FICHA ANALÍTICA

Mambises, vaqueros y glamour: historia de un naufragio
Fornet, Ambrosio (1932 - )

Título: Mambises, vaqueros y glamour: historia de un naufragio

Autor(es): Ambrosio Fornet

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 7

Año de publicación: 2007

Llamado con razón «el padre de la cinematografía cubana»,1 Enrique Díaz Quesada inauguró todo un género con el largometraje El capitán mambí o Libertadores y guerrilleros (1914) y lo consolidó al año siguiente con La manigua o La mujer cubana, a cuyas funciones de estreno en el teatro Payret asistieron más de tres mil espectadores, lo que hacía prever que se convertiría –como ocurrió de hecho– en la más taquillera de las películas silentes cubanas. Fue también un éxito de crítica por su capacidad de conmover «sin recurrir a efectos de falsa patriotería, ni a situaciones sacadas de quicio», y por la «naturalidad» y el «verismo» de su puesta en escena. Ya El capitán mambí había servido para dignificar ante la opinión pública tanto el género como el medio; al terminar de verla, un respetable descendiente de mambises concluyó: «Para exponer y enseñar las sublimidades de la historia patria, no hay mejor escuela que la del cinematógrafo». El rescate del brigadier Sanguily (1917) no hizo más que consolidar su prestigio como fundador de lo que se entendía como un cine verdaderamente nacional, aunque solo lo fuera por su temática.2

Es posible que las preguntas sobre la existencia de un cine nacional, allí donde no llegó a cuajar esa alternativa, encuentren respuestas similares en varios países de Hispanoamérica. Una estudiosa del cine colombiano –país cuyo primer largo de ficción, inspirado en la novela María, de Jorge Isaacs, data de 1922–, comentaba a finales del siglo pasado:

    más allá de las especulaciones, actualmente es casi imposible juzgar hasta qué punto la calidad misma de las películas producidas en esa época [la del cine silente] atrajo o ahuyentó a los espectadores, porque la mayor parte de ellas se han perdido. […] Sólo sabemos que el cine era objeto de rechazo por parte de las elites letradas, que los realizadores de películas tenían dificultades para encontrar un lenguaje cinematográfico que respondiera a las demandas del público, que el Estado no les ofrecía apoyo y que muy pocos inversionistas se interesaron por involucrarse en el negocio.3

Si nos ceñimos al caso Díaz Quesada, esos argumentos, que nos resultan tan familiares, necesitarían ser matizados. El primero llevaría aquí el sello de la catástrofe, pues toda la obra del cineasta –los negativos de sus veinte filmes, entre cortos y largos, con una sola, modesta excepción– se destruyó en un incendio en 1923, al año siguiente de su muerte. Fue como si se produjera un repentino vacío en la memoria visual de la nación. En cuanto a la actitud de las elites, la búsqueda de un lenguaje propio y el apoyo de los inversionistas, no parecen ser dignos de tomarse en cuenta como factores adversos, a juzgar por el sostenido éxito de crítica y de público de que disfrutaron sus películas, así como por el número de ellas.

La ausencia de apoyo estatal, por otra parte, no era un argumento que se considerara pertinente en esa época. Podrían valorarse otros factores posibles, como los costos de producción, por ejemplo, que se fueron incrementando gradualmente –El capitán mambí costó cuatro mil pesos y siete años después Alto al fuego, otra cinta patriótica de Díaz Quesada, costaría veinticinco mil–, pero al parecer en estos casos las inversiones también se amortizaban. Una variante anticipada del Star System había sido introducida por el cineasta en 1915 al utilizar, en La hija del policía o En poder de los ñáñigos, actores y actrices muy populares entre el público habanero, procedentes del teatro Alhambra (con la llegada del sonido se produciría, en mayor escala, un fenómeno similar ligado a la difusión de la radio).
En 1920, cinco años después de haberse estrenado a bombo y platillo el más largo de los seriales llegados a Cuba –El misterio del millón de dólares, norteamericano, en veintitrés episodios–, Díaz Quesada intentó ponerse modestamente a la altura de las circunstancias filmando un serial de diez episodios: El genio del mal. El éxito financiero no le impediría, ya al final de su carrera, recuperar el aliento patriótico con el proyecto de El Titán de Bronce, un filme frustrado por la muerte cuyo solo título le garantizaba de antemano el doble reconocimiento del público y de la crítica. Añádase a ello sus cortos –El tabaquero de Cuba (1917) y La zafra o Sangre y azúcar (1919), por ejemplo, así como sus exploraciones en el tema de las religiones afrocubanas, no exentas tal vez de un racismo muy propio de la época– y se verá que sus líneas temáticas respondían siempre a una búsqueda y reafirmación de la propia identidad cultural. Pero, a pesar de sus éxitos esporádicos, lo cierto es que el cine cubano no lograba constituirse en algo que se asemejara a una industria.

