FICHA ANALÍTICA
Erotismo y nación en el cine de Humberto Solás (La construcción de un diálogo)
Caballero, Rufo (1966 - 2011)
Título: Erotismo y nación en el cine de Humberto Solás (La construcción de un diálogo)
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 9
Año de publicación: 2008
El erotismo en el cine de Humberto Solás es asunto bastante más complejo que el tratamiento estético dispensado por el autor a las escenas de consumación del amor físico, del encuentro de los cuerpos y los sexos. Si analizamos con detenimiento la secuencia de Cecilia donde, finalmente, cristalizan los escarceos, devaneos y roces entre los personajes de la protagonista y Leonardo Gamboa, encontraremos una expresión algo tópica: los amantes se hallan rodeados de frutas y dulces, muerden el melón como índice de la transgresión erótica y el descuido frente a las convenciones de la moral y el pecado, y la escena, en general, es ataviada con flores (mariposas). En otros casos, asistiremos al batido de las cortinas por el viento: en el vuelo de las cortinas pudiéramos localizar una marca lírica sobre el destino trágico de la heroína romántica en Solás. Pero nada de esto constituye lo realmente significativo del sistema erótico que puede entreverse en la poética del maestro.
No es esta ocasión para desgastarnos, otra vez, en sistematizar las mejores nociones que sobre el erotismo han tenido lugar en la historia de la cultura. Esa madeja de interpretaciones alcanza efectivamente a emular la riqueza y la complejidad de un fenómeno humano básico para la existencia de la especie.1 Bastaría citar aquí una breve, lapidaria y exacta definición de Octavio Paz: el erotismo es la metáfora de la sexualidad.2 En esta sentencia, se consolidan decenas de otras aproximaciones a lo erótico. Cuando admitimos que el erotismo es la metáfora de la sexualidad, estamos aceptando la dimensión cultural del fenómeno: el erotismo es construcción; el erotismo es, ante todo, y como diría Carlos Fuentes, cosa mental. La idea del erotismo como construcción cultural nos permite entender el repertorio de acciones o gestos en que se concreta: el cortejo, el ritual, la conquista, la seducción, la cortesía, la admiración que desea (que desea a menudo no solo un cuerpo, sino, probablemente también, un mundo de valores). Todos estos procesos, montados en una interacción orgánica, explican ese fenómeno vital que representa una suerte de tránsito entre la sexualidad y el amor.
De forma que si vamos a estudiar el reino de Eros en el cine, en el cine de un autor, en el cine de Humberto Solás, necesariamente tendríamos que ahondar, mucho más allá de ciertos acentos expresivos, en los procesos de significación que, a partir de un grupo de figuras y de estructuras profundas, garantizan la construcción cerebral, la cualidad cultural de las películas que nos interesan. En nuestro criterio, esas figuras y sistemas cruzados de significación (a través del cruce de los perfiles y las ambiciones de los personajes) van a carenar en un propósito esencial, que nutre e informa toda la poética: la trabazón entre Eros y nación. En Solás, la construcción del erotismo se muestra inseparable de la construcción del proyecto de nación: el erotismo no resulta únicamente un motor de la vida, en abstracto, sino que alcanza a aceitar, a favorecer, la articulación de todo un proyecto de nación y de cultura. Con esto, revisa una posible constante en el devenir histórico de la vida social del cubano (de común vinculada a la omnipresencia de la sexualidad y lo erótico), al tiempo que activa un mecanismo dramatúrgico de notable contribución al gran sistema de ideas que genera la poética.
Los personajes de Solás se cuidan de una extraña proporción entre individualidad y alcance genérico. Son dibujados como caracteres plenos de matices, que apuntan a la condición individual, a la excepcionalidad del sujeto; ello es: poseen una intensa vida propia, desde el punto de vista argumental, dramático. Pero, al mismo tiempo, son personajes que, aun cuando no siempre en tierras del arquetipo, representan condiciones o clases sociales, conflictos mayores, figuras emblemáticas en el comportamiento histórico de la nación, líneas de pensamiento o de conducta, etc. Pudiera decirse, en tal caso, que Solás opera con el personaje-símbolo, siendo uno de sus máximos logros el hecho de que la resonancia genérica no atente contra la vida propia del rol. Ahí suele haber una caracterización trabada, indisoluble, no fácilmente fragmentable.
Es claro que en el universo fílmico de Solás la mujer, la mujer protagonista, queda inexorablemente fijada a una instancia mayor: la patria. Queda fijada, queda recortada sobre el destino trágico de la patria. El caso más gráfico es el de la propia Cecilia, quien, luego de la muerte de Leonardo (y con ella, no solo el deceso de la posibilidad del amor, sino del ansia de ascenso social y de redención en una vida de privaciones y abstinencias), deambula enloquecida por las calles de La Habana, investida con los atributos de Ochún, desquiciada, hasta que consuma el suicidio. Mucho se discutió en su día sobre las licencias de la versión libre que emprendió Solás en relación con la mítica novela de Cirilo Villaverde, y, cierto, Solás se dio la libertad de las mareas. Pero creo, honestamente, que si Villaverde hubiera vivido otro siglo de escarnios sobre la mujer cubana, sobre Cuba toda, muy posiblemente hubiera radicalizado el destino de su Cecilia; hubiera comprendido la acción de lanzarse desde el campanario de una torre.
"Lucía", segundo cuento (1968).Como es claro también que las tres Lucías representan igual cantidad de momentos en el viaje histórico de la mujer y de Cuba. Sobre todo en la primera de ellas, tenemos el caso de la perplejidad ante la vejación y la burla del estado colonial. Esa mujer madura que no ha conocido el amor (como tampoco sus amigas, en una congregación de solteronas ávidas de la realización sexual y vital), a la espera siempre, como suspendida en el tiempo, resulta la imagen dramática de la Cuba colonial. Esa mujer vejada y traicionada por el español es capaz de rebelarse y ajusticiar al traidor: el final llega a ser tan trágico como emancipador. Una emancipación que va a manos de la muerte y la oscuridad. Así se articula la parábola de la Colonia, a lo que ayuda el personaje de la Fernandina. En otro lugar he dicho que la Fernandina representa un claro alter ego de Lucía,3 que le avisa sobre los desmanes del traidor,4 pero llegará el momento en que ambos personajes se funden, y Lucía será ya la Fernandina, ensombrecida y trastornada, cuando se apresura a la plaza pública, para el ajusticiamiento del traidor. De la Cuba bucólica de una Trinidad del remanso y la abulia, a la Cuba abiertamente trágica de la venganza y la muerte.
La frustración quedará asimismo expresada en la segunda Lucía, cuando presencia con azoro el declive de los ideales de la revolución en los días de la República. El final del segundo relato, con la protagonista embarazada, habla de un embarazo mayor: ella no sabe qué hacer, qué rumbo tomar; Lucía queda abandonada a su suerte, como quedó la Cuba republicana luego de varios intentos, sobre todo en los años treinta, de emprender el camino de la rebeldía. En el tercer relato, tenemos asimismo a una mujer apresada en las redes de una estrechez y una compresión extremas (el machismo de su compañero), pero no se tratará ya de un fenómeno social irresoluble. La tercera Lucía, por el contrario, cuenta con numerosos aliados en el plan de vencer el enclaustramiento doméstico. Esta otra Lucía termina fajada: o sea, no termina; comienza una bronca mayor, encaminada a su liberación. La sonrisa final de la niña cierra la película convencida de que al menos esta tercera Lucía tiene una segunda oportunidad sobre la tierra.
Sería el caso, también, de la Sofía de El Siglo de las Luces. Resulta interesante el trayecto dramático, no solo de la relación Sofía-Esteban, sino incluso de la pareja Sofía-Víctor Hugues (por no hablar de la más latente entre Esteban y Víctor Hugues, como veremos más tarde). El deslumbramiento inicial de Sofía con Víctor Hugues concilia el deseo físico con la realización de un ideal, de un mundo de valores que se le aparece a la protagonista como paradigmático. Sabemos Sofía acaba de confesarlo que es una mujer amante del viaje, de la libertad, de la expansión sensual y espiritual, de la experiencia abierta al mundo. Víctor Hugues llega a Sofía como la encarnación exacta, flamante, del Otro exótico, diferente, del hombre que ha recorrido mundo, con amplia experiencia sensual. El ciclón que azota por esos días a La Habana (estamos a finales de la década del ochenta, en el siglo xviii) introduce el desfogue de la atracción entre ambos personajes, acaba de propiciar la escena de la sensualidad. Pero la entrega de Sofía reviste importantes connotaciones metafóricas: el personaje no solo se inicia sexualmente, sino que se inicia en el conocimiento de los ideales de la revolución. En tal sentido, ya sabemos que Sofía transita del escepticismo al involucramiento.5
Luego, la escena de retozo en el barco que viaja a Santiago de Cuba termina por afincar el solaz de Eros.6 El solaz de Solás se reafirma en esos espacios que el punto de vista regala a sus personajes como opción de mofa ante el cerco histórico. Más tarde, cuando Sofía visite a Víctor Hugues en Cayena, el filme conocerá su máximo momento en lo tocante a la apoteosis erótica: los amantes vivirán un encuentro violento, de volcánicas posturas y actitudes sobre el lecho. Pero será también el último momento encendido de una vida condenada a la muerte: Sofía no puede resistir la traición de Víctor Hugues a su mismo credo, cuando se ha convertido en un nuevo monarca, cuando ha reestablecido la esclavitud, y ha negado, puntualmente, todo aquello por lo que decía luchar. Entonces, hallamos aquí una cualidad superior de Eros: el embrujo de la sensualidad, el poder de la seducción, decrecen hasta la nulidad cuando deja de funcionar el mundo de los valores. No encontramos en Solás un Eros limitado a lo físico, despojado de su costado axiológico: Eros se comporta como una experiencia total, donde lo uno no puede existir sin lo otro.
La mujer trágica tiene el debido complemento en otro personaje: el hombre joven que significa, la mayoría de las veces en el plasma expositivo de Solás, el cauce de la rebeldía, de la lucha redentora. Es el caso de Felipe, hermano de la primera Lucía; es el caso de Aldo, el luchador clandestino de la segunda Lucía; es el Mariano de Cecilia (la llama superior, entre otros personajes exponentes del ademán emancipador); es el Marcial de Amada; es el Darío de Un hombre de éxito. Esta figura resulta fundamental en el cuadro semiótico que gravita sobre la trama de las historias, en la medida en que arrastra, convence, inspira la evolución emocional y de pensamiento de las mujeres protagonistas. La primera Lucía hereda la rebeldía de su hermano, al punto de ajusticiar al traidor; la segunda, transita de la simpatía a la lucha franca, a partir de la relación con Aldo;7 Amada no comparte exactamente el camino de Marcial, pero termina sus días fundida con el destino de la gente, más allá de la adusta verja que remarcaba el confín de su propia casa; Sofía hereda la confianza que tenía Esteban en la revolución. Como he explicado en otros textos, entre Sofía y Esteban se produce un cruce de sentidos absolutamente simétrico: en lo que uno viene de la revolución, la otra va hacia ella. El caso de Cecilia resulta más específico, pues, aunque, como veremos más adelante, la interpretación de Solás adiciona la supuesta traición de Leonardo a las acciones contra el gobierno colonial, es claro que la soberbia por la pérdida del amante y la opción del ascenso social más que el verbo de Mariano sobre la causa independentista deviene la causa primera de que Cecilia inste a Pimienta al ajusticiamiento de Leonardo. De cualquier manera, casi todas estas mujeres terminan muertas, solas, en tierras del desconcierto y la irracionalidad, pero también, curiosamente, ellas han atravesado un calvario al cabo del cual parecieran redimirse simbólicamente, en los planos de la emoción y del pensamiento.8
Ese tipo de interpretación, tendente a descubrir un más allá del cuerpo, no excluye la opción de cartografiar la geografía del cuerpo como un dispositivo igual de importante en la expresión erótica de Solás. Muy asociado a ello, desde luego, el desnudo. No deja de ser curioso que el primer gran desnudo en el cine del maestro no se ocupe del cuerpo femenino, ni de un cuerpo en especial, sino que suceda como desnudo de grupo, de un grupo masculino. Tiene lugar en la secuencia de la caballería de ex esclavos devenidos mambises, como parte de la colisión durante la gesta independentista, en la primera Lucía. No importa tanto el carácter absolutamente veraz, comprobable, que desde el punto de vista histórico pueda tener, o menos, la licencia, aunque no deja de existir una «protección histórica». Sabemos que los más pobres mambises fueron a la lucha sin el menor soporte material, sin ropa, sin zapatos, sin los víveres elementales. Conocemos incluso, por la literatura, que acontecieron varias cargas al machete con la tropa desnuda.9 La agudeza expresiva de Solás aprovecha esas circunstancias históricas, y filma el grupo de hombres negros, de cubanos resueltos, a galope, con los machetes en ristre. La cadena isotópica caballo-machete-hombre negro-desnudo-grupo masculino-cabalgadura conjunta y efusiva entrega un paisaje erótico, a partir de la figura masculina, que además de constituir una hermosa licencia poética (suda libertad expresiva, así como se expresa el ansia de libertad en el contenido de la secuencia), afinca el sentido último de la contienda, cuando utiliza el estereotipo asentado por siglos: el emprendimiento masculino como detonante máximo de la acometividad y la fuerza. Realmente, es un momento extraordinario en la planificación escénica y visual de Lucía, donde el realizador moviliza toda su perversidad para la relectura de los estereotipos y el logro de una nueva cualidad expresiva.
En Amada, advertimos la misma elaboración conceptual del desnudo, ya francamente concedido a la mujer. El desnudo prefinal de Amada en el patio y jardín de la casa, reviste, cuando menos, tres posibles funciones dramáticas: la franca y abierta aceptación y expresión del deseo, luego de los remilgos y las privaciones anteriores (Amada vuelve a imaginar una escena bucólica, con Marcial, a orillas del mar, en composiciones que son visualmente puro Romañach); un acto de expiación y expurgación a nivel religioso y moral, gesto con el que la protagonista declara, al menos a nivel privado, el cese del flagelo y la contrición, para abrirse a la experiencia sensual (aunque, desafortunadamente, sea tarde); y, de alguna manera, ese desnudo en medio de la noche cerrada, cuando sabemos que Amada ha estado muy enferma, que en la ciudad arremete la influenza, etc., o sea, en medio de una escena de continuo peligro a nivel físico, constituye un dato que pudiera apuntar al suicidio, toda vez que la liberación simbólica conduciría, a nivel del argumento y de la historia más fáctica, a un letal resfriado para el personaje. No creo que uno solo de esos sentidos impere demasiado: Amada muere un poco por todo ello a la vez, contagiada con la influenza (la que, prácticamente, fue a buscar), resfriada, muerta de audacia luego de un siglo de inhibición. El desnudo viene a ser un signo de puntuación que marca el tránsito hacia la redención interior y el fracaso total del afuera, del lugar del personaje en el mundo. No importa: Amada no podía seguir soportando el ahogo del adentro, del claustro. El desnudo es ese paso que la protagonista no se atreve a dar cuando se viste y, ya ataviada de negro, por el luto familiar y por la naturaleza de sus días, no se atreve a franquear la verja divisoria, la cerca definitiva que la separa del mundo.
