FICHA ANALÍTICA
Breve meditación de Mascaró
Vitier, Cintio (1921 - )
Título: Breve meditación de Mascaró
Autor(es): Cintio Vitier
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Mientras regresaba de la cola del pan, feliz de llevarlo a casa, alguien decía al pasar: «La vida es una batalla…», a la que otro añadió: «que siempre se pierde»…, y un tercero (desde luego, el espíritu que los unía) concluyó, abriendo el espacio de la mañana: «pero hay que darla».
Y es que venía, no solo con el pan, sino con la idea de escribir algo sobre Mascaró, el cazador americano, la película de mi sobrino Constante Rapi Diego, inspirada en la novela de Haroldo Conti, poeta y mártir. Durante muchos años, tantos casi como han quemado su primera juventud, lo he visto vivir encarnizada y únicamente con la ilusión de poner en la linterna mágica del cine las quimeras y aventuras del Príncipe Patagón, mentor de tantas cosas que son para nosotros esenciales, y sobre todo de esa que acababa de oír, por boca anónima y unitiva, en la apertura de la mañana: «pero (la batalla que es la vida que se va a perder) hay que darla».
Comprendí entonces que lo más importante no era la sentencia, con serlo tanto, sino la mañana misma en que se pronunciaba, porque esa hora, cuando el frescor del alba juega todavía con el chispear sereno del azul solar, es la hora en que el cubano siente con más fruición, por las avenidas rodeadas de océano, la presencia invitante del espacio. Y Mascaró, el filme, es nada menos la primera vez que en la pantalla nuestra (como decir, en la página nuestra) hemos visto lo que Lezama dijo ser «el espacio gnóstico americano», intemperie de pura, enamorada y desolada ánima donde transcurren las gloriosas victorias y derrotas de nuestra invicta hazaña.
Mientras esperamos —dicho sea sin más ironía que la fraterna— los descubrimientos insulares de la mirada de Tierra Firme, Cuba lleva aportados ya tres fogonazos iluminadores de la historia continental, que desde la entrada de Heredia en los Rayos y Soles de Bolívar reconociera como suya: la concepción martiana de la irrupción como metáfora histórico-telúrica de las gestas libertadoras; el hallazgo de «lo real maravillosos» que Alejo Carpentier realizara en Haití para toda América Latina; y la adivinación lezámica, pre figurada por Martí en su discurso caraqueño de 1881, del gnosticismo generador de nuestra cultura en el paisaje americano. Los tres fogonazos, si bien se mira, dirigidos contra la carreta de los «pioneers» en la que el «norteamericanizado indio bravo» que fue Sarmiento, al decir de Borges, pretendía que nos subiéramos con el rifle de repetición en una mano y la Biblia de Calvino en la otra.
Navegando por el desierto nuestro, por el entrañable vacío nuestro, viene el carromato circense del Príncipe Patagón, despojado de toda ilusión que no sea realmente La Ilusión, reconquistando los territorios que dejaran el genocidio de la primera conquista y el arrasamiento neocolonial de la segunda, secundadas las dos por los fantasmas del suicidio sarmientino. Lentamente viene, venciendo la martirizada resistencia del espacio americano, encendiendo en pueblo tras pueblo perdido la llama cuya antorcha invisible porta Basilio Argimón, el Hombre-Pájaro, ciclista del cielo.
¿Reconquista del espacio perdido, por el espejismo de una poesía que se desvanecerá, con sus trucos efímeros, en el horizonte? ¿Será tragado también el Príncipe Patagón, como Arturo Cova o Don Segundo Sombra, por el desierto americano? Pero el Príncipe no es un voluntarista, ni un frenético, ni un estoico: es un poeta, cuyo «terciario brazo», que diría Vallejo, siendo Basilio el segundo, resulta ser el real y verdadero justiciador de los injustos y defensor de los pobres, el legendario Mascaró, cuya pinta gauchesca sale del malevaje para entrar en la guerrilla. Ya desde 1884 José Podestá, empresario argentino, introdujo en el circo la pantomima de los «gauchos malos», feliz idea de la que nació, como en Europa de las iglesias, un teatro popular. Más allá de este y sus consecuencias folkloristas, Conti descubre los dos polos de una chispa: el ate y la justicia.