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Willian S. Hart debutó como vaquero en 1914.Desde una óptica nacionalista habrá quien diga, entre nosotros, que el siglo xx comenzó en 1902, con el establecimiento de la República, y entre los mexicanos, que en 1910, con el inicio de la Revolución. A nivel mundial es probable que las respuestas más frecuentes sean 1914, por el estallido de la guerra en Europa, y 1917, por el triunfo de la revolución en Rusia… Pero en campos como el que ahora nos ocupa –y para referirnos específicamente al desarrollo de la industria como un todo– hay etapas muy precisas, determinadas primero por el curso de la guerra, que arruinó la industria europea, y después, por factores surgidos en Estados Unidos entre 1915 y 1920 que pueden resumirse en cuatro hechos y un nombre. Los hechos: el traslado de la industria a un sitio llamado Hollywood –rincón de Los Ángeles, California, con abundantes praderas, indios y sol casi todo el año–; la alianza con el capital financiero –no solo para producir películas sino sobre todo para asegurar su distribución construyendo salas de cine en las más populosas ciudades del país–; el hallazgo de un nuevo género, el western o película de vaqueros, que parecía representar la fusión de lo «específico fílmico» (el movimiento perpetuo) con la esencia del melodrama (la lucha de buenos y malos, con el triunfo invariable de los buenos); y el establecimiento del Star System, un olímpico stock de actores y actrices que se cotizaban como valores bursátiles y suscitaban una nueva forma de idolatría, la fervorosa admiración de vastos sectores del público.

En 1914 debutó en el cine William S. Hart, primer vaquero lanzado al estrellato, y tres años después Pearl White, que escaló las mismas cumbres como protagonista de numerosos seriales (episodios que mantenían en viloal público gracias a la permanente renovación de expectativas, la vieja táctica –inventada por los folletinistas– de proponer falsos desenlaces o aplazarlos con la taimada promesa de que aquello continuaría).

A los cuatro factores enumerados habría que añadir un quinto, simbolizado por el nombre de Cecil B. de Mille. Con películas como No cambies de marido (1919) y ¿Por qué cambiar de esposa? (1920), por ejemplo, De Mille fundó un espacio imaginario «donde el sexo, la coquetería, el matrimonio y el dinero se entrelazaban para crear nuevos marcos de referencia cultural», contribuyendo con ello a establecer un elemento ideológico clave de la moderna sociedad capitalista: el mito de «la metamorfosis a través del consumo» y del consumo como una forma de erotismo. Objetivamente estimulado por el creciente desarrollo de las industrias del tejido y los cosméticos, así como por nuevas y atractivas formas de exhibir y anunciar la mercancía, ese mito se concretó en imágenes que aspiraban a erigirse en tablas de valores y modelos de conducta. No más trabajadores y amas de casa enfrascados en el duro bregar cotidiano, como ocurría en los primeros cortos silentes. Era el mundo de la burguesía y la alta clase media el que proporcionaría en adelante los personajes, los ambientes y los conflictos (conflictos psicológicos, claro está, puesto que no existían los relacionados con la lucha por la vida).

    Lo que hizo De Mille —observó un historiador— fue descorrer la cortina que había ocultado hasta entonces a los ricos y las celebridades, mostrándolos hasta en los más nimios y suntuosos detalles de su vida privada.

Es decir, dentro del mundo de las clases sociales también existía, más o menos velado, un Star System, pero las películas tipo De Mille dejaban claro que hasta una simple «empleadita de tienda podía casarse con un millonario», así que lo único que tenían que hacer las empleaditas –probablemente hijas o nietas de inmigrantes– era prepararse para tal eventualidad. Ahora, gracias a De Mille y sus seguidores, las muchachas disponían por primera vez de un manual ilustrado para medir su nivel de adaptación al medio y sus posibilidades de éxito en el mercado matrimonial, y los muchachos, de un sueño reservado a los triunfadores, cierto, pero no inalcanzable: el de aquellos palacetes llenos de espejos, lámparas y sirvientes, aquellas maravillosas piscinas, aquellos carros deportivos que tanto atraían a las ricas herederas, aquel mundo, en fin, con el que ya por entonces venía soñando el Gran Gatsby.

