FICHA ANALÍTICA

Jorge Luis Sánchez: Contar historias desde la emoción
Resik Aguirre, Magda

Título: Jorge Luis Sánchez: Contar historias desde la emoción

Autor(es): Magda Resik Aguirre

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 3

Año de publicación: 2006

La pasión es su esencia y el sustento de su creatividad. Apenas podría andar sin ella, aun cuando algunos contravienen ese dejarse llevar por un impulso obcecado, sin riendas ni correaje. Para Jorge Luis Sánchez, nada es más aburrido e irracional que la falta de exaltación. Quizá porque el fuego de su imaginación no resiste fronteras y la fibra de sus personajes escapa a cualquier atadura.

De esos fantasmas que lo rondan han surgido sus mejores realizaciones. Algunos reviven en documentales como Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce aún (2000) o Donde está Casal (1990). Otros forman parte de sus proyectos de futuro, como la vida de la cantante Freddy, quien conquistó al público cubano allá por 1960, con su voz exclusiva y su talla desmesurada, o el Andoba del dramaturgo Abraham Rodríguez, un espejo donde «podemos mirarnos nosotros mismos». En su trayectoria profesional se distingue una preocupación sostenida por asuntos como la identidad nacional, la marginalidad y el acervo popular, el arte cubano y la historia patria. Pero siempre guiado por ese signo cuestionador que nos incita a la inconformidad con lo preestablecido, con la rigidez y el dogma, con aquellas visiones esquemáticas que empañan la interpretación de un suceso y el mejor entendimiento de un mito o una personalidad histórica.

Su primer largometraje de ficción: El Benny, prueba el arrojo de un director que supera muy disímiles contratiempos y estereotipos, para revivir a una leyenda de la música cubana, a un genio de la composición y de la interpretación cuyo carisma es difícil de imitar o igualar. Sin embargo, la película convence y conquista al espectador desde el primer momento. Quizá porque —vuelve a rondarnos la pasión— el espíritu del no por gusto bautizado Bárbaro del Ritmo, se adueñó del cineasta, con su proverbial poder de seducción. O tal vez porque el haber rumiado durante años este filme, desde la temprana adolescencia, desbrozó el camino de rutas trilladas y condensó en una trama que navega con suerte, entre la ficción y la realidad, lo esencial de uno de los más caros símbolos de cubanía que exhibe nuestra música.

Más que un retrato de Bartolo Moré, la obra de Jorge Luis Sánchez, que conquista por estos días a miles de espectadores en la Isla, es un retrato de identidad, una enunciación simbólica de aquello que nos matiza y nos distingue, gracias a esa eterna introspección en la naturaleza humana que se propone y logra una verdadera obra de arte.

Estoy en buen lugar;
no me equivoqué

¿Cuándo descubriste que había una vocación en ti por el mundo del audiovisual y el cine?

La vocación por el cine la sentí por primera vez a los nueve años. Estaba en quinto grado cuando un primo mío que trabajaba en la televisión, y que había comprado una cámara soviética de ocho milímetros, me enseñó sus posibilidades. Entonces empecé a escribir una historia para filmarla. Por supuesto, nunca me prestó la cámara porque era muy niño. Pero es ese el recuerdo más lejano que tengo de un interés por contar una historia empleando una cámara.

Después hubo algunos intentos que no cuajaron, hasta que la Casa de la Cultura de Plaza abrió un círculo de interés cinematográfico. Lo auspiciaba el ICAIC y lo impartían el desaparecido José Antonio González, crítico y director del Centro de Información, y Mario Piedra. Allí, a los 18 años, empecé a descubrir cómo se hacía el cine. A mí nunca me interesó tener en las manos una camarita para filmar a la familia; la idea era filmar y contar historias, por supuesto, con las dudas e inseguridades propias de la inexperiencia pero con una gran pasión.

La pasión siempre me ha salvado de retirarme, pero lo que me dio la fuerza y el valor que uno necesita para continuar y superar las dudas fue cuando hice el documental Un pedazo de mí, que reflejaba el mundo de unos jóvenes roqueros con no pocos problemas sociales. Entonces ya tenía 28 años. El material fue bien recibido y respetado por cineastas importantes, y devino un poco el pasaporte que uno necesita para decirse: estoy en buen lugar; no me equivoqué.

¿La familia estimuló esa pasión por el cine?

