FICHA ANALÍTICA
Ramón Peón... ¡de película!
Ramos Ruiz, Alberto (1957 - )
Título: Ramón Peón... ¡de película!
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
El 2 de febrero de 1971 debió ser una jornada como otra cualquiera para los que se ocupaban del cine cubano por aquel entonces. ¿Cuántos supieron que ese día, en San Juan (Puerto Rico), había muerto uno de los fundadores de nuestro cine, con seguridad su figura más emblemática en el período prerrevolucionario? Ramón Peón (1897-1971), el hombre que desde 1937 ya era considerado el mejor director del cine nacional, que remató su período silente con un filme considerado antológico (La Virgen de la Caridad), terminaba sus días lejos de la amada Cuba, entregado —luego de una vida azarosa si las hay— a las oscuras manos del olvido.
Treinta años después, y en un gesto que no puede menos que calificarse de desagravio, el recientemente desaparecido historiador y fotógrafo Arturo Agramonte, Camagüey, y el crítico e investigador Luciano Castillo rescatan esta figura imprescindible para la historia de la cultura cubana en su libro Ramón Peón. El hombre de los glóbulos negros (Editorial de Ciencias Sociales, Ciudad de La Habana 2003), que ganó el premio Biografía y Memorias 2002. Su inapreciable recuento une al valor de toda investigación rigurosa y pormenorizada, el mérito de inaugurar una práctica que es también una urgente necesidad en nuestro medio: la aproximación exhaustiva y desprejuiciada a los que han creado el cine cubano a lo largo de un siglo. Haciéndolo, además, de forma atractiva, al extremo de que en lugar del acostumbrado ensayo académico, con su impresionante despliegue de citas y sagacidad especulativa, el libro se lee como una novelita biográfica, un apasionante relato de aventuras a medio camino entre Dumas y Cervantes, donde la alucinada personalidad del héroe contagia finalmente a los autores en su novelesca pesquisa.
¿De qué otra forma podría haberse escrito la vida de alguien que hizo cuanto hubo menester: actor, bailarín, director de cine, guionista, asistente de dirección..., dando explicación de una asombrosa capacidad para sobrevivir y amoldarse a las difíciles y cambiantes circunstancias en que transcurrió su existencia, aferrado con una energía y entusiasmo que resultan del todo quijotescos, al sueño de fundar una cinematografía nacional en esta diminuta isla del Tercer Mundo? El libro, entre otras cosas, no oculta su intención de homenajear al auténtico hombre de cine antes que proponerse la ardua (y a ratos onerosa) tarea de revalorizar lo que evidentemente no admite segundas miradas. Con una simpática imagen, sus autores lo dejan claro desde el propio título: los cineastas como Peón son víctimas de una rara y enfebrecida «toxicomanía», su sangre se ha vuelto negra porque el lugar de los hematíes lo ocupan glóbulos negros de celuloide, sin los cuales no pueden vivir.
La vida de Peón, como la de tantos pioneros del cine, tuvo hasta el final mucho de ese espíritu de feria ante cuya enfermiza fascinación por el mundo de las imágenes cedía incluso la perenne inseguridad material que echaba por tierra muchos de sus sueños. Leer Ramón Peón. El hombre... es como repasar la historia del cine cubano desde los comienzos hasta la llegada de la Revolución. Sus capítulos, cuyos títulos juegan con la cinefilia, el presente fílmico y las diversas acepciones de la palabra «peón», no solo atestiguan el paso de tantos que hicieron por aquel cine cubano, sino que permiten hacerse una idea muy completa del difícil contexto que presidía los ingentes esfuerzos de Peón por hacer cine en aquellos tiempos. Profusamente documentado con entrevistas, críticas de la época, declaraciones, anécdotas, fragmentos de guiones, etc., el lector tiene ante sí un complicado panorama, signado por la penuria económica, donde junto al facilismo, la improvisación y los tópicos más pedestres, convivían el entusiasmo y la ilimitada disponibilidad de aquella gente para trabajar y aprender sobre la marcha, obsesionados en su afán de hacer cine contra toda esperanza, sin apoyo oficial ni infraestructura industrial y técnica: cada película terminada debió parecerles un milagro. Un mundo de hombres-orquesta (como en una ocasión definió Peón a otro colega, Ernesto Caparrós), espíritus infatigables, abiertos y en el fondo, profundamente ingenuos, al servicio de intereses espurios que concebían lo cubano en el cine como una síntesis espectacular de baile, música, artistas y «ambiente».
