FICHA ANALÍTICA

El discurso profundo. Las llaves de acceso a la enunciación, y el placer de la crítica
Caballero, Rufo (1966 - 2011)

Título: El discurso profundo. Las llaves de acceso a la enunciación, y el placer de la crítica

Autor(es): Rufo Caballero

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 7

Año de publicación: 2007

Para Senel Paz
Pórtico o punto de arranque

La recepción del cine deviene tan fascinante precisamente por el principio analógico de la manifestación. En la medida en que las historias que el cine cuenta tratan de emular el discurrir de la vida misma, con sus anécdotas y sujetos fundamentales, la recepción suele experimentarse como un proceso cultural excitante, fuera de todo control.

El espectador ordinario no tiene demasiados problemas. Tiende a hacer corresponder la virtud de la película con su anterior escala de valores o, sencillamente, sus visiones sobre la vida. El espectador común (cuidado con eso: no hay ser humano que se resuma en «lo común») propende a sublimar sus vivencias, sus experiencias, sus deseos, sus expectativas, en la historia que percibe. Vamos, la película es buena porque «el muchacho se queda con la muchacha», y una vida de armonía amorosa, bastante a la manera del happy end hollywoodense, debe enmendar esta pesarosa existencia de todos los días, esta reality bytes donde los finales no suelen ser justos ni equitativos. El cine se recibe entonces en una suerte de corrección de la línea de deseo que para su misma vida anhela el espectador menos avezado. Aunque en muchas oportunidades estos receptores sorprenden con lecturas e interpretaciones muy inteligentes, sustentadas sobre la experiencia o un conocimiento del mundo ciertamente fragmentario, y aunque tales especulaciones dejen pequeños a críticos y exegetas refinados, lo habitual es que el receptor neófito no complique en demasía la «interpretación»: es solo lo que ves. Claro, la pregunta sería: ¿Y qué ves?

La historia se embrolla bastante más cuando quienes perciben son receptores medianamente especializados, los cuales, por lo mismo de poseer un cierto entrenamiento cultural, son víctimas también de prejuicios y prevenciones. Entre los más socorridos, la tendencia a refrenar la imaginación y la autoridad críticas. El espectador conocedor de la tradición fílmica tiende a «protegerse» de la autoridad con que el crítico puede valorar el camino de la creación. Siendo que «se protege» del «desenfreno» crítico, el espectador iniciado –con frecuencia, el cinéfilo– siente que «protege» además, o sobre todo, al mismo legado del cine, que tiene en el crítico a un censor o a un depredador. Usualmente, con esta estrategia protectora, el receptor iniciado salvaguarda a sus estrellas y a sus realizadores favoritos del desdén o el desorden con que el crítico pudiera mirarlos.1

El espectador iniciado gusta vengarse de las impertinencias críticas con el siguiente razonamiento, atribuido a François Truffaut: Ningún niño confiesa que le gustaría ser, de grande, crítico de cine. Los críticos son esas criaturas frustradas que, como no pueden hacer películas, tratan entonces de corregirlas. Eso es delicioso. Truffaut, uno de los mejores críticos de la historia del cine, y no exactamente por accidente, estuvo lejos de suponer cuánto serviría su dudoso apotegma a toda una filosofía de la recepción. Entre las funciones que, por manual, corresponden al oficio de crítico, se encuentra, con naturalidad, la de especular qué otros caminos de creación pudo seguir el realizador, y por qué no los siguió. Digamos: si evaluamos el final de «fallido», ¿cómo pudo el director, o el guionista, o ambos, cerrar mejor su película? ¿Cómo ese final pudo resultar más consecuente con el viaje dramático de la historia? ¿Cómo el final pudo transparentar mejor la ideología que importaba a los autores? Corresponde a la crítica pensar el cine no solo cual quedó, sino como pudo ser; sobre todo si recordamos, con Vargas Llosa, que la ficción no es más que un intento por suplantar o reconstruir el fluido de lo real, a menudo tan inhóspito, tan crudo, tan escasamente «poético». Pero no, en cuanto el crítico se aventura a repensar el filme, «está haciendo su propia película», «eso no está en la película; eso es obra del crítico frustrado, que lo quiso ver», etcétera.

La idea de «eso no está en la película» resulta definitivamente maravillosa. «Eso yo no lo vi; ¿el crítico vería otra película?». ¿Qué «se ve» en las películas? ¿Lo que es narrado? ¿Y el punto de vista de quien narra permite que la historia «se vea» con independencia de los hilos manejados desde arriba?

El estado de virginidad con que el receptor neófito «descubre» y aprecia la historia representa, entretanto, una de las grandes añoranzas del crítico: ¿Cuándo fue que me convertí en este tío codificado, que dejó de estremecerse con las historias mondas y lirondas, cuando el muchacho se quedaba con la muchacha y yo podía llorar de alegría? El espectador no iniciado supone a menudo que el crítico lo subvalora; y no: el crítico lo extraña, lo echa de menos. Todo era entonces mucho más simple.

"Diario de un escándalo", Gran Bretaña-USA, 2006.Tomemos un ejemplo reciente, de una película particularmente polémica, y veamos distintas reacciones. Diario de un escándalo, el filme dirigido en 2006 por Richard Eyre, con música de Philip Glass, y magníficas actuaciones de Judi Dench y Cate Blanchett, ¿qué historia cuenta? Ya en el punto en que debo precisar el solo contorno de la historia, estoy profesando, o adhiriéndome, a una ideología. Esas sinopsis inocuas que leemos a diario transparentan, sin la menor duda, una toma de partido. El alcance, el tono, el carácter de «la historia» dependen de dos discursos: el discurso que la concreta, y el discurso de quien la lee. A ver, si hacemos un esfuerzo por resumir la historia sin demasiadas interferencias, podremos plantear que la película Diario de un escándalo se interna en la relación de dudosa naturaleza entre dos mujeres, la una víctima, la otra victimaria. La una desea a la otra y con tal de conseguirla, llega a cometer una serie de imprudencias que conducen a la apetecida a la cárcel.