Para nada. En mi familia nadie había sido cineasta. El único de la familia que voló alto fue Benny Moré. Pero esa vocación no sé cómo llegó a mí, de dónde vino… No me gustaban las matemáticas, ni la química, ni la física; pero siempre de muchacho me inscribía en los grupos de aficionados al arte: coro, teatro, música, artes plásticas, danza…

Mi mamá un día me dijo: Yo te di la educación, la cultura la buscas tú. Y fue así.

¿Entonces creciste junto al mito del Benny?

La abuela de Benny y mi abuela eran hermanas. Eran seis hermanos y la de Benny, que era la mayor, se llamaba Patricia. La más chiquita, Justa, era mi abuela. Como ella prácticamente me crió —porque mamá trabajaba—, me llevaba del brazo a las casas de la familia y yo siempre, como una esponja, escuchaba las historias de Bartolo.

La madre del Benny, Virginia, iba mucho a mi casa y hablaba con mi abuela, que la regañaba porque era muy mandona en el mejor sentido, porque siempre estaba tratando de ayudar a la gente y dando consejos. Yo me sentaba cerca para escuchar y así crecí, entre anécdotas de Bartolo, porque en la familia nadie lo llamaba Benny.

Mi abuela guardaba hasta una vela de cuando lo velaron en el Palacio de los Matrimonios de Prado y yo crecí viendo esas cosas. Cuando cumplí los veinte años me propuse zafarme de la mirada familiar hacia Bartolo, a quien nombraban como un hombre que nunca se había muerto y que podía entrar por la puerta en cualquier momento. Comencé a reconocer a Benny, la gran figura, El Bárbaro del Ritmo, y hasta pensé en escribir algo sobre él. Pero la mirada seguía siendo ingenua, hasta que con los años logré aproximarme a esa figura mítica de todos los cubanos y del mundo.

El día del estreno de la película, Fernando Pérez recordó que el tema del Bárbaro del Ritmo fue el que propusiste siempre —desde que se conocieron— como eje de un posible largometraje de ficción. Han pasado muchos años desde entonces. ¿Cómo fue moldeándose esa historia hasta hoy?

Mi primera aproximación escrita al Benny fue en el año 1994. Pero ese guión estaba permeado por esa mirada noble y excesivamente generosa hacia su persona. No mostraba muchos conflictos y contradicciones. Él era el Bárbaro, y también andaba yo muy preocupado porque el guión fuera fiel a la historia verdadera. Le pasaba la mano frecuentemente, porque creo que un guión debe madurarse y dedicársele la mayor cantidad de tiempo. Gastar energías y emplearse a fondo en esa concepción inicial siempre será más económico que perder y gastar recursos en la filmación.

Ese proceso duró hasta que conocí a uno de los tantos productores con los que tuve que hablar sobre la película, pero no la hicieron. Este en específico —un hombre muy inteligente, quien produjo un filme al que pocos apostarían como Barroco, de Paul Leduc—, me dio dos o tres claves y me hizo varias sugerencias que me pusieron a pensar. Entonces decidí no reescribir yo solo el guión y fue cuando apareció Abraham Rodríguez, dramaturgo, amigo, hermano, hombre, quien lamentablemente murió en medio del rodaje y no pudo llegar a ver su película. Los dos empezamos a trabajar en un guión del que le dije: «Destrózalo, eso es tuyo».

Abraham conocía la vida, era mayor que yo y un hombre de calle que dominada mucho la naturaleza humana. Ese diablo que le hacía falta a la película lo encontró. Él escribía y yo revisaba secuencia por secuencia y nos fuimos aportando mutuamente. Hasta el último momento, seguí cambiando cosas de ese texto del 2001, pero esencialmente se mantuvo esa versión específica del guión que evolucionó favorablemente.

Debiste separarte de la vida real del Benny y emplear la fabulación. ¿Cuánto de ficción distingues en la película?

Renny Arozarena y Limara Meneses en una escena de "El Benny"Muchas anécdotas reales no están en la película porque no sabría filmarlas, como cuando el Benny está cantando en el teatro América, le molesta la dentadura y se la quita en público, y es que no sé cómo filmar eso, además de que podría resultar muy grotesco para el personaje que quería armar.

Tuve que imaginar situaciones y sus reacciones. No existe un ser humano que conozca totalmente al Benny, que estuvo inseparablemente con él durante toda la vida. La familia lo conoce desde un ángulo, los que estuvieron en México con él desde otro, los músicos de la orquesta, su mujer… Todos tienen un costado de Benny, pero al Benny total no lo domina nadie.