El aura simbólica del desnudo en El Siglo de las Luces resulta todavía mucho más vertical: ya no se tratará de un desnudo con implicaciones simbólicas, sino de un símbolo expresado por medio de un cuerpo desnudo. El recurso se esencializa de manera brutal. Hacia el final, cuando Sofía y Esteban están a punto de morir, tienen una alucinación impresionante: una mujer desnuda, ojerosa, encapuchada, se les aparece, como salida de un mural de El Greco, de un dibujo o un grabado de Goya, o de una caricatura terrible y grotesca de Daumier. Es la muerte, claro está. Es la muerte que se les aparece. No solo la muerte física, de ellos mismos y del entorno, sino, algo mayor: la muerte de la Revolución, la pérdida de los grandes ideales por los que ambos personajes salieron a luchar, se mezclaron en la calle con la gente. Esa es la verdadera tragedia: Esteban se lo había anunciado a Sofía, y horrible certeza, la toma en brazos, ambos desechos, ante la evidencia de una muerte total. Que esa muerte se exprese como desnudo denota una considerable osadía expresiva de Solás; así como otros realizadores la han visto asociada a la muerte embarazada (figura típica en el carnaval) o incluso a la imagen de una niña (Gutiérrez Alea en Guantanamera), modos estos de expresar la continuidad vital que habita en el deceso, como parte de la complejidad de los ciclos vida-muerte, al mostrar a la muerte desnuda Solás aúna connotaciones expresionistas y líricas que desafían la expectativa y redundan en una expresión desconcertante, así como el arte verdadero somete continuamente al espectador a la incertidumbre y el enigma de la creación.
"Barrio Cuba" (2005). Pero no solo hay trascendencia en los desnudos del cine de Solás; también hay gracia, juego, guiño, mirada a sí mismo, onanismo creativo, intertexto de autor consigo mismo. Por ejemplo, el comienzo de Barrio Cuba con un hermoso desnudo de Magali, mientras se baña de una forma humilde, remite necesariamente al ritual de Cecilia, cuando la protagonista se untaba la miel e, investida simbólicamente de Ochún, invocaba al macho, al hombre, a su amor. Es la circularidad de una poética que se sabe mundo, se sabe templo, se sabe un repertorio tan bien articulado y conformado, que es capaz de beber de sí mismo: la miel para Ochún de la película homónima estaba ya en la escena colonial de Cecilia. Se reproduce el ritual femenino del baño y la atención al cuerpo, como forma de atraer, o como forma de limpiar la vida de todas las complicaciones en el camino.
En el espacio de la tragedia, el recorrido del cuerpo, pleno de implicaciones sexuales y eróticas, no se limita tampoco a la expresión sensual límpida y sana. Hay, por el contrario, mucha violación, mucho escarnio, mucho destino trágico de la patria expresado como martirio de la carne, del cuerpo. El cuerpo sometido. La distancia entre el cuerpo y el mundo. El martirio del cuerpo como un índice despiadado de la infelicidad colectiva. No pocos de los personajes masculinos coloniales, o vinculados a la extorsión republicana, son francos violadores de la libertad del cuerpo. El mito de la Fernandina establece que muy posiblemente se trató de una monja violada en los campos de Cuba, mientras intentaba auxiliar a los mambises o, en general, a los hombres heridos por un orden colonial despótico. El tratamiento fotográfico, de un altísimo contraste en las luces y las sombras, de un claroscuro sangrante, habla por la tragedia física y psíquica de la Fernandina. Ella no únicamente será el «espejo negro» que aguarda por Lucía, sino también el símbolo fundacional y atrofiado de muchas otras mujeres en el cine de Solás y en la historia de Cuba.
Lo mismo Leonardo Gamboa que su padre, son violadores consumados: en el caso del primero, como resultado de un trauma; en el caso del segundo, como un goce sádico. Cuando fracasan los primeros intentos de seducción a Cecilia (los que fracasan solo en el sentido de la concreción amatoria, porque ella no puede dar más indicios del embeleso común), el macho Leonardo, el vampiro Leonardo, viola a una muchacha en la costa. La deja exhausta, prácticamente muerta. Luego, la verá en el mercado, como otra alucinación perturbadora por el sentido de sus actos, así como ve a su madre al centro de la procesión que conduce a una mujer al garrote. Vemos asimismo el placer radiante del Gamboa padre cuando viola animalmente a una esclava, mientras manda a castrar a un hombre negro. La política del exceso, la política de la exclusión, la política del vasallaje se manifiesta sobre todo en el imperio del cuerpo, de la sexualidad, donde el tirano colonial –nombrado perversamente Cándido, desde los tiempos de Villaverde dispone de la carne humana como de la caña o el café, sin el menor distingo. Nunca como en la humillación del cuerpo se expresó la felonía colonial.
Dionisio, el marido de Amada, establece relaciones carnales sobre la base de la posesión forzada, de la violación oblicua o pactada, del chantaje. El Eros de Dionisio es un Eros mórbido y torcido como su misma mentalidad política y su actuación social en la escena republicana. Sabe de los amores de Amada con Marcial, pero no le preocupan; por el contrario, necesita utilizar la aparente traición. Si Amada se tuerce de deseo en la cama, al recordar a Marcial, tendrá que resistir estoicamente las violaciones de Dionisio, como esporádicos accesos de poder sobre el cuerpo de la mujer. Dionisio lo viola todo, viola a todo el mundo, así como se violenta continuamente en la representación de un papel social que su villanía moral requiere. Entabla una relación maquiavélica con Joaquina, la criada, en tanto necesita extorsionar a la dueña de la casa para que venda unas fincas, y para desviar hacia sí el poder familiar. La relación entre Dionisio y Joaquina es enferma, lasciva, marcada todo el tiempo por el interés, la conveniencia, el pacto mefistofélico. A la que posiblemente desee de veras Dionisio si es que semejante engendro de hombre puede conocer lo que supone el deseo fuera del interés y la conveniencia, es a Violeta, la amante furtiva, precisamente la mujer fiera, fiera como él mismo, la manipuladora atroz, la que lleva las riendas de la relación en la medida en que demanda servirse del poderío de Dionisio. Él siente una particular debilidad por Violeta en tanto Violeta le sube la parada: es peor que él, y eso, eso le atrae. Mientras Dionisio no ocupa un sitio relevante en el poder simbólico de la República, a Violeta no le preocupa su condición de amante lateral: a Violeta no le preocupa Amada en absoluto, ni Joaquina, ni nadie. A Violeta le interesa el estatus que puede reportarle Dionisio, y cuando ese dominio se hace sensible, ella exige la definición. Violeta es la cárcel de Dionisio: un hombre como él merece una mujer así. Por eso Dionisio, que no conoce el amor, ni el erotismo sano, ni la libertad del sexo noble, se descoca y se descoloca por Violeta: para él, ella lo puede todo.10 Eros se comporta como un mero asunto de poder, y el fin lo justifica todo.
Desnudo y violación son en ocasiones emparentados por la figura del sueño. Solás no suele abusar de la figura del sueño, de común tan vulgarizada por el psicoanálisis de bolsillo de un cine primario y pedagógicamente simbólico. Solás reserva la peligrosa figura del sueño para situaciones muy puntuales, con un verdadero carácter semántico, de aporte ideológico a la historia. Los sueños, las pesadillas, las alucinaciones frecuentaban al personaje de Elsa en Un día de noviembre. Elsa, una hermosa e inteligente mujer madura, que ha sido amante del joven Esteban,11 vive obsedida con el tema de la pérdida de la juventud, pero la angustian además los fantasmas visuales relacionados con las torturas en la época de las luchas clandestinas. En sus sueños, como en sus visiones durante la vigilia (incluso mientras hace el amor), se confunden las imágenes eróticas y la violencia de la tortura, en un código entre expresionista y lírico, singularmente próximo a la sintaxis del videoarte.12 El sueño es en Elsa sublimación y catarsis, expiación grotesca.
Aunque, en buena lid, la filiación freudiana y lacaniana del sueño tendría que analizarse, más que todo, en el famoso sueño de Isabel Ilincheta en Cecilia. Ese sintagma le sirve a Solás para resumir la subjetividad de Isabel, la ideología del personaje, sus miedos, sus diferencias respecto a los demás esclavistas, la manera como ve Isabel al resto de los actores de la tragedia de la esclavitud (cómo ve Isabel a Leonardo, a Rosa, a Cándido, a Meneses; el destino que les prefigura). Sin duda, es otro recurso válido frente a la cierta planimetría psicológica del fresco de Villaverde, a ratos más externo que interno. Solás se propone «completar» las psicologías de los personajes, apenas diagramadas en trazos gruesos, a lo largo de la gran novela. El sueño de Isabel no resulta elocuente solo a nivel de la proyección social del personaje, sino también de su intimidad, de su libido, de la expresión de su libido.
Sabemos que Leonardo ve en Isabel un libro, un libro virtuoso, pasivo, posiblemente cerrado (un libro que desgrana, por cierto, densos fárragos de interpretación marxista sobre la complejidad de unos días que en aquel momento era imposible apresar en su profundidad), en contraste con la sensualidad exultante de Cecilia y las demás mulatas que Leonardo confronta en los bailes, en la calle. Isabel es para él la muestra rancia del encierro de su misma clase, la monotonía y la sequedad, la asepsia infecunda de la que precisamente trata de escapar. Isabel lo conoce; se lo dice, se lo reprocha, se lo reclama, lo comenta con ironía. Entonces, Isabel-mujer se debate entre el deseo insatisfecho y el rol social. Esa figura de la mujer estéril, o la mujer insatisfecha, la mujer deseante, se encuentra con recurrencia en el cine de Solás (las amigas de la primera Lucía, Amada, en cierta medida la esposa de Javier en Un hombre de éxito, etcétera).
Tenemos pues que con el sueño Solás resuelve el montaje psicológico que en torno al deseo necesita precisar en la Isabel: en medio de la rebelión de los negros en la casa del ingenio de los Gamboa, un esclavo «abusa» de ella, y ella, en lógica respuesta, le clava un cuchillo. Pero conocemos que la lógica no alcanza a explicar la conducta: lógica y deseo se montan, como interactúan conciencia y subconciencia. En la escena soñada, se esboza una estructura de refracciones donde el cuchillo reproduce la figura del falo. Isabel responde a la invasión del falo con el uso y la posesión del propio falo, su pronombre filoso: el cuchillo. Así, se comentan subrepticiamente la sanción y la gratitud, la condena y la satisfacción, a partes iguales, y vence, de paso, el fantasma de la castración. Hay en la escena venganza de género y sanción al objeto de deseo que tanto se echa de menos. Isabel espera el falo e, invadida por él, no tiene sino que responder con la agresión y la autodefensa. Una violación conduce a otra, metáfora esta que nos habla sobre la imposibilidad de la realización sensual y plena en una mujer como Isabel, enjaulada en su clase, enjaulada en la distribución de roles de un mundo colonial enajenante. Es una metáfora el hecho de que Isabel conozca el goce sexual solo desde la violación y la subversión del estatus o el orden del mundo real: el sueño condensa entonces una sublimación que, al satanizar, desea, espera, en un cruce de sentimientos y de sensaciones que hace la complejidad del personaje. El negro esclavo que la viola es la sustitución de figura, grotesca y de mayor sensualidad, respecto a un Leonardo distante e incapaz de leer la necesidad del erotismo en esos otros códigos de la Isabel. Isabel se autosatisface en su sueño, en la misma medida en que demoniza el entorno: en la muerte está posiblemente para ella la emancipación sexual, como parte de un orden que se sostiene del desorden.
Sueño, violación, desnudo expresionista son nociones que nos conducen plenamente a una palabra: Incesto. Cuando, en su lectura libre de Cecilia Valdés, Solás pretende mejorar y rematar las dimensiones psicológicas de los personajes, la figura del incesto se le aparece como el recurso idóneo a la hora de expresar una alegoría potente. He explicado en otros textos la connotación tropológica que reviste el incesto puntual entre los personajes, a propósito de un incesto mayor, remitido a las relaciones atrofiadas entre la metrópoli y la colonia.13
En tal sentido, las marcas de la relación incestuosa entre Rosa y Leonardo son muchas y resultan muy funcionales a nivel de la dimensión alegórica del conflicto: Leonardo ve a su madre en el lugar de la mujer condenada al garrote (Leonardo tiene un Edipo no resuelto con su madre); Rosa entra a la habitación de su hijo, este duerme, y el panning equivalente a la mirada de la madre, que recorre el cuerpo del joven, conduce a la turbación asociada al deseo: estamos ante una mirada erótica, que se reconoce como tal y se conduele de su exceso, al punto de llorar y huir a refugiarse en la cruz y el agua bendita, que deben librarla de semejantes sentimientos; cuando Rosa le concede a Leonardo su deseo de un reloj caro, sin dudar apenas, sin vacilar, tiene en el rostro la satisfacción plena y ardiente de la mujer que ha sucumbido al reclamo del macho, y se agradece el dispensarle un trofeo. Ciertamente, son muy delicadas estas escenas, y la película coloca a la interpretación en un plano verdaderamente frágil y difícil, pero, en cualquier caso, hay que agradecer la valentía del realizador para abocarse a un mundo tortuoso, a nivel de los afectos y de la sensualidad, que alcance a expresar las sinuosidades terribles y los laberintos mayores de la época colonial, por encima de los personajes. Los afectos expresan, encauzan, esos hilos invisibles que sin embargo garantizan la torsión de un universo injusto y desleal.
No menos complejidad, y todavía más sutileza, se reserva Solás para introducir una lectura de lo sexual que no se contenta con un único tipo de relación o experiencia. Para Solás, es claro que la relación heterosexual supone un mundo fascinante, lleno de encanto, de misterios, de matices inextricables, de retos para el entendimiento del ser humano. De hecho, todo su cine cuenta hermosas tragedias vinculadas a los obstáculos que las épocas ciñen sobre el deseo que enlaza al hombre y la mujer. Lo que no impide que, aquí o allá, siempre con suma sutileza y con un gusto que no participa de la militancia machacona o el discurso de la diferencia como proclama altisonante, Solás deje abierta la opción de la interpretación alrededor de otras variantes sexuales, sobre todo de la experiencia homoerótica entre personajes masculinos, a menudo amigos que se aproximan sospechosamente, a partir de algún pretexto femenino o de la coartada que brinda la figura del Padre simbólico.
"El siglo de las luces" (1991)Son los casos de Leonardo y Meneses en Cecilia, y de Esteban y Víctor Hugues en El Siglo de las Luces, por ejemplo. En el primero, resulta de una perversidad extrema en lo tocante a la ironía en relación con los enfoques de género– el emplazamiento de la situación definitoria en medio de una pelea de gallos, símbolo por excelencia, al menos en la escena colonial, del encuentro de lo masculino. Las gradas que circundan a las peleas de gallos son depósitos de testosterona que, por lo mismo, propician, auspician, cubren, la posibilidad de la confesión homoerótica. Estas gradas se comportan como espacios heterotópicos, así como la mili, el ejército, la guerra, el gimnasio, donde las identidades cerradas se desdibujan y dan paso a la labilidad del comportamiento. Si lo sabrá Solás, observador social, y del hombre, en general, como pocos artistas de nuestros tiempos.
