FICHA ANALÍTICA
EL DESPRENDIMIENTO DE LA MARIPOSA. Una película, y 80 años de Julio
Caballero, Rufo (1966 - 2011)
Título: EL DESPRENDIMIENTO DE LA MARIPOSA. Una película, y 80 años de Julio
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 4
Mes: Octubre - Diciembre
Año de publicación: 2006
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. CINEASTAS CUBANOS
3. FILMES CUBANOS
4. GARCIA ESPINOSA, JULIO, 1926-2016
5. INVESTIGACIONES
6. INVESTIGACIONES CINEMATOGRAFICAS
Título: EL DESPRENDIMIENTO DE LA MARIPOSA. Una película, y 80 años de Julio
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 4
Mes: Octubre - Diciembre
Año de publicación: 2006
EL DESPRENDIMIENTO DE LA MARIPOSA. Una película, y 80 años de Julio.
Más de quince años después, he vuelto a mirar La inútil muerte de mi socio Manolo. En realidad, los ciclos han sido menores, porque cada tres o cuatro años lo hago. La última vez que vi La inútil muerte… escribí el texto «Una gran mentira», donde el propósito primordial estaba en advertir el carácter autoconsciente de la película, en lo tocante a destacar, a cada minuto, la textura de la representación. Tres o cuatro años luego, quisiera escribir todo lo contrario: la eficacia y la resonancia contemporánea del texto fílmico, quizá se deben más bien a la perversidad con que su director simula un ejercicio de identificación de sesgo aristotélico, por debajo o por detrás de los evidentes extrañamientos. Intentaré explicarme.
La naturaleza innovadora del Nuevo Cine Latinoamericano supo de cauces muy singulares en los distintos países. En Argentina, se confirmó la posibilidad de un cine abiertamente político, en el cual el espectador era sometido a frecuentes rupturas de sistema, con una perspectiva distanciada donde la médula de la audacia constructiva residía en la dislocación del relato clásico, desde continuas apelaciones a la capacidad reflexiva del receptor. En Brasil, sin renunciarse a lo anterior, se hurgó mucho más en la ontología del mito, a partir de un grupo de fabulaciones de franca mirada antropológica, en las que la experimentación audiovisual servía al objetivo de diseccionar las relaciones, a menudo impresumibles, entre el hombre y su ámbito cultural. México ensayó, entretanto, una variante latinoamericana del esperpento, con historias agridulces de una profunda humanidad, relatadas en clave de tragicomedia, y donde se extraviaban las fronteras entre el melodrama y su parodia.
En Cuba, el Nuevo Cine transitó, como mínimo, dos caminos expresivos: el desbordamiento de la emoción, en una animosa búsqueda de la belleza que tendría en la poética de Humberto Solás su paradigma mayor, y lo que pudiera considerarse como una intelectualización de la emoción, por parte de cineastas como Tomás Gutiérrez Alea y Julio García-Espinosa. En ambos, existe una intelección profunda, como resultado de la cual se racionaliza la experiencia estética, y se someten a los poderes del pensamiento reposado los sobresaltos de la emoción artística. En ambos, encontramos penetrantes estudios de la condición del cubano, desde la saludable distancia de un mundo de ideas que se deja alimentar pero no perturbar por el sentimiento. Esa austeridad reflexiva, esa «frialdad» de la disección cultural sin los efluvios turbadores del sufrimiento o la afectación, son probablemente las garantías de no envejecimiento para sus películas, muchas de las cuales se vuelven a recibir con la impresión de contemporaneidad del primer día.
Ya sabemos que la riqueza conceptual de La inútil muerte de mi socio Manolo permite que la película afirme negando y niegue afirmando. Aguda meditación sobre el envés del triunfalismo épico, La inútil muerte… comprende que está abocada al relato de un enorme proceso social, gigante como involucrador es, pero resalta, al tiempo, los brotes de violencia que pueblan aquella grandeza y que la hacen al peligro constantemente. El sonido abotargante de la grúa recuerda el abrazo y el asedio de la Revolución, que facilita y acecha a partes iguales. A los efectos de esa mirada, de esa conciencia supra que envuelve a la historia, los personajes son escombros, desechos a mitad del camino. Ellos lo saben y lo confiesan. Pero no en el sentido cansado de lo viejo que pervive en lo nuevo, no; en el sentido de que la propia naturaleza humana hace imperfecto y doloroso el proceso de la felicidad y la realización. Ahí está la violencia que cuenta el filme, como mismo Humberto había contado el precio y la sangre de la Revolución como gesto social en El siglo de las luces: la guillotina en el lugar de un emblema flamante sobre la nueva época. La tragedia de La inútil muerte… atenaza la dicha vital de sus personajes en una red de motivos desasosegantes: el cuchillo enhiesto, la sangre que corre, el sonido que aletarga, la gotera y la lluvia, la mujer que abandona o que no está, el carné del Partido que no llega.
