FICHA ANALÍTICA

Una cámara en la Belle Epoque
Castillo Rodríguez, Luciano (1955 - )

Título: Una cámara en la Belle Epoque

Autor(es): Luciano Castillo Rodríguez

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 7

Año de publicación: 2007

Cuando los hermanos Louis y Auguste Lumière ganaron la carrera de invenciones al realizar la primera exhibición pública del cinematógrafo para asombro de los treinta y cinco espectadores que concurrieron al sótano del Grand Café, en el Bulevar de los Capuchinos, en París, Marcel Proust compilaba los ensayos, retratos y relatos para un libro que con el título de Los placeres y los días, publicaría al año siguiente en la imprenta de Calmann-Lévy. Las ilustraciones de Madeleine Lemaire y cuatro partituras para piano del joven pero prodigioso músico venezolano Reinaldo Hahn que el novel autor añadió, no contribuyeron al escaso éxito.

Ignoramos si en la profusa correspondencia del escritor existe alguna referencia al impacto que le suscitara el arte de las imágenes en movimiento, al cual no permanecieron ajenos Kafka, Gorki o Conrad. En el prólogo a esa primera edición de Los placeres y los días, Anatole France subrayaba un rasgo prominente en la obra del escritor que contaba con veinticuatro años:

    Marcel Proust se complace asimismo en describir el desolado esplendor del sol poniente y las agitadas vanidades de un alma snob. Es muy hábil para narrar los dolores elegantes, los sufrimientos artificiales, que igualan, por lo menos en crueldad, a los que la naturaleza nos concede con materna prodigalidad.

    Confieso que esos sentimientos inventados, esos dolores hallados por el genio humano, esos dolores de arte, me resultan infinitamente interesantes y valiosos y le agradezco a Marcel Proust el haber estudiado y descrito algunos ejemplares selectos. [...] De un rasgo penetró el poeta el pensamiento secreto, el inconfesado deseo. Esa es su manera y ese es su arte. Demuestra una seguridad que sorprende en un arquero tan joven. No es absolutamente inocente. Pero es tan sincero y tan verídico, que se hace candoroso y gusta de ese modo.1

El bisoño arquero parisino, nacido en el seno de una acaudalada familia, había dado ya muestras de talento y destreza para pulsar la cuerda y lanzar «flechas luminosas, como un relámpago» –al decir de France– desde las propias aulas del reputado liceo Condorcet, donde cursara estudios con la irregularidad que le permitían sus severas crisis asmáticas. Quizás esa naturaleza enfermiza que le obligaba a la reclusión hogareña, al cuidado de su propio padre, Adrien, un afamado médico, profesor de Higiene en la Facultad de París, y de su madre, Jeanne, procedente de una familia judía alsaciana, no solo le incitó a una lectura voraz e insaciable, primero de las obras de Gautier, Dickens, Eliot, y más tarde de Baudelaire, Tolstoi, Mallarmé, Dostoievski, Balzac y Flaubert, sus preferidos, sino a despertar una avidez, que trascendía el mero entretenimiento, por coleccionar fotografías. Las estudiaba con la minuciosidad de un entomólogo, en aras de indagar en la sicología de la imagen aprehendida por la cámara. Primero fueron las de sus amigos y conocidos, pero se cuenta que llegó a ser capaz de sobornar a una mucama para que sustrajera alguna foto que le interesaba. No por gusto hay quien considera que la mejor biografía de Proust son las memorias de Celeste Albaret, la devota ama de llaves que no le abandonaría hasta la muerte del escritor.2 En un pasaje de A la sombra de las muchachas en flor, confiesa el autor: «Hay placeres como fotografías. Lo que capta en presencia del ser solo es un negativo, se lo desarrolla más tarde, en casa, cuando se tiene a disposición ese cuarto oscuro interior cuya entrada está «prohibida» mientras se ve la gente.»

Proust no fue ajeno a aquellos pioneros (Marey, Muybridge...) que emprendieron obsesivos experimentos para intentar apresar el movimiento antes del invento de los Lumière. En su lecho de enfermo, el joven Proust se conformaba con la comparación de las fotografías, incluso de varias de una misma persona tomadas en distintos períodos, experiencia que trasmitiría a Marcel, su alter ego, al percatarse de la implacable huella del envejecimiento en El tiempo recobrado, último título que cierra el monumental ciclo de dieciséis volúmenes, dividido en siete partes: En busca del tiempo perdido (1913-1927).