En la escena de marras, donde ambos personajes conversan a centímetros de distancia, el texto verbal remite a la relación de Leonardo y Cecilia, pero el subtexto psicológico habla de otra cosa: en más de una ocasión, Leonardo le pide a Meneses que lo ayude a encontrarse y a ser libre. ¿Qué debemos entender por ello? En buen cubano, parece que la pelea de gallos le pone la cabeza mala a Leonardo y, muy cerca de Meneses, se da la libertad de las mareas. Otro tanto ocurre, si bien con más contención y de forma más elíptica (lo cual lo hace más sugerente aún), en la escena de El Siglo de las Luces donde Esteban reclama a Víctor Hugues el error y el terror que supondría el «reestablecimiento de la monarquía y los cultos». Cubierta por el velo simbólico que implica la posible lectura de la relación paternal entre uno y otro personaje, entre ellos se suscita una proximidad peligrosa. De otro lado, para Esteban, Víctor Hugues tiene un misterio sensual adicional: es el macho que ha escogido y defendido, por encima de todos, Sofía. Esteban ama a Sofía de un modo cada vez menos secreto, y ve, al mismo tiempo, que su objeto de amor no tiene ojos si no son para la sensualidad masculina, paradigmática, de Víctor Hugues. En determinado momento, pareciera que Esteban quisiera abocarse, al menos unos segundos, al conocimiento de ese misterio profundo. Entendiéndolo, desbrozándolo, aniquilarlo.14
Tanto como el estudio de los actores, de las figuraciones que encarnan el corpus de lo erótico en el cine de Solás, resulta excitante el análisis del paisaje, del espacio donde el erotismo puede y tiende a florecer. El espíritu neorromántico de Solás confiesa una particular delectación por emplazar las escenas de acercamiento erótico (aunque este sea meramente verbal) en la periferia de la ciudad, en las afueras, por lo general en una casa ruinosa, abandonada, la que, lejos del trauma histórico y de la torsión social, da cobija a la pasión de los amantes, de esos que burlan el orden y el desorden de una civilidad dudosa. El afuera, el borde espacial, es también el afuera de la coerción de la época: el después de la historia es el después de la Historia. En la segunda Lucía, la vida en el cayo, una isla más allá de la Isla, se convierte en un espacio heterotópico cuyo ocio y cuya suspensión del curso y el tiempo de la «vida normal» permitirá el conocimiento de la protagonista y Aldo, desatará la participación de Lucía en la insurrección urbana.15 La periferia y el límite social favorecen, lejos de la ajenidad, la integración al vórtice urbano.
Las citas furtivas de la primera Lucía y el primer encuentro «en serio» de Cecilia y Leonardo se consuman en espacios abandonados por el tiempo, resquicios que aprovechan los personajes. En sitios, «casas críticas» que parecen elegidas por Visconti con la ayuda de Tennessee Williams. La textura de sus paredes procedería de la pátina que la decadencia moral manifestada por el teatro de Williams deposita como recinto para la interacción de sus sujetos. Visconti, Williams, Solás: el intento humanista por emancipar en la ficción a un sujeto histórico víctima de la preterición.
En la propia Lucía, el viaje al cafetal, a expensas de la traición y la muerte, es un viaje fotografiado como trayecto idílico por un paraje brumoso, rabiosamente romántico, especie de retiro espiritual:16 el look de la película asume la mirada de Lucía. Así ve el mundo Lucía, y precisamente por lo mismo, se hará tan trágica su desolación en medio de la contienda entre españoles y mambises. Ella pretendía fugarse un tiempo de la Historia, y la historia la sorprende con la constatación terrible de esa imposibilidad. Mientras más romántico el paseo en pos del cafetal, más abrupta y pavorosa la gran secuencia de la batalla. Idilio y bruma hay también en momentos de Un día de noviembre, de Amada, etc., así como abunda la lluvia en el cine de Solás, con acepciones ligadas a lo espiritual y lo sensual aunque también a la melancolía y el abandono.
En relación con el espacio de lo erótico en Amada, observamos ya aquí una notable diversificación y complejización del tema. La Habana de 1914 es lo menos proclive del mundo a la brecha de amor y autenticidad de sentimientos que desean vivir Marcial y Amada (él más que ella). Todo huele a mentira, a muerte, a claustro. El soportal, el jardín, la verja, son los espacios y figuras que separan drásticamente a la mujer republicana de la calle, del afuera, de la realización social. La casa es un indicio básico sobre un encierro mayor. Amada y Marcial no podrán sino buscar subterfugios: espacios que, en el adentro, se acerquen mínimamente al afuera: el patio, el pabellón, posibles confinamientos estos, posibles refugios. La biblioteca será el punto de encuentro por excelencia, y por supuesto que existe ahí una metáfora cultural: el conocimiento como abrigo, el conocimiento como subversión. Luego de ellos, los amantes se sabrán abandonados a tres figuras que no son espacios físicos sino frágiles datos, estados mentales, fuga en la metáfora: la carta, la imaginación, la noche.
La carta, la imaginación y la noche resultan los espacios invisibles que el despotismo de Dionisio, de Joaquina, de la República, permite a los amantes, con el desdén de quienes perdonan la vida a unos condenados. El erotismo de Marcial y Amada está raigal y socialmente condenado a persistir como clandestinidad de los afectos, como ocultamiento del cuerpo, como sometimiento de las emociones: una verdad que apenas puede sobrevivir en la extendida red social de la mentira. El ritual de fingir sanciona a los amantes, para siempre. Ya no es el paisaje como retiro, como alternativa; ahora es el paisaje como imposible, como virtualidad a transgredir.
El paisaje dramático y conceptual no es ajeno al paisaje narrativo, al paisaje de las estructuras profundas que organizan de algún modo el universo solasiano. En dicho sentido, sobresale la tendencia a concebir las historias como un sistema cruzado de personajes, de axialidades y simetrías que se trenzan a favor de la finalidad conceptual requerida por la ideología total del drama. En Un día de noviembre, encontramos el cruce de dos modelos de sensualidad, o dos tipos de parejas establecidas sobre juicios muy distintos a propósito de la vida y del diálogo alma-cuerpo: la relación entre Carlos y Bertha es una relación tejida sobre la base de lo material y la tenencia (ella habla todo el tiempo, en forma impertinente, sobre los plátanos, los dulces, sobre toda esa comida que falta justo en el tránsito de los años sesenta a los setenta, y no solo), al tiempo que Esteban y Lucía conocen el amor espiritual, la calidez del gesto humano antes que todo. La identificación física de los primeros redunda, si acaso, en un Eros seco, mecánico, circunstancial ambos se necesitan y apoyan, mientras que la otra pareja entabla su diálogo desde una sensualidad «blanca», sana, abierta al espíritu y al conocimiento.
Se le escucha a Lucía que «la vida puede ser insatisfacción, rebeldía», o cómo «no hay una verdadera realización personal que no sea al mismo tiempo social». Frente al egoísmo de Bertha, el enlace con lo social que importa a Lucía. Mientras Bertha desgrana su cháchara incontinente sobre el tema de los plátanos, Lucía, que estudia Diseño, admite ser una mujer «que no trata de realizarse a través del matrimonio, de los hijos… Yo no quiero que mi vida se convierta en una monotonía. Yo quisiera realizarme yo». Lo anterior denota cómo el montaje de los binarismos no implica, para nada, maniqueísmo ni visión estrecha sobre el mundo. El mismo Esteban, quien sufre a su vez su propio egoísmo (de terribles razones físicas, pues se le descubre una aneurisma cerebral cuando está a punto de partir a la zafra), llama la atención sobre el posible egoísmo, el error y la soledad a que puede conducir esa extrema «realización personal» de Lucía, la que no quiere saber del matrimonio, ni la familia, ni nada que implique, de alguna manera, atadura. Esteban reconoce como una pose dañina el ansia de libertad que profesa Lucía a cada minuto. Entonces, nadie es perfecto en Un día de noviembre: todo el mundo tiene sus razones, su egoísmo, su trauma, su insatisfacción, su sed. Sobre Esteban pesa, aún, el dilema existencial de Elsa, como vimos antes. Y todo esto redunda en un plasma dramático e ideológico de considerable complejidad en la escritura y la dirección de la película. Claro, en dependencia de las filiaciones y las elecciones de cada cual se visualizará su erotismo: en lo que Bertha apenas si acaricia mecánica e histriónicamente a Carlos cuando este se echa a llorar, Solás le regala a la pareja de Lucía-Esteban una preciosa escena de sexo, donde los planos fragmentarios de los cuerpos desnudos combinan, durante el amor, evidencia y elipsis, recreación y enigma.
Al abordar aproximadamente ese arco histórico que recuerdan los personajes de Un día de noviembre (entre los años treinta y cincuenta de la República), Un hombre de éxito despliega una urdimbre de verdadera trabazón entre erotismo y política. La relación sensual entre los personajes tiene que ver, todo el tiempo, con los lazos que marcan el interés y la conveniencia; la carne es el espacio de la politiquería; el cuerpo expresa la desazón de la nación. Los contratos entre los personajes, los pactos explícitos o tácitos, no dependen del deseo como de la conveniencia política. Se trata de un erotismo burocrático, de movilidad social, de ascenso, de zancadillas perennes.
De todas formas, en la saga de los Argüelles, la película pulsa otra vez una díada de opciones, curiosamente de nuevo en dependencia de otra díada: dos hermanos en conflicto. Javier y Darío nacen a la vida social inspirados por la idea del cambio, de la revolución, pero así como el segundo profundiza en su carácter de revolucionario, Javier antepone su fortuna personal a cualquier otro tipo de consideración. Javier se prostituye, pierde los escrúpulos, sube socialmente a cualquier precio. El éxito es para Javier la medida de todas las cosas. Así, las relaciones que ambos personajes entablan con las mujeres, con los amigos (Javier no tiene amigos; tiene aliados temporales), con la sociedad, con la vida.
El erotismo alrededor de Javier es siempre un erotismo mórbido, tenebroso, como avieso es su desplazamiento por el mundo. El trazado dramatúrgico de la línea expositiva que abre Javier alcanza una sensible complejidad: del mismo modo que el protagonista se mueve entre mujeres, representa él uno de los extremos de un eje sórdido: Rita, la prostituta madura que ha amparado a Javier y lo ha iniciado en el movimiento social, depende a su vez de Iriarte, una especie de proxeneta político que usa y emplea a todo el mundo. Rita desea a Javier, pero este la utiliza, como la utiliza también Iriarte. Cuando Javier se decida por Ileana, mujer frígida a los ojos del protagonista, no lo hará, desde luego, por amor ni, todavía menos, por deseo, sino por conveniencia: Ileana es una dama de sociedad, que supera con creces a Rita en la escala social. Al avanzar en su plan de reptil social, Javier se adentra en su nueva mentira. Para colmo, Ileana ha sido novia de Darío.
Darío, el hermano revolucionario, se mantiene, todo el tiempo de la diégesis (1932-1959), con una sola mujer. La lealtad y el vínculo honesto son los valores que distinguen a esta otra pareja. Algunas breves marcas hablan aquí de un erotismo sincero, humanamente posible y libre. Ahora, el personaje de la mujer de Darío ni siquiera nombre tiene: en la secuencia de créditos se consigna «Mujer de Darío». Y por ahí mismo anda quizá uno de los problemas de la ambiciosa película: si bien las dos mitades del conflicto generan una trama interesante, llena de facetas, el montaje de ideas entre una y otra no resulta convincente, por la endeblez de caracterización de la franja que justamente interesa resaltar a la ideología del filme (si bien no a nivel protagónico, sí a nivel de los paradigmas conceptuales): el bando de los revolucionarios. Y ni el personaje de Darío puede emular de algún modo los matices de Javier, ni «la mujer de Darío» posee las aristas psicológicas de las mujeres que habitan el mundo de su hermano. Darío y su compañera viven un erotismo sincero, pero sin fuerza, sin fuerza fílmica. Entonces, en este caso, el sistema queda como desproporcionado, pues tampoco las actuaciones de los débilmente caracterizados compensan la precariedad del guión al respecto. Ello no solo afecta la dimensión ideológica de la película sino que, lo principal, debilita el grado de confrontación dramática propia de la historia, a diferencia de tantos otros empeños solasianos en lo tocante a la construcción dramatúrgica.17
Otro universo caracterizado por el cruce de personajes, actitudes y reacciones, a nivel dramático y simbólico, es el que nos presenta Barrio Cuba. En apariencia, Barrio Cuba tiene poco que ver con el erotismo, pero, allá en el fondo, es el poder de Eros, el viaje entre sexualidad y amor, la fuerza que activa la lucha por la vida en la mayoría de los roles que ese fecundo tablero nos expone. En especial, tres parejas se distinguen por el tipo de relación erótica de sus personajes: Santo-María, Vivian-El chino y Magali-Alfonso. De entrada, encontramos el contrapunto entre las variantes de erotismo que separan a las dos primeras parejas de la tercera. Santo y María y Vivian y El chino consuman un erotismo sano, «blanco», con cabida al amor. En cambio, Magali y Alfonso arrastran una pasión sexual, un deseo enfermo, invalidado por las notorias diferencias entre ambos en cuanto al mundo de los valores y las expectativas ante la vida: Magali quisiera amar a Alfonso –y un poco que lo ama, de hecho–, pero advierte que este niega, testarudamente, todo eso que ella defiende: una actitud digna ante la vida, la honestidad en primera de las instancias. Igual, Alfonso persevera en el ademán de amar a Magali, pero Magali «no comprende» que su «lucha», en el día a día, debe pasar por sobre cualquier escrúpulo. Ellos se desean, se gustan físicamente, con calor y con calidez, pero son una pareja «fuera de revolución»; esto es, que funciona a saltos, a torpes golpes, demasiado tortuosamente.
Por eso, en las dos primeras parejas hallamos más que todo la tragedia física (la muerte, el aborto, etc.), pero aquí se presenta la tragedia de los sentimientos y los valores. En la manera de filmar esta otra relación, ratificamos la visión de la tragedia: incluso en su escena resueltamente erótica, de encuentro de los cuerpos, aparece el tamiz de la no-transparencia. La escena que pudo ser abiertamente sexual nos es sugerida luego de un mosquitero que enturbia o difiere el disfrute del retozo erótico: una relación turbia debía rodarse de este modo.
Las otras dos parejas tampoco se comportan, no obstante su naturaleza positiva, como mundos pasivos ni fácilmente analogables en la dimensión dramatúrgica. Algo aproxima ambas relaciones de una manera determinante: en las dos, el erotismo se aparece no únicamente como gozo eventual sino como proyecto de vida, como construcción, como gesto de futuro. Cuando el erotismo entraña la construcción, o sea, contiene la opción de su continuidad en un proyecto de vida, permanece a minutos de convertirse en amor. Es más, en estos casos, ya lo es. El proyecto de vida, en ambas relaciones, se afinca, literalmente, como proyecto de vida; es decir, queda indisolublemente asociado a la procreación. Santo y María tienen un hijo y la muerte la sorprende a ella en gestación del segundo. Vivian y El chino están batidos, hace años, por la consecución de un hijo. En este sentido, el personaje de Vivian (actuado con una profundidad sobrecogedora por Isabel Santos) resulta intenso, patético, hermoso: la muy aplazada capacidad de procrear deposita en el personaje un sentimiento de culpa que rebaja su autoestima a cero y la hace ver fantasmas de infidelidad por todas partes, al punto de poner en crisis una relación vital para ella. El conflicto de la Vivian de Barrio Cuba se eleva como uno de los mejores personajes construidos jamás en el cine del maestro.
Estas dos parejas difieren a partir de su semejanza: el destino coloca en sus caminos la tragedia vinculada a la procreación, pero algo separa la una de la otra: Vivian y El chino adicionan a su fatum la dificultad de la convivencia y la comunicación, al cabo de la cual, por otro lado, pueden vencer: el hijo trae consigo la posibilidad del entendimiento y la paz. De ese modo, procreación y tragedia son la metáfora perfecta de la lucha por la vida que caracteriza a prácticamente todo el coro de roles que contempla Barrio Cuba. La forma de rodar la concreción del erotismo también asegura diferentes tonos a las dos parejas: el acercamiento físico de María y Santos es filmado en planos muy cerrados sobre los rostros, con la finalidad de explorar la dimensión interior del amor y el deseo en esta relación. Esos planos son cómplices absolutos de la belleza y la plenitud. La escena abiertamente erótica de Vivian y El chino, bajo la ducha, es filmada con violencia, con furia, con furia blanca, de modo tropeloso, volcánico. Necesitamos saber, en ambos casos, que estas personas se desean y se aman profundamente (más serenamente Santos y María; más fogosamente El chino y Vivian), porque más tarde la intensidad de ese amor sano y hondo explicará la turbación ante la magnitud de la tragedia. En tal sentido, el cruce de relaciones eróticas resulta elocuente, perfecto, en la escritura y la dirección de Barrio Cuba.