La inútil muerte… es la película que mejor alcanza a expresar todo cuanto ha sido Julio García-Espinosa, en la medida en que supone el gran experimento estético que compendia y resume los dos extremos de creación ensayados por el artista, en diferentes épocas. Sus otras dos grandes películas, serían Son o no son y Reina y Rey. Entre ellas no solo median algunos, bastantes años de decantación, sino todo un territorio poético sumamente dispar.
Son o no son constituye el éxtasis de la noción del autor sobre el cine-ensayo: en ella, el maestro pretexta una comedia satírica para ensayar, en realidad, el proceso de construcción del mismo género, al tiempo que lleva al plano primero de la dramaturgia todo su pensamiento sobre la importancia del cabaret y otras experiencias de la cultura popular, en la delimitación del paisaje que ha de nutrir un proyecto de nación y de cultura. Sumamente grácil y simpática, la película constituye pensamiento puro, ensayo total, radicalismo absoluto en la poética del autor. En Son o no son, Julio se lanzó al mayor abismo de su vida, y habiendo podido cubrirse de gloria o de niebla, consiguió lo primero. Son o no son resulta posiblemente el experimento más vertical, estética y conceptualmente hablando, del cine cubano. En ella la historia, que no dejaba de estar, quedaba espectralizada por la facultad de la reflexión, del pensamiento cultural.
Del otro lado, muchos años después, Julio juega a volver a contar una historia. En Reina y Rey, el prisma de evocación cultural no está ausente en absoluto, pues conocemos toda la reverencia que rinde el filme a la estructura y la cadencia del arquetipo neorrealista; pero sucede que el autor se disimula a sí mismo, y trata de que sus artificios de construcción no entretengan el avance de una conmovedora historia, cuya humanidad se mantiene en los niveles palmarios de la realización. En Reina y Rey importan los dos tiempos y sus códigos, la densidad alusiva del sonido, el contraste de las actuaciones, pero más que todo ello, por encima de todo eso, está la suerte de la viejecita que, Umberto D insular, sufre por los devaneos de su perro, al que no tiene qué dar de comer, mientras no pocas gentes en La Habana aprovechan la falta de gas para renunciar a la obsesión del suicidio. Entre Son o no son y Reina y Rey tenemos el viaje que va de la abstracción al naturalismo,(1) siendo que en ambos registros, García-Espinosa se muestra excelente, capaz, ambicioso.
A la altura de 1989, La inútil muerte de mi socio Manolo es el nudo de todo este proceso, porque resulta la película donde mejor Julio concilia dos extremos inconciliables por el común de los mortales, y de los realizadores: la estética de la identificación, y la política del distanciamiento. En La inútil muerte…, Julio logra un texto autoconsciente que se mofa del ilusionismo de la adaptación, a la vez que simula, o juega a representar, una historia con todas las de la ley. En ese sentido, maneja todo el tiempo un doble código, que se comporta como una cuerda floja que hubiera llevado al naufragio al primer entretenido. Por eso, siempre que soluciona con fervor y proporción un código doble, de maneras y estilos antagónicos, es que considero La inútil muerte… como el colmo de la maestría de realización en García-Espinosa.
A estas alturas, no existe la menor duda sobre la autoconciencia de un texto que sale de sí mismo, que se escapa de su textura una y otra vez. Los ejemplos son infinitos. La película se consuma como la filmación de un set montado en el teatro, en medio de andamios, luces sobreintencionadas y efectos especiales de humo. El protagonista, el héroe trágico, o mejor, el actor que encarna simbólicamente al héroe trágico, brota a la cámara salido de un empapelamiento de la escena con la imagen de un laberinto, de un puzzle, de un rompecabezas mental, en cuyos polos encontramos las máscaras del teatro y el vuelo de una mariposa. De este modo, quedan cifradas las coordenadas de ese artilugio que en lo sucesivo podremos llamar la historia. Cuando Cheo relata su ilusión con la negra Inés, el director, solícito, suspende el tiempo cinematográfico y permite que el personaje se escape, en una subjetiva erótica, a disfrutar la lluvia y el roce de los cuerpos en el patio del gao de Manolo.