Son de dominio generalizado las peripecias que pasó Proust para que Por el camino de Swann, el primer título de esa magna «tragedia humana» viera la luz. Devuelto el original por Gide, sin apenas leerlo, y rechazado por Gallimard, Proust decidió financiar el costo de su publicación en 1913 en la imprenta de Bernard Grasset, quien no vaciló en suprimir las últimas doscientas páginas. Ese año no solo inscribiría el nombre de Marcel Proust por derecho propio en la historia de la literatura, para apelar a la socorrida frase de que marcó un antes y un después, sino que también señalaría el efímero apogeo del gran amor de su vida: Alfred Agostinelli, primero su chofer y que luego desempeñaría funciones de secretario. La felicidad duraría poco, la infidelidad del amante y su muerte en un accidente aéreo, en 1914, sumieron a Proust en un estado depresivo que, según los estudiosos, afectó el propio curso de la saga que escribía: Agostinelli devino la inspiración para el personaje de Albertina –cuyo ciclo sucediera al de Gilberto– y que reviste destacada importancia en el segundo segmento de A la sombra de las muchachas en flor.

Esa observación de la fauna peculiar de los elegantes salones que frecuentaba Marcel Proust, vulnerable como el Marcel literario a las tentaciones mundanas, unida al estudio de las fotografías que atesoraba, convirtieron al novelista en una suerte de camarógrafo. Como en un travelling, Proust se desplazaba para captar la abigarrada atmósfera del salón, al cual había sido invitado por unos anfitriones deseosos de ponderar su presencia como la del último cuadro adquirido o –detenido en un ángulo propicio en medio de una fiesta, de una tertulia literaria, una función teatral o uno de esos conciertos organizados por algún aristócrata para preciarse de culto–, giraba para observar como en una toma panorámica aquellos personajes frívolos que le servirían de materia nutriente para la creación, cuando no optaba por acercarse –en el equivalente a un dolly in– a alguien que llamara poderosamente su atención y entonces, con su mirada penetrante –similar a un zoom in en el lenguaje cinematográfico–, lo escrutaba para descifrar los sentimientos encubiertos bajo un vestuario ostentoso y una conversación trivial, en una ciudad donde todo parecía gravitar en torno a los jardines de los Campos Elíseos.

En un interesante artículo, Juan Gelman plantea que la lectura de En busca del tiempo perdido, revela varios pasajes

    en que la dinámica visual del movimiento se expresa en segmentos verbales de agilidad acrobática. Por ejemplo: la descripción de los siete puñetazos que Saint-Loup, compañero de Marcel, recibe en la pelea callejera con un hombre que se lo quiere levantar. O las varias posiciones de la cabeza de Albertina cuando un Marcel nervioso intenta besarla. En todos los casos, científicos o literarios, se trataría del viejo sueño de detener el tiempo tangiblemente en un pedazo de materia, película, papel, cartón. Como si fuera posible retrasar la muerte.3

Illiers, la pequeña ciudad próxima a Chartres, donde la familia Proust acostumbraba a disfrutar las vacaciones, fue remodelada por el escritor como la Combray que pasaría a la geografía de la literatura universal. Nadie como Proust pudo captar el encanto del París finisecular y el de los albores del siglo de Lumière. Al asumir un punto de vista subjetivo, en su afán innovador de la novela, el excepcional «camarógrafo» retrató en primera persona la trayectoria de un hombre que se desenvuelve en una sociedad para la cual el ocio es una ocupación, o una forma de vida.

Si la edición príncipe de Por el camino de Swann no tuvo la menor repercusión, se dice que Gallimard se retractó del rechazo inicial y propuso a Proust publicar los volúmenes siguientes de la serie. A la sombra de las muchachas en flor (1919), el segundo título, constituyó tal éxito que le atrajo la fama internacional y recibió el prestigioso premio Goncourt. Cotilleos de la época intentaron minimizar este triunfo rotundo al atribuirlo a la presencia en el jurado de alguien demasiado influyente, su viejo amigo Leon Daudet, o a las presiones ejercidas por Lucien Daudet, un hermano menor de Leon, amante de Proust en la última década del siglo xix y amigo íntimo a lo largo de su vida.