Y faltarían aún otros conflictos, como el de Magali-Ignacio (Ignacio fue rey por un día en la vida de su amada), Magali y el anciano extranjero (relación que viene a sancionar, irónicamente, el desprecio de Magali por Ignacio), o, incluso, los acomodos y las negociaciones incorporados con resignación por la amiga de Magali (personaje asumido por la cantante Vania), o también, por la vieja novia y amiga de Santos (en la interpretación de Broselianda Hernández), mujer probablemente enferma, dispuesta a morir luego de atravesar una vida de infortunios y de trasiegos de desamor.18 Barrio Cuba exhibe, así, uno de los mejores frescos, una de las mejores arquitecturas de guión, en la carrera de Humberto Solás. Si hay una película que puede ostentar de saber emular la vida misma, con sus mil accidentes y sus sinuosidades muy lejos de la linealidad, lo previsible o el monolito, se llama Barrio Cuba.
Con los años, el notable cineasta fue desplazando su atención de la díada erotismo-política (expresa en díadas pronominales: erotismo-Colonia, o erotismo-República) a la díada, todavía más compleja, erotismo-vida común, o erotismo-vida de todos los días. De la política de la Historia a la política de los afectos pequeños, a la política de las emociones intrincadas en la gente que vive al dorso de cualquier ampulosidad. En ese trayecto, existe un proceso de maduración impresionante. Me gustaría citar dos últimos ejemplos: redondear mis consideraciones sobre la operación de Cecilia, y presentar a la que veo como la película de mayor refinamiento a la hora de tratar dramatúrgicamente la expresión del erotismo: Miel para Ochún.
Sabemos que uno de los mayores riegos que enfrentó, durante mucho tiempo, el cine de Solás, se relacionó con la densidad de la interpretación marxista que el realizador «diegetizaba» en la historia misma, en el momento mismo del acontecer histórico. Varios de los personajes de Cecilia, Amada y otros filmes de Solás, se atreven a interpretar de manera marxista y distanciada en el tiempo, esos mismos acontecimientos que sus ojos (sus ojos de personajes involucrados en la trama) ven en el minuto de producirse. Fue ese un riesgo que complejizó sensiblemente el trabajo de Solás, y al menos quien esto escribe no tiene la última palabra al respecto: en tal operación hay elementos valiosos (un dimensionamiento mucho más rico y múltiple de las fuerzas que arman la Historia), como elementos criticables (una retórica de exposición que le restó carne y vigor dramático a algunos personajes). No son otros los trances de la creación; nunca como en los senderos impresumibles de la creación se aplica el aserto de que en la vida uno tiene que tomar decisiones, y luego limitarse a ser consecuente con ellas. Pobres y limitados son los que no aceptan el desafío de la creación.
Con todo, la maniobra de Cecilia fue la más peligrosa, el verdadero salto mortal en el cine de Solás. Cuando se condenó la libertad de interpretación del director en relación con el mito literario, relativo a la nacionalidad, se adujeron sobre todo las escenas referidas a lo incestuoso y otras adiciones solasianas a las psicologías de los personajes. Ya hemos visto, sin embargo, los aportes conceptuales de ese proceder. No estaba ahí, creo yo, el mayor abismo de la película. El filme se lanza al vacío –como hacia el final, su protagonista del campanario– cuando cambia las motivaciones y el sentido de los personajes con vista a politizar más claramente la dimensión de la tragedia.19 En Cecilia, Solás desplaza la problematización del erotismo mismo y su raíz social (la soberbia de Cecilia por el fracaso del ascenso en sociedad que le proporcionaría, además, su añorado Leonardo) hacia una problematización declaradamente política: para la percepción de los personajes implicados en la conspiración libertaria –cofradía que incluye ya a la propia Cecilia–, Leonardo ha traicionado. Se produce así una sobresaturación de la causa social y política de la tragedia, y probablemente, fue eso lo que molestó a tantos polemizantes, aunque no lo expresaran con diafanidad. Cuando, como parte del juego de chantajes, ambiciones y desmanes en que se convierte la trama, Cecilia pide, casi exige, a Leonardo, que encubra en su casa al prófugo Jesús María, está sellando el curso de la acción en favor del ajusticiamiento posterior, más político que hormonal (el ethos por encima de lo subjetivo o lo más personal). Los guionistas de Cecilia, para proseguir con su plan, hacen que Rosa, temerosa de la debacle familiar y del fin terrible del propio Leonardo, delate el caso a las mayores autoridades coloniales, y los personajes dados al proyecto de emancipación suponen entonces que ha sido Leonardo. El Día de Reyes hay que asesinar al traidor, al delator, al vendido, al deshonesto, al incapaz. Como casi siempre, Solás se las jugó todas. Semejante forcejeo con la Historia volvía demasiado explícito el diálogo erotismo-nación. La polémica y la incomprensión fueron el resultado evidente. Pero el saldo más importante, el profundo, tuvo que ver con algo que un artista agradece cada minuto de su vida: el aprendizaje. Todo este trayecto de un cine interesado en recortar las emociones de un plano asentado a las claras en el mundo de la política y la sociedad cubanas, fue redundando, de a poco, en una visión mucho más compleja y plena de la vida. Solás ganó sutileza, destiló su cine, aprendió y creció como intelectual a la hora de recrear la vida del cubano.
En Miel para Ochún, erotismo y vida son lo mismo y nada, son ya una esencia, un aroma imperceptible, un matiz fino que recorre la historia. La relación de los primos Roberto y Pilar es, también, una relación erótica, de amor, que no desconoce la sexualidad, si bien no parte exactamente de ella. El erotismo en Miel para Ochún se da como un descubrimiento progresivo de la naturaleza del amor que surge de un sentimiento, de un gesto, de una identificación, del fundirse ante el reto de una experiencia de vida intensa y desasosegante, como fruto de la cual brota el deseo.
Miel para Ochún cumple el programa del mejor road movie: el viaje físico es el pretexto para el viaje interior, para la revelación interna de los personajes. En el devenir de la historia, existen tres momentos clave para pautar un «amor erótico» que avanza y se expresa sin subrayados cacofónicos, sin evidencias torpes: la primera conversación, serena, de los personajes, ya en la casa de Pilar; el baño en el río, camino a Baracoa; y el final. Son tres momentos privilegiados para comprender el crecimiento sutil de un universo emocional tan consistente como apenas sugerido: en el primero de ellos, los personajes comienzan a acercarse cuando hurgan en sus pasados, en el mundo de la pintura, en los fantasmas que habitaron una historia trunca por la forzosa partida de Roberto. El tono de los actores en la escena, como musitando las palabras, deja ver, u oír, una primera complicidad que marca la naturaleza posterior de la historia.20 Luego, cuando mucho más avanzado el relato, Roberto besa abrupta e intempestivamente a Pilar, en medio de la cascada, como parte del cansancio de un viaje que parece no terminar nunca (viaje en la búsqueda de la madre y el reencuentro con la patria, como se sabe), comprendemos que el autor ha aprendido a decir más con menos, a emplazar el desenfundamiento de la acción en el momento justo. No hacen falta palabras, la acumulación emocional de las secuencias anteriores hace perfectamente orgánico el brote del beso, en medio de la cascada, torrente físico que alcanza a propiciar el torrente afectivo. Esta es una escena que se diría idónea, perfecta, para cuanto necesita apresar y expresar.
Y después, en la conclusión, me parece extraordinario que, luego del encuentro de Roberto y su madre, no se nos diga qué sucederá con los posibles amantes. No es importante. Cada espectador construye en su mente el destino posible de Pilar y Roberto. La película, el viaje, apenas nos han dicho que ellos ya se han amado y aproximado lo suficiente: lo demás es la complejidad de la vida, y la dramaturgia no se permite reducir ese haz de opciones conclusivas con ninguna proposición concreta. La suspensión del erotismo hacia el final levanta el amor de Roberto y Pilar por sobre la contingencia y el mundo físico.21 Vemos así cómo la película más profundamente erótica de Humberto Solás apenas muestra el recinto de la sexualidad: el erotismo de los personajes de Miel para Ochún existe en sus mentes, en sus sentimientos, en sus deseos menos obvios, los que no por ello excluyen lo físico.
El gran autor ha viajado también: transitó del plausible poder de la evidencia, al recomendable territorio de la sutileza. Y su cine alcanza una dimensión poética que no se contenta ya con el panfleto ni la operación lineal. La construcción dramática del erotismo y la metáfora dramatúrgica acerca de la construcción del proyecto de nación son dos procesos que se articulan en el cine de Solás como un camino único: Eros, en tanto dotador de vida y facilitador de la realización y el placer («la alegría de vivir») ha de ser el universo dador para el destino de todo un proyecto de nación y de cultura. Esa es probablemente la mayor metáfora que se urde en la filmografía solasiana, y en virtud de ella, sucumbe la tragedia: el principio vitalista de la obra emplea la tragedia en el viaje dramático, pero ofrece asideros para comprender la riqueza y el vigor del sistema de valores que informa al proyecto de nación en sus diferentes estadios (esto es, la vitalidad del transcurrir erótico, que funda, que fecunda, que emprende).
Tal vez el propio realizador no haya pensado demasiado en esto. Quizá él mismo opine que su cine no es demasiado erótico. Demasiado no: lo justo. Yo lo entendería: no son pocas las confusiones del erotismo esencial con sus atributos, sus predicados, sus pronombres de encubrimiento. Si leemos en Solás la cualidad erótica relacionada con los tules y las gasas que el viento bate, las frutas que los amantes muerden, las flores que los circundan, o el grito desesperado de «Una gardenia, mamá; una gardenia», andamos, francamente, por las ramas. Si, en cambio, leemos lo erótico como un motor dramático que activa decenas de connotaciones para el entendimiento de la construcción ideológica del drama, la riqueza y la profundidad de la poética del maestro se nos aparecen diáfanas, prontas.
Tratando de comprender el proceso histórico de la nación y la cultura cubanas, Humberto Solás ha levantado un templo de sabiduría desde el poder iluminador de la intuición artística. Su solidez como intelectual le ha permitido estructurar y defender una obra que es patrimonio primero de cuanto ha sido y será Cuba. Todavía lo vemos, de vez en vez, por algún pasillo del ICAIC, en algún concierto, involucrado en su Festival de Cine Pobre (otra tenacidad de película: los pobres tienen su festival, y de qué manera: con esa economía mayor que reporta la cultura), y Humberto camina con la modestia que no pierde un segundo el artista verdadero, pues el poder de observación sobre los gestos, sobre la vida de la gente no es cosa que se sacie nunca.
Este hombre canoso, mesurado, con la temperancia que da la vida cuando se conoce que se ha vivido con intensidad y con gracia cada minuto, este hombre que camina sin conciencia del peso de sus pasos, ha aportado a la historia de la cultura cubana una obra que alcanza a explicar toda su complejidad en el tiempo. ¿Irregularidades estéticas? Claro: he dicho que estoy hablando de un hombre, de un sujeto perdido en la suerte de los suyos; no de un dios. Sin embargo, cuando se aprecia una por una cada película de Solás, la dimensión cultural de la obra se nos viene encima. Él, junto a Gutiérrez Alea, imaginó y rodó el testimonio vivo de una historia múltiple, en crecimiento.
Como prefiere algún personaje de García Márquez, habría que tocar a Humberto para saber que es verdad, que es cierto, que está ahí; que todo eso lo pudo un hombre, con sus aciertos y sus retrocesos, con sus crisis y sus partos continuados para la cultura cubana. Su obra es el registro visual, la enciclopedia razonada, de lo que ha sido Cuba hasta hoy. Como Roberto, su entrañable personaje, él busca insistentemente esa sustancia profunda, ese sustrato que lo conecte con el nervio de Cuba. Sin apartarse nunca, sin huir. Con el tesón de pensar a Cuba desde la humildad poderosa de sus imágenes, recomenzando siempre, como si cada empeño fuera la primera vez.
1 El lector pudiera consultar «El deseo en libertad», ensayo de mi libro Rumores del cómplice. Cinco maneras de ser crítico de cine,. La Habana, Letras Cubanas, 2000.
2 Cf. Octavio Paz, La llama doble. Amor y erotismo [1993], Seix Barral, Colombia, 2000. Es esta una noción que recorre todo el libro de Paz.
3 La una vestida de negro, la otra de blanco; la una en el afuera, en la calle, la otra en el adentro, en la casa; la una exteriorizando las verdades, la otra tragándolas; la una hecha de un todo a la locura, la otra atormentada por una razón que la asfixia.
4 Véase el texto «Trono de lumbre», en R. C., A solas con Solás, La Habana, Letras Cubanas, 1999.
5 Cf. R. C., «El Siglo de las Luces: Toda Historia es negociación y escritura», en Disidencias. 25 casos de la tensión cine-literatura, libro digital, CubaLiteraria, febrero de 2005. También en Lágrimas en la lluvia. Crítica de cine, 1987-2007, libro en edición.
6 Otra vez las aguas auspician la posibilidad del erotismo y la compenetración, siendo el ciclón y el barco los primeros espacios heterotópicos de la historia que cuenta la película.
7 Claro, conocemos que Lucía, si bien al comienzo de la historia se muestra como una muchachita pasiva y bastante retirada del acontecer social, de hecho es una cubana convencida. En la escena de la azotea, unos funcionales y expresivos planos cerrados sobre los rostros de los amantes nos permiten ver el momento en que ambos juegan a decir un hermoso poema de José Martí. Este es un magnífico ejemplo de solución escénica y expresiva, en lo tocante a informar sobre el credo de los personajes.
8 La figura de la mujer protagonista muerta al cabo del relato aparece tan temprano como en el mediometraje Manuela (1966), pero en ese primer caso el sentido era francamente otro. La muerte trágica como corolario sancionaba allí la injusticia social que había llevado al personaje, precisamente, a la lucha en la Sierra.
9 En particular, Manuel de la Cruz, en su libro Episodios de la revolución cubana (La Habana, 1890), concretamente en la narración «¿¡A caballo!?», refiere una de las más célebres, sucedida cuando el ataque de los españoles sorprende a los mambises mientras bañaban a los caballos, en algún momento de la Guerra de los Diez Años.
El autor apunta que «todos, con asombrosa celeridad, llegaron a la ribera. De prisa, y sin tiempo para más, se colgaron los rifles y se ciñeron los machetes, y desnudos, descalzos, sin espuelas, chorreando agua, saltaron sobre los mojados corceles sin más albarda que el macizo lomo ni más rendal que la soga del baño. Cuando todos estuvieron montados y armados, lo que fue obra de un instante, el clarín tocó a degüello y la horda echó al galope las bestias. Como una gravilla de vándalos, luciendo sobre el pelaje de rata los recios y bronceados músculos del mulato; sobre las placas de añil del moro, el ébano labrado y lucio del negro; sobre el retinto las mórbidas o groseras piernas de los blancos, movible museo de esculturas policromas; risueños, rebosándoles la zumba por aquel su mismo aspecto cómico, asidos como tenazas los correosos jarretes a los flancos de las cabalgaduras que enardecidas por el baño, convirtieron el galope en desbocada carrera, los desnudos caballeros cayeron sobre el enemigo como una racha».