Cuando es la vida de Manolo la que precisa de un sumario, que de alguna forma la explique, la argumente, tendremos un montaje corto, documental, con fotos del archivo personal de Manolo. Tan personal es la documentación que llegamos a ver, entre otros cuadros emblemáticos del cine cubano, un fotograma de la película De cierta manera, donde antes apareció Mario Balmaseda, el actor trágico del obrerismo cinematográfico en Cuba. Y ciertamente, aquel personaje de Sara Gómez pudo ser el pasado de este Manolo, y el filme de Julio se regala la licencia del nexo intertextual, y, lo más curioso, nada de esto llega a afectar el simulacro de fluidez de una historia naturalista. El tiempo del discurso no obstruye sino que favorece, o coincide incluso con el tiempo de la historia.
En algún momento, un personaje mira por la ventana, y la supuesta pared de la casa de enfrente es un panel que levantan y se llevan. Aparece entonces el productor Camilo Vives, que entona un bolero. Esa situación es, el no va más de la desfachatez brechtiana de la pieza. El bolero que entona el señor habría sido el homenaje más agradecido por Bertolt Brecht en los días de su vida. Cuando finalmente Cheo hiere a Manolo, tenemos otro montaje corto, tiempo absoluto del discurso, en donde varios recortes de periódicos se refieren oblicuamente al sinsentido de la acción: una referencia a un viaje espacial de turismo; otra a las maneras de conocer el cerebro; una acerca de que «las monarquías europeas se sienten cada vez más satisfechas de sus democracias». Lejos de distanciar de la situación, el extrañamiento trata de incrementar la conciencia sobre el absurdo de la muerte de Manolo, y el resentimiento del mundo social allí donde muere, de manera doblemente irracional, uno de sus buenos hombres.
Y es que la corteza brechtiana acoge una historia sólida, donde el texto de Eugenio Hernández Espinosa es seguido con puntualidad matemática, en un gesto de cotejo dramatúrgico del mayor rigor, y donde el realismo de la representación es tal, que llega a carenar en los predios brutales del naturalismo. O sea, mientras más abstracto por fuera, más concreto por dentro, como si Son o no son y Reina y Rey estuvieran resueltas en La inútil muerte de mi socio Manolo.
No debía esperarse menos del principal ideólogo del reencuentro del cine cubano con su público, durante los años ochenta. En el horizonte de un hombre que estimuló tamaña comunicación, todo no podía ser obra de la disrupción. Incluso, advertimos la armonía semiótica, entre significados y significantes, que suele distinguir a los textos de un realismo clásico. Digamos, cuando a nivel verbal se discursa sobre la lucha revolucionaria de los años cincuenta, un dolly in se aproxima sugestivamente al cuchillo. Cuando Cheo comenta que tenía «cara de comemierda», lo hace ante la imagen de un periódico abierto y el martilleo del otro personaje; forma esta de significar el desfase de Cheo en relación con la marcha de la Historia, que lo ha dejado atrás. Cuando los personajes conversan sobre las dificultades de sus vidas para con las mujeres, problemas bastante responsables de ambas irrealizaciones, los actores se mueven entre la ropa tendida, siendo que sus rostros se escabullen como sombras, como manchas indistinguibles. Más adelante, al dialogar sobre la infidelidad, la cámara capta los rostros solo a través de la malla del bastidor que se encuentra apoyado en la pared. Mientras Manolo le grita a Cheo: «Malanguita», falta trágica que cometerá el héroe y que lo conducirá a la muerte, Cheo sostiene un búcaro con flores artificiales, clara ironía con el preámbulo de la catástrofe. Y así, pudiéramos citar decenas de ejemplos que revelan los ardides de una construcción clásica, donde las connotaciones de la escena, del universo visual, hablan por el drama.