Por otra parte, seguir la trayectoria de un Peón-artista oscilando entre Cuba y México a lo largo de cuatro décadas, acaba por consagrarlo como el emblema del cineasta trashumante. La mayor parte de la filmografía de Peón se ubica en el país azteca* , a razón de cuatro estancias entre los años treinta y sesenta. Su paso por la industria cinematográfica mexicana, que coincidió con el momento de auge y decadencia más interesante de toda su historia, no fue nada desdeñable. Peón fue admirado por su eficiencia y rapidez como artesano, si bien no pudiera decirse lo mismo de sus dotes como creador. En tal grado se involucró una y otra vez en la gran aventura de los años de oro del cine azteca, que por fuerza el relato de sus estadías en México se convierte en una crónica de aquellos tiempos, prolijamente comentada y contextualizada por los autores. Todo pasa por esas páginas, las luces y sombras de aquellos años inolvidables, desde María Félix hasta María Antonieta Pons, de Jorge Negrete a Cantinflas, de Luis Buñuel a Juan Orol.
Pero una y otra vez volvemos a Peón, cuyo vasto anecdotario haría las delicias de la biopic más exigente. Basta imaginárselo mientras, cual Méliès tropical, se gana la vida en el Havana Park (y años después en la playa californiana de Venice) con el espectáculo de ilusionismo La cabeza del Bautista, donde el profeta degollado llora copiosamente, atado a una cruz; atravesando los Estados Unidos. como bailarín de valses y tangos; arreglándoselas para incluir diez canciones de un tirón en una película cubana o filmando otras tantas películas mexicanas en 126 días, todo un récord que le costó la vida a la primera actriz Adriana Lamar.
En los últimos años de su vida, la figura de Peón se difumina en lo que L. Castillo denomina «la coda boricua». Hay un dejo (melo)dramático en el silencio del ICAIC ante el viejo director que se pone a disposición del nuevo cine. ¿Qué pensaría este hombre de aquellos que desoyeron su ofrecimiento, venido de alguien para quien el sueño de toda su vida parecía hacerse realidad con el proyecto del nuevo cine revolucionario? Nunca lo sabremos, pero no importa tanto. Si algo nos demuestra este libro es que al final Ramón Peón, campeón de los excesos, ganado para siempre por el cine, se ha quedado con nosotros.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO - HISTORIA Y CRITICA
Título: Ramón Peón... ¡de película!
Autor(es): Alberto Ramos Ruiz
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
El 2 de febrero de 1971 debió ser una jornada como otra cualquiera para los que se ocupaban del cine cubano por aquel entonces. ¿Cuántos supieron que ese día, en San Juan (Puerto Rico), había muerto uno de los fundadores de nuestro cine, con seguridad su figura más emblemática en el período prerrevolucionario? Ramón Peón (1897-1971), el hombre que desde 1937 ya era considerado el mejor director del cine nacional, que remató su período silente con un filme considerado antológico (La Virgen de la Caridad), terminaba sus días lejos de la amada Cuba, entregado —luego de una vida azarosa si las hay— a las oscuras manos del olvido.
Treinta años después, y en un gesto que no puede menos que calificarse de desagravio, el recientemente desaparecido historiador y fotógrafo Arturo Agramonte, Camagüey, y el crítico e investigador Luciano Castillo rescatan esta figura imprescindible para la historia de la cultura cubana en su libro Ramón Peón. El hombre de los glóbulos negros (Editorial de Ciencias Sociales, Ciudad de La Habana 2003), que ganó el premio Biografía y Memorias 2002. Su inapreciable recuento une al valor de toda investigación rigurosa y pormenorizada, el mérito de inaugurar una práctica que es también una urgente necesidad en nuestro medio: la aproximación exhaustiva y desprejuiciada a los que han creado el cine cubano a lo largo de un siglo. Haciéndolo, además, de forma atractiva, al extremo de que en lugar del acostumbrado ensayo académico, con su impresionante despliegue de citas y sagacidad especulativa, el libro se lee como una novelita biográfica, un apasionante relato de aventuras a medio camino entre Dumas y Cervantes, donde la alucinada personalidad del héroe contagia finalmente a los autores en su novelesca pesquisa.
