FICHA ANALÍTICA

Nuevos lenguajes del cine Latinoamericano I: Lucrecia Martell, Marcelo Gomes-Karim Aïnouz y Martín Boulocq.
Mariño, María de Lourdes (1984 - )

Título: Nuevos lenguajes del cine Latinoamericano I: Lucrecia Martell, Marcelo Gomes-Karim Aïnouz y Martín Boulocq.

Autor(es): María de Lourdes Mariño

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 2

Número: 2

Mes: Marzo

Año de publicación: 2010

I.    Mujer sin cabeza

La trilogía fílmica de Lucrecia Martel: La Ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), son referencia en el ámbito internacional de la cinematografía, como uno de los despuntes más interesantes de América Latina. La realizadora argentina ha logrado aceptación en los famosos festivales de Cannes y de Berlín. También fue premiada en el Festival de Cine de la Habana y el Latinoamericano de Toulouse. Con una repercusión a tan alto vuelo se pudiera sospechar no tanto genialidad, como la virtud de saber cumplir con los códigos de lectura con que se visualiza Latinoamérica y que disciplina la escucha internacional. La adscripción a una tipología de la latinidad es un recurso que casi nunca falla.

Sin embargo, aunque la trama de los largometrajes de Martel, recurren una y otra vez a la intimidad familiar de extremos convencionalismos provincianos -los tres filmes se desarrollan o al menos aluden a Salta su provincia natal-, la realización no tiene cómo encauzarse a algún tipo de nacionalismo o militancia, pertenece a la tradición de la industria del cine. Bajo un tratamiento “convencional” retrata los intersticios de las convenciones. La zona intermedia entre el mecanismo opresor y la víctima. Por ello, muchas de las opiniones – incluso la de la propia Martel -, a la hora de hablar de algún género o estilo, hacen referencia al thriller o al suspense. Para acercarse a La mujer sin cabeza, es imprescindible este tipo de información de primera mano sobre su obra más reciente, porque la simple observación resultaría contradictoria, si no conocemos que se trata de una cineasta donde la categoría de auteur es revisitada.

Una mujer madura, de mediana edad, atropella con su auto un perro u otra cosa que ella no precisa en el momento, porque la conmoción le impide bajarse y mirar. El estado de shock que transita Verónica (María Onetto), desajusta sus relaciones cotidianas en una especie de distancia enrarecida, donde todos se mueven bajo el prisma de la sospecha. El ir y venir somnoliento marca el ritmo de la sucesión de escenas en el filme. La demora o el aplazamiento de los hechos, aunque paradójicamente estos ya ocurrieron – el accidente transcurre en los primeros minutos del filme-, crea una atmósfera que pudiera denunciar ausencia de forma o profundidad discursiva. No hay acciones que establezcan un punto de giro dramático, ni siquiera cuando el presunto cuerpo de la víctima es hallado.

La distorsión psicológica de la protagonista, focaliza toda la serie de acciones desde el aislamiento y el temor a la complicidad disimulada del entorno. La mudez de su aprensión le impide hablar consigo misma, completar la certeza de lo que la atemoriza. Habría primero que curarle el susto, como dice la autora que se hace en su tierra, devolverle la palabra, hacer que vuelva el alma al cuerpo. El filme se da en una distensión que aparenta posponer indefinidamente el conflicto. Verónica se demora en pasar del espanto a la conciencia del crimen supuesto, y cuando logra articularlo no hay exactamente una confesión, sino un acto reflejo de la conciencia retardada. Se mueve como un espanto, y la mayor prueba de ello es que nadie de los que la rodean lo percibe.

 Para el espectador promedio está muy claro que le sucede algo, sin embargo, en sus relaciones con los otros todo se da como si nadie reparara en ella. Es una mujer que llama la atención, que es deseada en situaciones poco habituales –su sobrina y su primo se sienten seducidos por ella. En otras palabras, representa a la mujer/objeto que muchos admiran y pocos toman en cuenta realmente.