Tal vez, el mejor indicio de naturalismo en la puesta en escena se deba al seguimiento puntillista con que los actores y el director han marcado el progreso de la embriaguez. Hay tal nivel de organicidad en el dibujo de esa involución, que pudiera pensarse que la sola historia interesa sobremanera al punto de vista. Pero, además, los actores se afanan en levantar personajes redondos, de una psicología rotunda, con la acuciosidad y el esmero en los matices que debiera alimentar un filme naturalista. En especial, Balmaseda consigue que el borde de la sobreactuación intencionada, la que nos recuerda que esto es teatro, cine, ficción en definitiva, no desautorice un minuto la contundencia verista de su Manolo: el montaje grotowskiano y «energético» de la gestualidad, el énfasis en la jerga y las inflexiones del habla lateral, la profundidad stanislavskiana de las introspecciones; todo en Mario, cada gesto y cada palabra, configuran a un Manolo redondo, pletórico de vida propia y de perfil psicológico. Eso mientras nos es recordado, en el tono general, que estamos sucumbiendo, como quien se rinde a un juego de perversiones, ante las mañas de la representación.
Por eso escribía unos años atrás aquello de «Una gran mentira». Hoy digo, en todo caso, que se trataba de una gran mentira que se servía de una colosal verdad: el drama se distanciaba y se extrañaba precisamente porque era inmenso, y porque en casos como estos solo la razón puede salvar del abatimiento o la pesadumbre, por la inminencia trágica de la realidad.
El maestro cumple ochenta años, otra verdad que parece una gran mentira. Solo el arte tiene su propia verdad, y solo nosotros conocemos cuántos siglos de cultura se suben a los andamios de estas historias conmovedoras. El jubileo de la celebración es la oportunidad de recibir al maestro no como un héroe trágico sino —y estoy seguro que esta imagen a él le encantará, luego de tanto drama y tanto pensamiento— como un héroe romántico. Risas, y felicitaciones.
NOTA:
(1) Empleo el término naturalismo no en la acepción pagana que lo vincula al pragmatismo cinematográfico de Hollywood, donde se disimulan las instancias narrativas y pareciera que todos los filmes están amablemente contados por Dios (un dios gringo, gustoso de la hamburguesa y de Julia Roberts), sin la menor distracción. Utilizo naturalismo en el sentido que surgió hacia el último tercio del siglo XIX, con la experiencia de la novela francesa, y se ocupa, a partir de ese momento, no de «la imitación directa de la naturaleza», sino del esfuerzo denodado por aproximarse a la realidad, destacando los matices de las pasiones humanas exacerbadas, y los engarces, trabados y problemáticos, entre el hombre y el medio social.
Más de quince años después, he vuelto a mirar La inútil muerte de mi socio Manolo. En realidad, los ciclos han sido menores, porque cada tres o cuatro años lo hago. La última vez que vi La inútil muerte… escribí el texto «Una gran mentira», donde el propósito primordial estaba en advertir el carácter autoconsciente de la película, en lo tocante a destacar, a cada minuto, la textura de la representación. Tres o cuatro años luego, quisiera escribir todo lo contrario: la eficacia y la resonancia contemporánea del texto fílmico, quizá se deben más bien a la perversidad con que su director simula un ejercicio de identificación de sesgo aristotélico, por debajo o por detrás de los evidentes extrañamientos. Intentaré explicarme.
La naturaleza innovadora del Nuevo Cine Latinoamericano supo de cauces muy singulares en los distintos países. En Argentina, se confirmó la posibilidad de un cine abiertamente político, en el cual el espectador era sometido a frecuentes rupturas de sistema, con una perspectiva distanciada donde la médula de la audacia constructiva residía en la dislocación del relato clásico, desde continuas apelaciones a la capacidad reflexiva del receptor. En Brasil, sin renunciarse a lo anterior, se hurgó mucho más en la ontología del mito, a partir de un grupo de fabulaciones de franca mirada antropológica, en las que la experimentación audiovisual servía al objetivo de diseccionar las relaciones, a menudo impresumibles, entre el hombre y su ámbito cultural. México ensayó, entretanto, una variante latinoamericana del esperpento, con historias agridulces de una profunda humanidad, relatadas en clave de tragicomedia, y donde se extraviaban las fronteras entre el melodrama y su parodia.