Hasta aquí habría, como mínimo, dos zonas de «significación conflictiva»: ¿Por qué he escrito «relación de dudosa naturaleza»? ¿Porque una ve a la otra desde el ángulo del placer lésbico, mientras la otra ve a la una como simple y cálida amiga? ¿Eso hace a la relación «dudosa»? ¿Por qué he escrito «una serie de imprudencias»? ¿Acaso puedo no comprender la legitimidad de la reacción de Bárbara (Dench) cuando se siente abandonada por su especial amiga? ¿Estoy cuestionando a Bárbara; estoy puniendo su actuación?

Ante el entramado de Diario de un escándalo, pudieran especularse, como mínimo, las siguientes actitudes de recepción:

a) Es la historia de una mujer malvada, debidamente sancionada por una película que no duda en mostrar toda su malevolencia.

b) Es la historia de una mujer malvada, que al final queda libre, y, por lo tanto, resulta justificada por una equívoca película, que parece estar de su lado.

c) Es la historia de una mujer sola y desesperada que incurre en la maldad a su pesar, pues no tiene otra manera de granjearse ese calor humano, o ese amor, que necesita.

d) Se trata de una película homofóbica, que equipara el lesbianismo con la maldad, la torcedura y la podredumbre mental, mientras exonera a la otra de la menor responsabilidad, en vista de su condición heterosexual, su candidez y su encanto (pronombres con los que el punto de vista la disculpa).

e) Se trata de una película muy interesante, al dibujar un carácter y una sicología muy potentes, complejos. Para esta interpretación, que pasa de todo, resulta completamente natural que el personaje vengativo y mezquino de la Dench sea una lesbiana, porque, a fin de cuentas, también hay lesbianas retorcidas y malvadas. Tampoco habría que idealizar a los homosexuales; ellos son seres humanos como los demás, expuestos a igual paleta de sentimientos y de actitudes éticas.

La lectura d) viene del entrenamiento en el estudio de las relaciones entre la identidad y la alteridad, entre el Yo y el Otro, según, sobre todo, la antropología y el sicoanálisis. La interpretación e) considera extremista el planteo de la anterior, y siente que su predecesora sobreprotege a las identidades que le importan.

Ahora, lo interesante estaría en que, para su juicio, la opción d) ha operado con un «doble código de interpretación». ¿Cómo accedió a la idea de que Diario de un escándalo es una película homofóbica?

El «doble código» se ocupó de precisar el tipo de relación entre lo que la película cuenta y aquello que dice. A veces se trata de instancias coincidentes, pero, en ocasiones, son flujos contrarios. A nivel de la denotación, de aquello que la historia precisa, demarca, reconoce o admite, el personaje de la Señorita Hart (Blanchett) es encarcelado, mientras Bárbara queda libre, dispuesta a volver a desandar sus fueros y atraer a una nueva muchacha. Este es el nivel de la superficie textual. Pero si se estudia el plano de las connotaciones, de los significados conferidos subtextual u oblicuamente por el punto de vista o la focalización de la información –en este caso, autorial, y no debida a alguno de los personajes–, tendremos un contenido distinto: Hart es justificada (a pesar de la cárcel, su marido la perdona y la recibe de nuevo en casa, queda el recuerdo y «el peso en el viento» de todo su encanto y su erotismo), mientras Bárbara, aun libre, nos es presentada como una calculadora, inescrupulosa, miserable mujer que debido a los «desajustes» de su condición sexual y su relación con el «entorno civilizatorio», no puede menos que vomitar su bilis contra los demás. Al terminar la película, con la imagen de Bárbara en el mismo banco de sus cacerías homosexuales, abalanzándose sobre una nueva presa, la definitiva puntuación, la clausura del filme parece decirnos: Véanla libre, qué crueldad la de este mundo, donde proliferan a sus anchas estos sujetos…

La interpretación d) es consciente de que, lejos de identificarse, narración y enunciación siguen rumbos muy diferentes en Diario de un escándalo. El sentido aparentemente adverso o contrario de la narración se convierte en un aliado de la enunciación, porque en la medida en que más lástima tomemos a Hart (la pobre, encarcelada, cuando apenas si respondió a los reclamos eróticos de su alumno cuando no le quedaba más remedio, ante un matrimonio soso y una familia disfuncional), una heterosexual que ha cumplido con su rol y su lugar sexual, más y mejor podremos odiar a Bárbara, la descolocada, la homosexual, la descarriada. La malvada.

Nodo, o nudo

El desnudamiento de la enunciación, con frecuencia un viaje cultural apasionante, resulta crucial a la hora de intentar colegir «de qué va una película». La enunciación, debida al quién y al qué de ese significado profundo que puede estar más o menos sumergido en la textualidad de la historia,2 suele revelarnos el discurso, el enunciado de la voz que habla con o por encima de los personajes. Para acceder a esa mina, es preciso identificar antes los llamados «dispositivos de enunciación»; o sea, desde cuáles recursos y lugares ese quién profundo me habla sobre esos sentidos menos axiomáticos.

