se convirtió en significativa personalidad de la modernidad plástica de su país, del continente. El aniversario 110 de este acontecimiento fue subrayado convenientemente a través del programa Mesa Redonda, del Canal Cubavisión; mientras que la sala El Reino de este Mundo, de la Biblioteca Nacional José Martí, cedió su espacio para una muestra antológica organizada por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas a través del Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de la Cerámica Contemporánea Cubana, entidades que proporcionaron fondos museales y especialistas.
El proceso que la hizo alcanzar la relevante posición que hoy ocupa, se vincula a diversos aspectos y circunstancias; por ejemplo, una familia entre cuyos miembros resulta obligatorio señalar a su tío materno, Julián del Casal, precursor y figura importante del Modernismo poético en nuestro continente; así como una pariente lejana y amiga, Magdalena Peñarredonda, criolla participante activa en la lucha por la independencia del país quien —además— fue la persona que puso por primera vez los pinceles en las manos de la niña Amelia. Además, y no menos importante, la presencia de la madre Carmela, mujer que hablaba fluidamente tres idiomas, con formación musical y el ferviente deseo de orientar adecuadamente a los once hijos que nacieron de su unión con el médico Manuel, quien por cuestiones de salud, debió radicarse en La Habana. El traslado y la gestión de la madre propiciaron el ingreso —1915— de la joven a la Escuela Profesional de Pintura y Escultura de San Alejandro; allí cursaría estudios completos. Por ocho años permanecería vinculada, de un modo u otro, a una institución que, si bien no le abrió los senderos del arte contemporáneo, la dotaría del bagaje académico necesario para incorporar los recursos de la creación.
La sólida personalidad es factor significativo al momento de transitar vías que la llevaron, primero a Nueva York, en cuya Arts Students League no encontró la plataforma de despegue de su talento. Serían fuentes significativas para el verdadero crecimiento, la estancia en Europa, iniciada en 1927 y —concretamente— lo ya aportado por grandes de la Escuela de París como Picasso, Matisse, Braque, Cézanne y Léger; así le llegó lo esencial, aquello que la convertiría en artista de expresión moderna. La estrecha relación con Alexandra Exter (1882-1949) —nacida Grigorovich en Belostok, ciudad cercana a Kiev— fue fundamental en un proceso formativo a través del cual la cubana se acercó a nuevas concepciones del espacio, la composición, los temas abstractos, la teoría del color y el diseño escenográfico. Recordemos que Madame Exter, radicada en París desde 1924, fue miembro eminente, primero de la vanguardia rusa y luego de los movimientos de avanzada dentro del arte llamado no objetivo desarrollados bajo el poder soviético, hasta que marchó al exilio; pintora, dibujante, escenógrafa, diseñadora con sólido aval docente, facilitaría a Amelia un entrenamiento que la hizo declarar en 1943 que a esta profesora debía su «mayor adelanto y conocimiento técnico». Esto, más el enriquecimiento derivado de cursos de dibujo en la Grande Chaumière y según propia confesión clases de Historia del Arte en la Escuela de Bellas Artes de París y la Escuela del Louvre conforman, a grandes rasgos, el rango de estudios realizados con todo rigor y disciplina.
Haberse expuesto directamente al impacto del activo horizonte cultural de la capital francesa, la incorporación de técnicas y especialidades cuyo sentido innovador ampliaron el rango de su carrera profesional, son hechos que la cubana sumó a contactos generados por viajes realizados a través de —prácticamente— toda Europa y nexos con maestros excepcionales en riguroso plan de superación individual. Haber trabajado sobre Sept Poemas de León Paul Fargue para la muestra Poèmes Ilustrados (Galería Myrbor, 1933-1934) junto a André Derain, André Lhote, Alexandra Exter y la cubana Lydia Cabrera entre otros, y su propia exposición personal (Galería Zak, 1933) a base de paisajes, retratos y naturalezas muertas son productos concretos del período europeo de la artista.Tales resultados pudieron ser apreciados por los entendidos luego de su regreso, cuando enseña en 1935 parte de esas obras en la Sociedad Lyceum de La Habana, lo cual marca su inserción en el movimiento cubano de arte moderno. Una extensa colección de apuntes y bocetos traídos del Viejo Continente, condicionan dos años de dedicación casi exclusiva al dibujo, disciplina a la cual ella concedió la mayor importancia. Exposiciones con otros pintores y la vanguardia cubana (Domingo Ravenet, Víctor Manuel García, Carlos Enríquez) consolidan los nacientes vínculos de la hasta entonces ausente y sus congéneres. Llega 1940 y la oportunidad de participar de la muestra El Arte en Cuba (Universidad de La Habana) donde exhibe 16 obras realizadas entre 1924 y 1939; a manera de introducción, un texto paradigmático de José Lezama Lima. Estas consideraciones del poeta, novelista y ensayista junto a las escritas por Robert Altman en 1945, son indispensables cuando se quieran definir las características del modo de expresión de Amelia Peláez, cuajado a partir de la inteligente asimilación del arte moderno internacional utilizado para verter el sublimado, esencial y sintético sentido de lo cubano que animó a su autora, completamente separado de toda filiación costumbrista o folklórica.
