FICHA ANALÍTICA

Poética y didáctica del documental
Fornet, Ambrosio (1932 - )

Título: Poética y didáctica del documental

Autor(es): Ambrosio Fornet

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 8

Año de publicación: 2008

Si la función del documental es «atrapar la vida por sorpresa», como afirmó Dziga Vertov, la función del guionista sobra y el personaje mismo queda automáticamente excluido del gremio. Pero a veces, en las escuelas de cine y en los talleres de Guión, el profesor se atreve a decir que existe una dramaturgia del documental,1 aunque aclarando que la misma no está codificada y que por tanto cada cual debe descubrirla en la práctica, ejerciendo la observación activa o creadora y concretándola en la moviola después. Lo que esto pueda significar se hace evidente, por ejemplo, en los testimonios de dos grandes maestros del género: Robert J. Flaherty, director de Nanook, el esquimal (1922), y Joris Ivens, director de El puente (1928) y Lluvia (1929).2

Experimentar y contemplar I: el caso Flaherty

Robert Flaherty y Joris Ivens en Nueva York, 1940.Flaherty era, de hecho, un explorador del Ártico. Vivió en el Polo Norte durante varios años, entre 1910 y 1916. Pasaba largos meses alejado de todo contacto con el resto del mundo, acompañado solo por esquimales. Conviviendo con ellos, llegó a conocerlos y respetarlos. En uno de sus viajes llevó una camarita de cine que había aprendido a manejar en pocas semanas, como aficionado, y en sus ratos libres filmó por primera vez a los esquimales. El resultado, según nos cuenta él mismo, fue mediocre. Tal vez se trataba de meros apuntes de la vida cotidiana (un esquimal con su arpón, otro conduciendo un trineo, una familia entrando o saliendo de su iglú…), el tipo de escenas, en fin que los travelogues o cortos de viaje mostraban como álbumes de costumbres exóticas y curiosidades etnográficas. Un día Flaherty filmó su propio barco a punto de hundirse, mientras iba siendo desmantelado por la tripulación; otro, logró filmar en las islas Belcher una cacería de morsas. Confiado en que esos materiales, por lo menos, podían servir de núcleo para un buen documental, Flaherty regresó a Nueva York y se dio a la tarea de editarlos. Pero entonces ocurrió lo imprevisto: cierto día, por un descuido suyo, el negativo cogió fuego; en cuestión de minutos quedaron reducidos a cenizas treinta mil pies de película y varios meses de trabajo. Solo se conservaba la copia de edición. Tratando de conseguir apoyo financiero para reanudar el proyecto, Flaherty la mostró y volvió a ver tantas veces que llegó a una conclusión desoladora: el filme no servía; y no servía, sencillamente, porque no tenía eje, porque estaba desarticulado.

Me di cuenta –contaba años después– de que la razón del fracaso consistía en que todo era muy episódico. Y me dije que si lograba, por medio de un solo personaje, tipificar a los esquimales (tal como yo, durante tanto tiempo, y tan a fondo, los había conocido), entonces sí el resultado valdría la pena.

“Nanook, el esquimal”, (1922), documental de Flaherty.Volvió, pues, al Ártico, pero ya no como explorador, sino como cineasta. Llevó consigo cámaras, película virgen, equipos de revelado y una pequeña planta eléctrica para poder imprimir y proyectar allí mismo los materiales, a medida que se iban filmando. La idea no era solo estar en condiciones de corregir el trabajo sobre la marcha, repitiendo planos cuando fuera necesario, sino también –y sobre todo– suscitar el interés de los propios esquimales haciéndolos copartícipes del proyecto, colaboradores espontáneos y creativos del proceso de elaboración y de rodaje.