Uno de los dispositivos más usuales se localiza en «el momento privilegiado». El intérprete de un filme debe poseer la sagacidad de advertir en qué momento del discurso, este realiza una especie de contracción sobre su sentido primordial. No se trata aquí de un sumario ni de un resumen,3 sino de una suerte de epítome dramático y conceptual, donde el punto de vista condensa una situación que alcanza a transparentar la ideología de la película. Puede tratarse incluso de un solo plano, o de una escena, o de una secuencia; o por el contrario, hallarse bastante diluido a lo largo de un segmento dramático, superior a la secuencia. Pero, en cualquier caso, hay que estar atento a ese momento propio de la sinécdoque, donde una parte puede revelar el todo del sistema de significación.

"Los puentes de Madison", Estados Unidos, 1995. Con Meryl Streep y Clint Eastwood.Recordemos un ejemplo muy ilustrativo. La película Los puentes de Madison (1995), de Clint Eastwood, versa quizá sobre el precio y las consecuencias del conservadurismo en la vida, y, al dorso de esa reflexión, la complejidad de las decisiones humanas, que lamentablemente no dependen solo de la pasión o la intensidad del amor. El personaje de Meryl Streep tiene razones profundas (o eso piensan la película y el libro que lo incluyen) para no escapar con el fotógrafo nómada, interpretado por el mismo director. Apenas lo reconoce explícitamente, pero cuando se cierra la parábola dramática de la historia es claro que el personaje de la Streep no se siente capaz, ni siente que lo merezca su familia, de romper la cohesión que todos los días los reúne a la mesa y los hace hablar, con cariño, de las mismas menudencias. Tampoco el nomadismo del personaje de Eastwood parece ofrecerle seguridad, o eso que los espíritus mediocres (ya aquí estoy entrando yo, demasiado, a la interpretación) llaman «la estabilidad».

No debí escribir «mediocres», pues si para mí la libertad y la intensidad de las vivencias están por encima de todo, para otros sujetos la estabilidad, la cohesión, la seguridad, son valores inalienables y defendibles a cualquier precio. Ahora, la «entrada subjetiva» a la manera de organizar la historia tampoco se puede escamotear, porque, como ya anotamos, esta no se organiza sola; no existe sin su lectura, sin el ángulo de su lectura. Así, para algunos, Los puentes de Madison viene a ser una película sobre el conservadurismo, o más: una película que al mostrar las frustrantes consecuencias sentimentales del conservadurismo, invita a pasar de él. Para otros, se trata de un filme que ratifica esta opción: lo entiende, lo explica y lo justifica: Vale no ser feliz, si a cambio preservamos la unidad de la familia, y reciprocamos el cariño que los demás nos dispensan. Aun, para otros, entre los cuales me cuento, se trata de una película conservadora ella misma, que se solaza con, y fundamenta demasiado, la opción del conservadurismo.

¿Cómo pudiera estar seguro de que mi lectura es la «correcta»? No pudiera estarlo. Todo lo más, pudiera argumentar mi interpretación precisando los dispositivos que me ayudaron a localizar ese «círculo» del sentido. También habría que diferenciar entre la enunciación, y las consideraciones sobre la enunciación, dos discursos diferentes. En este caso, para precisar el contenido profundo de la enunciación, puede ser muy útil la advertencia de cómo una escena alcanza a epitomar la resonancia conceptual del filme.

Y desde luego, es aquella donde, en una disyuntiva de clara y eficaz manipulación emocional, el personaje de la Streep viaja en la camioneta familiar, con su marido, y descubre la imagen de su amado, bajo la lluvia. El dilema ante el cual se halla la Streep es el dilema de la película toda. Aún más, en esta escena se articula un significante que vuelve «físico» el gran plano de significación de Los puentes de Madison: la tentación de tomar la manigueta de la puerta, abrir el vehículo y lanzarse, bajo la lluvia, junto al amado. El recorrido de la cámara, el trabajo sonoro, el énfasis dramático, la puntuación toda, enfatizan «el privilegio ideológico» de ese momento. De la determinación del personaje ante el motivo-manigueta dependerá el vector de sentido que recorra el filme.

Y tenemos que no, el personaje no se baja, se resigna, y sigue junto al esposo. Ella quiere ser una heroína, quiere sufrir, y la condición de mártir familiar la emancipará en el futuro. Este gesto, esta decisión, este momento, ya lo dice todo. Supera, semánticamente, al regodeo sentimental de la conclusión del filme. Puesto que la elección del protagonista no tiene que ser la elección de la película (a menudo incluso sucede lo contrario: el sentido se establece por crítica implícita o desmontaje desautorizador del comportamiento del personaje), ¿por qué aquí la película resulta igual de conservadora que el personaje? En este caso pareciera que el filme complace a la maestra de escuela venida a menos: la heroiza –existe cualquier cantidad de indicios sobre este plan de heroización de la protagonista–, y así, pareciera decirnos que ella, en definitiva, no solo tenía razones, sino que, al cabo, tenía la razón. Con el acto de expurgación, catarsis, mea culpa, de las ulteriores cartas a sus hijos, que incluyen el valor virtual de una sinceridad y una valentía que pudieron ser reales, la película parece redimir la actuación del personaje femenino. Ella hizo lo que pudo, hasta donde pudo. Los puentes de Madison simula ser una película romántica, cuando no, cuando todo lo contrario: su sentido se establece de contrariar, precisamente, uno de los pilares del romanticismo: el amor es el único sentimiento en el mundo que lo justifica todo. La ideología de la película termina siendo firmemente pragmática y antirromántica: una ilusión es una ilusión; la vida es otra cosa. Y el hallazgo, la localización de una escena, nos sirvió tremendamente para focalizar la naturaleza del discurso.