En Cuba, el Nuevo Cine transitó, como mínimo, dos caminos expresivos: el desbordamiento de la emoción, en una animosa búsqueda de la belleza que tendría en la poética de Humberto Solás su paradigma mayor, y lo que pudiera considerarse como una intelectualización de la emoción, por parte de cineastas como Tomás Gutiérrez Alea y Julio García-Espinosa. En ambos, existe una intelección profunda, como resultado de la cual se racionaliza la experiencia estética, y se someten a los poderes del pensamiento reposado los sobresaltos de la emoción artística. En ambos, encontramos penetrantes estudios de la condición del cubano, desde la saludable distancia de un mundo de ideas que se deja alimentar pero no perturbar por el sentimiento. Esa austeridad reflexiva, esa «frialdad» de la disección cultural sin los efluvios turbadores del sufrimiento o la afectación, son probablemente las garantías de no envejecimiento para sus películas, muchas de las cuales se vuelven a recibir con la impresión de contemporaneidad del primer día.
Ya sabemos que la riqueza conceptual de La inútil muerte de mi socio Manolo permite que la película afirme negando y niegue afirmando. Aguda meditación sobre el envés del triunfalismo épico, La inútil muerte… comprende que está abocada al relato de un enorme proceso social, gigante como involucrador es, pero resalta, al tiempo, los brotes de violencia que pueblan aquella grandeza y que la hacen al peligro constantemente. El sonido abotargante de la grúa recuerda el abrazo y el asedio de la Revolución, que facilita y acecha a partes iguales. A los efectos de esa mirada, de esa conciencia supra que envuelve a la historia, los personajes son escombros, desechos a mitad del camino. Ellos lo saben y lo confiesan. Pero no en el sentido cansado de lo viejo que pervive en lo nuevo, no; en el sentido de que la propia naturaleza humana hace imperfecto y doloroso el proceso de la felicidad y la realización. Ahí está la violencia que cuenta el filme, como mismo Humberto había contado el precio y la sangre de la Revolución como gesto social en El siglo de las luces: la guillotina en el lugar de un emblema flamante sobre la nueva época. La tragedia de La inútil muerte… atenaza la dicha vital de sus personajes en una red de motivos desasosegantes: el cuchillo enhiesto, la sangre que corre, el sonido que aletarga, la gotera y la lluvia, la mujer que abandona o que no está, el carné del Partido que no llega.
La inútil muerte… es la película que mejor alcanza a expresar todo cuanto ha sido Julio García-Espinosa, en la medida en que supone el gran experimento estético que compendia y resume los dos extremos de creación ensayados por el artista, en diferentes épocas. Sus otras dos grandes películas, serían Son o no son y Reina y Rey. Entre ellas no solo median algunos, bastantes años de decantación, sino todo un territorio poético sumamente dispar.
Son o no son constituye el éxtasis de la noción del autor sobre el cine-ensayo: en ella, el maestro pretexta una comedia satírica para ensayar, en realidad, el proceso de construcción del mismo género, al tiempo que lleva al plano primero de la dramaturgia todo su pensamiento sobre la importancia del cabaret y otras experiencias de la cultura popular, en la delimitación del paisaje que ha de nutrir un proyecto de nación y de cultura. Sumamente grácil y simpática, la película constituye pensamiento puro, ensayo total, radicalismo absoluto en la poética del autor. En Son o no son, Julio se lanzó al mayor abismo de su vida, y habiendo podido cubrirse de gloria o de niebla, consiguió lo primero. Son o no son resulta posiblemente el experimento más vertical, estética y conceptualmente hablando, del cine cubano. En ella la historia, que no dejaba de estar, quedaba espectralizada por la facultad de la reflexión, del pensamiento cultural.
Del otro lado, muchos años después, Julio juega a volver a contar una historia. En Reina y Rey, el prisma de evocación cultural no está ausente en absoluto, pues conocemos toda la reverencia que rinde el filme a la estructura y la cadencia del arquetipo neorrealista; pero sucede que el autor se disimula a sí mismo, y trata de que sus artificios de construcción no entretengan el avance de una conmovedora historia, cuya humanidad se mantiene en los niveles palmarios de la realización. En Reina y Rey importan los dos tiempos y sus códigos, la densidad alusiva del sonido, el contraste de las actuaciones, pero más que todo ello, por encima de todo eso, está la suerte de la viejecita que, Umberto D insular, sufre por los devaneos de su perro, al que no tiene qué dar de comer, mientras no pocas gentes en La Habana aprovechan la falta de gas para renunciar a la obsesión del suicidio. Entre Son o no son y Reina y Rey tenemos el viaje que va de la abstracción al naturalismo,(1) siendo que en ambos registros, García-Espinosa se muestra excelente, capaz, ambicioso.
