FICHA ANALÍTICA
Antropología visual: del cine-ojo al documental social
Colombres, Adolfo (1944 - )
Título: Antropología visual: del cine-ojo al documental social
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 7
Año de publicación: 2007
Se podría decir que la antropología visual es una antropología de la mirada, pero no de cualquier mirada, sino de la que recae sobre el otro, y también de la que se vuelve sobre sí mismo tras haber recorrido los caminos de la diferencia. Si toda persona, en definitiva, no es más que una cierta mirada sobre el mundo, un modo especial de ver las cosas, cabe indagar el sustrato antropológico de esa mirada, hasta qué punto está teñida (y deformada) de ideología, etnocentrismo, subjetivismo, estereotipos y otras enfermedades de la percepción que a su vez afectan la sensibilidad. Cabe también indagar, saliéndonos ya del sujeto que mira, el papel de la imagen visual en la formación de identidades colectivas, cómo es visto el oprimido por el ojo dominante y cómo participa aquel en la producción de la imagen. La cuestión no reside tanto en el medio que se utilice, sino en la forma en que se lo utiliza, en analizar qué selecciona la mirada, cómo se estructura el relato y todo el proceso de producción audiovisual, y qué destino se le da finalmente al producto, pues esto último será la prueba de fuego de la intención de fondo de los realizadores. Pero la antropología visual no es algo que quede reducido al cine antropológico, pues todo filme puede ser sometido a esta mirada y el gran arte debe pasar por esta prueba, es decir, estar orientado antropológicamente.
Al parecer, el antecedente más remoto de cine etnográfico data de 1895, cuando Félix Régnault, un antropólogo francés, decidió apelar a esta técnica para hacer un estudio comparado del comportamiento humano, y filmó en París a una mujer ualof que fabricaba cerámica en la Exposición Etnográfica del África Occidental. Hacia 1900, Régnault propone que todos los museos coleccionen «artefactos en movimiento» del comportamiento humano para el estudio intercultural de los movimientos corporales y su exhibición.
Entre los antecesores, cabe citar al alemán Karl Weule, quien entre los años 1906-1908 utilizó una cámara fabricada en Dresden para hacer registros de campo en Tanganika, así como las filmaciones del antropólogo norteamericano Franz Boas. Pasos más firmes serían Le voyage du «Snark» dans les mers du Sud, rodada en 1912 por el capitán Martin Johnson, y Tiempos mayas y La voz de la raza, filmadas ese mismo año por el mexicano Carlos Martínez Arredondo.
“Nanook, el esquimal”, (1920), Estados Unidos-Francia, documental de Robert Flaherty.Poco tiempo después comenzará a moverse Robert Joseph Flaherty por los hielos del Ártico, en la larga y complicada gesta de lo que sería el primer documental tratado como obra de arte: Nanook of the North (1920-1921), conocido entre nosotros como Nanook, el esquimal. Flaherty no era etnógrafo ni se proponía hacer etnografía. Tampoco filmar un «documental». Tal palabra fue usada por primera vez en 1926 por John Grierson –un sociólogo escocés que personalmente dirigió un solo filme: Drifters, sobre los pescadores del Mar del Norte (1929)– para nombrar toda elaboración creativa de la realidad y separarla de las simples descripciones de viaje, los noticiosos y filmes de actualidades.
Lo que Flaherty deseaba era hacer del cine un documento vivo y no solo un espectáculo regido por imperativos industriales que le quitaban autenticidad, convirtiéndolo en una mera máscara de lo real.
Pensaba en un cine sin actores contratados para simular pasiones y situaciones, sin ambientes falsificados. Los mismos hombres del lugar, con su vida y costumbres, y el paisaje real, con sus plantas y animales, debían ser las «estrellas» del filme. Pasó por eso un año con los esquimales antes de ponerse a rodar. Su método es la observación participante. Nanook participa en la película, proponiendo escenas y detalles, asistiendo a las precarias proyecciones del material revelado realizadas por Flaherty y reflexionando sobre lo visto. Si consideramos que se trata del comienzo de este tipo de cine, con la falta de referencias que eso implica, la experiencia sorprende, pues recurre a métodos verdaderamente revolucionarios, como la puesta en escena documental para reconstruir dramáticamente la realidad con sus actores naturales y crear así un testimonio poético de ella. Como apoyo al hilo argumental, utiliza la narración verbal, o sea, mensajes escritos para el espectador que son claves de interpretación. Ante Nanook, Flaherty es en cierta forma un romántico que huye de la civilización, cuyo método y propósitos soslayan el trasfondo político de la situación colonial.
Respecto a Moana of the South Seas (1923–1925), Flaherty declaró que no le interesaba la decadencia de esos pueblos como consecuencia de la dominación blanca. Su fin era mostrar su originalidad y majestuosidad, «antes de que los blancos anularan no solamente su personalidad, sino a los propios pueblos, ya en vías de desaparición».1 Su actitud ratifica tal condena, considerándola fatal, inevitable. No se trataba de ayudar a estas sociedades a sobrevivir, sino de rezarles un responso. Vemos entonces que, al igual que la antropología, el cine antropológico es desde sus comienzos connivente con el colonialismo. Si bien en Moana... Flaherty luchó contra la pretensión de Hollywood de acomodar el drama vivo al convencional, entrando en la realidad con una forma dramática preconcebida, no deja de ser un neorousseauniano que busca la simplicidad de antaño, lo no contaminado que debe morir.
Al ruso Dziga Vertov, tenido por Rouch como otro padre del cine etnográfico, tampoco le interesó nunca la etnografía, ni abordó contextos culturales con códigos diferentes. Para él, toda la realidad era extraña, y la cámara debía ser un ojo abierto a lo desconocido. Fue el pionero del nuevo cine soviético, en el que aparecerían luego figuras como las de Kuleshov, Pudovkin, Eisenstein y Dovzhenko, con obras que llevarían a Arnold Hauser a declarar que el cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene logros en su favor.
Vertov se propuso concretar el caro sueño de suprimir toda intermediación ideológica entre la realidad y el espectador, y también fundir o acercar, en la medida de lo posible, los lenguajes estético y científico, aplicando un método científico-experimental al mundo visible para explicarlo. Su trabajo, con todo, fue muy personal. Sus impulsos y desplantes estéticos tienen esa arrogancia de las vanguardias de la época, y en especial del futurismo, lo cual lo lleva a la exaltación de la máquina y el movimiento mecánico, que simbolizaban la dinámica del progreso. Propone una cámara de objetividad absoluta, que sea un reflejo directo de la realidad, y para esto rechaza los elementos dramáticos tomados del teatro (actores, guión –al que sustituye por un mero plan de rodaje–, estudios cinematográficos, escenografía, dirección). La estilización provendrá de la calidad de la imagen y el ángulo de la toma.