Uní entonces lo real con lo ficticio, siempre respetando su psicología, cómo Benny hubiera reaccionado ante una situación determinada. Si el público lo acepta es porque siente con autenticidad esa mezcla entre realidad y ficción.

Ese Benny tuyo, que tal vez es una suerte de resumen del Benny de todos los cubanos ¿cómo lo describirías sin emplear los recursos cinematográficos?

Como un hombre de temperamento sanguíneo, colérico, intranquilo, hiperquinético, inteligente, con vanidad, justiciero, progresista, campesino pobre, violento, excesivamente enamorado de la vida y las mujeres, vital, triste, trágico, complejo, con defectos y virtudes, frustraciones y sueños, que a veces subestima a alguien por su ego muy bien colocado…

Quería que Benny fuera un pedazo vivo de nuestra identidad. Y nuestra identidad es fabulosa, pero también tiene zonas ante las cuales debemos esforzarnos por ser mejores. He visto varias veces la película en las salas de cine. Hay una escena específica de su conducta, cuando se comporta muy mal con su primera esposa, que debía producir otra reacción en el público. Sin embargo, hay muchas personas que no condenan al Benny, condenan a su esposa, interpretada por Laura de la Uz. Eso no está bien.

Así, Benny se convierte en un espejo de lo que somos, de las cosas buenas de nuestra identidad y de aquellos costados oscuros contra los cuales debemos luchar para ser mejores.

En tu opinión, luego de este largo recorrido por la música del Benny ¿qué nos aportó musicalmente?

A todas las personas que entrevisté, les escuché decir que era un bárbaro, un genio, musicalmente hablando, pero pocos podían argumentarme por qué. Es un mito que heredamos todos. Poco a poco, con algunos estudios y libros, algunas opiniones especializadas, me acerqué a una respuesta. Pero todavía nos falta un estudio musico-lógico que profundice realmente en la naturaleza de su genialidad.

También pude notar que se escamotea mucho esa genialidad porque es muy duro que una persona que no haya estudiado música te demuestre que algo no está bien. Muchos coetáneos tienen que reconocer su genio pero hasta ahí, porque a veces es muy duro aceptarlo.

Se dice que Benny intentó cambiarle determinado arreglo a Miguel Matamoros, que lo había sacado del restaurante El Templete, en la Avenida del Puerto, con su guitarrita a cuestas y pasando hambre, y lo llevó a triunfar en México.

En la película traté de darle cuerpo a esa genialidad y ofrecer la imagen de ese hombre mujeriego, fiestero, a veces irresponsable en su vida personal, pero para quien la música era sagrada. Benny era capaz de corregirle a un músico de academia porque así era como le sonaba a él, aunque para algunos representara un disparate.

Sin dudas, actuaciones como la de Renny Arozarena garantizan la credibilidad del filme. ¿Qué tipo de relación le propones a los actores?

El primero que hizo de Benny fui yo. Vivía en Venezuela —en 1995— y cuando me encerraba en el apartamento a retocar el guión, me ponía a cantar porque tenía que sentir a Benny y convencerme a mí mismo. De manera que cuando años después me senté frente al actor, sabía lo que podía pedirle en cuanto a sentimiento que para mí es esencia.
Me gusta controlarlo todo en el set de filmación y los actores son mi prioridad y mi responsabilidad. A ellos les dediqué todo el tiempo del mundo y eso lo aprendí con Fernando Pérez, mi maestro. Ensayé mucho, me apoyé en el trabajo de mesa, y aunque se tratara de un papel secundario, en una secuencia obligaba al actor a inventarse una historia (había como veinte tramas para películas en cada uno) y estaban muy estimulados.

Hasta esos personajes que aparecen un ratico en pantalla deben ser muy convincentes porque son parte de la autenticidad de la puesta en escena. Así los actores llegan al set de filmación seguros y se sienten muy cómodos.

Recuerdo que a Renny le puse unos movimientos exactos con una canción. Y después Isidro Rolando, el excelente coreógrafo de la película, me convenció de que debíamos darle todas las herramientas, pero una vez que se las aprendiera, no debíamos exigírselas más, porque cuando se parara frente a la cámara todo le saldría muy orgánico y aparecerían otras muchas cosas. Y, efectivamente, Renny tuvo libertad para una vez aprendidas todas las coreografías, desplegar su espontaneidad.