Con frecuencia, ese «momento privilegiado» coincide con la resolución argumental de la historia o del discurso, o de ambas cosas. Coincide con el final del filme, que happy o trágico, abierto o muy orientado,4 suele constituir verdaderos reservorios de sentido, explosivos semánticos de suma utilidad para la comprensión general de la historia y los enunciados. El momento privilegiado del final tiende a articular, de modo definitivo, el «cuadro semiótico» de la película, la juntura plena de los canales y los vectores del sentido. Un ejemplo nítido lo tendríamos en la escena final de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), donde el personaje de Ennis del Mar y la cámara ejecutan un «acting» absolutamente clarificador del río de ideas que abraza el filme. Ennis abre el armario y en su interior descubrimos la camisa de Jack, su amado muerto, que permanece bajo otra suya; pronuncia la ya mítica frase «No podía; te lo juro»; cierra el armario (la relación, incluso ahora, en planos de la memoria, continúa en el closet);5 y la cámara permite el contraste que se le ofrece al cerramiento con el paisaje que se abre tras la ventana –valga decir, a la vida que esperaba (¿que aún espera?) afuera, lejos de la reclusión de Ennis.

Con este diagrama, el filme concreta el plasma de su ideología: lejos de heroizar a Ennis por cumplir con el contrato social, la película enfatiza la desdicha, la infelicidad de su protagonista por sucumbir al contrato y no anteponer la realización de su identidad, su deseo y su amor. En este cuadro semántico del final, Brokeback Mountain deja claro su discurso: Jack ha muerto a causa de la autenticidad de su actitud, pero Ennis está muerto por dentro, y sufrirá de por vida, porque, viene lo primordial, el repliegue, la inhibición, y la represión, no son precisamente actitudes recomendables. De esa manera, con un enfoque positivo de la imagen de Jack, el filme responsabiliza el grado de homofobia, de odio al diferente, de segregación hegemónica y fascistoide que se permite la sociedad contemporánea. La película parece decirnos que aun quien consiga hacerse a los moldes de esa (in)civilización normativa será un fracasado, un reprimido y un infeliz, un pobre hombre. No hay aquí, como sí en Los puentes de Madison, una correspondencia lineal entre la actuación del personaje y el enfoque de la película: la tristeza y el sufrimiento de Ennis («No podía») son el grito de protesta de la película. Brokeback… rezuma, por cada poro fílmico, la necesidad de libertad y de realización del ser humano, sean cuales fueren sus orientaciones sexuales, culturales, etcétera.

“Brokeback Mountain”, Estados Unidos, 2006 del director Ang Lee.Hay otros momentos privilegiados en Brokeback…, que pudiéramos llamar «momentos privilegiados de segundo orden», y tienen que ver con revelaciones esenciales de significaciones parciales. Por ejemplo, las escenas referidas al abandono de ambos padres. Sobre todo aquella retrospectiva donde el padre de Ennis lo obliga a presenciar un cadáver –relacionado con el castigo social al diferente– es un momento básico en la comprensión de la actitud del protagonista en el curso de la historia. O la famosa escena de la llamada telefónica, de una estimable complejidad narrativa (la imagen visual del asesinato de Jack puede focalizarse desde el «campo de conciencia» de Ennis, algo imposible en la «rectitud diegética» de la historia), y fundamental en cuanto a las evidencias que terminarán de convencer a Ennis sobre las terribles consecuencias de su impotencia ética, lo mismo que para redondear la actitud de las esposas, conscientes, durante la mayor parte del metraje, de la relación homoerótica entre sus compañeros.6

El doble protagonismo de Ennis-Jack recuerda ese recurso que en algún lugar he llamado «el protagonismo espejeado» y que se aplica a otros tantos ejemplos, como el filme francés La ceremonia (1995), de Claude Chabrol, o la película cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. El cine contemporáneo utiliza con frecuencia esa estructura dramática donde un protagonista argumental, histriónico, suele «cubrir» aparencialmente la hondura de un protagonista dramático, sicológico, «interior». En el caso de Brokeback…, Ennis resulta el protagonista esencial, porque de su viaje de aprendizaje humano depende el discurso. En cuanto a Fresa…, aunque el personaje de Diego deviene mucho más «atractivo» a nivel histriónico (gestualidad, carisma, vestuario, movimiento en el espacio, generación de ideas inteligentes, conocimiento de la cultura cubana, etc.), la conciencia de la película se afinca mucho más en el recorrido interior de David; necesita mucho más «el viaje de aprendizaje» de David. Pudiéramos incluso sugerir un estudio paralelo de las díadas de personajes Diego/Jack y Ennis/David.

Sería preciso identificar los dispositivos que, concretamente en la textura del filme, invitan a pensar de este modo. Son muchos a lo largo del metraje, pero existe uno concluyente: En el momento del abrazo final, ¿por qué la cámara repara en la reacción emocional de David, más que en la de Diego?7 Sistema codificado al fin, donde la historia no vive si no es en la densidad del signo, no era solo lo que se veía…; no se trataba de lo que se veía, sino de ese viaje sumergido, subrepticio, latente, que iba estructurando la percepción de David. El discurso manifiesto de Diego no hace sino remitir al discurso latente de David, expresado, al inicio, en una percepción azorada, y más tarde, en una extroversión mucho más consciente. En esto, Gutiérrez Alea fue siempre maestro: el emplazamiento de la cámara marca con exactitud el posicionamiento del sentido. Seguir prendado del histrión Diego en el momento del abrazo hubiera supuesto un error caligráfico imperdonable a los efectos de la planificación conceptual e ideológica del filme. Si algo conocía Gutiérrez Alea era el engarce funcional entre caligrafía e ideología, fuera de cualquier esteticismo o voltereta que disipara el sentido, o lo aplazara infecundamente.