También hay que liberar al cine de sus tributos a la literatura y la música, a las que considera, asimismo, desviaciones, para realzar su propio ritmo, su lenguaje específico, que se consigue investigando la máxima expresividad por medio de la selección de los ángulos adecuados frente a la realidad bruta, y sobre todo por el montaje, que empieza durante la observación inicial directa, sigue durante la filmación y termina después de esta. Comprende que la correlación de las imágenes cinematográficas, base del ritmo, es una unidad compleja formada por una suma de diferentes correlaciones (de planos, de los ángulos de la toma, de los movimientos en el interior de las imágenes, de las luces y sombras y de las velocidades del rodaje). Con esta invención, la cámara y su visión dejan de contar demasiado; lo importante es la construcción de segundo grado que se puede plasmar a partir de tal visión. Y esto no es ya la realidad pura, sino la elaboración plástica que un sujeto (artista) realiza de ella. Se trata de un lenguaje estético, sí, pero de una estética de lo real, que llamó cine-ojo (kinoki). Rompe, por cierto, lanzas con el cine industrial, al igual que Flaherty, negándole el carácter de auténtico arte. Ese «arte» será incendiado por la revolución que él propugna.
“El hombre de la cámara”, (1929), Unión Soviética, documental de Dziga Vertov.Vertov apeló a todos los medios de rodaje al alcance de la cámara, considerándolos procedimientos normales y no trucos. Al rechazar el cine industrial, dio por cierto un gran golpe a la ideología, pero esta volvió a introducirse en la obra por el artificio del montaje, porque todo empleo de una técnica para lograr un efecto especial está subrayando algo, privilegiando un elemento de la realidad sobre otro, procediendo por selección, y esta siempre, en mayor o menor grado, es subjetiva, valorativa, ideológica y, en cuanto tal, priva al ojo de su pretendida neutralidad. No obstante, al prescindir de la experiencia y los juicios personales para permitir que el ojo funde la realidad, dio un importante paso metodológico hacia el cine etnográfico. Se puede decir, como resumen, que Vertov acciona la cámara con la esperanza de que pase algo interesante ante ella, o de volverlo luego interesante gracias a la magia del montaje. Su método es así distinto al de Flaherty, quien, en virtud de la convivencia y la concertación previas, sabe lo que va a suceder cuando accione la cámara y desea que suceda eso y no otra cosa. Lo espontáneo tiene poco lugar en su esquema.
En lo analizado hasta aquí, vemos que el cine etnográfico es un desprendimiento del cine documental en cuanto arte de lo real, y no un mero intento de aplicar dicha técnica al registro de la investigación científica. Esto último se desarrollará luego de las búsquedas de Vertov y Flaherty bajo el impulso de los jóvenes etnólogos que seguían a Marcel Mauss. Lo artístico será echado entonces a un segundo plano, como subjetivismo deformante de la observación científica. Se procurará retratar con los menores recursos formales posibles la realidad del otro. El montaje, base del arte cinematográfico, pierde sentido, así como la noción de ritmo, por las distorsiones que implican del tiempo (y orden) cronológico y la duración real. Lo puramente científico parece conducir a lo tedioso, al cerrarse a lo expresivo. Quedarán así abiertos dos caminos que nunca terminarán de encontrarse pese a los intentos de síntesis. Los antropólogos «serios» menospreciarán los buenos filmes etnográficos por sus concesiones al estilo, y los artistas negarán a los registros científicos la calidad de cine.
Claudine de France distingue entre el cine etnográfico documental, en el que la investigación etnográfica es anterior a la descripción fílmica de sus resultados –al que llama cine explicativo o documental– y los casos en que la cámara forma parte del proceso de investigación –al que llama cine de exploración etnográfica.3 Este último caso viene signado por la incertidumbre, pues no existe un guión previo y la cámara no sabe aún con certeza qué significa lo que está registrando. Tampoco adónde conducirá la escena, ya que no tiene el control del proceso ni puede intervenir en él sin interrumpir o modificar la experiencia. Su intención, además, no es comunicativa, pues el uso que se le dará a la imagen dependerá de los resultados.
El llamado cine observacional se desarrolla a partir del direct cinema. Se basa en la observación, no en la participación, y quiere ser un registro fiel sobre la base del sonido sincrónico. Descarta las luces, la dirección, la actuación y la planificación, buscando registrar la vida cotidiana en su espontaneidad, sin modificarla ni manipularla. No acepta por eso el montaje ni los primeros planos. Recomienda usar planos largos o medios y, en lo posible, una cámara fija, a la que se debe situar en el punto de observación privilegiado, a fin de no parcializar la realidad. Quiere presentar el acontecimiento completo y sin cuñas de subjetividad que alteren las dimensiones del espacio y la duración de la escena. Rechaza, asimismo, toda intervención del antropólogo. También las reconstrucciones y toda intención dramática, al esforzarse en lograr una objetividad y neutralidad máximas, sin la mediación de la palabra y la interpretación. Esta última queda completamente vedada.
Señalan unos que la filmación ininterrumpida, sin movimientos de cámara ni montaje posterior, nos da una visión más exacta de lo sucedido que una filmación artística, pero otros replican que esto es falso, porque olvida la mediación de la imagen audiovisual, toma al cine como un instrumento independiente del lenguaje y de la posición del investigador respecto a la técnica que utiliza, así también como de su ideología, que determina su mirada sobre el mundo. Además, la cámara no es un instrumento objetivo, en tanto opera un proceso de selección (enfoque, cuadro, ángulo). El cine observacional es tedioso, no ayuda a significar, a reparar en los detalles. Para eso se precisa el primer plano, y el ritmo necesita la alternancia de planos. El dato audiovisual crudo, además, no basta a la antropología, pues este se torna relevante cuando es interpretado dentro de un contexto etnográfico, y el cine observacional niega la interpretación teórica de la imagen. Este método suele usarse en el registro de espectáculos artísticos, pero a mi juicio es insuficiente para mostrar la calidad artística de este, y debe complementarse con otro que trabaje los planos y detalles.
El direct cinema nace en Estados Unidos en los años sesenta, impulsado por Richard Leacock, antiguo colaborador de Flaherty. Acepta el montaje y el acercamiento de la cámara a la acción en diversos planos, pero elimina la mayor parte de los recursos de edición del documental clásico, evitando todo lo que sea ajeno a la escena filmada, como los comentarios en off, la música y los sonidos ajenos a la situación, las reconstrucciones, las puestas en escena documentales y las entrevistas dirigidas. La cámara debe estar lo más ausente que se pueda de la acción, limitarse a registrarla casi de un modo inadvertido, si es posible como una mosca en la pared de una habitación.
Quizás el llamado cine etnográfico se hubiera acabado, chapoteando en los pantanos de un racismo no del todo consciente y cegado por los resplandores de lo exótico, de no ser por la tan polémica como monumental figura de Jean Rouch, cuyas búsquedas y hallazgos en el terreno estrictamente cinematográfico han convencido más que sus planteos conceptuales, en los que se vislumbra un gran ausente: el colonialismo. Es que Rouch, al igual que Flaherty, rechaza la historia. Solo cree en el drama individual, en lo anecdótico, en el detalle aislado de su contexto y su duración. Su manifestación de que el cine debe testimoniar con gravedad y nobleza los momentos supremos de los hombres y las civilizaciones no lo llevó a escoger los personajes adecuados, los que fuesen una fiel expresión de la conciencia de un pueblo, capaces de unir los aspectos más profundos de su tradición cultural a una voluntad de liberar a dicha tradición de sus rémoras retardatarias y del colonialismo que la destruye.