Los espectadores de cualquier edad o sector social podrían vivir a su modo la experiencia del éxito asistiendo a las fastuosas salas de cine que comenzaron a construirse, precisamente, para servir como «válvulas de seguridad social en las que el público pueda disfrutar de los mismos lujos que los ricos», según uno de los arquitectos que diseñaron el impresionante Grand Strand Theatre, de Nueva York, inaugurado en 1914.4 Todos los mecanismos del sistema se iban articulando en un conjunto cuya función simbólica era modelar la imagen del siglo como una réplica fascinante y universalmente válida del American way of life…, way que aludía no solo a una manera de vivir sino también de soñar la realidad.

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La cinematografía europea no había tardado en descubrir las dos dimensiones básicas del lenguaje fílmico –cuyo emblema común, como sugiere Kracauer, pudiera ser un tren: el que llega efectivamente a la estación en el famoso filme de Lumière y el de juguete que atraviesa un paisaje fantástico en Viaje a través de lo imposible, de Méliès–, y sus empresarios –los de la casa Pathé, por ejemplo, para continuar con el caso francés– demostraron un dinamismo inusitado como productores y distribuidores a escala internacional. Pero la industria europea no pudo resistir la catástrofe de la guerra (1914-1918), ni la consiguiente embestida de Hollywood, que en muy poco tiempo la desplazó de las pantallas en toda la América Latina y probablemente en la propia Europa.

En el documental de Veitía Habla Carpentier sobre La Habana (1912-1930), el testimoniante recuerda que el actor favorito de los espectadores cubanos, entre la primera y la segunda décadas del siglo, era el cómico francés Max Linder, y que las actrices predilectas eran las italianas Francesca Bertini y Pina Menichelli, pero hubiera bastado dar un pequeñísimo salto en el tiempo para que esos nombres fueran sustituidos por Douglas Fairbanks, Rodolfo Valentino, Theda Bara o Mary Pickford…, a los que habría que añadir el de Chaplin, cuya popularidad en Cuba data de 1921, fecha en que se estrenaron aquí El emigrante y El chicuelo.

Los Sioux, primeros «indios» de Hollywood.El país mismo estaba cambiando tanto como sus gustos. Con el estallido de la guerra se dispara el precio del azúcar en el mercado mundial. Entre 1915 y 1920 la sacarocracia criolla vive una verdadera Danza de los Millones, y entretanto los monopolios yanquis aseguran el control de la producción comprando ingenios y tierras, contratando braceros importados y haciendo construir grandes centrales. Cuando termina el frenesí de la bolsa, a fines de 1920, los casi cuatro millones de toneladas de azúcar producidas ese año se habrán vendido en mil millones de pesos (o dólares, porque el peso se cotizó a la par desde que comenzó a circular en 1915). Todavía este último año los arriesgados empresarios de un cine habanero tuvieron la osadía de programar toda una temporada de cine norteamericano, experimento que fracasó, según los críticos, porque aquellas películas eran «mamarrachadas contra el arte y el buen gusto», «ridículas pantomimas de indios y cowboys». Entretanto, una empresa norteamericana, distribuidora de películas, compra el flamante cine Fausto en ciento cincuenta mil pesos y no mucho después, entre 1921 y 1925, se establecen otras distribuidoras en el país: United Artists, Metro Goldwyn Mayer, First Nacional Pictures…

Por lo demás, tanto el número de salas de cine como el de cinéfilos crecía, lo que explica que en 1921 los dueños de aquellas, en todo el país, decidieran fundar la Asociación Nacional de Exhibidores (luego Unión Nacional de Empresarios de Cuba); en efecto, el cine había dejado de ser solo un «alegre pasatiempo» para convertirse también en un negocio rentable, que involucraba la defensa de los intereses del gremio en todo lo concerniente al pago de impuestos y otras obligaciones fiscales. Pero su previsible alianza con los distribuidores norteamericanos obstaculizó el posible desarrollo de un centro de producción nacional.

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Aquí procedería intercalar una reflexión sobre el papel del individuo en la historia, porque la muerte de Díaz Quesada, al dejar sin abanderado una corriente temática que implicaba la dinámica inserción del cine en el proceso de desarrollo de nuestra cultura, dejó también sin contrapesos –por no decir sin anticuerpos– el gusto de un público expuesto al flujo incesante de la pacotilla fílmica que desde hacía rato venía invadiendo las pantallas. Véase, partiendo del nombre mismo, el caso de la Pan American Pictures Corporation, que el director de origen peruano Richard Harlan –quien años después colaboraría, en Hollywood, con Cecil B. de Mille– fundó en La Habana, en 1926, para producir filmes destinados también al mercado estadounidense. De las cinco películas de veinte minutos que produjo se conservan dos argumentos: el de La chica del gato y el de Casi varón, dirigidas por el propio Harlan y por el joven Ramón Peón, respectivamente. La primera se desarrolla en torno a una fiesta que ofrece el senador Little y a la que, contra su voluntad, asiste Tomito, el novio de su hija Mary. Las torpezas y bufonadas de Tomito culminan con su intento de capturar al travieso gato de Mary, lo que desata una «desenfrenada carrera» –como afirman los promotores del filme– que «da lugar a la más inesperada sucesión de peripecias cómicas que se hayan recopilado en película alguna».