Con la finalidad de precisar la información, consulté al historiador cubano Eduardo Vázquez, quien, a este respecto (en correo electrónico enviado el 1º de febrero de 2008) abundó en los sucesos: «El hecho tuvo lugar en los potreros de Santa Teresa, en la jurisdicción de Sancti Spíritus, durante la Guerra Grande. El jefe de la tropa cubana era el coronel santiaguero José Payán, quien llegó a ser el segundo jefe de la División de Sancti Spíritus. Eran unos cuarenta jinetes, que se encontraban bañando a los caballos y aprovecharon para bañarse ellos mismos, dejando montura, ropa y armas en la orilla. Los disparos de las postas los alertaron sobre la inmediatez del enemigo… Los cubanos causaron finalmente veintinueve bajas a los españoles.
»Existen referencias a otra acción muy semejante, conocida como el combate de Manaquitas, un lugar a 22 km de Cienfuegos. La acción aconteció el 4 de febrero de 1875. Una columna española de cuatrocientos hombres sorprendió a las fuerzas cubanas del brigadier José González Guerra, mientras bañaban a los caballos en el río Cuanaito. El resto es parecido al suceso anterior: montaron al pelo y dieron una formidable carga. En este caso, los españoles habían llevado artillería (también recuerda la escena de Lucía), la que, por cierto, dejaron abandonada. Se plantea, en el parte español, que tuvieron 198 bajas. Si estaban desnudos o semidesnudos forma parte de una leyenda que no ha podido ser comprobada, pero que existió en el imaginario colectivo. En mi opinión, estos dos hechos se confunden el uno con el otro».
10 Aquí, el casting resulta perfecto, porque a la fragilidad que podía expresar Eslinda Núñez, o a la frialdad necia y esquiva de Oneida Hernández como la Joaquina, se opone la delgadez, la destreza física, la mirada desafiante, la cerebralidad de una actriz como Mónica Gufanti en la Violeta.
11 Hay ciertos nombres que circulan libremente por todo el cine de Solás. En Un día de noviembre, los protagonistas recogen y anticipan otros personajes dentro de la poética del maestro. Ella (Eslinda Núñez) se llama Lucía; él (Gildo Torres) se llama Esteban, crédito que anuncia al primo de Sofía en la posterior El Siglo de las Luces. Y así, otros tantos ejemplos.
12 Está por escribirse un estudio serio sobre la presencia de las concepciones y los hallazgos del videoarte en el cine de Humberto Solás, no únicamente en ciertos cortos iniciales (v.g. Minerva traduce el mar), sino incluso en la dramaturgia y el criterio de puesta en escena de algunos largometrajes. Es el caso, sobre todo, de Cantata de Chile (1975), donde el relato y la puesta se articulan como una enorme performance que desconoce las normativas de la narración convencional, y apela a los dispositivos de expresión con inusitada libertad formal y conceptual. Cantata de Chile constituye uno de los más audaces experimentos artísticos de la historia del cine cubano.
13 Cf. «Trono de lumbre», citado.
14 Llamaban la atención también ciertas proximidades y acciones conjuntas de lo masculino en Un hombre de éxito, entre Javier y sus secuaces. Pero se destaca sobre todo la dignidad del tratamiento de la dramática imagen del joven gay en Barrio Cuba. Aunque alrededor de este personaje se movilizan y exorbitan todos los estereotipos de la exclusión social, familiar, etc., dos datos aseguran su integridad: la rebeldía de la hermana frente a la exclusión machista y sospechosa del amante (a quien acusa de «maricón de alma»), y la posibilidad que se abre al diálogo y la negociación, cuando el gay regresa a la casa. Más que por una interiorización acerca de la libertad de manifestación y expresión de la sexualidad, el padre acepta el regreso en nombre de los afectos que marca la paternidad misma, o por el hecho de la crisis familiar que supone la partida de Magali. Aun así, la conciliación de la familia representa un avance con respecto al clima de exclusión reinante en buena parte de esa historia.
15 Otro estudio que sugiero a los críticos e investigadores de la obra de Solás: la naturaleza dramática del espacio heterotópico, según, desde luego, la concepción de Michel Foucault.
16 Es este un viejo procedimiento de la argucia expositiva del director. Ya en Manuela, Solás recortaba una hermosa historia amorosa del contexto sangriento de la lucha en la Sierra. Ese parece ser un criterio de construcción recurrente en la dramaturgia solasiana: la densidad romántica de la historia permite el contraste feroz respecto de un mundo, de un anclaje social violento, impropio. Cierto que se trata de un recurso mucho más viejo que el cine del maestro (no otro era el conflicto mayor de Romeo y Julieta, y hasta de personajes anteriores en la historia cultural), pero en el caso de Solás esa premisa adquiere unos perfiles y una gracia muy especiales. De aquella Manuela de los comienzos, por ejemplo, se recuerda lo bien concebida que estaba la aproximación progresiva de la protagonista y El mexicano, en escenas como la del arroyuelo, donde él entonaba, entre la desafinación y una emoción sincera, Le dije a una rosa.
17 Tal vez por esta razón, a pesar de que Un hombre de éxito constituye uno de los proyectos más arriesgados del director (en medio de una carrera signada por la aventura y el desafío a sí mismo, de forma constante), y con todo y los méritos visuales y de dirección de su puesta en escena (donde se recuerda la inteligente solución del suicidio de la madre de Javier, con el grito y la elipsis que entraña la muestra de los edificios de apartamentos), esta contradictoria película no figura exactamente, para el juicio de quien esto escribe, en las cumbres dramáticas de Solás.
18 Y, todavía, nos quedarían relaciones y personajes complejos. Por ejemplo, la de los padres de El chino, o, sobre todo, la sostenida por el hermano de El chino y su mujer, personajes que distan enormemente de ser «malos o buenos»: ellos deciden abandonar el país, a la búsqueda de una vida material menos tormentosa; lo que no quiere decir, para nada, que sean ajenos a la dimensión espiritual de la vida: en la secuencia de la relajada conversación familiar (brillantemente rodada, en los códigos de Bazin sobre «el cine de la transparencia»), la esposa se refiere, con belleza, a la gran satisfacción que reportan los hijos, y en sus palabras hay genuina emoción.
19 Con el objetivo de politizarla o de, para decirlo de manera más blanda, amoldar la historia a una matriz marxista. Ahí están las consideraciones de Leonardo sobre el interés de Isabel en manipularlo con fines económicos, o los discursos de Isabel y Meneses sobre la actuación y el credo desfasado de Cándido Gamboa, discursos estos ya francamente interpretativos, desde una conciencia histórica posterior en el viaje del pensamiento cubano sobre la nacionalidad.
20 Recuerdo que, en su día, no aprecié algunas de las sutilezas de Miel para Ochún. En general, la película no me convenció, cosa que se hizo palpable en mi crítica «Los girasoles», publicada en la revista Revolución y Cultura (no. 2, 2001). No tengo ningún problema en admitir que esta otra lectura del filme me suscitó otras ideas, otras percepciones. ¡Cuántos libros no leí en estos siete años; cuántas películas no vi! El crítico tampoco es el mismo.
21 De hecho, Pilar se crece ante los ojos de Roberto también por el contraste con el erotismo físico, la sexualidad monda y lironda que representa un personaje como Martha (Claudia Rojas), quien trafica con su cuerpo cada noche y tiene un lugar muy otro en la vida de la ciudad y la mirada de Roberto.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. SOLÁS, HUMBERTO (SOLÁS BORREGO, HUMBERTO), 1941-2008
Título: Erotismo y nación en el cine de Humberto Solás (La construcción de un diálogo)
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 9
Año de publicación: 2008
El erotismo en el cine de Humberto Solás es asunto bastante más complejo que el tratamiento estético dispensado por el autor a las escenas de consumación del amor físico, del encuentro de los cuerpos y los sexos. Si analizamos con detenimiento la secuencia de Cecilia donde, finalmente, cristalizan los escarceos, devaneos y roces entre los personajes de la protagonista y Leonardo Gamboa, encontraremos una expresión algo tópica: los amantes se hallan rodeados de frutas y dulces, muerden el melón como índice de la transgresión erótica y el descuido frente a las convenciones de la moral y el pecado, y la escena, en general, es ataviada con flores (mariposas). En otros casos, asistiremos al batido de las cortinas por el viento: en el vuelo de las cortinas pudiéramos localizar una marca lírica sobre el destino trágico de la heroína romántica en Solás. Pero nada de esto constituye lo realmente significativo del sistema erótico que puede entreverse en la poética del maestro.
No es esta ocasión para desgastarnos, otra vez, en sistematizar las mejores nociones que sobre el erotismo han tenido lugar en la historia de la cultura. Esa madeja de interpretaciones alcanza efectivamente a emular la riqueza y la complejidad de un fenómeno humano básico para la existencia de la especie.1 Bastaría citar aquí una breve, lapidaria y exacta definición de Octavio Paz: el erotismo es la metáfora de la sexualidad.2 En esta sentencia, se consolidan decenas de otras aproximaciones a lo erótico. Cuando admitimos que el erotismo es la metáfora de la sexualidad, estamos aceptando la dimensión cultural del fenómeno: el erotismo es construcción; el erotismo es, ante todo, y como diría Carlos Fuentes, cosa mental. La idea del erotismo como construcción cultural nos permite entender el repertorio de acciones o gestos en que se concreta: el cortejo, el ritual, la conquista, la seducción, la cortesía, la admiración que desea (que desea a menudo no solo un cuerpo, sino, probablemente también, un mundo de valores). Todos estos procesos, montados en una interacción orgánica, explican ese fenómeno vital que representa una suerte de tránsito entre la sexualidad y el amor.
De forma que si vamos a estudiar el reino de Eros en el cine, en el cine de un autor, en el cine de Humberto Solás, necesariamente tendríamos que ahondar, mucho más allá de ciertos acentos expresivos, en los procesos de significación que, a partir de un grupo de figuras y de estructuras profundas, garantizan la construcción cerebral, la cualidad cultural de las películas que nos interesan. En nuestro criterio, esas figuras y sistemas cruzados de significación (a través del cruce de los perfiles y las ambiciones de los personajes) van a carenar en un propósito esencial, que nutre e informa toda la poética: la trabazón entre Eros y nación. En Solás, la construcción del erotismo se muestra inseparable de la construcción del proyecto de nación: el erotismo no resulta únicamente un motor de la vida, en abstracto, sino que alcanza a aceitar, a favorecer, la articulación de todo un proyecto de nación y de cultura. Con esto, revisa una posible constante en el devenir histórico de la vida social del cubano (de común vinculada a la omnipresencia de la sexualidad y lo erótico), al tiempo que activa un mecanismo dramatúrgico de notable contribución al gran sistema de ideas que genera la poética.
Los personajes de Solás se cuidan de una extraña proporción entre individualidad y alcance genérico. Son dibujados como caracteres plenos de matices, que apuntan a la condición individual, a la excepcionalidad del sujeto; ello es: poseen una intensa vida propia, desde el punto de vista argumental, dramático. Pero, al mismo tiempo, son personajes que, aun cuando no siempre en tierras del arquetipo, representan condiciones o clases sociales, conflictos mayores, figuras emblemáticas en el comportamiento histórico de la nación, líneas de pensamiento o de conducta, etc. Pudiera decirse, en tal caso, que Solás opera con el personaje-símbolo, siendo uno de sus máximos logros el hecho de que la resonancia genérica no atente contra la vida propia del rol. Ahí suele haber una caracterización trabada, indisoluble, no fácilmente fragmentable.
Es claro que en el universo fílmico de Solás la mujer, la mujer protagonista, queda inexorablemente fijada a una instancia mayor: la patria. Queda fijada, queda recortada sobre el destino trágico de la patria. El caso más gráfico es el de la propia Cecilia, quien, luego de la muerte de Leonardo (y con ella, no solo el deceso de la posibilidad del amor, sino del ansia de ascenso social y de redención en una vida de privaciones y abstinencias), deambula enloquecida por las calles de La Habana, investida con los atributos de Ochún, desquiciada, hasta que consuma el suicidio. Mucho se discutió en su día sobre las licencias de la versión libre que emprendió Solás en relación con la mítica novela de Cirilo Villaverde, y, cierto, Solás se dio la libertad de las mareas. Pero creo, honestamente, que si Villaverde hubiera vivido otro siglo de escarnios sobre la mujer cubana, sobre Cuba toda, muy posiblemente hubiera radicalizado el destino de su Cecilia; hubiera comprendido la acción de lanzarse desde el campanario de una torre.
"Lucía", segundo cuento (1968).Como es claro también que las tres Lucías representan igual cantidad de momentos en el viaje histórico de la mujer y de Cuba. Sobre todo en la primera de ellas, tenemos el caso de la perplejidad ante la vejación y la burla del estado colonial. Esa mujer madura que no ha conocido el amor (como tampoco sus amigas, en una congregación de solteronas ávidas de la realización sexual y vital), a la espera siempre, como suspendida en el tiempo, resulta la imagen dramática de la Cuba colonial. Esa mujer vejada y traicionada por el español es capaz de rebelarse y ajusticiar al traidor: el final llega a ser tan trágico como emancipador. Una emancipación que va a manos de la muerte y la oscuridad. Así se articula la parábola de la Colonia, a lo que ayuda el personaje de la Fernandina. En otro lugar he dicho que la Fernandina representa un claro alter ego de Lucía,3 que le avisa sobre los desmanes del traidor,4 pero llegará el momento en que ambos personajes se funden, y Lucía será ya la Fernandina, ensombrecida y trastornada, cuando se apresura a la plaza pública, para el ajusticiamiento del traidor. De la Cuba bucólica de una Trinidad del remanso y la abulia, a la Cuba abiertamente trágica de la venganza y la muerte.
La frustración quedará asimismo expresada en la segunda Lucía, cuando presencia con azoro el declive de los ideales de la revolución en los días de la República. El final del segundo relato, con la protagonista embarazada, habla de un embarazo mayor: ella no sabe qué hacer, qué rumbo tomar; Lucía queda abandonada a su suerte, como quedó la Cuba republicana luego de varios intentos, sobre todo en los años treinta, de emprender el camino de la rebeldía. En el tercer relato, tenemos asimismo a una mujer apresada en las redes de una estrechez y una compresión extremas (el machismo de su compañero), pero no se tratará ya de un fenómeno social irresoluble. La tercera Lucía, por el contrario, cuenta con numerosos aliados en el plan de vencer el enclaustramiento doméstico. Esta otra Lucía termina fajada: o sea, no termina; comienza una bronca mayor, encaminada a su liberación. La sonrisa final de la niña cierra la película convencida de que al menos esta tercera Lucía tiene una segunda oportunidad sobre la tierra.