Bajo el cine-trance y la alegría de filmar, Rouch ni se pregunta lo que hace y por qué o para qué lo hace. Lo importante es remontar los milenios, reencontrar la noche inmemorial poblada de muertos, sumergirse en el agua vivificante de los mitos que se creían perdidos para siempre y, una vez adentro, escribir con los ojos, con las orejas, con el cuerpo, sobre esa realidad a la vez invisible y presente. Confía en la improvisación de los actores, como la Comedia del Arte. No quiere imponer un sistema de pensamiento, aunque muchas veces impone un texto desmesurado. Él es el ojo tierno de Flaherty munido del ojo y la oreja mecánicos de Vertov.
Si bien la cámara participa en los ritos, los pueblos no participan realmente en el filme con poder de decisión. Aún el colonizado no llega a ser sujeto cinematográfico, es decir, con plena intervención en los mecanismos y objetivos de la experiencia fílmica, por lo cual no puede someter a esta sus puntos de vista ni ponerla al servicio de su proyecto. Hablará poco o nada, pues la palabra corresponde al antropólogo-narrador, que se siente más capacitado para contarlo todo, y en especial lo no propuesto ni aceptado de antemano por los actores.
Rouch se respalda en lo antropológico, como si la mera aplicación de ciertos lentes y métodos «científicos» pudiera bastar para tranquilizar la conciencia y asegurar resultados dignos. Su concepto de la antropología no difiere mucho del de sus colegas que asesoraban a la administración colonial, pues ambos convierten al colonizado en mero objeto de estudio o acción transformadora, y al observador externo en el único capaz de comprender la realidad. Durante esos años felices y prolíferos, Rouch no intuyó las enormes posibilidades que abre la autopercepción consciente, o prefirió no explorar ese camino para no indisponerse con el poder colonial. Solo mucho tiempo después llegará a hablar de un cine-diálogo permanente, que concibe como la más interesante perspectiva del cine antropológico. El conocimiento, declara entonces, no debe ser más un secreto robado a los «salvajes» para terminar devorado en los templos occidentales del saber. Tal cine resultará de una búsqueda sin fin, donde etnógrafos y etnografiados se comprometan a marchar juntos en el camino de lo que llamó antropología compartida.
La conciencia de que el oprimido no puede quedar reducido a la condición de objeto de conocimiento, sino que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho conocimiento, es realmente la única forma de destruir la relación colonial. Por esta vía será a la vez dador y receptor, objeto y sujeto, rompiendo la base dual, positivista y jerárquica propia de todo colonialismo. Al ceder sus armas, la antropología se descoloniza y desmitifica, y diría que también se autodestruye en cuanto ciencia del otro, pues la reflexión sobre sí pasa a ocupar el sitio más destacado. Por esta senda nos acercamos a lo que en un libro definí como «antropología social de apoyo»,4 que no es una antropología aplicada, sino una acción de apoyo a otra acción, desde que no hay en ella una razón científica ni política situada por encima de la razón del oprimido.
Este propone los fines, que son su proyecto social, y el antropólogo, junto a otros especialistas, pone a su disposición las «armas milagrosas» de su ciencia, que en adelante serán sus medios-para-el-fin, o partes sustanciales de ellos.
Esta crítica a la obra de Rouch se propone extraer de ella una enseñanza útil y no invalidar su carácter monumental. La endeblez de su conciencia política y las profundas grietas en su rigor antropológico (que lo tuvo) debilitan pero no niegan sus logros formales en el terreno documental. Sus realizaciones son de un gran aliento, marcadas por continuas búsquedas técnicas, estéticas y antropológicas, que aunque a menudo no interpreten bien o solucionen mal los problemas que plantea este tipo de cine, tienen al menos la virtud de ir trayéndolos al tapete, hasta el punto de que se podría escribir sobre la historia y las vicisitudes de esta rama del documental a partir de una crítica a Rouch. Le faltó valentía en su diálogo con la realidad, o total consecuencia con sus postulados, pero salió airoso de muchas escaramuzas libradas contra sus propios condicionamientos culturales. Es que su gran confianza en la improvisación, que heredó de Vertov, no lo condujo por lo general a tierra firme, sirviéndole más bien para justificar su oportunismo, dándole vías de escape.
En Chronique d’un été (1960), Rouchprueba, quizás sin percatarse, la observación conjunta como alternativa a la cámara participante, el diálogo real frente a los artilugios del soliloquio del cineasta-demiurgo, que somete a los grupos a una idea preconcebida del filme, pero al regresar al África, engaveta esta experiencia para restaurar la odiosa dualidad etnógrafo-etnografiado, perdiendo la oportunidad de abrir un diálogo profundo y sincero entre la civilización francesa y esas naciones solo parcialmente liberadas del dominio colonial, pues quedaban ahora bajo una dependencia neocolonial. Algo que fuese el enfrentamiento de dos visiones del mundo, y no solo una charla inteligente sobre temas dispersos.
Además de impulsar al cine etnográfico hacia su madurez y definir su campo específico, Rouch, retomando la propuesta de Vertov (cuya búsqueda era la verdad del cine y no el cine de la verdad), realizó asimismo un sustancial aporte al cine argumental francés, al llevar a una expresión más acabada al cinéma-verité (visto como versión francesa del cine directo norteamericano, aunque más abreva en el kino-pradva de Vertov,que en ruso quiere decir justamente cine-verdad) en Chronique d’un été. Este filme pasó a ser una piedra de toque de la nouvelle vague, movimiento que había empezado a manifestarse en 1958, con una nueva gramática cinematográfica que reniega de las antiguas técnicas narrativas. Con una metodología propia del cine etnográfico, que intenta, con el refuerzo de Edgar Morin, sintetizar los puntos de vista de Flaherty y Vertov, Rouch da un paso decisivo para acercar el argumental al documental, cruce de coordenadas que permitiría alcanzar ese notable florecimiento fácil de apreciar en Godard, y también en Truffaut y Chabrol.
El cinéma-verité no pretende ser fiel a la realidad, pues reconoce la distancia entre el acontecimiento filmado y su representación. Renuncia a tratar el dato audiovisual independientemente del modo narrativo. El cine, dice Rouch, construye su verdad, que es una verdad cinematográfica. Los personajes actúan para la cámara, representando su propia realidad. La cámara no se esconde: participa. El filme etnográfico es una ficción que reposa sobre un conocimiento antropológico, aunque no teme a la subjetividad (la ve como una forma de llegar al espectador y conmover) y apela, abusando incluso en algunos casos, a la interpretación, limitando la libertad del espectador de elaborar la suya. El tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado, recortado, del arte. La mirada de la cámara, dice, es ya una mirada teórica, porque se basa en un método.