    Aunque al principio –cuenta Flaherty– Nanook y su gente se sentían extrañados de que el hombre blanco quisiera retratarlos a ellos –las cosas más comunes y corrientes del mundo–, bastó que yo echara a andar el proyector y les mostrara el resultado de las primeras filmaciones para convertirlos a mi causa. Quiso la suerte que lo primero que rodáramos fuera la cacería de morsas, que muchos de los más jóvenes, entre los allí presentes, no habían visto nunca. Jamás olvidaré la noche en que se proyectó sobre una sábana blanca de algodón colgada en mi cabaña. El auditorio –hombres, mujeres, jóvenes y niños desparramados por el suelo– se olvidó por completo de que lo que se estaba desarrollando ante ellos, sobre aquella sábana, era una película. Chillaban, daban alaridos, y cuando aparecían aquellos cuatro bravos luchando a brazo partido con la morsa, saltaban para alertarlos ante el peligro. Fue, para decirlo en términos comerciales, un mazazo. Desde ese momento, todos me apoyaron como un solo hombre.

No es nuestra intención analizar aquí los métodos de trabajo o los recursos expresivos utilizados por el cineasta. Solo nos proponemos describirlos para subrayar la importancia de la observación y la reflexión en el conocimiento de la realidad. Pero conviene no pasar por alto los objetivos de la búsqueda. Flaherty sabía tanto o más que cualquier antropólogo de su tiempo sobre la vida y costumbres de los esquimales. Pero no era un antropólogo. Era un artista. Sus decisiones creativas (el tratamiento dramático de la historia a través de un personaje protagónico) y sus métodos de trabajo (encaminados a ganar el interés y el apoyo de sus «personajes») se orientaban hacia la búsqueda de una comunicación eficaz, emotiva, tanto en el proceso de producción como en el de recepción de su mensaje. El valor antropológico del documental se daba por descontado. Flaherty tenía, como hemos visto, una vasta información, conocimientos profundos y de primera mano sobre la realidad que quería expresar; pero una cosa es saber y otra saber trasmitir lo que se sabe; una cosa es comunicar información y otra comunicar experiencia; una cosa es mostrarnos un hecho y otra revelarnos un drama. Y lo cierto es que la verdad de aquellas vidas y aquel medio no estaba en los hielos perpetuos, ni en los trineos, ni en los iglús, ni en las morsas: estaba en las vicisitudes, los esfuerzos, la dramática lucha de aquellos hombres y mujeres para sobrevivir en un medio ferozmente implacable. Esa sutil diferencia entre realidad y verdad está en el centro mismo de casi todos los grandes documentales: el buen documentalista –como cualquier otro creador, por lo demás– busca la realidad en las apariencias pasando de la superficie al sentido de las cosas para llegar por esa vía, a la verdad del ser humano.

Experimentar y contemplar II: el caso Ivens

Joris Ivens, Holanda, 1931.Joris Ivens vivía en Amsterdam y tenía poco más de veinte años cuando vio por primera vez Nanook, el esquimal. No le llamó especialmente la atención. Interesado sobre todo en el cine documental de vanguardia, admirador ferviente de Ruttmann, Clair, Cavalcanti y Pudovkin, consideró aquel filme, según su propia confesión, «como algo aparte»; no era ni un experimento estilístico, ni un travelogue, ni un verdadero documental; era, simplemente, una película «sobre personas reales cuya vida se desarrollaba en lugares distantes…» El joven Ivens distaba mucho de ser el espectador ideal para aquel dramático testimonio; estaba acostumbrado a pensar, casi exclusivamente, en términos de luces y sombras, movimientos y encuadres… Venía de una familia de fotógrafos. Su abuelo había sido retratista; su padre tenía una cadena de tiendas de efectos fotográficos y, para dejarlo algún día al frente del negocio, lo mandó a Alemania a estudiar fotoquímica y óptica; como parte de su entrenamiento, Joris, además, trabajó en una fábrica de lentes y en otra de cámaras. Pero su pasión era el cine. De regreso a su país, fundó con unos amigos un cine-club. Por las noches se llevaba las películas a su casa para estudiarlas, con un visor, cuadro por cuadro.