Toda la alegría y vitalidad de las playas de Cabourg, con sus ráfagas del aire puro que tanto ansiaba –donde durante una breve estancia había conocido a Agostinelli en 1907–, fueron captadas por un Proust generalmente convalesciente de su asma crónica, para asumir los contornos de Balbec, el balneario de moda en A la sombra de las muchachas en flor. Allí el narrador, tras la frustración amorosa provocada por Gilberta, la hija de Swann, descubre un nuevo amor en Albertina Simonet, quien le produce una fascinación compartida con Andrea, Rosamunda, Giselia, sus amigas «de rosada inflorescencia», las de Ambresac, «muchachas en flor» que el protagonista conoce en un lugar propicio para el encuentro con otros personajes significativos, entre ellos el joven Robert de Saint-Loup, un pariente de los Guermantes y la marquesa de Villeparisis que le presentará al barón de Charlus, homosexual cuya mirada le atraviesa «con la rapidez del relámpago», considerado por algunos como uno de los personajes más poderosos de la literatura. Es precisamente en esta segunda novela que el autor, desilusionado por la ruptura y la desaparición física de Agostinelli-Albertina, comienza a insinuar el tema de la homosexualidad, objeto de una descripción sincera y descarnada en los dos volúmenes que componen Sodoma y Gomorra (1921-1922), cuarta parte de la serie, precedida por El mundo de los Guermantes (1920-1921).

Después de la muerte de Proust, ocurrida en París, el 18 de noviembre de 1922, a los cincuenta y un años, fueron publicadas por su hermano Robert, con el auxilio de Jacques Rivière y Jean Paulhan, responsables de la Nouvelle Revue Française, las tres últimas partes que había dejado manuscritas sin la revisión definitiva: La prisionera (1923), La fugitiva (dos volúmenes, 1925), también conocida con el título de La desaparición de Albertina, y El tiempo recobrado (dos volúmenes, 1927). Es en este último título, cierre brillante de esta obra cumbre poseedora de una audaz estructura circular, que el narrador –asqueado de esa sociedad en descomposición y de los personajes que con sus esplendores, miserias y falsas apariencias poblaran los seis primeros libros– adopta la decisión de abandonar la vida disipada que ha llevado hasta entonces para consagrarse a escribir, finalmente, la novela que los lectores tienen en sus manos. Curiosamente, Proust escribió Por el camino de Swann, a continuación El tiempo recobrado y, más tarde, el resto de los libros.4

Como ha sido señalado con reiteración, en la obra capital de Marcel Proust es preeminente la función asignada a la memoria del narrador, que hurga más allá de la impresión superficial, sin olvidar experiencias correspondientes a distintos períodos. El decursar indetenible del tiempo con todos sus efectos, en el que los momentos del pasado y del presente adquieren idéntica realidad, fue tratado por Proust acorde con las teorías sobre la memoria involuntaria del filósofo francés Henri Bergson, a quien tanto admirara desde que siguiera sus cursos en la Sorbona.

Solo alguien que vivió, hasta el hartazgo, los placeres de esas veladas y los rutinarios días de esos ambientes asfixiantes y seductores a la vez, pudo describirlos con tal precisión. Fue el progresivo deterioro de su estado de salud el que le obligó a rechazar unas invitaciones tras otras, para confinarse en su habitación revestida de corcho como aislamiento de los ruidos circundantes, y consagrarse a escribir en agotadoras noches, gracias a la enorme cantidad de café que ingería para mantenerse despierto, en una carrera contra la muerte por temor a que le impidiera concluir una obra que, junto a James Joyce, revolucionaría la literatura del siglo xx.

“El inocente”, Italia, 1970, con Giancarlo Giannini y Laura Antonelli.Solo un cineasta como Luchino Visconti (1906-1976), de origen nobiliario, podría haber traducido ese viaje iniciático proustiano con su corrosiva pintura de toda una sociedad decadente. Basta admirar la suntuosa puesta en pantalla del baile en El Gatopardo (1963), en que la cámara asume la connotación de un activo personaje, la aristocrática silueta de Silvana Mangano con el rostro cubierto por velos entre los bañistas en las playas que rodean el Lido, en una Venecia acechada por una epidemia mortal; alguna de las veladas musicales a las que asisten los personajes de El inocente (1976) o cualquiera de las cenas proliferantes en sus películas, donde estallan los conflictos y pasiones contenidas y nunca se llega a los postres, para arribar a esa conclusión.