La participación de la cámara en las sendas de una antropología compartida llevó a Rouch a darse cuenta de que los personajes filmados forman realmente parte del proceso de investigación y de construcción del relato y a aceptarlos como tales. Pero esta antropología compartida, ¿no seguirá escamoteando la visión desde adentro, al sobreimprimirle una mirada exterior que viene teñida por el prestigio del antropólogo documentalista? El cine que precisan los grupos oprimidos es justamente aquel que dé cuenta de su cosmovisión desde adentro, profundizando en sus rasgos culturales específicos para incitar así su recuperación y reconocimiento en un contexto plural, fundado en el respeto mutuo, de modo que su alteridad deje de ser la «razón» (o el pretexto) del colonialismo, es decir, de la explotación y la estigmatización. La cultura será presentada así como una contribución al patrimonio cultural de la humanidad. Pero tampoco ha de reducirse a lo cultural. Debe ser también capaz de impulsar en lo social un proceso de conciencia dirigido a fortalecer su identidad como clase o pueblo oprimido, punto en el que la conciencia étnica se une a la social.
Se puede decir que la visión desde afuera está condenada a muerte por la marcha de la historia, desde que lo verdaderamente revolucionario es reconocer el derecho del oprimido a elaborar su imagen y decir su palabra, y no usarlo para ilustrar puntos de vista ajenos. Porque el camino a la descolonización pasa por la autopercepción consciente, por la revalorización profunda de lo vivido, y el cine antropológico, al igual que lo que llamamos antropología, no solo comienza por casa (como decía Malinowski en su ya célebre prólogo al libro de Jomo Kenyatta sobre los kikuyu), sino que se acaba –al menos como tal– cuando los de casa toman conciencia de sí y el control absoluto de su imagen. La desmitificación lo convertirá en cine a secas, y solo se podrá llamarlo antropológico en función de la naturaleza de la mirada que lo funda o del diálogo intercultural que establece, o como todo lo que es serio y profundiza en la condición humana podría ser llamado antropológico, ya en un sentido más filosófico del término. Por dicho camino se logrará eliminar totalmente el etnocentrismo, así como aquel odioso dualismo entre dadores y receptores de civilización y la manipulación ideológica.
En los años ochenta aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparle la palabra, y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un «purismo» reaccionario. Pero la marcha de la historia terminaría convirtiendo en una autopista lo que entonces era apenas un discutido sendero.
El Movimiento de Documentalistas, formado en Argentina y extendido al mundo mal llamado «periférico» a través del Festival de los Tres Continentes (América, África y Asia), señala en sus manifiestos la necesidad de apoyar a los movimientos sociales en su afán de esclarecer las situaciones confusas. Como nadie puede poseer toda la verdad al respecto, no queda más que extraerla de los mismos acontecimientos, en un trabajo realizado junto al pueblo que lucha. El papel (o deber) del documentalista, tal como quedó confirmado en el curso de la misma acción, es antes que nada cuidarse de usurpar el protagonismo a los trabajadores ocupados y desocupados en el terreno de la comunicación y de la producción documental.
Habría más bien que traspasarles las herramientas necesarias para que produjeran su imagen y difundieran sus propios mensajes sin depender de otros sectores o instituciones, y ni siquiera de los mismos documentalistas que los ayudan. Instituyeron así, como principio básico, no establecer ninguna relación con los usurpadores del protagonismo social en la comunicación. Recomiendan también no hacer ya registros sobre la lucha, sino en la lucha. No ser un camarógrafo de las manifestaciones, sino un manifestante con cámara. No hacer documentales sobre los desocupados, sino con ellos, poniendo los medios a su servicio.
Al tomar así partido por la autogestión y la independencia política, los miembros del Movimiento afirman la idea de que los distintos sectores populares deben ser sujetos plenos de su propia historia, sin tutelas paternalistas. Señalan, asimismo, que no hay imágenes libres si estas se incorporan al mercado de las imágenes dominado por los grandes grupos económicos, si la producción y reproducción de imágenes son mercancías sometidas a las leyes del capitalismo. El documentalista no debe dejarse absorber por las redes mediáticas que neutralizan los mensajes, sino ser un activista de la imagen que actúa desde vías alternativas. Ponen como ejemplo el movimiento zapatista de Chiapas, que desde 1994 utiliza el correo electrónico, así como videos, audios y fotografías de circulación mundial, lo que lo salvó de ser aniquilado por el ejército mexicano. Recomienda por último romper con el mito de la objetividad periodística, afirmando que el documentalista debe tomar partido contra la opresión y no ponerse una máscara aséptica.
Como se puede observar, el Movimiento asume un marcado perfil militante en las luchas sociales, tratando de ser cada vez más radical en sus planteos. Pero si bien esto resulta necesario para enfrentarse a un capitalismo que se muestra cada vez más salvaje y dispuesto a todo –incluso a un ecocidio generalizado que pone en peligro la subsistencia del planeta, con tal de incrementar y no solo de perpetuar sus ya altos beneficios–, creo que no se puede exigir a todos los que tomen una cámara para acercarse al otro que adopten una actitud semejante, ya sea este otro un grupo étnico oprimido o un sector social explotado o marginado.
Hay otros temas válidos aunque no encaren frontalmente la dimensión política, y al realizador no se le puede cercenar la libertad de elegirlos, sobre todo si se acepta que estamos en el terreno del arte y no ante un mero instrumento de comunicación social. El compromiso político puede en ciertos casos ser reemplazado por el ético, el que pasa tanto por la mirada crítica y ponerse al lado del que recibe los golpes, como por el hecho de dar verdaderamente la palabra al otro, sin imponerle los temas y menos aún un tipo de discurso que resulte ajeno a su mentalidad y lenguaje.
Cualquier aproximación honesta mostrará, por más que no se ponga énfasis alguno en ello, la justicia de una causa, la dimensión exacta de ese pedazo de humanidad que la opresión niega y humilla. A veces basta con mostrar en todo su esplendor la belleza negada de los otros, la profundidad de su pensamiento, pues ello se alzará como un faro ante los que se ocupan de vaciar al mundo de sentido. No hay que olvidar que la poesía no es una forma de huida o connivencia, sino también un arma cargada de futuro, y más en un tiempo en el que cualquier viaje a la profundidad se presenta como subversivo.
1 Cf. Jean Mitry, Historia del cine experimental, Valencia, Fernando Torres Editor, 1984, pp. 185-186.
2 Cf. Arnold Hauser, Historia social del arte y la literatura, 3ª ed., t. II, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1964, p. 495.