Había en Rotterdam, sobre el río, un viejo puente de metal destinado al tráfico de trenes; cuando la navegación fluvial lo requería, el puente se abría en dos mitades para dejar pasar los barcos. Ivens decidió filmarlo. Quería hacer un «estudio de movimiento» y poner a prueba su sensibilidad y sus conocimientos profesionales. Provisto de una autorización y eventualmente, de una cámara, se instaló en el puente todo el tiempo que le dejaba libre su trabajo habitual. Pasaba horas observándolo. Llegó a conocer sus movimientos y mecanismos tan bien como las palmas de sus manos: el paso de los barcos y los trenes, las grandes hojas de metal que se abrían como fauces, impulsadas por enormes contrapesos; las ruedas que giraban; los cables tensos que vibraban bajo la densa capa de grasa… Poco a poco empezó a advertir en aquellos movimientos, mil veces repetidos, las variantes y matices que escapaban al ojo no entrenado: formas, ritmos, tonos, contrastes, una sombra fugaz sobre el hierro, un súbito reflejo sobre el agua, el extraño tejido que los distintos elementos formaban entre sí, su curiosa relación con el objetivo de la cámara, que tendía a aislarlos cuando lo que él buscaba, por el contrario, era integrar en cada encuadre y cada plano la dinámica total del ambiente, las relaciones entre cuerpos sólidos, líquidos y gaseosos, entre curvas y rectas, luces y sombras, altura y profundidad que constituían, para él, aquella realidad fascinante. De esa experiencia extrajo Ivens una lección imborrable: «Aprendí con El puente –cuenta en sus memorias– que la observación detenida y creativa es la única forma de asegurarse de haber elegido, recalcado y extraído, al máximo posible, la riqueza de la realidad que se tiene delante.»

Basado en un método «rígido y analítico» de observación y filmación, El puente podía considerarse un ejercicio de «prosa cinematográfica».3 Ahora Ivens se proponía algo totalmente distinto: un «cine-poema», un filme «de atmósfera» donde el propio asunto impusiera la línea argumental y obligara a descubrir, sobre la marcha, los principales nudos estéticos y dramáticos. La idea no podía ser más simple: se trataba de «mostrar el rostro cambiante de una ciudad, Amsterdam, durante un chubasco». ¿Un chubasco? En realidad, decenas de chubascos (que el montaje se encargaría de unificar), puesto que la cámara tendría que estar donde quiera que lloviera y en distintos momentos del aguacero, para poder registrar, con todos sus matices, «el rostro cambiante de la ciudad». Ivens formó con sus amigos toda una red de centinelas, vigías e informantes que corrían al teléfono para avisarle cada vez que aparecían señales de lluvia en el vecindario. Él, por su parte, no se separaba nunca de la cámara. «Vivía con ella a mi lado –dice– y cuando me acostaba la ponía sobre la mesa de noche, de modo que si al despertar estaba lloviendo, podía filmar la ventana de mi cuarto desde la misma cama.» Así, se acostumbró a acechar lo imprevisto y a filmarlo de manera instantánea, sin confiar en que otro día quizás se presentara una ocasión más favorable. Cierta vez, en la plaza central de Amsterdam, vio a tres niñas que brincaban sobre los charcos protegiéndose de la llovizna con una capa; dudó un instante pero luego, movido por la oscura intuición de que nadie se moja dos veces en el mismo chubasco, hizo funcionar su cámara: aquellas niñas, se dijo, nunca volverían a cruzar aquella plaza bajo la misma luz, ni con la misma capa, ni saltando de la misma manera sobre los mismos charcos. En la cambiante fisonomía de la ciudad había, sin duda, rasgos únicos e irrepetibles que contribuían a darle a su retrato un toque decisivo de autenticidad o, si se prefiere, la aureola legítima del documental. No sin razón Vertov llamó «cine-documento» a toda imagen auténtica de la vida registrada por la cámara. Pero una vez más conviene tener en cuenta el carácter activo de la observación y el soplo artístico que, a través de ella, se introduce en el objeto observado. Como simple «documento», Lluvia podría ser resumida en dos palabras que no añadirían nada nuevo a lo ya contenido en la idea original. De hecho, Ivens la ha descrito así:

La película empieza con un sol claro sobre las casas, los canales y la gente en las calles. Se levanta un viento ligero y las primeras gotas de lluvia salpican en los canales. El chubasco se desencadena y la gente aprieta el paso protegiéndose con capas y paraguas. La lluvia termina. Caen las últimas gotas y la vida urbana vuelve a la normalidad.