Sería el caso, también, de la Sofía de El Siglo de las Luces. Resulta interesante el trayecto dramático, no solo de la relación Sofía-Esteban, sino incluso de la pareja Sofía-Víctor Hugues (por no hablar de la más latente entre Esteban y Víctor Hugues, como veremos más tarde). El deslumbramiento inicial de Sofía con Víctor Hugues concilia el deseo físico con la realización de un ideal, de un mundo de valores que se le aparece a la protagonista como paradigmático. Sabemos Sofía acaba de confesarlo que es una mujer amante del viaje, de la libertad, de la expansión sensual y espiritual, de la experiencia abierta al mundo. Víctor Hugues llega a Sofía como la encarnación exacta, flamante, del Otro exótico, diferente, del hombre que ha recorrido mundo, con amplia experiencia sensual. El ciclón que azota por esos días a La Habana (estamos a finales de la década del ochenta, en el siglo xviii) introduce el desfogue de la atracción entre ambos personajes, acaba de propiciar la escena de la sensualidad. Pero la entrega de Sofía reviste importantes connotaciones metafóricas: el personaje no solo se inicia sexualmente, sino que se inicia en el conocimiento de los ideales de la revolución. En tal sentido, ya sabemos que Sofía transita del escepticismo al involucramiento.5
Luego, la escena de retozo en el barco que viaja a Santiago de Cuba termina por afincar el solaz de Eros.6 El solaz de Solás se reafirma en esos espacios que el punto de vista regala a sus personajes como opción de mofa ante el cerco histórico. Más tarde, cuando Sofía visite a Víctor Hugues en Cayena, el filme conocerá su máximo momento en lo tocante a la apoteosis erótica: los amantes vivirán un encuentro violento, de volcánicas posturas y actitudes sobre el lecho. Pero será también el último momento encendido de una vida condenada a la muerte: Sofía no puede resistir la traición de Víctor Hugues a su mismo credo, cuando se ha convertido en un nuevo monarca, cuando ha reestablecido la esclavitud, y ha negado, puntualmente, todo aquello por lo que decía luchar. Entonces, hallamos aquí una cualidad superior de Eros: el embrujo de la sensualidad, el poder de la seducción, decrecen hasta la nulidad cuando deja de funcionar el mundo de los valores. No encontramos en Solás un Eros limitado a lo físico, despojado de su costado axiológico: Eros se comporta como una experiencia total, donde lo uno no puede existir sin lo otro.
La mujer trágica tiene el debido complemento en otro personaje: el hombre joven que significa, la mayoría de las veces en el plasma expositivo de Solás, el cauce de la rebeldía, de la lucha redentora. Es el caso de Felipe, hermano de la primera Lucía; es el caso de Aldo, el luchador clandestino de la segunda Lucía; es el Mariano de Cecilia (la llama superior, entre otros personajes exponentes del ademán emancipador); es el Marcial de Amada; es el Darío de Un hombre de éxito. Esta figura resulta fundamental en el cuadro semiótico que gravita sobre la trama de las historias, en la medida en que arrastra, convence, inspira la evolución emocional y de pensamiento de las mujeres protagonistas. La primera Lucía hereda la rebeldía de su hermano, al punto de ajusticiar al traidor; la segunda, transita de la simpatía a la lucha franca, a partir de la relación con Aldo;7 Amada no comparte exactamente el camino de Marcial, pero termina sus días fundida con el destino de la gente, más allá de la adusta verja que remarcaba el confín de su propia casa; Sofía hereda la confianza que tenía Esteban en la revolución. Como he explicado en otros textos, entre Sofía y Esteban se produce un cruce de sentidos absolutamente simétrico: en lo que uno viene de la revolución, la otra va hacia ella. El caso de Cecilia resulta más específico, pues, aunque, como veremos más adelante, la interpretación de Solás adiciona la supuesta traición de Leonardo a las acciones contra el gobierno colonial, es claro que la soberbia por la pérdida del amante y la opción del ascenso social más que el verbo de Mariano sobre la causa independentista deviene la causa primera de que Cecilia inste a Pimienta al ajusticiamiento de Leonardo. De cualquier manera, casi todas estas mujeres terminan muertas, solas, en tierras del desconcierto y la irracionalidad, pero también, curiosamente, ellas han atravesado un calvario al cabo del cual parecieran redimirse simbólicamente, en los planos de la emoción y del pensamiento.8
Ese tipo de interpretación, tendente a descubrir un más allá del cuerpo, no excluye la opción de cartografiar la geografía del cuerpo como un dispositivo igual de importante en la expresión erótica de Solás. Muy asociado a ello, desde luego, el desnudo. No deja de ser curioso que el primer gran desnudo en el cine del maestro no se ocupe del cuerpo femenino, ni de un cuerpo en especial, sino que suceda como desnudo de grupo, de un grupo masculino. Tiene lugar en la secuencia de la caballería de ex esclavos devenidos mambises, como parte de la colisión durante la gesta independentista, en la primera Lucía. No importa tanto el carácter absolutamente veraz, comprobable, que desde el punto de vista histórico pueda tener, o menos, la licencia, aunque no deja de existir una «protección histórica». Sabemos que los más pobres mambises fueron a la lucha sin el menor soporte material, sin ropa, sin zapatos, sin los víveres elementales. Conocemos incluso, por la literatura, que acontecieron varias cargas al machete con la tropa desnuda.9 La agudeza expresiva de Solás aprovecha esas circunstancias históricas, y filma el grupo de hombres negros, de cubanos resueltos, a galope, con los machetes en ristre. La cadena isotópica caballo-machete-hombre negro-desnudo-grupo masculino-cabalgadura conjunta y efusiva entrega un paisaje erótico, a partir de la figura masculina, que además de constituir una hermosa licencia poética (suda libertad expresiva, así como se expresa el ansia de libertad en el contenido de la secuencia), afinca el sentido último de la contienda, cuando utiliza el estereotipo asentado por siglos: el emprendimiento masculino como detonante máximo de la acometividad y la fuerza. Realmente, es un momento extraordinario en la planificación escénica y visual de Lucía, donde el realizador moviliza toda su perversidad para la relectura de los estereotipos y el logro de una nueva cualidad expresiva.
En Amada, advertimos la misma elaboración conceptual del desnudo, ya francamente concedido a la mujer. El desnudo prefinal de Amada en el patio y jardín de la casa, reviste, cuando menos, tres posibles funciones dramáticas: la franca y abierta aceptación y expresión del deseo, luego de los remilgos y las privaciones anteriores (Amada vuelve a imaginar una escena bucólica, con Marcial, a orillas del mar, en composiciones que son visualmente puro Romañach); un acto de expiación y expurgación a nivel religioso y moral, gesto con el que la protagonista declara, al menos a nivel privado, el cese del flagelo y la contrición, para abrirse a la experiencia sensual (aunque, desafortunadamente, sea tarde); y, de alguna manera, ese desnudo en medio de la noche cerrada, cuando sabemos que Amada ha estado muy enferma, que en la ciudad arremete la influenza, etc., o sea, en medio de una escena de continuo peligro a nivel físico, constituye un dato que pudiera apuntar al suicidio, toda vez que la liberación simbólica conduciría, a nivel del argumento y de la historia más fáctica, a un letal resfriado para el personaje. No creo que uno solo de esos sentidos impere demasiado: Amada muere un poco por todo ello a la vez, contagiada con la influenza (la que, prácticamente, fue a buscar), resfriada, muerta de audacia luego de un siglo de inhibición. El desnudo viene a ser un signo de puntuación que marca el tránsito hacia la redención interior y el fracaso total del afuera, del lugar del personaje en el mundo. No importa: Amada no podía seguir soportando el ahogo del adentro, del claustro. El desnudo es ese paso que la protagonista no se atreve a dar cuando se viste y, ya ataviada de negro, por el luto familiar y por la naturaleza de sus días, no se atreve a franquear la verja divisoria, la cerca definitiva que la separa del mundo.
El aura simbólica del desnudo en El Siglo de las Luces resulta todavía mucho más vertical: ya no se tratará de un desnudo con implicaciones simbólicas, sino de un símbolo expresado por medio de un cuerpo desnudo. El recurso se esencializa de manera brutal. Hacia el final, cuando Sofía y Esteban están a punto de morir, tienen una alucinación impresionante: una mujer desnuda, ojerosa, encapuchada, se les aparece, como salida de un mural de El Greco, de un dibujo o un grabado de Goya, o de una caricatura terrible y grotesca de Daumier. Es la muerte, claro está. Es la muerte que se les aparece. No solo la muerte física, de ellos mismos y del entorno, sino, algo mayor: la muerte de la Revolución, la pérdida de los grandes ideales por los que ambos personajes salieron a luchar, se mezclaron en la calle con la gente. Esa es la verdadera tragedia: Esteban se lo había anunciado a Sofía, y horrible certeza, la toma en brazos, ambos desechos, ante la evidencia de una muerte total. Que esa muerte se exprese como desnudo denota una considerable osadía expresiva de Solás; así como otros realizadores la han visto asociada a la muerte embarazada (figura típica en el carnaval) o incluso a la imagen de una niña (Gutiérrez Alea en Guantanamera), modos estos de expresar la continuidad vital que habita en el deceso, como parte de la complejidad de los ciclos vida-muerte, al mostrar a la muerte desnuda Solás aúna connotaciones expresionistas y líricas que desafían la expectativa y redundan en una expresión desconcertante, así como el arte verdadero somete continuamente al espectador a la incertidumbre y el enigma de la creación.
"Barrio Cuba" (2005). Pero no solo hay trascendencia en los desnudos del cine de Solás; también hay gracia, juego, guiño, mirada a sí mismo, onanismo creativo, intertexto de autor consigo mismo. Por ejemplo, el comienzo de Barrio Cuba con un hermoso desnudo de Magali, mientras se baña de una forma humilde, remite necesariamente al ritual de Cecilia, cuando la protagonista se untaba la miel e, investida simbólicamente de Ochún, invocaba al macho, al hombre, a su amor. Es la circularidad de una poética que se sabe mundo, se sabe templo, se sabe un repertorio tan bien articulado y conformado, que es capaz de beber de sí mismo: la miel para Ochún de la película homónima estaba ya en la escena colonial de Cecilia. Se reproduce el ritual femenino del baño y la atención al cuerpo, como forma de atraer, o como forma de limpiar la vida de todas las complicaciones en el camino.
En el espacio de la tragedia, el recorrido del cuerpo, pleno de implicaciones sexuales y eróticas, no se limita tampoco a la expresión sensual límpida y sana. Hay, por el contrario, mucha violación, mucho escarnio, mucho destino trágico de la patria expresado como martirio de la carne, del cuerpo. El cuerpo sometido. La distancia entre el cuerpo y el mundo. El martirio del cuerpo como un índice despiadado de la infelicidad colectiva. No pocos de los personajes masculinos coloniales, o vinculados a la extorsión republicana, son francos violadores de la libertad del cuerpo. El mito de la Fernandina establece que muy posiblemente se trató de una monja violada en los campos de Cuba, mientras intentaba auxiliar a los mambises o, en general, a los hombres heridos por un orden colonial despótico. El tratamiento fotográfico, de un altísimo contraste en las luces y las sombras, de un claroscuro sangrante, habla por la tragedia física y psíquica de la Fernandina. Ella no únicamente será el «espejo negro» que aguarda por Lucía, sino también el símbolo fundacional y atrofiado de muchas otras mujeres en el cine de Solás y en la historia de Cuba.
Lo mismo Leonardo Gamboa que su padre, son violadores consumados: en el caso del primero, como resultado de un trauma; en el caso del segundo, como un goce sádico. Cuando fracasan los primeros intentos de seducción a Cecilia (los que fracasan solo en el sentido de la concreción amatoria, porque ella no puede dar más indicios del embeleso común), el macho Leonardo, el vampiro Leonardo, viola a una muchacha en la costa. La deja exhausta, prácticamente muerta. Luego, la verá en el mercado, como otra alucinación perturbadora por el sentido de sus actos, así como ve a su madre al centro de la procesión que conduce a una mujer al garrote. Vemos asimismo el placer radiante del Gamboa padre cuando viola animalmente a una esclava, mientras manda a castrar a un hombre negro. La política del exceso, la política de la exclusión, la política del vasallaje se manifiesta sobre todo en el imperio del cuerpo, de la sexualidad, donde el tirano colonial –nombrado perversamente Cándido, desde los tiempos de Villaverde dispone de la carne humana como de la caña o el café, sin el menor distingo. Nunca como en la humillación del cuerpo se expresó la felonía colonial.
Dionisio, el marido de Amada, establece relaciones carnales sobre la base de la posesión forzada, de la violación oblicua o pactada, del chantaje. El Eros de Dionisio es un Eros mórbido y torcido como su misma mentalidad política y su actuación social en la escena republicana. Sabe de los amores de Amada con Marcial, pero no le preocupan; por el contrario, necesita utilizar la aparente traición. Si Amada se tuerce de deseo en la cama, al recordar a Marcial, tendrá que resistir estoicamente las violaciones de Dionisio, como esporádicos accesos de poder sobre el cuerpo de la mujer. Dionisio lo viola todo, viola a todo el mundo, así como se violenta continuamente en la representación de un papel social que su villanía moral requiere. Entabla una relación maquiavélica con Joaquina, la criada, en tanto necesita extorsionar a la dueña de la casa para que venda unas fincas, y para desviar hacia sí el poder familiar. La relación entre Dionisio y Joaquina es enferma, lasciva, marcada todo el tiempo por el interés, la conveniencia, el pacto mefistofélico. A la que posiblemente desee de veras Dionisio si es que semejante engendro de hombre puede conocer lo que supone el deseo fuera del interés y la conveniencia, es a Violeta, la amante furtiva, precisamente la mujer fiera, fiera como él mismo, la manipuladora atroz, la que lleva las riendas de la relación en la medida en que demanda servirse del poderío de Dionisio. Él siente una particular debilidad por Violeta en tanto Violeta le sube la parada: es peor que él, y eso, eso le atrae. Mientras Dionisio no ocupa un sitio relevante en el poder simbólico de la República, a Violeta no le preocupa su condición de amante lateral: a Violeta no le preocupa Amada en absoluto, ni Joaquina, ni nadie. A Violeta le interesa el estatus que puede reportarle Dionisio, y cuando ese dominio se hace sensible, ella exige la definición. Violeta es la cárcel de Dionisio: un hombre como él merece una mujer así. Por eso Dionisio, que no conoce el amor, ni el erotismo sano, ni la libertad del sexo noble, se descoca y se descoloca por Violeta: para él, ella lo puede todo.10 Eros se comporta como un mero asunto de poder, y el fin lo justifica todo.
Desnudo y violación son en ocasiones emparentados por la figura del sueño. Solás no suele abusar de la figura del sueño, de común tan vulgarizada por el psicoanálisis de bolsillo de un cine primario y pedagógicamente simbólico. Solás reserva la peligrosa figura del sueño para situaciones muy puntuales, con un verdadero carácter semántico, de aporte ideológico a la historia. Los sueños, las pesadillas, las alucinaciones frecuentaban al personaje de Elsa en Un día de noviembre. Elsa, una hermosa e inteligente mujer madura, que ha sido amante del joven Esteban,11 vive obsedida con el tema de la pérdida de la juventud, pero la angustian además los fantasmas visuales relacionados con las torturas en la época de las luchas clandestinas. En sus sueños, como en sus visiones durante la vigilia (incluso mientras hace el amor), se confunden las imágenes eróticas y la violencia de la tortura, en un código entre expresionista y lírico, singularmente próximo a la sintaxis del videoarte.12 El sueño es en Elsa sublimación y catarsis, expiación grotesca.
Aunque, en buena lid, la filiación freudiana y lacaniana del sueño tendría que analizarse, más que todo, en el famoso sueño de Isabel Ilincheta en Cecilia. Ese sintagma le sirve a Solás para resumir la subjetividad de Isabel, la ideología del personaje, sus miedos, sus diferencias respecto a los demás esclavistas, la manera como ve Isabel al resto de los actores de la tragedia de la esclavitud (cómo ve Isabel a Leonardo, a Rosa, a Cándido, a Meneses; el destino que les prefigura). Sin duda, es otro recurso válido frente a la cierta planimetría psicológica del fresco de Villaverde, a ratos más externo que interno. Solás se propone «completar» las psicologías de los personajes, apenas diagramadas en trazos gruesos, a lo largo de la gran novela. El sueño de Isabel no resulta elocuente solo a nivel de la proyección social del personaje, sino también de su intimidad, de su libido, de la expresión de su libido.