3 Cf. Claudine de France, Cinéma et anthropologie, París, Foundation de la Maison des Sciences de l’ Homme, 1989.
4 Adolfo Colombres, La hora del «bárbaro». Bases para una antropología social de apoyo, México, Premia Editora, 1982.
Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA VISUAL
Título: Antropología visual: del cine-ojo al documental social
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 7
Año de publicación: 2007
Se podría decir que la antropología visual es una antropología de la mirada, pero no de cualquier mirada, sino de la que recae sobre el otro, y también de la que se vuelve sobre sí mismo tras haber recorrido los caminos de la diferencia. Si toda persona, en definitiva, no es más que una cierta mirada sobre el mundo, un modo especial de ver las cosas, cabe indagar el sustrato antropológico de esa mirada, hasta qué punto está teñida (y deformada) de ideología, etnocentrismo, subjetivismo, estereotipos y otras enfermedades de la percepción que a su vez afectan la sensibilidad. Cabe también indagar, saliéndonos ya del sujeto que mira, el papel de la imagen visual en la formación de identidades colectivas, cómo es visto el oprimido por el ojo dominante y cómo participa aquel en la producción de la imagen. La cuestión no reside tanto en el medio que se utilice, sino en la forma en que se lo utiliza, en analizar qué selecciona la mirada, cómo se estructura el relato y todo el proceso de producción audiovisual, y qué destino se le da finalmente al producto, pues esto último será la prueba de fuego de la intención de fondo de los realizadores. Pero la antropología visual no es algo que quede reducido al cine antropológico, pues todo filme puede ser sometido a esta mirada y el gran arte debe pasar por esta prueba, es decir, estar orientado antropológicamente.
Al parecer, el antecedente más remoto de cine etnográfico data de 1895, cuando Félix Régnault, un antropólogo francés, decidió apelar a esta técnica para hacer un estudio comparado del comportamiento humano, y filmó en París a una mujer ualof que fabricaba cerámica en la Exposición Etnográfica del África Occidental. Hacia 1900, Régnault propone que todos los museos coleccionen «artefactos en movimiento» del comportamiento humano para el estudio intercultural de los movimientos corporales y su exhibición.
Entre los antecesores, cabe citar al alemán Karl Weule, quien entre los años 1906-1908 utilizó una cámara fabricada en Dresden para hacer registros de campo en Tanganika, así como las filmaciones del antropólogo norteamericano Franz Boas. Pasos más firmes serían Le voyage du «Snark» dans les mers du Sud, rodada en 1912 por el capitán Martin Johnson, y Tiempos mayas y La voz de la raza, filmadas ese mismo año por el mexicano Carlos Martínez Arredondo.
“Nanook, el esquimal”, (1920), Estados Unidos-Francia, documental de Robert Flaherty.Poco tiempo después comenzará a moverse Robert Joseph Flaherty por los hielos del Ártico, en la larga y complicada gesta de lo que sería el primer documental tratado como obra de arte: Nanook of the North (1920-1921), conocido entre nosotros como Nanook, el esquimal. Flaherty no era etnógrafo ni se proponía hacer etnografía. Tampoco filmar un «documental». Tal palabra fue usada por primera vez en 1926 por John Grierson –un sociólogo escocés que personalmente dirigió un solo filme: Drifters, sobre los pescadores del Mar del Norte (1929)– para nombrar toda elaboración creativa de la realidad y separarla de las simples descripciones de viaje, los noticiosos y filmes de actualidades.
Lo que Flaherty deseaba era hacer del cine un documento vivo y no solo un espectáculo regido por imperativos industriales que le quitaban autenticidad, convirtiéndolo en una mera máscara de lo real.
Pensaba en un cine sin actores contratados para simular pasiones y situaciones, sin ambientes falsificados. Los mismos hombres del lugar, con su vida y costumbres, y el paisaje real, con sus plantas y animales, debían ser las «estrellas» del filme. Pasó por eso un año con los esquimales antes de ponerse a rodar. Su método es la observación participante. Nanook participa en la película, proponiendo escenas y detalles, asistiendo a las precarias proyecciones del material revelado realizadas por Flaherty y reflexionando sobre lo visto. Si consideramos que se trata del comienzo de este tipo de cine, con la falta de referencias que eso implica, la experiencia sorprende, pues recurre a métodos verdaderamente revolucionarios, como la puesta en escena documental para reconstruir dramáticamente la realidad con sus actores naturales y crear así un testimonio poético de ella. Como apoyo al hilo argumental, utiliza la narración verbal, o sea, mensajes escritos para el espectador que son claves de interpretación. Ante Nanook, Flaherty es en cierta forma un romántico que huye de la civilización, cuyo método y propósitos soslayan el trasfondo político de la situación colonial.
Respecto a Moana of the South Seas (1923–1925), Flaherty declaró que no le interesaba la decadencia de esos pueblos como consecuencia de la dominación blanca. Su fin era mostrar su originalidad y majestuosidad, «antes de que los blancos anularan no solamente su personalidad, sino a los propios pueblos, ya en vías de desaparición».1 Su actitud ratifica tal condena, considerándola fatal, inevitable. No se trataba de ayudar a estas sociedades a sobrevivir, sino de rezarles un responso. Vemos entonces que, al igual que la antropología, el cine antropológico es desde sus comienzos connivente con el colonialismo. Si bien en Moana... Flaherty luchó contra la pretensión de Hollywood de acomodar el drama vivo al convencional, entrando en la realidad con una forma dramática preconcebida, no deja de ser un neorousseauniano que busca la simplicidad de antaño, lo no contaminado que debe morir.
Al ruso Dziga Vertov, tenido por Rouch como otro padre del cine etnográfico, tampoco le interesó nunca la etnografía, ni abordó contextos culturales con códigos diferentes. Para él, toda la realidad era extraña, y la cámara debía ser un ojo abierto a lo desconocido. Fue el pionero del nuevo cine soviético, en el que aparecerían luego figuras como las de Kuleshov, Pudovkin, Eisenstein y Dovzhenko, con obras que llevarían a Arnold Hauser a declarar que el cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene logros en su favor.
Vertov se propuso concretar el caro sueño de suprimir toda intermediación ideológica entre la realidad y el espectador, y también fundir o acercar, en la medida de lo posible, los lenguajes estético y científico, aplicando un método científico-experimental al mundo visible para explicarlo. Su trabajo, con todo, fue muy personal. Sus impulsos y desplantes estéticos tienen esa arrogancia de las vanguardias de la época, y en especial del futurismo, lo cual lo lleva a la exaltación de la máquina y el movimiento mecánico, que simbolizaban la dinámica del progreso. Propone una cámara de objetividad absoluta, que sea un reflejo directo de la realidad, y para esto rechaza los elementos dramáticos tomados del teatro (actores, guión –al que sustituye por un mero plan de rodaje–, estudios cinematográficos, escenografía, dirección). La estilización provendrá de la calidad de la imagen y el ángulo de la toma.