Pero, en ocasiones, la puntualidad de los dispositivos se escabulle, se vuelve escurridiza al razonamiento pormenorizado de la crítica. Ante la complejidad enunciativa de algunas películas, complejidad que paradójicamente se expresa en una diafanidad y una claridad que no se dejan apresar fácilmente,8 el crítico recibe la impresión de que al discurso profundo solo se puede acceder por medio de la comprensión de la parábola total del sentido. Esta emplea decenas de dispositivos, amasados, o superpuestos, hasta redundar en una interpretación que debe el crítico a su entrenamiento de años en el oficio, o, en el caso de los más jóvenes, a una agudeza de comprensión verdaderamente estimable. Traigamos a colación los casos de dos hermosas películas que en los últimos años han versado sobre «la dificultad del amor»: Una relación pornográfica (Frédéric Fonteyne, 1999), e In the Mood for Love (2000), de Wong Kar-wai.9

El final como momento privilegiado de Una relación pornográfica aporta el corolario de entendimiento a una tesis que se venía articulando en forma gradualmente acumulativa. Si se recuerda el argumento, los personajes de Sergi López y Nathalie Baye acuden a una serie de citas voluntarias, en un hotel, para hacer el amor como gimnasia. De ahí la idea de una relación pornográfica. Ellos no quieren «complicación» emocional alguna: desean verse para cumplir el ritual deportivo del amor como sexo ardiente, sentir que han vuelto a compensarse, y despedirse como dos sujetos desconocidos en una ciudad de siluetas. Sin embargo, las frases entrecortadas en la cama, la respiración, las miradas sobreintencionadas, los silencios, las confesiones de los personajes en las entrevistas que reportan los distanciamientos (los ojos enjugados de un siempre emocionado Sergi López) despliegan una «zona de turbulencia» que llega a contravenir el programa explícito de los personajes. Al final, mientras comparten el último café, se miran y cada uno en subjetiva se dice que no, que el Otro no ha llegado a amarle, a necesitarle, que el Otro para nada siente lo mismo. Se levantan, echan a caminar, y no se ven nunca más en el espacio confuso de una ciudad-panal donde las siluetas se entremezclan sin conocerse.

Esta película sencilla, transparente como una sonata, es obra de la poesía que no sabe de sentencias ni de latiguillos lapidarios. Es una película ejemplarmente desretorizada: lo que en ella no se dice, resulta aquello que más importa. De hecho, ese final alude a la crisis de autoestima supuesta también por el amor: el amante se empequeñece con brutalidad ante la figura y el don del amado. Pero ese topos cultural participa de una idea mayor, que acaso constituye el mayor plano de enunciación de la pieza: la relación sexual comporta un grado tal de comunicación entre los implicados, que es muy difícil aislarla del florecimiento del amor. Cuando se dice comunicación, se dice todo. Cuando se dice comunicación, se habla de diálogo, de presuposición, de calidez, de trabazón, de involucramiento. Sabemos, con Vargas Llosa, que el ritual erótico es tan tremendamente excitante como desconsoladoramente finito. Los personajes fracasan en su plan de no involucramiento. El mundo de la sexualidad, su presunto aliado, no se los permite, no los deja. Ellos fueron, con toda conciencia y legitimidad, a consumar una relación pornográfica, pero el sexo, como la vida, pasa de los programas: quedaron, y se despidieron, invadidos por una emoción más importante que la acrobacia sexual y la energía física. El final remata esa enunciación cardinal con un acento propio de otro topos cultural: la tragicidad del amor, que al consumarse desanuda la catástrofe, y que, por lo mismo, prefiere vivir en el silencio y la distancia.

Si me preguntaran: ¿Cómo pudiste construir estos tres niveles de lectura, determinantes para la comprensión de Una relación pornográfica?, desde luego que confesaría decenas de dispositivos que me ayudaron, pero al cabo, algo en mí, que viene de algunos años apreciando el cine, pudo asociar lo disperso, pudo volver figurativo aquello que era abstracto y latente, no dicho.

Si la tragicidad del amor es asunto potente pero secundario en Una relación pornográfica, se vuelve enunciación primera en In the Mood for Love,10 donde la esencia trágica se mueve en el aire, como un perfume denso. Aquí las categorías científicas no sirven de mucho, si no se tiene la disposición (el Mood) de comprender aquello que fue tejido en cientos de años de cultura. Ellos viven un amor excepcional, de una belleza, una intensidad y una violencia pasional inauditas. Pero varias veces él, conocedor de que el amor no resulta ajeno a los sentimientos de posesión y propiedad (fatalmente es así), le pide que se marchen juntos. Ella, casada, pendiente de demasiadas ataduras, no responde. No se trata aquí, para nada, del amor de un solo lado: ella lo busca, vuelve, lo necesita, pero, sin explicar una palabra, declina la proposición que los hubiera llevado a la felicidad. En ese silencio pesado, en esa elipsis poderosa, flota gravemente la tragicidad de la historia.

El autor entonces, perverso y redentor, imagina para ellos una salvación: el estilo, el lenguaje. La cláusula más elocuente de todo el filme es aquella, más deudora del discurso que de la historia, en la cual los amantes se rozan, se aproximan peligrosamente, en la escalerilla de acceso a una vulgar fonda cercana; y en el instante denso, cardiaco, en que pudieran tocarse, el director aprovecha para ralentizar el tiempo y colocar una música pesarosa, de ligero obstinato, que comenta la tragedia y habla por las emociones de los personajes. A ellos los une el discurso de la película; ellos consiguen hacer el amor, más que en el cuarto 2046 del hotel rojo (como rojo era el hotel propiciador de Una relación pornográfica), «por encima» de la historia: en el espacio del discurso lingüístico que pertenece al director. Wong Kar-wai es el confesor de sus personajes, la celestina de estilo que permite la realización de un amor condenado a existir en la finca privada de las emociones.