Sabemos que Leonardo ve en Isabel un libro, un libro virtuoso, pasivo, posiblemente cerrado (un libro que desgrana, por cierto, densos fárragos de interpretación marxista sobre la complejidad de unos días que en aquel momento era imposible apresar en su profundidad), en contraste con la sensualidad exultante de Cecilia y las demás mulatas que Leonardo confronta en los bailes, en la calle. Isabel es para él la muestra rancia del encierro de su misma clase, la monotonía y la sequedad, la asepsia infecunda de la que precisamente trata de escapar. Isabel lo conoce; se lo dice, se lo reprocha, se lo reclama, lo comenta con ironía. Entonces, Isabel-mujer se debate entre el deseo insatisfecho y el rol social. Esa figura de la mujer estéril, o la mujer insatisfecha, la mujer deseante, se encuentra con recurrencia en el cine de Solás (las amigas de la primera Lucía, Amada, en cierta medida la esposa de Javier en Un hombre de éxito, etcétera).
Tenemos pues que con el sueño Solás resuelve el montaje psicológico que en torno al deseo necesita precisar en la Isabel: en medio de la rebelión de los negros en la casa del ingenio de los Gamboa, un esclavo «abusa» de ella, y ella, en lógica respuesta, le clava un cuchillo. Pero conocemos que la lógica no alcanza a explicar la conducta: lógica y deseo se montan, como interactúan conciencia y subconciencia. En la escena soñada, se esboza una estructura de refracciones donde el cuchillo reproduce la figura del falo. Isabel responde a la invasión del falo con el uso y la posesión del propio falo, su pronombre filoso: el cuchillo. Así, se comentan subrepticiamente la sanción y la gratitud, la condena y la satisfacción, a partes iguales, y vence, de paso, el fantasma de la castración. Hay en la escena venganza de género y sanción al objeto de deseo que tanto se echa de menos. Isabel espera el falo e, invadida por él, no tiene sino que responder con la agresión y la autodefensa. Una violación conduce a otra, metáfora esta que nos habla sobre la imposibilidad de la realización sensual y plena en una mujer como Isabel, enjaulada en su clase, enjaulada en la distribución de roles de un mundo colonial enajenante. Es una metáfora el hecho de que Isabel conozca el goce sexual solo desde la violación y la subversión del estatus o el orden del mundo real: el sueño condensa entonces una sublimación que, al satanizar, desea, espera, en un cruce de sentimientos y de sensaciones que hace la complejidad del personaje. El negro esclavo que la viola es la sustitución de figura, grotesca y de mayor sensualidad, respecto a un Leonardo distante e incapaz de leer la necesidad del erotismo en esos otros códigos de la Isabel. Isabel se autosatisface en su sueño, en la misma medida en que demoniza el entorno: en la muerte está posiblemente para ella la emancipación sexual, como parte de un orden que se sostiene del desorden.
Sueño, violación, desnudo expresionista son nociones que nos conducen plenamente a una palabra: Incesto. Cuando, en su lectura libre de Cecilia Valdés, Solás pretende mejorar y rematar las dimensiones psicológicas de los personajes, la figura del incesto se le aparece como el recurso idóneo a la hora de expresar una alegoría potente. He explicado en otros textos la connotación tropológica que reviste el incesto puntual entre los personajes, a propósito de un incesto mayor, remitido a las relaciones atrofiadas entre la metrópoli y la colonia.13
En tal sentido, las marcas de la relación incestuosa entre Rosa y Leonardo son muchas y resultan muy funcionales a nivel de la dimensión alegórica del conflicto: Leonardo ve a su madre en el lugar de la mujer condenada al garrote (Leonardo tiene un Edipo no resuelto con su madre); Rosa entra a la habitación de su hijo, este duerme, y el panning equivalente a la mirada de la madre, que recorre el cuerpo del joven, conduce a la turbación asociada al deseo: estamos ante una mirada erótica, que se reconoce como tal y se conduele de su exceso, al punto de llorar y huir a refugiarse en la cruz y el agua bendita, que deben librarla de semejantes sentimientos; cuando Rosa le concede a Leonardo su deseo de un reloj caro, sin dudar apenas, sin vacilar, tiene en el rostro la satisfacción plena y ardiente de la mujer que ha sucumbido al reclamo del macho, y se agradece el dispensarle un trofeo. Ciertamente, son muy delicadas estas escenas, y la película coloca a la interpretación en un plano verdaderamente frágil y difícil, pero, en cualquier caso, hay que agradecer la valentía del realizador para abocarse a un mundo tortuoso, a nivel de los afectos y de la sensualidad, que alcance a expresar las sinuosidades terribles y los laberintos mayores de la época colonial, por encima de los personajes. Los afectos expresan, encauzan, esos hilos invisibles que sin embargo garantizan la torsión de un universo injusto y desleal.
No menos complejidad, y todavía más sutileza, se reserva Solás para introducir una lectura de lo sexual que no se contenta con un único tipo de relación o experiencia. Para Solás, es claro que la relación heterosexual supone un mundo fascinante, lleno de encanto, de misterios, de matices inextricables, de retos para el entendimiento del ser humano. De hecho, todo su cine cuenta hermosas tragedias vinculadas a los obstáculos que las épocas ciñen sobre el deseo que enlaza al hombre y la mujer. Lo que no impide que, aquí o allá, siempre con suma sutileza y con un gusto que no participa de la militancia machacona o el discurso de la diferencia como proclama altisonante, Solás deje abierta la opción de la interpretación alrededor de otras variantes sexuales, sobre todo de la experiencia homoerótica entre personajes masculinos, a menudo amigos que se aproximan sospechosamente, a partir de algún pretexto femenino o de la coartada que brinda la figura del Padre simbólico.
"El siglo de las luces" (1991)Son los casos de Leonardo y Meneses en Cecilia, y de Esteban y Víctor Hugues en El Siglo de las Luces, por ejemplo. En el primero, resulta de una perversidad extrema en lo tocante a la ironía en relación con los enfoques de género– el emplazamiento de la situación definitoria en medio de una pelea de gallos, símbolo por excelencia, al menos en la escena colonial, del encuentro de lo masculino. Las gradas que circundan a las peleas de gallos son depósitos de testosterona que, por lo mismo, propician, auspician, cubren, la posibilidad de la confesión homoerótica. Estas gradas se comportan como espacios heterotópicos, así como la mili, el ejército, la guerra, el gimnasio, donde las identidades cerradas se desdibujan y dan paso a la labilidad del comportamiento. Si lo sabrá Solás, observador social, y del hombre, en general, como pocos artistas de nuestros tiempos.
En la escena de marras, donde ambos personajes conversan a centímetros de distancia, el texto verbal remite a la relación de Leonardo y Cecilia, pero el subtexto psicológico habla de otra cosa: en más de una ocasión, Leonardo le pide a Meneses que lo ayude a encontrarse y a ser libre. ¿Qué debemos entender por ello? En buen cubano, parece que la pelea de gallos le pone la cabeza mala a Leonardo y, muy cerca de Meneses, se da la libertad de las mareas. Otro tanto ocurre, si bien con más contención y de forma más elíptica (lo cual lo hace más sugerente aún), en la escena de El Siglo de las Luces donde Esteban reclama a Víctor Hugues el error y el terror que supondría el «reestablecimiento de la monarquía y los cultos». Cubierta por el velo simbólico que implica la posible lectura de la relación paternal entre uno y otro personaje, entre ellos se suscita una proximidad peligrosa. De otro lado, para Esteban, Víctor Hugues tiene un misterio sensual adicional: es el macho que ha escogido y defendido, por encima de todos, Sofía. Esteban ama a Sofía de un modo cada vez menos secreto, y ve, al mismo tiempo, que su objeto de amor no tiene ojos si no son para la sensualidad masculina, paradigmática, de Víctor Hugues. En determinado momento, pareciera que Esteban quisiera abocarse, al menos unos segundos, al conocimiento de ese misterio profundo. Entendiéndolo, desbrozándolo, aniquilarlo.14
Tanto como el estudio de los actores, de las figuraciones que encarnan el corpus de lo erótico en el cine de Solás, resulta excitante el análisis del paisaje, del espacio donde el erotismo puede y tiende a florecer. El espíritu neorromántico de Solás confiesa una particular delectación por emplazar las escenas de acercamiento erótico (aunque este sea meramente verbal) en la periferia de la ciudad, en las afueras, por lo general en una casa ruinosa, abandonada, la que, lejos del trauma histórico y de la torsión social, da cobija a la pasión de los amantes, de esos que burlan el orden y el desorden de una civilidad dudosa. El afuera, el borde espacial, es también el afuera de la coerción de la época: el después de la historia es el después de la Historia. En la segunda Lucía, la vida en el cayo, una isla más allá de la Isla, se convierte en un espacio heterotópico cuyo ocio y cuya suspensión del curso y el tiempo de la «vida normal» permitirá el conocimiento de la protagonista y Aldo, desatará la participación de Lucía en la insurrección urbana.15 La periferia y el límite social favorecen, lejos de la ajenidad, la integración al vórtice urbano.
Las citas furtivas de la primera Lucía y el primer encuentro «en serio» de Cecilia y Leonardo se consuman en espacios abandonados por el tiempo, resquicios que aprovechan los personajes. En sitios, «casas críticas» que parecen elegidas por Visconti con la ayuda de Tennessee Williams. La textura de sus paredes procedería de la pátina que la decadencia moral manifestada por el teatro de Williams deposita como recinto para la interacción de sus sujetos. Visconti, Williams, Solás: el intento humanista por emancipar en la ficción a un sujeto histórico víctima de la preterición.
En la propia Lucía, el viaje al cafetal, a expensas de la traición y la muerte, es un viaje fotografiado como trayecto idílico por un paraje brumoso, rabiosamente romántico, especie de retiro espiritual:16 el look de la película asume la mirada de Lucía. Así ve el mundo Lucía, y precisamente por lo mismo, se hará tan trágica su desolación en medio de la contienda entre españoles y mambises. Ella pretendía fugarse un tiempo de la Historia, y la historia la sorprende con la constatación terrible de esa imposibilidad. Mientras más romántico el paseo en pos del cafetal, más abrupta y pavorosa la gran secuencia de la batalla. Idilio y bruma hay también en momentos de Un día de noviembre, de Amada, etc., así como abunda la lluvia en el cine de Solás, con acepciones ligadas a lo espiritual y lo sensual aunque también a la melancolía y el abandono.
En relación con el espacio de lo erótico en Amada, observamos ya aquí una notable diversificación y complejización del tema. La Habana de 1914 es lo menos proclive del mundo a la brecha de amor y autenticidad de sentimientos que desean vivir Marcial y Amada (él más que ella). Todo huele a mentira, a muerte, a claustro. El soportal, el jardín, la verja, son los espacios y figuras que separan drásticamente a la mujer republicana de la calle, del afuera, de la realización social. La casa es un indicio básico sobre un encierro mayor. Amada y Marcial no podrán sino buscar subterfugios: espacios que, en el adentro, se acerquen mínimamente al afuera: el patio, el pabellón, posibles confinamientos estos, posibles refugios. La biblioteca será el punto de encuentro por excelencia, y por supuesto que existe ahí una metáfora cultural: el conocimiento como abrigo, el conocimiento como subversión. Luego de ellos, los amantes se sabrán abandonados a tres figuras que no son espacios físicos sino frágiles datos, estados mentales, fuga en la metáfora: la carta, la imaginación, la noche.
La carta, la imaginación y la noche resultan los espacios invisibles que el despotismo de Dionisio, de Joaquina, de la República, permite a los amantes, con el desdén de quienes perdonan la vida a unos condenados. El erotismo de Marcial y Amada está raigal y socialmente condenado a persistir como clandestinidad de los afectos, como ocultamiento del cuerpo, como sometimiento de las emociones: una verdad que apenas puede sobrevivir en la extendida red social de la mentira. El ritual de fingir sanciona a los amantes, para siempre. Ya no es el paisaje como retiro, como alternativa; ahora es el paisaje como imposible, como virtualidad a transgredir.
El paisaje dramático y conceptual no es ajeno al paisaje narrativo, al paisaje de las estructuras profundas que organizan de algún modo el universo solasiano. En dicho sentido, sobresale la tendencia a concebir las historias como un sistema cruzado de personajes, de axialidades y simetrías que se trenzan a favor de la finalidad conceptual requerida por la ideología total del drama. En Un día de noviembre, encontramos el cruce de dos modelos de sensualidad, o dos tipos de parejas establecidas sobre juicios muy distintos a propósito de la vida y del diálogo alma-cuerpo: la relación entre Carlos y Bertha es una relación tejida sobre la base de lo material y la tenencia (ella habla todo el tiempo, en forma impertinente, sobre los plátanos, los dulces, sobre toda esa comida que falta justo en el tránsito de los años sesenta a los setenta, y no solo), al tiempo que Esteban y Lucía conocen el amor espiritual, la calidez del gesto humano antes que todo. La identificación física de los primeros redunda, si acaso, en un Eros seco, mecánico, circunstancial ambos se necesitan y apoyan, mientras que la otra pareja entabla su diálogo desde una sensualidad «blanca», sana, abierta al espíritu y al conocimiento.
Se le escucha a Lucía que «la vida puede ser insatisfacción, rebeldía», o cómo «no hay una verdadera realización personal que no sea al mismo tiempo social». Frente al egoísmo de Bertha, el enlace con lo social que importa a Lucía. Mientras Bertha desgrana su cháchara incontinente sobre el tema de los plátanos, Lucía, que estudia Diseño, admite ser una mujer «que no trata de realizarse a través del matrimonio, de los hijos… Yo no quiero que mi vida se convierta en una monotonía. Yo quisiera realizarme yo». Lo anterior denota cómo el montaje de los binarismos no implica, para nada, maniqueísmo ni visión estrecha sobre el mundo. El mismo Esteban, quien sufre a su vez su propio egoísmo (de terribles razones físicas, pues se le descubre una aneurisma cerebral cuando está a punto de partir a la zafra), llama la atención sobre el posible egoísmo, el error y la soledad a que puede conducir esa extrema «realización personal» de Lucía, la que no quiere saber del matrimonio, ni la familia, ni nada que implique, de alguna manera, atadura. Esteban reconoce como una pose dañina el ansia de libertad que profesa Lucía a cada minuto. Entonces, nadie es perfecto en Un día de noviembre: todo el mundo tiene sus razones, su egoísmo, su trauma, su insatisfacción, su sed. Sobre Esteban pesa, aún, el dilema existencial de Elsa, como vimos antes. Y todo esto redunda en un plasma dramático e ideológico de considerable complejidad en la escritura y la dirección de la película. Claro, en dependencia de las filiaciones y las elecciones de cada cual se visualizará su erotismo: en lo que Bertha apenas si acaricia mecánica e histriónicamente a Carlos cuando este se echa a llorar, Solás le regala a la pareja de Lucía-Esteban una preciosa escena de sexo, donde los planos fragmentarios de los cuerpos desnudos combinan, durante el amor, evidencia y elipsis, recreación y enigma.
Al abordar aproximadamente ese arco histórico que recuerdan los personajes de Un día de noviembre (entre los años treinta y cincuenta de la República), Un hombre de éxito despliega una urdimbre de verdadera trabazón entre erotismo y política. La relación sensual entre los personajes tiene que ver, todo el tiempo, con los lazos que marcan el interés y la conveniencia; la carne es el espacio de la politiquería; el cuerpo expresa la desazón de la nación. Los contratos entre los personajes, los pactos explícitos o tácitos, no dependen del deseo como de la conveniencia política. Se trata de un erotismo burocrático, de movilidad social, de ascenso, de zancadillas perennes.