Movimientos fantasmagóricos de la exclusión subrepticia, son ya maneras preconcebidas dentro de la filmografía de Lucrecia Martel. Representan en este caso, los indicios de que la película no es un drama psicológico más. El tratamiento de la narración cercano al suspense, lejos de reducir la realidad a tipos específicos, amplía el margen de la representación y saca del intimismo documental la vida de la servidumbre, para colocarla en el espacio velado de las circunstancias oscuras. La servidumbre indígena, representa a esos otros que son espanto y que comparten escena con los secretos de Verónica.  El tema es tratado con mayor detenimiento en La Ciénaga, ahí es más explícita la opresión de este tipo de relaciones provincianas donde las jerarquías quedan muy bien determinadas. En La mujer… no hay un discurso efectivo que enuncie una postura al respecto, se conducen como sombras y pareciera que así es como debe ser. La mudez de los personajes –remedo de la imposibilidad de articular de Verónica o viceversa-, los presenta sin historia; con sus dramas familiares ocultos a la mirada del patrón, toman para sí todo lo que se les ofrezca y permanecen silenciados. Pero el margen que los separa es mucho mayor que el silencio que comparten. Ella llega hasta la familia que perdió a su hijo y observa afectada, desde una distancia donde el mundo llega a través de los cristales y espejos que protegen de cualquier implicación excesiva.

Otro tema que ronda el filme es el de la sexualidad. La ambigüedad de la sobrina Candita, se torna insinuación lésbica evidente y hasta teñida de cierto romanticismo por la denuncia de las cartas de amor no contestadas que reclama a su tía. El cine de Martel, apunta hacia una sexualidad transgredida, pero aún no perfectamente enfrentada a una sociedad provinciana y conservadora. Cada quien manifiesta entre líneas las situaciones poco convencionales que lo afectan. De alguna manera, esta es la razón por la que tampoco se encuentra en el filme una militancia de género explícita, la realidad social del entorno lo hace del todo improbable. Solo la sobrina Candita y la tía Lala expresan claramente sus deseos y fastidios cotidianos; quizás por eso representan para la familia un modo de ser enfermo, una por la cercanía a la muerte y otra por la rara desviación del gusto sexual. En este sentido es que puede decirse que la trama se construye al nivel de las complicidades escondidas. No hay argumentos claros que indiquen una tesis determinada para la protagonista, ni en el orden sexual ni en el supuesto delito.

Dentro de la ambigüedad discursiva y psicológica que genera los sistemas de opresión, la persona suele comportarse como una criatura esquiva. La temporalidad opresiva que hemos llamado distensión, es el fruto del avanzar sin rumbo con que la película transcurre. La cercanía al suspense o al thriller, funciona más bien como una pista falsa, un dato estilístico que deja de ser central cuando se entronca con el histrionismo de María Onetto, para anunciar a Verónica no sólo como el centro de atención dramático, sino como el “lugar” donde acontece la narratividad propia del filme. Sus gestos, su corporeidad, la mudez cuando la voz de los otros no le permite hablar, sus relaciones vejadas con un entorno ya dominado por otras fuerzas en las que ella no tiene parte. Una centralidad de este tipo en la protagonista, no es propia ni del suspense ni del thriller, donde constantemente se suceden acciones concatenadas una a la otra. Aquí algo ocurre, pero ese “algo” se desliza sin identificación y sólo nos da la seña el rostro de Verónica.


II.    Viajo porque preciso…

Buscar fuera lo que se necesita dentro. La conexión perdida entre el desamparo geográfico del sertão y la reconstrucción de la geografía íntima en la ausencia de objetos amados. Viajo porque preciso, volto porque te amo, película de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes (Brasil 2009), hace fluir sus imágenes hormigueantes, en el terreno discontinuo de un hombre tomando del presente la posibilidad de reconstruir su pasado reciente. Un hombre que vive la contradicción de viajar porque necesita algo que encuentra a su regreso.

José Renato es un geólogo que analiza la región del nordeste brasilero para la construcción de un canal en la zona. Con voz en off va narrando los encuentros con la naturaleza desértica y la pobreza de sus habitantes. Todo ello pasado por el tamiz nostálgico de su propia vida, extranjera en los recuerdos que evoca la travesía. Los testimonios que José Renato graba son contradictorios, para algunos el canal es la esperanza de revitalización de la zona y para otros tan solo la certeza de la expropiación. La información que compendia, extractos de entrevista y documentación anónima, elabora con suma paciencia el tejido de la narración fílmica. Forma una especie de diario audiovisual o filme en forma de documental, como lo ha llamado la crítica, donde la vida del mismo Renato sale a relucir poco a poco y a través de los habitantes del lugar.

Ante el protagonista ausente la imagen de los otros tiene primacía. En este sentido, cobra vital importancia una región de Brasil abordada dentro de la cinematografía, generalmente en relación con un tipo de música, la sertaneja. Las incursiones más contundentes, en cuanto a la temática social dentro del espacio brasileño, son dramas urbanos. La marginación social dentro de la violencia citadina. Sin lugar a dudas, dicha cinematografía ha sentado cátedra en el estudio de la representación de los espacios al margen de la economía y la política del país: la marginalidad en tanto fenómeno de la exclusión por excelencia que sustenta modos de vida completamente desequilibrados en relación con las necesidades elementales para el desarrollo de la vida.