Es obvio que ese hilo narrativo responde a los más puros cánones de la dramaturgia clásica: el chubasco se anuncia, comienza, se intensifica y termina, diseñando así, en su monótona trayectoria, la infalible estructura del drama tradicional. Pero hay una diferencia notable, que el propio Ivens se encarga de subrayar cuando dice que aquí la intención no era tanto narrativa como plástica y que los actores del filme eran «la lluvia, las gotas, la gente mojada, las nubes oscuras, los reflejos brillantes moviéndose sobre el asfalto…» Esa intención y semejantes personajes le planteaban serios problemas técnicos y expresivos. Por lo pronto, ¿cómo filmar la lluvia? Nadie lo sabía; en cuanto empezaba a llover, todos los camarógrafos sensatos dejaban de filmar. Y, yendo aún más lejos, ¿cómo filmar el ambiente de lluvia, la inminencia y la secuela de un chubasco? Ivens había observado que antes de llover, la luz ambiental tenía una calidad intensa, dorada y envolvente, mientras que después se tornaba amarillenta, soporífera y extraña… Tal vez fuera ese contraste sombrío el que le sugirió la posible dramaturgia o, al menos, la tesitura emocional de aquel mínimo drama cotidiano. Recordó los versos de Verlaine: «Llueve en mi corazón/ como en el corazón de la ciudad», y transpuso al lenguaje visual esa vaga melancolía repitiendo, aquí y allá, movimientos lentos y pesados (goterones oscuros que rodaban por el cristal de una ventana) e imágenes de forzosa quietud o desamparo (pájaros girando en círculos contra un cielo plomizo, pájaros inmóviles en un ambiente saturado de humedad). Esta era, sin duda, la película de un «artista del lente», más interesado en descubrir la secreta belleza de espacios y volúmenes que la reacción de las personas ante un suceso de la vida cotidiana.

Ivens admitió que había perdido de vista el «contenido» al subordinarlo todo a la función estética, pero añadió que se trataba de una etapa necesaria en el proceso de su formación técnica y artística. «Me siento contento –dijo– por haber sentado las bases de la perfección creativa y estética antes de trabajar en cosas de mayor envergadura.» Descuidar las «formas», que son los signos y herramientas propios del oficio, equivale a sacrificar de antemano el «contenido», puesto que este es inseparable de aquellas y no puede operar más que a través de aquellas, es decir, a través de técnicas, procedimientos, recursos expresivos capaces de interesar y conmover al público.

Tanto en Nanook como en los primeros documentales de Ivens hay fuerza emotiva y una estructura que sostiene esa fuerza y la organiza en términos dramáticos (el buen documental se distingue del malo, precisamente, por sus cualidades «dramáticas»); pero mientras que en Nanook el dramatismo parece provenir de la propia historia que se narra –uno supone que el drama está, por decirlo así, implícito en el material–, en los primeros documentales de Ivens se produce, sobre todo, por manipulación artística, es decir, gracias al tratamiento de los materiales. Lo que nos interesa subrayar, sin embargo, es que tanto en el drama real como en los simulacros, la cualidad «dramática» es inseparable de su forma expresiva; está en el «contenido», pero se expresa siempre mediante un artificio, a través de los recursos del lenguaje.

    Fragmento de un texto homónimo incluido en el volumen Las trampas del oficio, Apuntes sobre cine y sociedad que Ediciones ICAIC publicará próximamente.

NOTAS

1 Véase Mayra Vilasís: «Comunicación y dramaturgia en el cine documental», en Pensar el cine, Ediciones Unión, La Habana, 1995.

2 El primero, en la compilación de Lewis Jacobs: The Documentary Tradition (1971), y el segundo, en sus memorias, La cámara y yo (s.f.), publicadas por el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, de México, con traducción de Julia Rodríguez y Federico Vegalbela. Está por realizar una operación semejante con los testimonios de Santiago Álvarez y otros documentalistas cubanos y latinoamericanos.

3 Compárese con el llevado a cabo por Juan Carlos Rulfo en En el hoyo (2005). Podrá apreciarse entonces la diferencia entre observar un puente y construir un puente, en este caso un tramo del «periférico» de Ciudad México.

Descriptor(es)
1. CINE DOCUMENTAL
2. DOCUMENTALES
3. TEORÍA DEL CINE

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