A la altura de 1989, La inútil muerte de mi socio Manolo es el nudo de todo este proceso, porque resulta la película donde mejor Julio concilia dos extremos inconciliables por el común de los mortales, y de los realizadores: la estética de la identificación, y la política del distanciamiento. En La inútil muerte…, Julio logra un texto autoconsciente que se mofa del ilusionismo de la adaptación, a la vez que simula, o juega a representar, una historia con todas las de la ley. En ese sentido, maneja todo el tiempo un doble código, que se comporta como una cuerda floja que hubiera llevado al naufragio al primer entretenido. Por eso, siempre que soluciona con fervor y proporción un código doble, de maneras y estilos antagónicos, es que considero La inútil muerte… como el colmo de la maestría de realización en García-Espinosa.
A estas alturas, no existe la menor duda sobre la autoconciencia de un texto que sale de sí mismo, que se escapa de su textura una y otra vez. Los ejemplos son infinitos. La película se consuma como la filmación de un set montado en el teatro, en medio de andamios, luces sobreintencionadas y efectos especiales de humo. El protagonista, el héroe trágico, o mejor, el actor que encarna simbólicamente al héroe trágico, brota a la cámara salido de un empapelamiento de la escena con la imagen de un laberinto, de un puzzle, de un rompecabezas mental, en cuyos polos encontramos las máscaras del teatro y el vuelo de una mariposa. De este modo, quedan cifradas las coordenadas de ese artilugio que en lo sucesivo podremos llamar la historia. Cuando Cheo relata su ilusión con la negra Inés, el director, solícito, suspende el tiempo cinematográfico y permite que el personaje se escape, en una subjetiva erótica, a disfrutar la lluvia y el roce de los cuerpos en el patio del gao de Manolo.
Cuando es la vida de Manolo la que precisa de un sumario, que de alguna forma la explique, la argumente, tendremos un montaje corto, documental, con fotos del archivo personal de Manolo. Tan personal es la documentación que llegamos a ver, entre otros cuadros emblemáticos del cine cubano, un fotograma de la película De cierta manera, donde antes apareció Mario Balmaseda, el actor trágico del obrerismo cinematográfico en Cuba. Y ciertamente, aquel personaje de Sara Gómez pudo ser el pasado de este Manolo, y el filme de Julio se regala la licencia del nexo intertextual, y, lo más curioso, nada de esto llega a afectar el simulacro de fluidez de una historia naturalista. El tiempo del discurso no obstruye sino que favorece, o coincide incluso con el tiempo de la historia.
En algún momento, un personaje mira por la ventana, y la supuesta pared de la casa de enfrente es un panel que levantan y se llevan. Aparece entonces el productor Camilo Vives, que entona un bolero. Esa situación es, el no va más de la desfachatez brechtiana de la pieza. El bolero que entona el señor habría sido el homenaje más agradecido por Bertolt Brecht en los días de su vida. Cuando finalmente Cheo hiere a Manolo, tenemos otro montaje corto, tiempo absoluto del discurso, en donde varios recortes de periódicos se refieren oblicuamente al sinsentido de la acción: una referencia a un viaje espacial de turismo; otra a las maneras de conocer el cerebro; una acerca de que «las monarquías europeas se sienten cada vez más satisfechas de sus democracias». Lejos de distanciar de la situación, el extrañamiento trata de incrementar la conciencia sobre el absurdo de la muerte de Manolo, y el resentimiento del mundo social allí donde muere, de manera doblemente irracional, uno de sus buenos hombres.
Y es que la corteza brechtiana acoge una historia sólida, donde el texto de Eugenio Hernández Espinosa es seguido con puntualidad matemática, en un gesto de cotejo dramatúrgico del mayor rigor, y donde el realismo de la representación es tal, que llega a carenar en los predios brutales del naturalismo. O sea, mientras más abstracto por fuera, más concreto por dentro, como si Son o no son y Reina y Rey estuvieran resueltas en La inútil muerte de mi socio Manolo.