Pocas veces, en la historia del cine, la música ha tenido semejante capacidad narrativa, además de expresiva. No solo aquella música mental, cardiaca, sino la función sustitutiva de los bolerones rompecorazones que aparecen aquí y allá. Por ejemplo, en Singapur, 1963, un año después del encuentro (ocurrido en Hong Kong, 1962), ella lo busca, lo localiza, y lo llama por teléfono, pero no puede hablar. Él pregunta: ¿Diga? Y entra el bolerón: Quizás, quizás, quizás. No hace falta nada más. El rostro de ambos se ilumina de expectación y de zozobra: harán el amor, otra vez, gracias a la coartada del estilo.

Estos momentos privilegiados del estilo son los mayores dispositivos para entender la médula dramática del filme: desde los griegos, la consumación física del amor se revela aparejada al trauma de la tragedia. Éxtasis y catástrofe, orgasmo y castración, trance y mutilación, serían nociones de orden. Catástrofe y soledad que vienen dadas, en este caso, por lo imposible de la posesión, de la propiedad, de la tenencia, de la exclusividad que exige, con toda razón, el amante. Por eso se insiste tanto en el fuera de campo, o en exponer la narración de forma doble, según la perspectiva de uno y de otro: se trata de un amor condenado a la disyunción, a la separación.

El final vuelve a ser otro momento de privilegio. Él sabe, lo ha comentado, que los amantes de la antigüedad solían ir a la montaña a confesar, compartir y fijar sus secretos de amor. Iban, buscaban un árbol, en él un orificio, y susurraban su secreto, que luego sellaban con barro. En un antiguo templo camboyano, nuestro protagonista arroja su secreto de amor, y es la manera que tiene, mortal y desvalido, de resolver mínimamente lo que siente.

¿Cómo se pudiera demostrar el valor, el misterio, el alcance de ese secreto que parece delatado por la piedra camboyana? Se pudiera, no lo niego; quizá completando el modelo actancial (advirtiendo cómo el lugar de los actores en la lógica de las acciones rebasa cualquier cualidad o circunstancia física),11 localizando los muchos artificios; pero es claro que, por encima de todo esto, el crítico recibe al aliento central de un do de pecho que no sabe de fórmulas ni de acertijos demasiado racionales. ¿O será la extrema racionalidad la que permite asir el vuelo de la mayor subjetividad?

El rey de las enunciaciones cruzadas en el cine contemporáneo es sin duda Lars von Trier. Jamás un director de cine, ni Godard ni Pasolini, ni Scorsese ni Allen, ni Capra ni De Mille, suscitaron interpretaciones tan desemejantes. Es tal el ramillete de connotaciones despertadas por los filmes de Von Trier, que a menudo las filosofías sobre su cine se hallan en las antípodas. Bailarina en la oscuridad (2000), por ejemplo, está considerada lo mismo una pieza democrática, en favor de las alteridades y las diferencias, que una obra fascistoide, cuyos últimos cuarenta minutos no hacen más que explayar el sadismo de su realizador, y explotar, hasta el morbo porno-sentimental, la miseria y el desvalimiento del personaje. Sucedió parecido con Los idiotas (1998): para algunos, la película iba de una metáfora invertida: todos somos un poco idiotas, los idiotas son los hombres comunes; para otros, se trataba de una vindicación del diferente, del «idiota» como verdadero lúcido, tema que viene del Romanticismo; aun, para otros, se trató de una mofa, más que a la sociedad contemporánea, al sujeto peculiar, «estrambótico», aquel que se aparta de la lógica impuesta por la civilización.

Uno de los últimos trabajos de Von Trier, Manderlay (2005), ha vuelto a ser entendido desde la disparidad interpretativa: unos lo leen a la luz de la vocación demócrata y antropológica de un realizador raigalmente interesado en el lugar y la voz del Otro; pero otros la han visto como una nueva nube negra y fascistoide que parece preguntarse: A qué la libertad para los negros, si su profunda ignorancia y su incivilidad no estaban aptas para el acogimiento de la vida libre; lo cual si bien históricamente, en el tiempo y el espacio de la historia, no era de un todo incierto, ontológicamente resulta inaceptable. Nadie duda un segundo que la sintaxis y la caligrafía de Von Trier se encuentran a la vanguardia de la experiencia fílmica contemporánea, pero lo que falta no es precisamente disenso a la hora de colegiar una coherencia mínima, en lo ideológico, para la autoría de Lars von Trier.

Von Trier sería el autor por antonomasia del disenso interpretativo, pero en muchas oportunidades la discordia acompaña a las implicaciones de ciertas películas puntuales. Por ejemplo, Babel (2006), de Alejandro González Iñárritu. De un lado, unos críticos ven el filme escrito por Guillermo Arriaga como una lamentable muestra de racismo y xenofobia. Para esos intérpretes, todas las culturas Otras son vistas por la película como culturas del peligro o culturas de la agresión. El problema de México es que tiene muchos mexicanos, se le escucha a un personaje, y la cámara se entrega al tour por mercados y calles de ese país, que resulta exótico y ajeno a los propios realizadores (mexicanos). La cultura marroquí es presentada como un espacio de ignorancia, exceso, inconciencia, posible incesto y onanismo, etc. La japonesa, con todo y su desarrollo tecnológico, apenas si se debate entre la alienación, el abandono existencial y la irrealización. Para estos lectores, la película se coloca del lado de Estados Unidos, cuya blanca pareja de turistas es asaltada y vejada por los gestos del Otro.