También hay que liberar al cine de sus tributos a la literatura y la música, a las que considera, asimismo, desviaciones, para realzar su propio ritmo, su lenguaje específico, que se consigue investigando la máxima expresividad por medio de la selección de los ángulos adecuados frente a la realidad bruta, y sobre todo por el montaje, que empieza durante la observación inicial directa, sigue durante la filmación y termina después de esta. Comprende que la correlación de las imágenes cinematográficas, base del ritmo, es una unidad compleja formada por una suma de diferentes correlaciones (de planos, de los ángulos de la toma, de los movimientos en el interior de las imágenes, de las luces y sombras y de las velocidades del rodaje). Con esta invención, la cámara y su visión dejan de contar demasiado; lo importante es la construcción de segundo grado que se puede plasmar a partir de tal visión. Y esto no es ya la realidad pura, sino la elaboración plástica que un sujeto (artista) realiza de ella. Se trata de un lenguaje estético, sí, pero de una estética de lo real, que llamó cine-ojo (kinoki). Rompe, por cierto, lanzas con el cine industrial, al igual que Flaherty, negándole el carácter de auténtico arte. Ese «arte» será incendiado por la revolución que él propugna.
“El hombre de la cámara”, (1929), Unión Soviética, documental de Dziga Vertov.Vertov apeló a todos los medios de rodaje al alcance de la cámara, considerándolos procedimientos normales y no trucos. Al rechazar el cine industrial, dio por cierto un gran golpe a la ideología, pero esta volvió a introducirse en la obra por el artificio del montaje, porque todo empleo de una técnica para lograr un efecto especial está subrayando algo, privilegiando un elemento de la realidad sobre otro, procediendo por selección, y esta siempre, en mayor o menor grado, es subjetiva, valorativa, ideológica y, en cuanto tal, priva al ojo de su pretendida neutralidad. No obstante, al prescindir de la experiencia y los juicios personales para permitir que el ojo funde la realidad, dio un importante paso metodológico hacia el cine etnográfico. Se puede decir, como resumen, que Vertov acciona la cámara con la esperanza de que pase algo interesante ante ella, o de volverlo luego interesante gracias a la magia del montaje. Su método es así distinto al de Flaherty, quien, en virtud de la convivencia y la concertación previas, sabe lo que va a suceder cuando accione la cámara y desea que suceda eso y no otra cosa. Lo espontáneo tiene poco lugar en su esquema.
En lo analizado hasta aquí, vemos que el cine etnográfico es un desprendimiento del cine documental en cuanto arte de lo real, y no un mero intento de aplicar dicha técnica al registro de la investigación científica. Esto último se desarrollará luego de las búsquedas de Vertov y Flaherty bajo el impulso de los jóvenes etnólogos que seguían a Marcel Mauss. Lo artístico será echado entonces a un segundo plano, como subjetivismo deformante de la observación científica. Se procurará retratar con los menores recursos formales posibles la realidad del otro. El montaje, base del arte cinematográfico, pierde sentido, así como la noción de ritmo, por las distorsiones que implican del tiempo (y orden) cronológico y la duración real. Lo puramente científico parece conducir a lo tedioso, al cerrarse a lo expresivo. Quedarán así abiertos dos caminos que nunca terminarán de encontrarse pese a los intentos de síntesis. Los antropólogos «serios» menospreciarán los buenos filmes etnográficos por sus concesiones al estilo, y los artistas negarán a los registros científicos la calidad de cine.
Claudine de France distingue entre el cine etnográfico documental, en el que la investigación etnográfica es anterior a la descripción fílmica de sus resultados –al que llama cine explicativo o documental– y los casos en que la cámara forma parte del proceso de investigación –al que llama cine de exploración etnográfica.3 Este último caso viene signado por la incertidumbre, pues no existe un guión previo y la cámara no sabe aún con certeza qué significa lo que está registrando. Tampoco adónde conducirá la escena, ya que no tiene el control del proceso ni puede intervenir en él sin interrumpir o modificar la experiencia. Su intención, además, no es comunicativa, pues el uso que se le dará a la imagen dependerá de los resultados.
El llamado cine observacional se desarrolla a partir del direct cinema. Se basa en la observación, no en la participación, y quiere ser un registro fiel sobre la base del sonido sincrónico. Descarta las luces, la dirección, la actuación y la planificación, buscando registrar la vida cotidiana en su espontaneidad, sin modificarla ni manipularla. No acepta por eso el montaje ni los primeros planos. Recomienda usar planos largos o medios y, en lo posible, una cámara fija, a la que se debe situar en el punto de observación privilegiado, a fin de no parcializar la realidad. Quiere presentar el acontecimiento completo y sin cuñas de subjetividad que alteren las dimensiones del espacio y la duración de la escena. Rechaza, asimismo, toda intervención del antropólogo. También las reconstrucciones y toda intención dramática, al esforzarse en lograr una objetividad y neutralidad máximas, sin la mediación de la palabra y la interpretación. Esta última queda completamente vedada.
Señalan unos que la filmación ininterrumpida, sin movimientos de cámara ni montaje posterior, nos da una visión más exacta de lo sucedido que una filmación artística, pero otros replican que esto es falso, porque olvida la mediación de la imagen audiovisual, toma al cine como un instrumento independiente del lenguaje y de la posición del investigador respecto a la técnica que utiliza, así también como de su ideología, que determina su mirada sobre el mundo. Además, la cámara no es un instrumento objetivo, en tanto opera un proceso de selección (enfoque, cuadro, ángulo). El cine observacional es tedioso, no ayuda a significar, a reparar en los detalles. Para eso se precisa el primer plano, y el ritmo necesita la alternancia de planos. El dato audiovisual crudo, además, no basta a la antropología, pues este se torna relevante cuando es interpretado dentro de un contexto etnográfico, y el cine observacional niega la interpretación teórica de la imagen. Este método suele usarse en el registro de espectáculos artísticos, pero a mi juicio es insuficiente para mostrar la calidad artística de este, y debe complementarse con otro que trabaje los planos y detalles.
El direct cinema nace en Estados Unidos en los años sesenta, impulsado por Richard Leacock, antiguo colaborador de Flaherty. Acepta el montaje y el acercamiento de la cámara a la acción en diversos planos, pero elimina la mayor parte de los recursos de edición del documental clásico, evitando todo lo que sea ajeno a la escena filmada, como los comentarios en off, la música y los sonidos ajenos a la situación, las reconstrucciones, las puestas en escena documentales y las entrevistas dirigidas. La cámara debe estar lo más ausente que se pueda de la acción, limitarse a registrarla casi de un modo inadvertido, si es posible como una mosca en la pared de una habitación.
Quizás el llamado cine etnográfico se hubiera acabado, chapoteando en los pantanos de un racismo no del todo consciente y cegado por los resplandores de lo exótico, de no ser por la tan polémica como monumental figura de Jean Rouch, cuyas búsquedas y hallazgos en el terreno estrictamente cinematográfico han convencido más que sus planteos conceptuales, en los que se vislumbra un gran ausente: el colonialismo. Es que Rouch, al igual que Flaherty, rechaza la historia. Solo cree en el drama individual, en lo anecdótico, en el detalle aislado de su contexto y su duración. Su manifestación de que el cine debe testimoniar con gravedad y nobleza los momentos supremos de los hombres y las civilizaciones no lo llevó a escoger los personajes adecuados, los que fuesen una fiel expresión de la conciencia de un pueblo, capaces de unir los aspectos más profundos de su tradición cultural a una voluntad de liberar a dicha tradición de sus rémoras retardatarias y del colonialismo que la destruye.