No debía esperarse menos del principal ideólogo del reencuentro del cine cubano con su público, durante los años ochenta. En el horizonte de un hombre que estimuló tamaña comunicación, todo no podía ser obra de la disrupción. Incluso, advertimos la armonía semiótica, entre significados y significantes, que suele distinguir a los textos de un realismo clásico. Digamos, cuando a nivel verbal se discursa sobre la lucha revolucionaria de los años cincuenta, un dolly in se aproxima sugestivamente al cuchillo. Cuando Cheo comenta que tenía «cara de comemierda», lo hace ante la imagen de un periódico abierto y el martilleo del otro personaje; forma esta de significar el desfase de Cheo en relación con la marcha de la Historia, que lo ha dejado atrás. Cuando los personajes conversan sobre las dificultades de sus vidas para con las mujeres, problemas bastante responsables de ambas irrealizaciones, los actores se mueven entre la ropa tendida, siendo que sus rostros se escabullen como sombras, como manchas indistinguibles. Más adelante, al dialogar sobre la infidelidad, la cámara capta los rostros solo a través de la malla del bastidor que se encuentra apoyado en la pared. Mientras Manolo le grita a Cheo: «Malanguita», falta trágica que cometerá el héroe y que lo conducirá a la muerte, Cheo sostiene un búcaro con flores artificiales, clara ironía con el preámbulo de la catástrofe. Y así, pudiéramos citar decenas de ejemplos que revelan los ardides de una construcción clásica, donde las connotaciones de la escena, del universo visual, hablan por el drama.
Tal vez, el mejor indicio de naturalismo en la puesta en escena se deba al seguimiento puntillista con que los actores y el director han marcado el progreso de la embriaguez. Hay tal nivel de organicidad en el dibujo de esa involución, que pudiera pensarse que la sola historia interesa sobremanera al punto de vista. Pero, además, los actores se afanan en levantar personajes redondos, de una psicología rotunda, con la acuciosidad y el esmero en los matices que debiera alimentar un filme naturalista. En especial, Balmaseda consigue que el borde de la sobreactuación intencionada, la que nos recuerda que esto es teatro, cine, ficción en definitiva, no desautorice un minuto la contundencia verista de su Manolo: el montaje grotowskiano y «energético» de la gestualidad, el énfasis en la jerga y las inflexiones del habla lateral, la profundidad stanislavskiana de las introspecciones; todo en Mario, cada gesto y cada palabra, configuran a un Manolo redondo, pletórico de vida propia y de perfil psicológico. Eso mientras nos es recordado, en el tono general, que estamos sucumbiendo, como quien se rinde a un juego de perversiones, ante las mañas de la representación.
Por eso escribía unos años atrás aquello de «Una gran mentira». Hoy digo, en todo caso, que se trataba de una gran mentira que se servía de una colosal verdad: el drama se distanciaba y se extrañaba precisamente porque era inmenso, y porque en casos como estos solo la razón puede salvar del abatimiento o la pesadumbre, por la inminencia trágica de la realidad.
El maestro cumple ochenta años, otra verdad que parece una gran mentira. Solo el arte tiene su propia verdad, y solo nosotros conocemos cuántos siglos de cultura se suben a los andamios de estas historias conmovedoras. El jubileo de la celebración es la oportunidad de recibir al maestro no como un héroe trágico sino —y estoy seguro que esta imagen a él le encantará, luego de tanto drama y tanto pensamiento— como un héroe romántico. Risas, y felicitaciones.
NOTA:
(1) Empleo el término naturalismo no en la acepción pagana que lo vincula al pragmatismo cinematográfico de Hollywood, donde se disimulan las instancias narrativas y pareciera que todos los filmes están amablemente contados por Dios (un dios gringo, gustoso de la hamburguesa y de Julia Roberts), sin la menor distracción. Utilizo naturalismo en el sentido que surgió hacia el último tercio del siglo XIX, con la experiencia de la novela francesa, y se ocupa, a partir de ese momento, no de «la imitación directa de la naturaleza», sino del esfuerzo denodado por aproximarse a la realidad, destacando los matices de las pasiones humanas exacerbadas, y los engarces, trabados y problemáticos, entre el hombre y el medio social.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. CINEASTAS CUBANOS
3. FILMES CUBANOS
4. GARCIA ESPINOSA, JULIO, 1926-2016
5. INVESTIGACIONES
6. INVESTIGACIONES CINEMATOGRAFICAS
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital04/centrocap13.htm