Sin embargo, tampoco faltan quienes aseguran que la parodia comienza por el Primer Mundo, con ese ómnibus de gordos egoístas solo preocupados por su propio peligro. El chauvinismo de Estados Unidos queda denunciado y mofado en más de una ocasión. Para estos otros lectores, por el contrario, la cultura marroquí tiene mucho que enseñar a la primermundista: mientras esta emplea la droga para fines de enajenación, aquella la usa con una finalidad de curación. Y así, pudiéramos citar hasta la saciedad la cantidad de matices encontrados que ha supuesto la interpretación del filme, según la manera como se articulan los significantes, y la ideología desde la cual se relata una u otra posibilidad de enunciación.

Y ocurre no porque Von Trier o González Iñárritu sean complicados en lugar de complejos, sino porque ante la perturbación y la provocación del hecho artístico, las formas como la crítica organiza, estructura, jerarquiza los signos en virtud de esta o aquella idea responden a un inviolable predominio de la subjetividad. Y la única garantía de la interpretación subjetiva es el fundamento. La solidez, la contundencia, la claridad y la consecuencia de la argumentación que permite levantar una hipótesis u otra.

Desenlace

Ahora recuerdo cuando, en los años en que yo estudiaba, una profesora de Estética me reprobó un examen porque había usado la palabra «tónica». Tónica, decía ella, es una noción «blanda», mientras el conocimiento científico trabaja con categorías duras, recias, definitivas. Pasados los años, he comprendido que los dos teníamos razón: hay que estudiar mucho la teoría cultural, la ciencia que se plantea el entendimiento ultrarracional de la cultura y la subjetividad, pues lo que no se debe es alardear de ignorancia y descalificar al conocimiento sistemático por «metatranca». Pero, al mismo tiempo, valdría comprender que la lectura de la subjetividad no debe emprenderse sin el concurso de la emoción, de esa misma emoción que ha levantado antes la obra de arte o el texto cultural. Ciencia y emoción, anudadas, amalgamadas en la experiencia de la interpretación, pueden arrojar las evidencias más inteligentes.

Primero porque la ciencia de la cultura no puede abandonar el imperio de la metáfora, de por sí subjetivo. Con frecuencia, la crítica y la teoría culturales se valen del «capricho relacional» de la metáfora.12 Luego, porque una manifestación como el cine, tan arraigada en la vida y comprometida con su registro, lo mismo físico que emocional, no puede colegirse de un todo a despecho de «la blandura» con que el prisma del crítico remoldea, remodela por qué no, las tentaciones y las instigaciones de las películas.

Este pequeño texto ha sido entonces una perversa incitación. Después de las superficies, nos esperan múltiples significados que escapan a la primera lectura.13 Jugar a desvelar ese discurso profundo constituye una gestión subyugante. Ojalá la crítica emule, desde su espacio, el rigor y el vuelo asociativo que en su día inspiraron a los mejores directores de cine.