El audaz adaptador de Caín, Boito, Dostoievski, Lampedusa, Camus, Mann y D’Annunzio, era la única persona capaz de filmar lo que «la cámara» de Marcel Proust vertiera en miles de páginas en una prosa conceptuada por muchos de inadaptable para el séptimo arte. Incluso en Vagas estrellas de la Osa (1965), no inspirada en texto literario, pero con el influjo de los trágicos griegos, se respira cierto aliento proustiano, extensivo además a Grupo de familia (1974), su penúltima película.

En alguna oportunidad Visconti –amante de los decadentes europeos, sobre todo de Marcel Proust y Thomas Mann–, escribió que le habría gustado que se advirtieran resonancias de Proust en la famosa secuencia del baile en casa de Ponteleone, en la cual a Tancredi y Angélica los comparaba con Odette y Swann. Algún biógrafo ha especulado acerca de que el propio Proust hubiera querido que su infancia fuera como la de Visconti, en el viejo palacio del duque de Modrone, cercano a La Scala, a donde asistía junto a su madre, comparada a veces con la duquesa de Guermantes, con el rostro cubierto por esos velos que luego el cineasta colocara a Livia, a la princesa de Salina, a la madre de Tadzio, a la Sissi de Ludwig o la Giuliana de El inocente.

Data de 1962 la fecha en que Nicole Stéphane, productora, actriz y directora de cortometrajes, fruto de la amistad de su madre con Suzy Mante-Proust, sobrina del novelista, adquirió los derechos para llevar al cine En busca del tiempo perdido. El primer director en que pensó Stéphane para el proyecto fue René Clément (1913-1999), que filmara Gervaise (1955), admirable versión de La taberna, de Zola, y A pleno sol (1959), sobre Patricia Highsmith. Sin embargo, la colaboración con Ennio Flaiano, el guionista previsto, no funcionó.

Si bien en 1963 se anunció que el primer filme francés de Luchino Visconti sería Un amor de Swann, protagonizado por Brigitte Bardot, según la adaptación cinematográfica encargada a Claude Mauriac con diálogos de François Mauriac, otras fuentes aventuran 1969 como el año en que Visconti aceptó gustoso la propuesta de la productora francesa de llevar a la pantalla el mundo de un escritor que le era tan cercano por compartir numerosas afinidades personales e intelectuales, e incluso, como enfatiza Rafael Miret Jorba, «la sensación de ser ambos “náufragos” de la historia». Aunque se señala que siempre, tanto en el cine de Visconti como en sus puestas teatrales eran evidentes las reminiscencias proustianas, la influencia de Proust fue una constante referencia en las críticas y reseñas a la adaptación por Visconti de Muerte en Venecia, de Mann, autor del que también le interesara filmar La montaña mágica, y convirtiera Los Buddenbrook en la base de la arquitectura que con el Macbeth shakesperiano levantara La caída de los dioses (1969).

“La caida de los dioses”, Italia, 1969.Ante la imposibilidad de abarcar los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido en un largometraje de duración convencional, Visconti optó por concentrarse en la cuarta parte, Sodoma y Gomorra, que le serviría, además, para proseguir su exploración del tema de la homosexualidad, presente sutilmente en Rocco y sus hermanos (1960) y retomado a partir de La caída de los dioses. Una primera sinopsis escrita por Enrico Medioli y Enzo Siciliano en 1969, fue el punto de partida para el guión definitivo de trescientas sesenta y tres páginas, escrito en francés por Visconti y Suso Cecchi d’Amico, su colaboradora durante tantos años. 5

La conmemoración del centenario del natalicio de Proust, coincidiría con la fecha inicio del rodaje, planificado para mediados de 1971. La ambiciosa producción de un largometraje de cuatro horas de duración demandaba de un holgado presupuesto –tres millones y medio de dólares– del que carecía la compañía Artistes Associés. Las dificultades financieras terminaron por retrasarlo y, aunque su deseo más ferviente era poder filmar esa película, la impaciencia de Visconti por estar detrás de las cámaras lo condujo a desviar su atención, temporalmente, hacia la biografía de Luis II de Baviera, el rey loco, personaje que tanto le interesara y haría de Ludwig (1973) el cierre de su trilogía germánica, calificada también como de la decadencia.