Con esa chispa enciende Rapi en nuestra pantalla, en nuestra alma, la suave, invasora, fascinadora hoguera de una nueva sensatez, de una sabiduría nueva: la del quijotesco y americanísimo Príncipe Patagón. Quijotesco porque así lo vemos pontificando en su baño de asiento como en un grabado de Doré. Americanísimo porque a Sancho lo tiene en el pescante de su carromato circense, cuyo precioso cargamento es el arte como subversión. Pero el arte puro, que conste, el arte cuya radical pureza de juego ilusionista, gesto enamorado y circo trashumante, cómplice de toda genial picaresca, comunica o despierta como nada en este mundo la absoluta necesidad de justicia revolucionaria que nos constituye a los fundados en la violación y el robo.
Inesperadamente, al pisar la tierra de Cuba y respirar su atmósfera, Juan Ramón Jiménez, agudo intuitivo, supo que la poesía, toda poesía, es «inmanentemente antiimperialista». No otra cosa sentíamos, con la oscuridad propia de las entrañas, los supuestamente «evadidos» de aquellos años. No otra cosa está escrita en las inmaculadas alas de los cisnes de Darío, indudable maestro del Príncipe Patagón, cuyo circo es, por cierto, sensualidad, lentejuela y risa del alma pobre, y tan altiva, de nuestro malentendido modernismo. No otra cosa nos dice el auténtico Príncipe, en quien Rapi ha rendido tan reverente, risueño y emocionado homenaje —con señoríos de actuación, cámara cognoscitiva, música almada y dibujos de fiesta— al novelista mártir, al Tigre Cedrón y a «nuestra América».
Llego a casa con el pan, me siento ante un papel y escribo estas líneas. Tengo la sensación de estar viviendo no es espera de, ni en busca de, sino dentro de la Utopía. Y es esta sensación, esta experiencia, encarnada en tan hermosa parábola de las relaciones entre la imaginación y la justicia, lo que debemos a Rapi. Para quien, por lo demás, no habrá mayor premio que haber recreado el sueño de ese libro escrito en el único lenguaje en que podía ser filmado: el de la poesía.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. DIEGO, CONSTANTE ¨RAPI¨ (DIEGO GARCÍA MARRUZ, CONSTANTE ALEJANDRO DE), 1949- 2006
Título: Breve meditación de Mascaró
Autor(es): Cintio Vitier
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 2
Año de publicación: 2005
Mientras regresaba de la cola del pan, feliz de llevarlo a casa, alguien decía al pasar: «La vida es una batalla…», a la que otro añadió: «que siempre se pierde»…, y un tercero (desde luego, el espíritu que los unía) concluyó, abriendo el espacio de la mañana: «pero hay que darla».
Y es que venía, no solo con el pan, sino con la idea de escribir algo sobre Mascaró, el cazador americano, la película de mi sobrino Constante Rapi Diego, inspirada en la novela de Haroldo Conti, poeta y mártir. Durante muchos años, tantos casi como han quemado su primera juventud, lo he visto vivir encarnizada y únicamente con la ilusión de poner en la linterna mágica del cine las quimeras y aventuras del Príncipe Patagón, mentor de tantas cosas que son para nosotros esenciales, y sobre todo de esa que acababa de oír, por boca anónima y unitiva, en la apertura de la mañana: «pero (la batalla que es la vida que se va a perder) hay que darla».
Comprendí entonces que lo más importante no era la sentencia, con serlo tanto, sino la mañana misma en que se pronunciaba, porque esa hora, cuando el frescor del alba juega todavía con el chispear sereno del azul solar, es la hora en que el cubano siente con más fruición, por las avenidas rodeadas de océano, la presencia invitante del espacio. Y Mascaró, el filme, es nada menos la primera vez que en la pantalla nuestra (como decir, en la página nuestra) hemos visto lo que Lezama dijo ser «el espacio gnóstico americano», intemperie de pura, enamorada y desolada ánima donde transcurren las gloriosas victorias y derrotas de nuestra invicta hazaña.