    Yo tengo una experiencia muy reveladora en ese sentido: cierto cinéfilo cubano no ha cesado de expresar su odio contra mí, durante años y en todas partes donde puede, debido a mi crítica sobre el Hamlet de Zeffirelli (1990). Allí, yo tenía el atrevimiento de decir que Mel Gibson asumía a Hamlet con los mismos ojos desorbitados que interpretaba a Mad Max, el policía loco, y que, por consiguiente, no resultaba el experimento de casting según el cual Zeffirelli trataba de redimir a Gibson (así como hemos conocido otras emancipaciones, de Kevin Costner, de Julia Roberts, et al.). Ese criterio, insignificante y menor, fue suficiente para que el cinéfilo me odiara de por vida. Y yo lo entiendo: ¿qué derecho tiene nadie a desbaratar el mundo de ilusiones que la gente se construye todos los días, y del cual el cine suele ser uno de los más preciados juguetes?
    Los teóricos distinguen entre «enunciación diegetizada» y «enunciación enunciada».
    Tal como entendemos el momento privilegiado, este no lo es tanto para la narración ni para las consideraciones relativas a la densidad estética en general, como para el propósito de la significación y el enunciado. Claro, si el momento posee una determinada relevancia enunciativa, es difícil que resulte ocioso o secundario a los efectos de la narración. Lo contrario sí ocurre con más frecuencia.
    La noción, investida de esta resonancia semiótica, se relaciona con conceptos similares provenientes del mundo de la investigación sobre los mecanismos representativos de las artes visuales. En su libro La imagen (Barcelona: Paidós, 1992, pp. 244-245), Jean-Jaques Aumont sistematiza la noción del «instante esencial» aplicado en la pintura –a diferencia del «instante cualquiera» asumido por la fotografía. Recuerda Aumont que «en la misma medida en que progresaban sus medios técnicos de reproducción de la realidad, más aprisionada se encontraba la pintura entre dos exigencias contradictorias: representar todo el acontecimiento, para que se entendiera bien, o representar «solo un instante», para ser fiel a la verosimilitud perceptiva. Hasta el siglo xviii no se dio una respuesta teórica explícita a ese dilema; esta respuesta, notablemente astuta, consiste en considerar que no hay contradicción entre las dos exigencias de la pintura representativa, y que puede representarse válidamente todo un acontecimiento no representando sino un instante de él, a condición de elegir ese instante como el que expresa la esencia del acontecimiento: es lo que Gotthold-Ephraim Lessing, en su tratado Laocoonte (1976), llama el instante esencial».
    El instante esencial aludía a la esencia de lo acontecido, de lo «narrado», de esa historia o acción, de ese suceso o segmento de vida que trataba de apresar la pintura. Habría que ver qué se entiende por «esencia»: el lugar del instante en la «cadena virtual de acciones físicas», o el alcance del instante en términos de significación. También aquí vale recordar que no siempre narración y enunciación son dimensiones divorciadas o distanciadas.
    Decía Brecht, y lo suscribe Eco en La obra abierta, que el autor suele cifrar una «señal orientada», no obstante la tendencia contemporánea a la apertura del texto.
    Recuérdese el «motivo ético» de la actitud ante el closet, como idea simbólica que el imaginario social emplea para dictaminar el comportamiento de la identidad Otra: un gay de closet, que salió del closet, sal del closet, etcétera…
    Aunque pudieran concordar, no se debe confundir el momento privilegiado con los valores de anticipación o los segmentos de fuerte carga alusiva o semiótica, en general. Una película bien escrita, y es el caso de Brokeback Mountain, está llena de este tipo de detonante. Cuando se encuentran ya en la montaña Espalda Rota –sintagma muy alusivo él mismo–, Ennis confiesa que no le gusta la sopa (topos de que los machos ni bailan ni toman sopa. Luego sabremos, para completar, que Ennis baila muy mal, por cierto), pero minutos antes de «relajarse» y consumar la relación homoerótica, escucharemos de Ennis que se ha aburrido de los frijoles, y encarga entonces sopa: algo está por pasar… Segundos antes de desordenarse, Ennis espeta a Jack: «Tú serás un pecador, pero yo no he tenido esa oportunidad.» Segundos después, la vida y la película le brindan la oportunidad, y en realidad es como si Ennis concediera: Qué malo es el pecado, pero… ¡qué gracia tiene!
    Y yo señalaría un tercer sintagma significativo, determinado por el montaje: en casa de Jack, el suegro machista y gruñón no reconoce la autoridad paterna de Jack, porque duda de su masculinidad. Jack se impone, y trocea la carne con un rudo cuchillo mecánico. Corte, y en otra familia, otro cuchillo, en este caso eléctrico (más «femenino») es usado por el suplente de Ennis, o sea, el nuevo hombre que ha entrado a la vida de su ex esposa. La película no pierde un instante de ironizar con las identidades definitivas y con los dudosos atributos cerrados de lo masculino y lo femenino.
    La mitología que suele frecuentar al rodaje de toda película comentó en su día la indisposición del actor Jorge Perugorría cuando la cámara se limitaba a advertir el llanto y la conmoción de Vladimir Cruz en el David. Era de entender la inquietud del intérprete: ¿Por qué la cámara, que hasta ese minuto se había solazado con la pirotecnia gestual de Diego, lo abandonaba de pronto, y se iba a estudiar la reacción de su interlocutor? ¿Por qué pudo sentir el actor que la cámara «lo traicionaba»?
    Ya conocemos que la verdadera complejidad suele ser transparente, clara. La complicación es la que prefiere la oscuridad y la penumbra de lo ininteligible. Muchas veces se requiere un cúmulo de referencias alto para entender la complejidad, pero ello no debe conducir a evaluarla de oscura. En cuanto se poseen esas claves, esas llaves de acceso, la complejidad se ofrece como un mundo accesible y gozoso. Martí y Lezama eran poetas tremendamente complejos y transparentes, sin la menor duda. Pero entenderles a plenitud no era cosa fácil. Lezama gustaba decir que mientras otros escritores tendían a oscurecer lo claro, él aspiraba a esclarecer lo oscuro. Y era totalmente cierto.
    En otro orden, el dramaturgo Peter Hacks, en su monólogo Conversación en la casa Stein sobre el ausente señor von Goethe (1976), imagina la relación imposible, no concretada, todo el tiempo aplazada y dificultosa, entre Goethe y Carlota Stein, una cortesana de la época. En verdad es este un topos muy tratado por el arte dramático, como por la poesía y la narrativa.
    Ya era significativo en la película Amantes (1991), de Vicente Aranda, en donde el tercer vértice del triángulo amoroso comprende que debe morir, que debe desaparecer, para que se consume el verdadero amor valioso, el amor pasional, el amor que rebasaba la debilidad del sentimiento que existe de un solo lado.
    El cuadro actancial de una película suele ser uno de los dispositivos de enunciación más locuaces. Cuando la enunciación se resiste, se sugiere completar el modelo actancial, y se ganará conciencia sobre el discurso y el contenido profundo, de común muy vinculado al programa narrativo que debe cumplir el sujeto para apropiarse de su objeto de deseo, siempre que venza numerosos y difíciles obstáculos.
    Siguiendo al culturólogo Omar Calabrese, podemos citar como ejemplo: «la arquitectura de la frase melódica». En este sintagma se articulan, de modo metafórico, mundos culturales (arquitectura, lingüística y filología, música) no precisamente vecinos (¿o sí?). La frase melódica, extraordinaria construcción… Nos dice Calabrese que «podemos hablar, por citar algunos ejemplos triviales, de la «musicalidad de los colores», del «ritmo de la composición», del «cromatismo de las variaciones musicales», de la «arquitectura de la frase», etc. Todo ello legítimo, sin duda. Es bien sabido que desde el siglo xvi se encuentra en vigor la práctica sinestésica y la comparación de las artes». Cf. Cómo se lee una obra de arte, Madrid, Cátedra, 1994, p. 14.
    La presente certeza, no está de más aclararlo, en nada se relaciona con el trascendentalismo de quienes pretenden cifrar en cada línea del guión un concepto filosófico o un destello poético. La enunciación sensata se aparta de «la enfermedad de la trascendencia» y de «la poesía con escopeta», ya suficientemente criticadas por los estudiosos.

Descriptor(es)
1. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA
2. TEORÍA DEL CINE

Web: http://cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital07/cap01.htm