La irritación de la productora Stéphane fue de tal magnitud que decidió rescindir el contrato, someter el caso a los tribunales y traspasar la propuesta al realizador norteamericano Joseph Losey (1909-1984), que tanto éxito acababa de tener con la exquisita adaptación de El mensajero (1970), sobre la novela de L. P. Hartley. Losey confiaba en su colaborador en Accidente, El sirviente y El mensajero, el dramaturgo británico Harold Pinter, y le encargó un nuevo guión. Cada día, por espacio de tres meses, Pinter se sumergió en la lectura de En busca del tiempo perdido, mientras tomaba cientos de notas hasta decidir que por la magnitud de la encomienda, era preferible centrarse en uno o dos volúmenes de la serie, La prisionera o Sodoma y Gomorra, por ejemplo. Losey y Barbara Bray, en calidad de coguionistas coincidieron también en esta idea. Al respecto escribió Pinter:

    Decidimos que la arquitectura de la película debería basarse en dos principios básicos contrastantes: uno, el movimiento, principalmente de la narración, junto a la desilusión, y el otro, más intermitente, junto a la revelación, diseñando donde el tiempo perdido fue encontrado y fijándolo para siempre en el arte.6

Durante el verano de 1972, Pinter y Losey emprendieron una peregrinación para impregnarse de las locaciones proustianas: Illiers, Cabourg, París, hasta dar por terminado el guión en el mes de noviembre. Su extensión tornaba demasiado costosa la producción y fue necesario suprimir veinticuatro páginas y una cuidadosa revisión hasta que a inicios del año siguiente se terminó la edición definitiva destinada a una película de cinco horas y media de duración. Nunca se logró concretar el financiamiento pese a los esfuerzos de todos los implicados en la empresa. Pinter, que conceptúa el tiempo invertido en el proceso de redacción del guión como «el mejor año de trabajo de su vida», desalentado, optó por publicarlo en 1977 con el título À la recherche du temps perdu: The Proust Screenplay by Harold Pinter. Losey nunca se conformó y siguió añorando este proyecto, según confesó en 1976: «Quisiera hacerlo antes que ningún otro y en lugar de cualquier otro. Naturalmente, todavía espero lograrlo, pero, respecto de algunos años atrás, puedo decir que ahora solo me asiste el veinticinco por ciento de posibilidades. Cuanto más pasa el tiempo, más aumentan los costos. El presupuesto ha subido hoy a catorce millones de dólares.»7

Mientras trabajaba en el montaje de El inocente, que dirigiera desde una silla de ruedas como consecuencias de una hemiplejia y de una fractura de fémur, Visconti, en una entrevista concedida el 8 de febrero de 1976, manifestó mantener su interés en su versión de La montaña mágica y en el guión que escribía para una película sobre Zelda, la esposa de Scott Fitzgerald. A la insistencia del interlocutor sobre Proust, declaró:

    Después de la renuncia de Joseph Losey, la Gaumont me ha ofrecido filmar En busca del tiempo perdido. Pero ya es demasiado tarde; aquellas ciudades descritas por Proust, aquellas casas, aquellas playas ya no existen, y no creo en la utilidad «poética» de su reconstrucción. Pero Proust es otro de mis sueños, y así, aun renunciando al Tiempo, he propuesto una galería de «retratos proustianos»: Odette, por ejemplo; Swann, la madre. De allí debería surgir una serie para la televisión que, creo, tendría buenas posibilidades de éxito.8

Apenas un mes después, el 17 de marzo, Luchino Visconti muere en Roma, a los sesenta y nueve años.

La obsesiva productora Nicole Stéphane, que calificara de soberbio el guión presentado por Visconti, fue la primera en reconocerlo:

    Lo que habría podido ser el Proust de Visconti podemos deducirlo de Muerte en Venecia: la llegada al Hôtel des Bains, en el Lido, con sus bellos y sutiles movimientos de cámara, es una especie de prefiguración de lo que habría sido Balbec.9

En su desesperación, la infatigable animadora intentó, infructuosamente, seducir con el proyecto a François Truffaut, Alain Resnais y Louis Malle, hasta que en 1981, el teatrista y cineasta Peter Brook accedió a filmar con el título de El amor de Swann, una adaptación muy libre escrita junto con el experimentado Jean-Claude Carrière. Al comprimir la acción en un día en la vida de Swann, sin la menor pretensión de fidelidad al texto original, esas veinticuatro horas representan el resumen de toda una vida, con algunas escenas seleccionadas de otros capítulos. Finalmente, Brook, por sus compromisos teatrales, no pudo asumir la dirección y en su lugar propuso al director germano Volker Schlöndorff, que había rodado la exitosa transcripción de El tambor de hojalata (1979), también con guión de Carrière. Es así como decidieron limitarse a Un amor de Swann, la primera parte de Por el camino de Swann y en 1984, llegaron a la pantalla las hermosas imágenes captadas por el fotógrafo sueco Sven Nykvist en una coproducción germano-francesa en la que el británico Jeremy Irons encarnó a Charles Swann, secundado por la italiana Ornella Mutti (Odette) y los franceses Alain Delon (Charlus), Fanny Ardant (duquesa de Guermantes) y Marie-Christine Barrault (Madame Verdurin). Sin embargo, la excelencia de las interpretaciones, la opulencia visual, el regodeo en las locaciones parisinas o los interiores no hicieron sino evocar lo que habría sido el universo de Proust, si un artista inigualable como Luchino Visconti hubiera podido filmarlo. No obstante sus múltiples proyectos inconclusos, En busca del tiempo perdido es unánimemente considerado como «el gran filme no realizado de Visconti».