¿Qué supuso mayor entrega y estrés para ti en la realización de El Benny?

La etapa oscura y solitaria de la búsqueda del financiamiento de la película. A veces, soñaba con Chaplin porque, por momentos, parecía un imposible, un obstáculo improbable de vencer. No hice concesiones con ciertos productores que me exigían cambios o que colocara a un actor determinado en un papel. Me preguntaba cómo reaccionaría el día en que apareciera alguien diciéndome que podía rodar ya la película. Debo confesarte que tendré que sentarme en algún momento solo y llorar con esta película. No pasé más trabajo que otros colegas en iguales circunstancias, pero pasé mi trabajo, que por otra parte también es normal en nuestra profesión.

El cine es difícil por su carácter industrial y costoso. Hacer cine en Cuba es prácticamente un lujo y debemos darle las gracias al país, al gobierno, al ICAIC, a la vida… a todo el mundo, de que podamos filmar. Hay países donde los realizadores ni siquiera pueden soñar con hacerlo.

Disfruto muchísimo la prefilmación y la filmación me fascina. La edición me encanta. Lo que menos disfruto en la realización de una película es la mezcla de sonidos.

El Benny, un punto
de partida

Antes de acceder al cine de ficción, experimentaste con gran acierto en un género que algunos consideran menor: el documental. ¿Influyó en tu primer largometraje esa experiencia precedente?

Cuando realicé Un pedazo de mí, y me adentré en el mundo adolescente o El fanguito, documental dedicado a la gente de ese barrio, me estaba entrenando, sin querer, en algo muy importante para un director de cine: su capacidad de observación y de entendimiento de la naturaleza del ser humano.

Con Y me gasto la vida —el documental sobre Elena Burke—, también aprendí, pues toda esta gente hizo su arte sin haber cursado estudios ni pasar por una academia. Cantaban porque de no hacerlo se reventaban. Un día ella me dijo: «Cantar para mí es trabajo». Sin embargo, escuchas una interpretación suya y no parece que haya pasado trabajo alguno para deleitarte.

Así mismo, entender al pintor Fidelio Ponce de León con una vida casi antisocial, o a Julián del Casal, con su poética tan especial que lo hizo ser un incomprendido, me sirvió para llegar al Benny más cómodo y con una mayor preparación para entender la complejidad de un hombre que, de alguna manera, fue esclavo de su público. De lo contrario, cómo entender que no rechazara un trago que le brindaba alguien de pueblo, aun cuando su médico le había advertido que eso lo mataría.

El documental me ofreció herramientas insospechadas —y en este momento nada conscientes—, que afloran solas cuando me enfrento a la realización de un largometraje.

¿Dejarás a un lado el documental para consagrarte por entero al largometraje de ficción?

Una buena parte de mis documentales, contemplaron la puesta en escena. Me molestaba la ortodoxia documentalística y en muchos puse a actuar a los personajes. Me había cansado del documental porque no encontraba un modo diferente de realizarlo. Después del dedicado a Fidelio Ponce de León —la idea la tuve en 1991 y la realicé en 1998, porque no encontraba el cómo—, se me cerró el dominó. En ese momento, me sentí capaz de dirigir un largometraje de ficción.

Pero no abandonaré el documental. De hecho, cuando esta película se aparte un poco de mi mente, voy a preparar una serie sobre El Bárbaro del Ritmo. La película habla del Benny que pudo haber sido, pero conservo una gran cantidad de entrevistas que son el testimonio de quienes lo conocieron.

¿Para qué sirve el cine?

El cine debe entretener y, a la vez, hacer pensar.

Fui al Yara y me coloqué de incógnito. Un muchacho me reconoció a la salida, me felicitó y acto seguido me preguntó: ¿Dónde puedo buscar los discos de Benny? Por poco me desmayo, porque para mí las películas, y los documentales, sobre personajes reales son un medio para llegar a ellos, pero no un fin. El fin está en el acercamiento a la obra o a los aportes de esas personalidades, que posteriormente puedan incentivar en el público. Ponerle la cabeza mala al espectador, que piense, que se vaya con la película para la casa. Por eso, que un joven me haga una pregunta así es lo máximo. Lo importante es que él salga del cine a buscar a su Benny, aún a costa de que destruya el mío en su mente.

Un artista no es más que un manipulador del bien, para mejorar al hombre, para el progreso de la vida.