En el cine del propio Karim A. (Madame Satã 2002), la imagen ha sido brutal por su corporeidad. La narración de hechos violentos, se sucede todo el tiempo en los cotidianos encuentros con el cine de casa. No obstante, lo que se trataba al contar la vida de João Francisco dos Santos, no era únicamente el impacto de conflictos de choque, sino de la violencia desnuda del cuerpo ultrajado que se resiste a su suerte por la sola existencia, por aferrarse a la vida sin más. Sin embargo, Viajo porque preciso, volto porque te amo nos reencuentra con otro tipo de narración, la de la memoria como espacio por excelencia de la indistinción entre todo lo sentido, pensado y en definitiva experimentado como realidad. Este es el único espacio absoluto que nos es permitido concebir en la contemporaneidad: lo irreductible de una vida en el espacio de la intuición que hace ella de sí misma como algo primariamente existente.

A la manera de un diario íntimo, de confesiones inacabadas y donde el hablante aún no tiene la versión concluida de sus propios sentimientos e intenciones, se va tejiendo la trama emocional de la historia. Es en el punto intermedio entre la ficción y el documental el lugar en que se hace el filme. En el orden narrativo la voz del protagonista (Irandhir Santos), constituye el eje que interrelaciona y da nombre a los acontecimientos que se suceden. Funciona como el nexo directo entre la imagen y el sentido del discurso. Sin embargo, esto es sólo una característica del buen hacer de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes hilvanar la narración del filme desde la presencia/ausencia de un protagonista apesadumbrado por sus memorias. La belleza de esta obra se desarrolla en otro orden de acontecimientos, los que transcurren a nivel sensorial dentro de la pura afección de la imagen.

Las implicaciones más profundas tienen lugar en el ámbito visual y sonoro. Ambos configuran el centro del desenvolvimiento dramático. Cuando conocemos que José Renato es geólogo, sentimos la tierra, la sequedad del sertão. Las partículas de polvo adheridas a la luz intensa, enceguecedora de las zonas desérticas. Cuando nos percatamos que viaja para escapar de algo o de alguien, la ruptura constante de una imagen no referencial, en cuanto no ilustra directamente las reflexiones de J. Renato, se hace costumbre de la memoria interrumpida. Destina sus apuntes a Joana, su ex mujer, bióloga, que ha compartido con él buena parte de su vida. Sentimos entonces, la cercanía de la vida a la tierra, el verdor de las plantas adherido a las capas terrestres; y al hombre, inmerso en una oscuridad telúrica consustancial a la posibilidad de vida. En medio de todo ello, el sonido tiene gran alcance. Funciona como el rumor entre dientes de la fluidez callada de lo vegetal, el espacio inarticulado de intuiciones que median antes de la comprensión.

La cualidad de esta imagen es fundamental para la sensación de proceso continuado con que se teje el filme, a la manera de un álbum de fotos, como dijera Karim A. Él y Marcelo G. siguieron un itinerario parecido en una búsqueda que terminó siendo una película. Las primeras imágenes las tomaron en 1999, una década de peregrinaje. A partir del trabajo cinematográfico compartido de estos dos directores (Marcelo G. coguionista en Madame Satã, 2002 y Karim A. guionista de Cinema, aspirinas e urubus, 2005), podrían fabularse miles de confluencias entre uno y otro. Sin embargo, un dato de interés a la hora de analizar Viajo porque preciso…, podría ser la afinidad de ambos con las artes plásticas contemporáneas. Juntos crearon la video- instalación Ah se tudo fosse sempre assim para la Bienal de Sao Pablo en el 2004. Algo que establece un punto de mira, cuando se trata de atender al interés de los autores, más que por documentar una zona específica de Brasil, por trasmitir la repercusión que esta tiene en la vida pasada que rememora el protagonista.

La dimensión experimental que hay mezclada en todo el proceso de creación del filme, es característica de un modo de comunicar que se ha trabajado desde la video proyección en la plástica. Es quizás esta, la raíz percibida de una sensibilidad muy contemporánea en el trabajo con la imagen, esto es, una imagen que se encuentra en el intervalo siempre intervalo que media entre las fronteras prescritas  al interior del medio artístico. De ahí la capacidad de hacer sentir desde un tejido visual que temporaliza el movimiento fílmico en el terreno a veces indistinguible entre sujeto y objeto; puesto que la fluidez es puramente intuitiva, sólo diferenciada por la presencia física de un narrador. Voluntad de hacer sentir con otro tiempo la posibilidad de un espacio nuevo de intimidad irreducible a determinaciones últimas y sin embargo no por ello desprovisto de un sentido, de una dirección que lo saca de la mismidad esteticista del intimismo pueril.