No cuesta demasiado esfuerzo imaginar cómo por medio de la cámara de Giuseppe Rotunno o Pasqualino de Santis, los directores de fotografía que más trabajaron a las órdenes de Visconti, con el concurso del decorador Garbuglia y el vestuario diseñado por Piero Tosi, habría traducido un pasaje de A la sombra de las muchachas en flor como este, acompañado quizás por el preludio de Lohengrin o la obertura de Tannhauser, que según apunta Proust, interpretaban en el concierto sinfónico matutino en la playa:

Unos se encaminaban a un desconocido chalet; otros venían de sus casas raqueta en mano, camino del tennis; algunos montaban caballos cuyo pataleo me pisoteaba el corazón; y yo los miraba a todos con ardiente curiosidad, envueltos en aquella cegadora luminosidad de la playa, donde se transforman las proporciones sociales; seguía con la vista todas sus idas y venidas a través de aquel ventanal que dejaba penetrar tanta luz, pero que interceptaba el viento, gran defecto en opinión de mi abuela, que ya no pudo resistir la idea de que perdiese yo los beneficios de una hora de aire y abrió subrepticiamente uno de los cristales, con lo cual echaron a volar al mismo tiempo los menus, los periódicos y los velos y gorras de las personas que estaban almorzando...

    Anatole France, Prólogo a Los placeres y los días, de Marcel Proust, Buenos Aires, Editorial Santiago Rueda, 1947, p. 10.
    En 1981 el cineasta alemán Percy Adlon rodó el filme Celeste, sobre las relaciones entre Proust y su ama de llaves. El escritor fue personificado por Jurgen Arndt y Celeste, por Eva Mattes.
    Juan Gelman: «Acontecimientos», en Página/12, Buenos Aires, 27 de julio de 2002.
    El realizador chileno Raúl Ruiz, rodó una loable versión cinematográfica de El tiempo recobrado (1999) con Catherine Deneuve, Emmanuelle Beart, Vincent Pérez y John Malkovich. Al año siguiente, Chantal Ackerman se inspiró en La prisonnière de Proust para La cautiva.
    A esta fase de preproducción se sumaron otros dos miembros fieles de su equipo: el decorador Mario Garbuglia y el diseñador de vestuario Piero Tosi. Los exteriores fueron seleccionados en París y Normandía. En el reparto previsto originalmente figuraban: Alain Delon (Marcel, el narrador), Silvana Mangano (Oriane de Guermantes), Helmut Berger (Charles Morel). Para el personaje del barón Charlus se pensó en Marlon Brando y Laurence Olivier, con quienes desde hace mucho tiempo quería trabajar el director; para el de Madame Verdurin se barajaron los nombres de Delphine Seyrig y Annie Girardot, mientras que Albertina era vista por el cineasta bajo los rasgos y la sugestiva personalidad de Charlotte Rampling, que tanto le impresionara al dirigirla en La caída de los dioses. Brigitte Bardot siguió como una posibilidad para Odette.
    Harold Pinter, À la recherche du temps perdu: The Proust Screen-play by Harold Pinter, New York, Grove Press, 1977, p. x.
     Gian Luigi Rondi, «Losey, el norteamericano de Europa», El cine de los grandes maestros, Buenos Aires, Emecé Editores, 1983, p. 114.
    Gian Luigi Rondi, «El primer Visconti y su último filme», op. cit., p. 39.
    Thilo Wydra, «¿Es Proust adaptable al cine?», Volker Schlöndorff, Festival Internacional de Cine de Donostia-San Sebastián y Filmoteca Vasca, 2002, p. 104.

Descriptor(es)
1. HISTORIA DEL CINE

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