¿De qué otra forma podría haberse escrito la vida de alguien que hizo cuanto hubo menester: actor, bailarín, director de cine, guionista, asistente de dirección..., dando explicación de una asombrosa capacidad para sobrevivir y amoldarse a las difíciles y cambiantes circunstancias en que transcurrió su existencia, aferrado con una energía y entusiasmo que resultan del todo quijotescos, al sueño de fundar una cinematografía nacional en esta diminuta isla del Tercer Mundo? El libro, entre otras cosas, no oculta su intención de homenajear al auténtico hombre de cine antes que proponerse la ardua (y a ratos onerosa) tarea de revalorizar lo que evidentemente no admite segundas miradas. Con una simpática imagen, sus autores lo dejan claro desde el propio título: los cineastas como Peón son víctimas de una rara y enfebrecida «toxicomanía», su sangre se ha vuelto negra porque el lugar de los hematíes lo ocupan glóbulos negros de celuloide, sin los cuales no pueden vivir.
La vida de Peón, como la de tantos pioneros del cine, tuvo hasta el final mucho de ese espíritu de feria ante cuya enfermiza fascinación por el mundo de las imágenes cedía incluso la perenne inseguridad material que echaba por tierra muchos de sus sueños. Leer Ramón Peón. El hombre... es como repasar la historia del cine cubano desde los comienzos hasta la llegada de la Revolución. Sus capítulos, cuyos títulos juegan con la cinefilia, el presente fílmico y las diversas acepciones de la palabra «peón», no solo atestiguan el paso de tantos que hicieron por aquel cine cubano, sino que permiten hacerse una idea muy completa del difícil contexto que presidía los ingentes esfuerzos de Peón por hacer cine en aquellos tiempos. Profusamente documentado con entrevistas, críticas de la época, declaraciones, anécdotas, fragmentos de guiones, etc., el lector tiene ante sí un complicado panorama, signado por la penuria económica, donde junto al facilismo, la improvisación y los tópicos más pedestres, convivían el entusiasmo y la ilimitada disponibilidad de aquella gente para trabajar y aprender sobre la marcha, obsesionados en su afán de hacer cine contra toda esperanza, sin apoyo oficial ni infraestructura industrial y técnica: cada película terminada debió parecerles un milagro. Un mundo de hombres-orquesta (como en una ocasión definió Peón a otro colega, Ernesto Caparrós), espíritus infatigables, abiertos y en el fondo, profundamente ingenuos, al servicio de intereses espurios que concebían lo cubano en el cine como una síntesis espectacular de baile, música, artistas y «ambiente».
Por otra parte, seguir la trayectoria de un Peón-artista oscilando entre Cuba y México a lo largo de cuatro décadas, acaba por consagrarlo como el emblema del cineasta trashumante. La mayor parte de la filmografía de Peón se ubica en el país azteca* , a razón de cuatro estancias entre los años treinta y sesenta. Su paso por la industria cinematográfica mexicana, que coincidió con el momento de auge y decadencia más interesante de toda su historia, no fue nada desdeñable. Peón fue admirado por su eficiencia y rapidez como artesano, si bien no pudiera decirse lo mismo de sus dotes como creador. En tal grado se involucró una y otra vez en la gran aventura de los años de oro del cine azteca, que por fuerza el relato de sus estadías en México se convierte en una crónica de aquellos tiempos, prolijamente comentada y contextualizada por los autores. Todo pasa por esas páginas, las luces y sombras de aquellos años inolvidables, desde María Félix hasta María Antonieta Pons, de Jorge Negrete a Cantinflas, de Luis Buñuel a Juan Orol.
Pero una y otra vez volvemos a Peón, cuyo vasto anecdotario haría las delicias de la biopic más exigente. Basta imaginárselo mientras, cual Méliès tropical, se gana la vida en el Havana Park (y años después en la playa californiana de Venice) con el espectáculo de ilusionismo La cabeza del Bautista, donde el profeta degollado llora copiosamente, atado a una cruz; atravesando los Estados Unidos. como bailarín de valses y tangos; arreglándoselas para incluir diez canciones de un tirón en una película cubana o filmando otras tantas películas mexicanas en 126 días, todo un récord que le costó la vida a la primera actriz Adriana Lamar.
En los últimos años de su vida, la figura de Peón se difumina en lo que L. Castillo denomina «la coda boricua». Hay un dejo (melo)dramático en el silencio del ICAIC ante el viejo director que se pone a disposición del nuevo cine. ¿Qué pensaría este hombre de aquellos que desoyeron su ofrecimiento, venido de alguien para quien el sueño de toda su vida parecía hacerse realidad con el proyecto del nuevo cine revolucionario? Nunca lo sabremos, pero no importa tanto. Si algo nos demuestra este libro es que al final Ramón Peón, campeón de los excesos, ganado para siempre por el cine, se ha quedado con nosotros.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO - HISTORIA Y CRITICA