III.    Los mejores años de Boulocq

La opera prima de Martín Boulocq, Lo más bonito y mis mejores años (2005, Bolivia), viene a situarse en el discurso de un tipo de cine urbano que busca reflejar la vida citadina, desde los conflictos y aspiraciones de la generación más joven. Moviéndose por los entramados de la capital, capta los lugares y las circunstancias más comunes de la diversión y el ocio. El consumismo trasnochado de las capitales subdesarrolladas, con su buena dosis de sexo y alcohol. La película parece centrada en el personaje de Berto (Juan Pablo Milán), según palabras del autor su nombre alude al Werther de Goethe del siglo XVIII, ambos personajes profundamente apasionados; aunque, el Berto cochabambino no encuentra en qué fijar su pasión rodeado de un ambiente asfixiante por su insignificancia. Nada compromete su existencia, ni siquiera la amistad de Víctor lo estimula, porque a él, en última instancia, tampoco puede contarle lo que siente. Anda meditabundo y de escasas palabras, nunca llegamos a conocer la razón por la cual ha decidido marcharse a España o a quién pertenecen los zapatos y el vestido de novia. Uno puede deducirlo por el contexto que lo rodea, por el tipo de relaciones que tiene y que no tiene, pero lo cierto es que nunca hay una referencia exacta de sus propósitos. Aunque Berto representa su caso paradigmático, estos son los códigos de lenguaje que se manejan a lo largo del filme. No hay una narración focalizada que revele la perspectiva desde la cual se muestran los hechos. La cámara se mueve sin establecer jerarquías ni protagonismos. Sin embargo, este modo de establecer una expresión propiamente cinematográfica, no responde únicamente a la originalidad de su autor. Si bien en el ámbito boliviano constituye una salida hacia otros estratos visuales, el filme asume códigos que son frecuentes a la hora de abordar la realidad latinoamericana en un sector bastante joven de la realización. La rapidez del lente al moverse y encuadrar/desencuadrar la imagen, los escenarios naturales casi sin transformación sean interiores o exteriores, la espontaneidad de los actores –no se les permitió conocer el curso futuro de la historia, o sea hubo una filmación cronológica-, son recursos de un tipo de cine desarrollado a muy diversas escalas, que busca supeditar la imagen a las contrariedades de la vida cotidiana y en función de ello también marcar un estilo. En Lo más bonito…, tales libertades se utilizan para sacar a la luz resquicios de realidad que se suceden sin mayor explicación. Quizás por eso ninguno de los personajes da razón de sí mismo y sus inquietudes –no sólo Berto. Pueden suponerse muchas cosas, pero nunca llegamos a saber a qué se dedica Camila (Alejandra Lanza) y a dónde viaja o qué tipo de compromiso hay en el sueño de Víctor (Roberto Guilhon) de hacer una revista erótica y establecer su vida en su país. La película avanza a través de acciones producidas, a veces, más por la edición que por el movimiento de los protagonistas. Se trata de situaciones disímiles superpuestas una a la otra. En ninguno de los casos se concatenan las acciones a partir de una secuencia primaria, el discurso entrecortado se basa en la yuxtaposición. Esta tendencia a la arritmia discursiva que precisa del espectador una atención constante, puede parecer una moda de élites, y en buena medida funciona como tal; sin embargo, como parte de la hechura fílmica de Boulocq, da las pistas sobre su posición acerca de los vacíos de las formas institucionalizadas, a la hora de ilustrar la profunda incomunicación y la apatía encubierta de la diversión nocturna dentro del entorno urbano. Además, en el filme hay dos elementos que parecen contradecir la presunta banalidad de la narración interrumpida, uno es la presencia de la abuela de Camila, su rutina solitaria y sus preocupaciones para garantizarle a su nieta un buen futuro, son un anacronismo generacional en el que nadie repara porque evidentemente la sociedad marca otra senda. El segundo es el Volkswagen 65´ de Berto, que figura el rezago histórico de futuros no vividos con que carga una nación como Bolivia, sus insatisfacciones y hasta ese momento la imposibilidad de una salida. Ambos funcionan como ruinas de otro tiempo dentro de un presente que parece no dirigirse a ningún lugar.

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