Bajo el cine-trance y la alegría de filmar, Rouch ni se pregunta lo que hace y por qué o para qué lo hace. Lo importante es remontar los milenios, reencontrar la noche inmemorial poblada de muertos, sumergirse en el agua vivificante de los mitos que se creían perdidos para siempre y, una vez adentro, escribir con los ojos, con las orejas, con el cuerpo, sobre esa realidad a la vez invisible y presente. Confía en la improvisación de los actores, como la Comedia del Arte. No quiere imponer un sistema de pensamiento, aunque muchas veces impone un texto desmesurado. Él es el ojo tierno de Flaherty munido del ojo y la oreja mecánicos de Vertov.
Si bien la cámara participa en los ritos, los pueblos no participan realmente en el filme con poder de decisión. Aún el colonizado no llega a ser sujeto cinematográfico, es decir, con plena intervención en los mecanismos y objetivos de la experiencia fílmica, por lo cual no puede someter a esta sus puntos de vista ni ponerla al servicio de su proyecto. Hablará poco o nada, pues la palabra corresponde al antropólogo-narrador, que se siente más capacitado para contarlo todo, y en especial lo no propuesto ni aceptado de antemano por los actores.
Rouch se respalda en lo antropológico, como si la mera aplicación de ciertos lentes y métodos «científicos» pudiera bastar para tranquilizar la conciencia y asegurar resultados dignos. Su concepto de la antropología no difiere mucho del de sus colegas que asesoraban a la administración colonial, pues ambos convierten al colonizado en mero objeto de estudio o acción transformadora, y al observador externo en el único capaz de comprender la realidad. Durante esos años felices y prolíferos, Rouch no intuyó las enormes posibilidades que abre la autopercepción consciente, o prefirió no explorar ese camino para no indisponerse con el poder colonial. Solo mucho tiempo después llegará a hablar de un cine-diálogo permanente, que concibe como la más interesante perspectiva del cine antropológico. El conocimiento, declara entonces, no debe ser más un secreto robado a los «salvajes» para terminar devorado en los templos occidentales del saber. Tal cine resultará de una búsqueda sin fin, donde etnógrafos y etnografiados se comprometan a marchar juntos en el camino de lo que llamó antropología compartida.
La conciencia de que el oprimido no puede quedar reducido a la condición de objeto de conocimiento, sino que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho conocimiento, es realmente la única forma de destruir la relación colonial. Por esta vía será a la vez dador y receptor, objeto y sujeto, rompiendo la base dual, positivista y jerárquica propia de todo colonialismo. Al ceder sus armas, la antropología se descoloniza y desmitifica, y diría que también se autodestruye en cuanto ciencia del otro, pues la reflexión sobre sí pasa a ocupar el sitio más destacado. Por esta senda nos acercamos a lo que en un libro definí como «antropología social de apoyo»,4 que no es una antropología aplicada, sino una acción de apoyo a otra acción, desde que no hay en ella una razón científica ni política situada por encima de la razón del oprimido.
Este propone los fines, que son su proyecto social, y el antropólogo, junto a otros especialistas, pone a su disposición las «armas milagrosas» de su ciencia, que en adelante serán sus medios-para-el-fin, o partes sustanciales de ellos.
Esta crítica a la obra de Rouch se propone extraer de ella una enseñanza útil y no invalidar su carácter monumental. La endeblez de su conciencia política y las profundas grietas en su rigor antropológico (que lo tuvo) debilitan pero no niegan sus logros formales en el terreno documental. Sus realizaciones son de un gran aliento, marcadas por continuas búsquedas técnicas, estéticas y antropológicas, que aunque a menudo no interpreten bien o solucionen mal los problemas que plantea este tipo de cine, tienen al menos la virtud de ir trayéndolos al tapete, hasta el punto de que se podría escribir sobre la historia y las vicisitudes de esta rama del documental a partir de una crítica a Rouch. Le faltó valentía en su diálogo con la realidad, o total consecuencia con sus postulados, pero salió airoso de muchas escaramuzas libradas contra sus propios condicionamientos culturales. Es que su gran confianza en la improvisación, que heredó de Vertov, no lo condujo por lo general a tierra firme, sirviéndole más bien para justificar su oportunismo, dándole vías de escape.
En Chronique d’un été (1960), Rouchprueba, quizás sin percatarse, la observación conjunta como alternativa a la cámara participante, el diálogo real frente a los artilugios del soliloquio del cineasta-demiurgo, que somete a los grupos a una idea preconcebida del filme, pero al regresar al África, engaveta esta experiencia para restaurar la odiosa dualidad etnógrafo-etnografiado, perdiendo la oportunidad de abrir un diálogo profundo y sincero entre la civilización francesa y esas naciones solo parcialmente liberadas del dominio colonial, pues quedaban ahora bajo una dependencia neocolonial. Algo que fuese el enfrentamiento de dos visiones del mundo, y no solo una charla inteligente sobre temas dispersos.
Además de impulsar al cine etnográfico hacia su madurez y definir su campo específico, Rouch, retomando la propuesta de Vertov (cuya búsqueda era la verdad del cine y no el cine de la verdad), realizó asimismo un sustancial aporte al cine argumental francés, al llevar a una expresión más acabada al cinéma-verité (visto como versión francesa del cine directo norteamericano, aunque más abreva en el kino-pradva de Vertov,que en ruso quiere decir justamente cine-verdad) en Chronique d’un été. Este filme pasó a ser una piedra de toque de la nouvelle vague, movimiento que había empezado a manifestarse en 1958, con una nueva gramática cinematográfica que reniega de las antiguas técnicas narrativas. Con una metodología propia del cine etnográfico, que intenta, con el refuerzo de Edgar Morin, sintetizar los puntos de vista de Flaherty y Vertov, Rouch da un paso decisivo para acercar el argumental al documental, cruce de coordenadas que permitiría alcanzar ese notable florecimiento fácil de apreciar en Godard, y también en Truffaut y Chabrol.
El cinéma-verité no pretende ser fiel a la realidad, pues reconoce la distancia entre el acontecimiento filmado y su representación. Renuncia a tratar el dato audiovisual independientemente del modo narrativo. El cine, dice Rouch, construye su verdad, que es una verdad cinematográfica. Los personajes actúan para la cámara, representando su propia realidad. La cámara no se esconde: participa. El filme etnográfico es una ficción que reposa sobre un conocimiento antropológico, aunque no teme a la subjetividad (la ve como una forma de llegar al espectador y conmover) y apela, abusando incluso en algunos casos, a la interpretación, limitando la libertad del espectador de elaborar la suya. El tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado, recortado, del arte. La mirada de la cámara, dice, es ya una mirada teórica, porque se basa en un método.