Mientras esperamos —dicho sea sin más ironía que la fraterna— los descubrimientos insulares de la mirada de Tierra Firme, Cuba lleva aportados ya tres fogonazos iluminadores de la historia continental, que desde la entrada de Heredia en los Rayos y Soles de Bolívar reconociera como suya: la concepción martiana de la irrupción como metáfora histórico-telúrica de las gestas libertadoras; el hallazgo de «lo real maravillosos» que Alejo Carpentier realizara en Haití para toda América Latina; y la adivinación lezámica, pre figurada por Martí en su discurso caraqueño de 1881, del gnosticismo generador de nuestra cultura en el paisaje americano. Los tres fogonazos, si bien se mira, dirigidos contra la carreta de los «pioneers» en la que el «norteamericanizado indio bravo» que fue Sarmiento, al decir de Borges, pretendía que nos subiéramos con el rifle de repetición en una mano y la Biblia de Calvino en la otra.
Navegando por el desierto nuestro, por el entrañable vacío nuestro, viene el carromato circense del Príncipe Patagón, despojado de toda ilusión que no sea realmente La Ilusión, reconquistando los territorios que dejaran el genocidio de la primera conquista y el arrasamiento neocolonial de la segunda, secundadas las dos por los fantasmas del suicidio sarmientino. Lentamente viene, venciendo la martirizada resistencia del espacio americano, encendiendo en pueblo tras pueblo perdido la llama cuya antorcha invisible porta Basilio Argimón, el Hombre-Pájaro, ciclista del cielo.
¿Reconquista del espacio perdido, por el espejismo de una poesía que se desvanecerá, con sus trucos efímeros, en el horizonte? ¿Será tragado también el Príncipe Patagón, como Arturo Cova o Don Segundo Sombra, por el desierto americano? Pero el Príncipe no es un voluntarista, ni un frenético, ni un estoico: es un poeta, cuyo «terciario brazo», que diría Vallejo, siendo Basilio el segundo, resulta ser el real y verdadero justiciador de los injustos y defensor de los pobres, el legendario Mascaró, cuya pinta gauchesca sale del malevaje para entrar en la guerrilla. Ya desde 1884 José Podestá, empresario argentino, introdujo en el circo la pantomima de los «gauchos malos», feliz idea de la que nació, como en Europa de las iglesias, un teatro popular. Más allá de este y sus consecuencias folkloristas, Conti descubre los dos polos de una chispa: el ate y la justicia.
Con esa chispa enciende Rapi en nuestra pantalla, en nuestra alma, la suave, invasora, fascinadora hoguera de una nueva sensatez, de una sabiduría nueva: la del quijotesco y americanísimo Príncipe Patagón. Quijotesco porque así lo vemos pontificando en su baño de asiento como en un grabado de Doré. Americanísimo porque a Sancho lo tiene en el pescante de su carromato circense, cuyo precioso cargamento es el arte como subversión. Pero el arte puro, que conste, el arte cuya radical pureza de juego ilusionista, gesto enamorado y circo trashumante, cómplice de toda genial picaresca, comunica o despierta como nada en este mundo la absoluta necesidad de justicia revolucionaria que nos constituye a los fundados en la violación y el robo.
Inesperadamente, al pisar la tierra de Cuba y respirar su atmósfera, Juan Ramón Jiménez, agudo intuitivo, supo que la poesía, toda poesía, es «inmanentemente antiimperialista». No otra cosa sentíamos, con la oscuridad propia de las entrañas, los supuestamente «evadidos» de aquellos años. No otra cosa está escrita en las inmaculadas alas de los cisnes de Darío, indudable maestro del Príncipe Patagón, cuyo circo es, por cierto, sensualidad, lentejuela y risa del alma pobre, y tan altiva, de nuestro malentendido modernismo. No otra cosa nos dice el auténtico Príncipe, en quien Rapi ha rendido tan reverente, risueño y emocionado homenaje —con señoríos de actuación, cámara cognoscitiva, música almada y dibujos de fiesta— al novelista mártir, al Tigre Cedrón y a «nuestra América».
Llego a casa con el pan, me siento ante un papel y escribo estas líneas. Tengo la sensación de estar viviendo no es espera de, ni en busca de, sino dentro de la Utopía. Y es esta sensación, esta experiencia, encarnada en tan hermosa parábola de las relaciones entre la imaginación y la justicia, lo que debemos a Rapi. Para quien, por lo demás, no habrá mayor premio que haber recreado el sueño de ese libro escrito en el único lenguaje en que podía ser filmado: el de la poesía.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. DIEGO, CONSTANTE ¨RAPI¨ (DIEGO GARCÍA MARRUZ, CONSTANTE ALEJANDRO DE), 1949- 2006