El desarrollo del tema escogido por ella como centro de su discurso, comenzó a gestarse en París a través de obras fundamentales —Naturaleza muerta sobre ocre, 1930 —, aunque todavía no alcanzara rango de especialización; pero tendría en Naturaleza muerta con pitahaya, 1942 una especie de declaración de principios. Motivos nacionales (frutas, flores, elementos arquitectónicos entre los que figuran columnas, rejas, vitrales), el propio ambiente del hogar (una hermosa casa construida en 1912 en estilo modernista catalán y habitada por la familia a partir de 1915 definida por el carácter criollo imperante) constituyen sinécdoque creativa de la labor toda de esta cubana que —para serlo a cabalidad— escogió los rodeos y meandros de la universalidad para ser siempre sutil, indirecta, profunda.
Dentro del limitado ambiente del período republicano en el país, no puede decirse que el talento de Amelia Peláez pasó inadvertido, aun cuando la Academia de San Alejandro —en 1940— rechazara su aspiración a formar parte del claustro docente debido con seguridad a lo avanzado de su lenguaje plástico con respecto a los criterios vigentes. Recordemos que, incluso cuando se manifestaba solo como una talentosa alumna del profesor Leopoldo Romañach y dentro de cánones convencionales, sus excelentes condiciones fueron advertidas por Jorge Mañach en 1923. Asimismo, el poeta Emilio Ballagas subrayaba en 1936, cuando ella transitaba ya el camino hacia la grandeza): «… Amelia Peláez ha llegado a su seguridad artística por gracia y por obra (…) ha convertido la facilidad en esfuerzo, ha llevado a la plástica eso que Valéry preconiza dentro de la literatura, estudiar, colocar sabiamente, calcular, crearse obstáculos que vencer, ordenar las cosas implacablemente (…)». Los obsesivos ritmos concéntricos, la solidez de la estructura compositiva que no por moderna olvida los cánones de la proporción divina o Regla de oro, dejan paso a la carnalidad que señalaba Lezama Lima; se explaya entonces el ornamento que la propia artista consideraba no solo benéfico componente plástico, sino aquello que otorga al arte de todos los tiempos posibilidad de vigencia más allá de los asuntos tratados, por virtud del logro de formas bellas, capaces de imantar la atención de cualquier espectador.
Pinta, dibuja, ilustra, y en 1950 Juan Miguel Rodríguez de la Cruz la acerca a la cerámica en su Taller de Santiago de las Vegas segunda labor que se prolongaría hasta 1962. Después de sus experiencias muralísticas de1937 y 1951, debe a la cerámica la estupenda creación en losas de terracota esmaltadas del mural (1953) que el arquitecto Aquiles Maza incorporara al edificio concebido para el Tribunal de Cuentas (hoy Ministerio del Interior) en la Plaza Cívica José Martí (luego Plaza de la Revolución), magnífico ejemplo de cómo evidenciar, a un alto nivel, las relaciones entre arte y arquitectura, entre oficio artesanal y realizaciones de gran aliento estético. El quehacer en este campo, realizado primero en Santiago de las Vegas y, desde 1955, en el taller que organizara muy cerca de su casa del reparto La Víbora, resultó experiencia formidable que materializó —entre nosotros— la consideración de la cerámica como disciplina con posibilidades para alcanzar los más altos objetivos artísticos.
Los nexos entre cerámica y pintura marcan otra significativa etapa creativa durante la cual aplica una diferente dinámica, mayor claridad de líneas, planos y colores que servirían para redimensionar su motivo constante —la naturaleza muerta— a cuyas reglas sometió incluso el tratamiento de la figura humana; la geometrización del motivo la ubicaría en esa poética donde lo artesanal, el sentido decorativo, el profundo sentimiento de introspección de la creadora, sabrían manifestarse a lo largo de toda la gama imaginable de soportes: desde el modesto recipiente utilitario a la ambiciosa obra de aspiraciones ambientales. Al mural ya citado —el de 1953— seguirían otros entre los cuales se destaca Las frutas cubanas (1957-1958), en teselas de pasta vítrea, para la fachada principal del Hotel Habana Hilton (hoy Habana Libre) en serie que cerraría el mural —también con el tema de las frutas cubanas— de 1967 para el Fruticuba del Caney en la región oriental de la Isla Grande. Realizada a base de temperas sobre paneles transportable, esta obra mayor se inserta en la última fase de su trabajo, finalizada definitivamente cuando el 8 de abril de 1968 concluyó su existencia y, con ella, la brillante carrera.
Se cerraba el ciclo vital de quien encontró los instrumentos que requería su proyección moderna en Europa, para situarse entre grandes artistas de la estirpe del chileno Roberto Matta, el mexicano Rufino Tamayo y el cubano Wifredo Lam que, nutridos por la savia del arte universal, devolvían entonces lo tomado, nutrido con la vitalidad de la cultura latinoamericana y caribeña.