La participación de la cámara en las sendas de una antropología compartida llevó a Rouch a darse cuenta de que los personajes filmados forman realmente parte del proceso de investigación y de construcción del relato y a aceptarlos como tales. Pero esta antropología compartida, ¿no seguirá escamoteando la visión desde adentro, al sobreimprimirle una mirada exterior que viene teñida por el prestigio del antropólogo documentalista? El cine que precisan los grupos oprimidos es justamente aquel que dé cuenta de su cosmovisión desde adentro, profundizando en sus rasgos culturales específicos para incitar así su recuperación y reconocimiento en un contexto plural, fundado en el respeto mutuo, de modo que su alteridad deje de ser la «razón» (o el pretexto) del colonialismo, es decir, de la explotación y la estigmatización. La cultura será presentada así como una contribución al patrimonio cultural de la humanidad. Pero tampoco ha de reducirse a lo cultural. Debe ser también capaz de impulsar en lo social un proceso de conciencia dirigido a fortalecer su identidad como clase o pueblo oprimido, punto en el que la conciencia étnica se une a la social.
Se puede decir que la visión desde afuera está condenada a muerte por la marcha de la historia, desde que lo verdaderamente revolucionario es reconocer el derecho del oprimido a elaborar su imagen y decir su palabra, y no usarlo para ilustrar puntos de vista ajenos. Porque el camino a la descolonización pasa por la autopercepción consciente, por la revalorización profunda de lo vivido, y el cine antropológico, al igual que lo que llamamos antropología, no solo comienza por casa (como decía Malinowski en su ya célebre prólogo al libro de Jomo Kenyatta sobre los kikuyu), sino que se acaba –al menos como tal– cuando los de casa toman conciencia de sí y el control absoluto de su imagen. La desmitificación lo convertirá en cine a secas, y solo se podrá llamarlo antropológico en función de la naturaleza de la mirada que lo funda o del diálogo intercultural que establece, o como todo lo que es serio y profundiza en la condición humana podría ser llamado antropológico, ya en un sentido más filosófico del término. Por dicho camino se logrará eliminar totalmente el etnocentrismo, así como aquel odioso dualismo entre dadores y receptores de civilización y la manipulación ideológica.
En los años ochenta aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparle la palabra, y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un «purismo» reaccionario. Pero la marcha de la historia terminaría convirtiendo en una autopista lo que entonces era apenas un discutido sendero.
El Movimiento de Documentalistas, formado en Argentina y extendido al mundo mal llamado «periférico» a través del Festival de los Tres Continentes (América, África y Asia), señala en sus manifiestos la necesidad de apoyar a los movimientos sociales en su afán de esclarecer las situaciones confusas. Como nadie puede poseer toda la verdad al respecto, no queda más que extraerla de los mismos acontecimientos, en un trabajo realizado junto al pueblo que lucha. El papel (o deber) del documentalista, tal como quedó confirmado en el curso de la misma acción, es antes que nada cuidarse de usurpar el protagonismo a los trabajadores ocupados y desocupados en el terreno de la comunicación y de la producción documental.
Habría más bien que traspasarles las herramientas necesarias para que produjeran su imagen y difundieran sus propios mensajes sin depender de otros sectores o instituciones, y ni siquiera de los mismos documentalistas que los ayudan. Instituyeron así, como principio básico, no establecer ninguna relación con los usurpadores del protagonismo social en la comunicación. Recomiendan también no hacer ya registros sobre la lucha, sino en la lucha. No ser un camarógrafo de las manifestaciones, sino un manifestante con cámara. No hacer documentales sobre los desocupados, sino con ellos, poniendo los medios a su servicio.
Al tomar así partido por la autogestión y la independencia política, los miembros del Movimiento afirman la idea de que los distintos sectores populares deben ser sujetos plenos de su propia historia, sin tutelas paternalistas. Señalan, asimismo, que no hay imágenes libres si estas se incorporan al mercado de las imágenes dominado por los grandes grupos económicos, si la producción y reproducción de imágenes son mercancías sometidas a las leyes del capitalismo. El documentalista no debe dejarse absorber por las redes mediáticas que neutralizan los mensajes, sino ser un activista de la imagen que actúa desde vías alternativas. Ponen como ejemplo el movimiento zapatista de Chiapas, que desde 1994 utiliza el correo electrónico, así como videos, audios y fotografías de circulación mundial, lo que lo salvó de ser aniquilado por el ejército mexicano. Recomienda por último romper con el mito de la objetividad periodística, afirmando que el documentalista debe tomar partido contra la opresión y no ponerse una máscara aséptica.
Como se puede observar, el Movimiento asume un marcado perfil militante en las luchas sociales, tratando de ser cada vez más radical en sus planteos. Pero si bien esto resulta necesario para enfrentarse a un capitalismo que se muestra cada vez más salvaje y dispuesto a todo –incluso a un ecocidio generalizado que pone en peligro la subsistencia del planeta, con tal de incrementar y no solo de perpetuar sus ya altos beneficios–, creo que no se puede exigir a todos los que tomen una cámara para acercarse al otro que adopten una actitud semejante, ya sea este otro un grupo étnico oprimido o un sector social explotado o marginado.
Hay otros temas válidos aunque no encaren frontalmente la dimensión política, y al realizador no se le puede cercenar la libertad de elegirlos, sobre todo si se acepta que estamos en el terreno del arte y no ante un mero instrumento de comunicación social. El compromiso político puede en ciertos casos ser reemplazado por el ético, el que pasa tanto por la mirada crítica y ponerse al lado del que recibe los golpes, como por el hecho de dar verdaderamente la palabra al otro, sin imponerle los temas y menos aún un tipo de discurso que resulte ajeno a su mentalidad y lenguaje.
Cualquier aproximación honesta mostrará, por más que no se ponga énfasis alguno en ello, la justicia de una causa, la dimensión exacta de ese pedazo de humanidad que la opresión niega y humilla. A veces basta con mostrar en todo su esplendor la belleza negada de los otros, la profundidad de su pensamiento, pues ello se alzará como un faro ante los que se ocupan de vaciar al mundo de sentido. No hay que olvidar que la poesía no es una forma de huida o connivencia, sino también un arma cargada de futuro, y más en un tiempo en el que cualquier viaje a la profundidad se presenta como subversivo.
1 Cf. Jean Mitry, Historia del cine experimental, Valencia, Fernando Torres Editor, 1984, pp. 185-186.
2 Cf. Arnold Hauser, Historia social del arte y la literatura, 3ª ed., t. II, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1964, p. 495.
3 Cf. Claudine de France, Cinéma et anthropologie, París, Foundation de la Maison des Sciences de l’ Homme, 1989.
4 Adolfo Colombres, La hora del «bárbaro». Bases para una antropología social de apoyo, México, Premia Editora, 1982.
Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA VISUAL
Web: http://cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital07/cap05.htm