Aunque algo más elaborado, el argumento de Casi varón es, en su género, igualmente previsible. Se trata de la historia

    de dos aventureros: una dama y un villano. Obligada por el villano, que se propone robar en una rica mansión, la dama se disfraza de chofer y va a enseñar a manejar al señorito de la casa [que, ¡oh, casualidad!, resulta ser el actor Antonio Perdices, conocido como «el Valentino cubano»]. Al final se descubre el engaño y surge el consiguiente idilio, una vez que ella se ha regenerado y [que] el galán le perdona… el haber fingido ser varón.

A eso habíamos llegado. La infinita repetición de lo trivial acabó produciendo un doble movimiento de atracción y rechazo en sectores cada vez más diferenciados del público, que en su inmensa mayoría, sin embargo, quedó atrapado por los esquemas narrativos del «simple entretenimiento» impuestos por Hollywood. Se abrió paso así la estética del calco, con justificaciones basadas en las supuestas preferencias del espectador (tan viejas como Lope de Vega: «El vulgo es necio, y pues que paga es justo/hablarle en necio para darle gusto») y en las ineludibles exigencias de la rentabilidad.

    La influencia que ejerció en el gusto del público el cine norteamericano se hizo manifiesta en el cambio de temática de los filmes cubanos –observa María Eulalia Douglas–: se abandonó la línea patriótica y nacionalista de Díaz Quesada para filmar temas que en su mayoría nos eran ajenos y que imitaban comedias y dramas de la producción norteamericana.

El futuro del cine silente nacional se llamaba Ramón Peón, pero esa es otra historia, tan sorprendente como efímera. En cuanto a Díaz Quesada, sabía por experiencia propia que si uno no escribe su historia, otros acaban escribiéndola por uno: en 1917, en el momento en que se estrenaba en un cine de La Habana El rescate del brigadier Sanguily, en otro se estrenaba A Message to Garcia, un filme de Richard Ridgley que narraba la hazaña del joven teniente que en 1898 condujo a Bayamo el famoso mensaje donde se le pedía al general Calixto García que apoyara con sus tropas el desembarco norteamericano en la zona de Santiago.

Gracias a la magia del cine, Hollywood había convertido a aquel modesto mensajero en un héroe legendario, un personaje mítico cuyo temple, demostrado al enfrentar enemigos y caimanes en plena jungla cubana, lo hacían merecedor de un sitial en la historia de Cuba. Es cierto que el personaje nunca cometía la imprudencia de decirse a sí mismo: «Esta es una tarea para Superman», pero no hay duda de que el germen del susodicho ya estaba ahí.

Fragmentos del libro Las trampas del oficio. Apuntes sobre cine y sociedad, que será publicado por Ediciones ICAIC.

1  Cf. Arturo Agramonte y Luciano Castillo, «Enrique Díaz Quesada: El padre de la cinematografía cubana», en Reynaldo González (coord.), Coordenadas del cine cubano 1, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2001.

2  Sobre este asunto –y, en general, sobre la etapa de desarrollo del cine silente cubano– son de consulta obligada Arturo Agramonte, Cronología del cine cubano (1966); Raúl Rodríguez: El cine silente en Cuba (1992), María Eulalia Douglas, La tienda negra. El cine en Cuba, 1897-1990 (1997) y Reynaldo González, «Temas históricos y cine de ficción», en Coordenadas…, ed. cit. Toda la información que manejo aquí sobre el asunto procede de estas fuentes.

3  María Helena Rueda Gómez: «Un combate desigual: la letra vs. el cine en la conformación del imaginario cultural colombiano». Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, no. 49, Lima/Hanover, 1er. semestre 1999, p. 236.

4 Véanse Stuart Ewen and Elizabeth Ewen, Channels of Desire. Mass Images and the Shaping of American Consciousness, New York, McGrow Hill Book Company (1982); Robert Sklar, MovieMade America. A Cultural History of American Movies, New York, Vintage Books/Random House (1975), y Varios autores, Historia universal del cine, vol. 3 (1985).

Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. CINE SILENTE - CUBA
3. DÍAZ QUESADA, ENRIQUE, 1882-1923
4. HISTORIA DEL CINE SILENTE

Web: http://cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital07/cap02.htm