¿Continuarás esta línea de realización de largometrajes, donde lo histórico y testimonial se complementen en la ficción?

Yo estoy muy mal últimamente, porque lo que se me ocurren son películas de época, algo caras, y muchas veces los socios extranjeros productores prefieren películas sobre la contemporaneidad y de bajo presupuesto. No sé lo que voy a hacer, pero a mí me fascina la historia de este país.

Tengo un guión que recrea, mediante la historia de tres niños, la salida de la España colonialista de Cuba y la posterior intervención norteamericana. No se trata de una pieza arqueológica, porque está mirando al presente y analiza aspectos de nuestra identidad y peligros que siguen latentes para nuestra nación, aun cuando nos hemos sacrificado tanto, y nos sacrificamos a diario, para ser un país verdaderamente libre.

El otro fantasma, desde 1991, es el de Julián del Casal y ese período entre guerras, cuando finaliza la denominada Guerra de los Diez Años y comienza la de 1895. Ese período, que algunos llaman «La Tregua Fecunda», expresado a través de la vida de ese artista que vive en La Habana Vieja.

¿Has intentado rehacer tus obras una vez concluidas?

Cuando armé la película con Manolito Iglesias, el editor, en el primer corte, si me hubieran dado un chance, habría filmado nuevamente unas cuantas escenas, habría agregado determinados planos, hubiera puesto la cámara en otro lugar… Me llevo muy recio pero es la única manera de crecer. No he llegado a ninguna parte. El Benny es solo un punto de partida para la próxima vez hacer un filme mejor.

Por mucho tiempo fuiste director asistente y asistente de dirección. ¿Cuál es el legado de tres realizadores para los cuales trabajaste: Fernando Pérez, Orlando Rojas y Jaime Humberto Hermosillo?

Es raro que a Fernando le guste algo que no me guste a mí y viceversa. Fue mi maestro cuando me inicié en el ICAIC y es muy buena persona. Fíjate que le digo San Fernando y también me aconseja en problemas de la vida personal. Fui su asistente en Clandestinos y su Director asistente en Hello, Hemingway y en Madagascar. Después no seguí. Él quería que lo siguiera en La vida es silbar pero ya estaba consagrado a El Benny. Pero seguimos sometiendo todo lo que hacemos a consulta del otro. Es una relación intelectual y personal impresionante. Con él experimenté la pasión por el cine y eso de bordar a mano un filme; pero, sobre todo, Fernando tiene un mérito en el cine cubano: es de los directores que nos cuentan una historia desde la emoción. Eso es algo que me conecta fuertemente con él, porque no podría pensar primero y sentir después una película. Cuando hay pasión no existen obstáculos. Esa es la experiencia vital que me transmite siempre.

Con Orlando aprendí sobre una pasión más calculada y rigurosa. En su película Papeles secundarios era extremadamente minucioso. Llevaba al detalle cada escena, cada ensayo, ejercía un control exhaustivo. Además de ser un extraordinario director de actores. Y con Hermosillo, en El verano feliz de la señora Forbes, comprendí que puedes ser muy talentoso, pero si no posees la disciplina y el control en el set, esa organización inglesa con cada acto de la filmación, no logras nada.

Como fui asistente y pude estar en el centro de respetables películas, aunque no tomaba las decisiones principales, aprendí mucho. Era como un juego exento de la responsabilidad total. Podía presenciar un trabajo de mesa, un ejercicio de diseño, la preparación de los actores. Eso fue muy importante, porque ahora los muchachos salen de la escuela y a lo mejor nunca han visitado un set de filmación ni han trabajado con ese rigor. Si quieres ser director: aunque no es el único, ese es un camino seguro.

La Habana es escenario vital y de creación de muchos de los personajes que has recreado en tus documentales y del propio Benny de tu primer largometraje de ficción. ¿Cómo es la ciudad de Jorge Luis?

La Habana es muy grande, es una maravilla y la zona histórica que se está restaurando nos revela todos los días sus encantos. La he filmado mucho y seguiré haciéndolo. Nací en ella —porque mi abuela vino para acá en la década del treinta—, y constituye mi espacio natural. Es un sentimiento, un dolor, la alegría… muchas cosas a la vez. Si tuviera que filmar una película donde no apareciera me esforzaría por incluirla de algún modo.

Descriptor(es)
1. SÁNCHEZ, JORGE LUIS, 1960- - CINEASTAS CUBANOS