De todas formas, en la saga de los Argüelles, la película pulsa otra vez una díada de opciones, curiosamente de nuevo en dependencia de otra díada: dos hermanos en conflicto. Javier y Darío nacen a la vida social inspirados por la idea del cambio, de la revolución, pero así como el segundo profundiza en su carácter de revolucionario, Javier antepone su fortuna personal a cualquier otro tipo de consideración. Javier se prostituye, pierde los escrúpulos, sube socialmente a cualquier precio. El éxito es para Javier la medida de todas las cosas. Así, las relaciones que ambos personajes entablan con las mujeres, con los amigos (Javier no tiene amigos; tiene aliados temporales), con la sociedad, con la vida.
El erotismo alrededor de Javier es siempre un erotismo mórbido, tenebroso, como avieso es su desplazamiento por el mundo. El trazado dramatúrgico de la línea expositiva que abre Javier alcanza una sensible complejidad: del mismo modo que el protagonista se mueve entre mujeres, representa él uno de los extremos de un eje sórdido: Rita, la prostituta madura que ha amparado a Javier y lo ha iniciado en el movimiento social, depende a su vez de Iriarte, una especie de proxeneta político que usa y emplea a todo el mundo. Rita desea a Javier, pero este la utiliza, como la utiliza también Iriarte. Cuando Javier se decida por Ileana, mujer frígida a los ojos del protagonista, no lo hará, desde luego, por amor ni, todavía menos, por deseo, sino por conveniencia: Ileana es una dama de sociedad, que supera con creces a Rita en la escala social. Al avanzar en su plan de reptil social, Javier se adentra en su nueva mentira. Para colmo, Ileana ha sido novia de Darío.
Darío, el hermano revolucionario, se mantiene, todo el tiempo de la diégesis (1932-1959), con una sola mujer. La lealtad y el vínculo honesto son los valores que distinguen a esta otra pareja. Algunas breves marcas hablan aquí de un erotismo sincero, humanamente posible y libre. Ahora, el personaje de la mujer de Darío ni siquiera nombre tiene: en la secuencia de créditos se consigna «Mujer de Darío». Y por ahí mismo anda quizá uno de los problemas de la ambiciosa película: si bien las dos mitades del conflicto generan una trama interesante, llena de facetas, el montaje de ideas entre una y otra no resulta convincente, por la endeblez de caracterización de la franja que justamente interesa resaltar a la ideología del filme (si bien no a nivel protagónico, sí a nivel de los paradigmas conceptuales): el bando de los revolucionarios. Y ni el personaje de Darío puede emular de algún modo los matices de Javier, ni «la mujer de Darío» posee las aristas psicológicas de las mujeres que habitan el mundo de su hermano. Darío y su compañera viven un erotismo sincero, pero sin fuerza, sin fuerza fílmica. Entonces, en este caso, el sistema queda como desproporcionado, pues tampoco las actuaciones de los débilmente caracterizados compensan la precariedad del guión al respecto. Ello no solo afecta la dimensión ideológica de la película sino que, lo principal, debilita el grado de confrontación dramática propia de la historia, a diferencia de tantos otros empeños solasianos en lo tocante a la construcción dramatúrgica.17
Otro universo caracterizado por el cruce de personajes, actitudes y reacciones, a nivel dramático y simbólico, es el que nos presenta Barrio Cuba. En apariencia, Barrio Cuba tiene poco que ver con el erotismo, pero, allá en el fondo, es el poder de Eros, el viaje entre sexualidad y amor, la fuerza que activa la lucha por la vida en la mayoría de los roles que ese fecundo tablero nos expone. En especial, tres parejas se distinguen por el tipo de relación erótica de sus personajes: Santo-María, Vivian-El chino y Magali-Alfonso. De entrada, encontramos el contrapunto entre las variantes de erotismo que separan a las dos primeras parejas de la tercera. Santo y María y Vivian y El chino consuman un erotismo sano, «blanco», con cabida al amor. En cambio, Magali y Alfonso arrastran una pasión sexual, un deseo enfermo, invalidado por las notorias diferencias entre ambos en cuanto al mundo de los valores y las expectativas ante la vida: Magali quisiera amar a Alfonso –y un poco que lo ama, de hecho–, pero advierte que este niega, testarudamente, todo eso que ella defiende: una actitud digna ante la vida, la honestidad en primera de las instancias. Igual, Alfonso persevera en el ademán de amar a Magali, pero Magali «no comprende» que su «lucha», en el día a día, debe pasar por sobre cualquier escrúpulo. Ellos se desean, se gustan físicamente, con calor y con calidez, pero son una pareja «fuera de revolución»; esto es, que funciona a saltos, a torpes golpes, demasiado tortuosamente.
Por eso, en las dos primeras parejas hallamos más que todo la tragedia física (la muerte, el aborto, etc.), pero aquí se presenta la tragedia de los sentimientos y los valores. En la manera de filmar esta otra relación, ratificamos la visión de la tragedia: incluso en su escena resueltamente erótica, de encuentro de los cuerpos, aparece el tamiz de la no-transparencia. La escena que pudo ser abiertamente sexual nos es sugerida luego de un mosquitero que enturbia o difiere el disfrute del retozo erótico: una relación turbia debía rodarse de este modo.
Las otras dos parejas tampoco se comportan, no obstante su naturaleza positiva, como mundos pasivos ni fácilmente analogables en la dimensión dramatúrgica. Algo aproxima ambas relaciones de una manera determinante: en las dos, el erotismo se aparece no únicamente como gozo eventual sino como proyecto de vida, como construcción, como gesto de futuro. Cuando el erotismo entraña la construcción, o sea, contiene la opción de su continuidad en un proyecto de vida, permanece a minutos de convertirse en amor. Es más, en estos casos, ya lo es. El proyecto de vida, en ambas relaciones, se afinca, literalmente, como proyecto de vida; es decir, queda indisolublemente asociado a la procreación. Santo y María tienen un hijo y la muerte la sorprende a ella en gestación del segundo. Vivian y El chino están batidos, hace años, por la consecución de un hijo. En este sentido, el personaje de Vivian (actuado con una profundidad sobrecogedora por Isabel Santos) resulta intenso, patético, hermoso: la muy aplazada capacidad de procrear deposita en el personaje un sentimiento de culpa que rebaja su autoestima a cero y la hace ver fantasmas de infidelidad por todas partes, al punto de poner en crisis una relación vital para ella. El conflicto de la Vivian de Barrio Cuba se eleva como uno de los mejores personajes construidos jamás en el cine del maestro.
Estas dos parejas difieren a partir de su semejanza: el destino coloca en sus caminos la tragedia vinculada a la procreación, pero algo separa la una de la otra: Vivian y El chino adicionan a su fatum la dificultad de la convivencia y la comunicación, al cabo de la cual, por otro lado, pueden vencer: el hijo trae consigo la posibilidad del entendimiento y la paz. De ese modo, procreación y tragedia son la metáfora perfecta de la lucha por la vida que caracteriza a prácticamente todo el coro de roles que contempla Barrio Cuba. La forma de rodar la concreción del erotismo también asegura diferentes tonos a las dos parejas: el acercamiento físico de María y Santos es filmado en planos muy cerrados sobre los rostros, con la finalidad de explorar la dimensión interior del amor y el deseo en esta relación. Esos planos son cómplices absolutos de la belleza y la plenitud. La escena abiertamente erótica de Vivian y El chino, bajo la ducha, es filmada con violencia, con furia, con furia blanca, de modo tropeloso, volcánico. Necesitamos saber, en ambos casos, que estas personas se desean y se aman profundamente (más serenamente Santos y María; más fogosamente El chino y Vivian), porque más tarde la intensidad de ese amor sano y hondo explicará la turbación ante la magnitud de la tragedia. En tal sentido, el cruce de relaciones eróticas resulta elocuente, perfecto, en la escritura y la dirección de Barrio Cuba.
Y faltarían aún otros conflictos, como el de Magali-Ignacio (Ignacio fue rey por un día en la vida de su amada), Magali y el anciano extranjero (relación que viene a sancionar, irónicamente, el desprecio de Magali por Ignacio), o, incluso, los acomodos y las negociaciones incorporados con resignación por la amiga de Magali (personaje asumido por la cantante Vania), o también, por la vieja novia y amiga de Santos (en la interpretación de Broselianda Hernández), mujer probablemente enferma, dispuesta a morir luego de atravesar una vida de infortunios y de trasiegos de desamor.18 Barrio Cuba exhibe, así, uno de los mejores frescos, una de las mejores arquitecturas de guión, en la carrera de Humberto Solás. Si hay una película que puede ostentar de saber emular la vida misma, con sus mil accidentes y sus sinuosidades muy lejos de la linealidad, lo previsible o el monolito, se llama Barrio Cuba.
Con los años, el notable cineasta fue desplazando su atención de la díada erotismo-política (expresa en díadas pronominales: erotismo-Colonia, o erotismo-República) a la díada, todavía más compleja, erotismo-vida común, o erotismo-vida de todos los días. De la política de la Historia a la política de los afectos pequeños, a la política de las emociones intrincadas en la gente que vive al dorso de cualquier ampulosidad. En ese trayecto, existe un proceso de maduración impresionante. Me gustaría citar dos últimos ejemplos: redondear mis consideraciones sobre la operación de Cecilia, y presentar a la que veo como la película de mayor refinamiento a la hora de tratar dramatúrgicamente la expresión del erotismo: Miel para Ochún.
Sabemos que uno de los mayores riegos que enfrentó, durante mucho tiempo, el cine de Solás, se relacionó con la densidad de la interpretación marxista que el realizador «diegetizaba» en la historia misma, en el momento mismo del acontecer histórico. Varios de los personajes de Cecilia, Amada y otros filmes de Solás, se atreven a interpretar de manera marxista y distanciada en el tiempo, esos mismos acontecimientos que sus ojos (sus ojos de personajes involucrados en la trama) ven en el minuto de producirse. Fue ese un riesgo que complejizó sensiblemente el trabajo de Solás, y al menos quien esto escribe no tiene la última palabra al respecto: en tal operación hay elementos valiosos (un dimensionamiento mucho más rico y múltiple de las fuerzas que arman la Historia), como elementos criticables (una retórica de exposición que le restó carne y vigor dramático a algunos personajes). No son otros los trances de la creación; nunca como en los senderos impresumibles de la creación se aplica el aserto de que en la vida uno tiene que tomar decisiones, y luego limitarse a ser consecuente con ellas. Pobres y limitados son los que no aceptan el desafío de la creación.
Con todo, la maniobra de Cecilia fue la más peligrosa, el verdadero salto mortal en el cine de Solás. Cuando se condenó la libertad de interpretación del director en relación con el mito literario, relativo a la nacionalidad, se adujeron sobre todo las escenas referidas a lo incestuoso y otras adiciones solasianas a las psicologías de los personajes. Ya hemos visto, sin embargo, los aportes conceptuales de ese proceder. No estaba ahí, creo yo, el mayor abismo de la película. El filme se lanza al vacío –como hacia el final, su protagonista del campanario– cuando cambia las motivaciones y el sentido de los personajes con vista a politizar más claramente la dimensión de la tragedia.19 En Cecilia, Solás desplaza la problematización del erotismo mismo y su raíz social (la soberbia de Cecilia por el fracaso del ascenso en sociedad que le proporcionaría, además, su añorado Leonardo) hacia una problematización declaradamente política: para la percepción de los personajes implicados en la conspiración libertaria –cofradía que incluye ya a la propia Cecilia–, Leonardo ha traicionado. Se produce así una sobresaturación de la causa social y política de la tragedia, y probablemente, fue eso lo que molestó a tantos polemizantes, aunque no lo expresaran con diafanidad. Cuando, como parte del juego de chantajes, ambiciones y desmanes en que se convierte la trama, Cecilia pide, casi exige, a Leonardo, que encubra en su casa al prófugo Jesús María, está sellando el curso de la acción en favor del ajusticiamiento posterior, más político que hormonal (el ethos por encima de lo subjetivo o lo más personal). Los guionistas de Cecilia, para proseguir con su plan, hacen que Rosa, temerosa de la debacle familiar y del fin terrible del propio Leonardo, delate el caso a las mayores autoridades coloniales, y los personajes dados al proyecto de emancipación suponen entonces que ha sido Leonardo. El Día de Reyes hay que asesinar al traidor, al delator, al vendido, al deshonesto, al incapaz. Como casi siempre, Solás se las jugó todas. Semejante forcejeo con la Historia volvía demasiado explícito el diálogo erotismo-nación. La polémica y la incomprensión fueron el resultado evidente. Pero el saldo más importante, el profundo, tuvo que ver con algo que un artista agradece cada minuto de su vida: el aprendizaje. Todo este trayecto de un cine interesado en recortar las emociones de un plano asentado a las claras en el mundo de la política y la sociedad cubanas, fue redundando, de a poco, en una visión mucho más compleja y plena de la vida. Solás ganó sutileza, destiló su cine, aprendió y creció como intelectual a la hora de recrear la vida del cubano.
En Miel para Ochún, erotismo y vida son lo mismo y nada, son ya una esencia, un aroma imperceptible, un matiz fino que recorre la historia. La relación de los primos Roberto y Pilar es, también, una relación erótica, de amor, que no desconoce la sexualidad, si bien no parte exactamente de ella. El erotismo en Miel para Ochún se da como un descubrimiento progresivo de la naturaleza del amor que surge de un sentimiento, de un gesto, de una identificación, del fundirse ante el reto de una experiencia de vida intensa y desasosegante, como fruto de la cual brota el deseo.
Miel para Ochún cumple el programa del mejor road movie: el viaje físico es el pretexto para el viaje interior, para la revelación interna de los personajes. En el devenir de la historia, existen tres momentos clave para pautar un «amor erótico» que avanza y se expresa sin subrayados cacofónicos, sin evidencias torpes: la primera conversación, serena, de los personajes, ya en la casa de Pilar; el baño en el río, camino a Baracoa; y el final. Son tres momentos privilegiados para comprender el crecimiento sutil de un universo emocional tan consistente como apenas sugerido: en el primero de ellos, los personajes comienzan a acercarse cuando hurgan en sus pasados, en el mundo de la pintura, en los fantasmas que habitaron una historia trunca por la forzosa partida de Roberto. El tono de los actores en la escena, como musitando las palabras, deja ver, u oír, una primera complicidad que marca la naturaleza posterior de la historia.20 Luego, cuando mucho más avanzado el relato, Roberto besa abrupta e intempestivamente a Pilar, en medio de la cascada, como parte del cansancio de un viaje que parece no terminar nunca (viaje en la búsqueda de la madre y el reencuentro con la patria, como se sabe), comprendemos que el autor ha aprendido a decir más con menos, a emplazar el desenfundamiento de la acción en el momento justo. No hacen falta palabras, la acumulación emocional de las secuencias anteriores hace perfectamente orgánico el brote del beso, en medio de la cascada, torrente físico que alcanza a propiciar el torrente afectivo. Esta es una escena que se diría idónea, perfecta, para cuanto necesita apresar y expresar.
Y después, en la conclusión, me parece extraordinario que, luego del encuentro de Roberto y su madre, no se nos diga qué sucederá con los posibles amantes. No es importante. Cada espectador construye en su mente el destino posible de Pilar y Roberto. La película, el viaje, apenas nos han dicho que ellos ya se han amado y aproximado lo suficiente: lo demás es la complejidad de la vida, y la dramaturgia no se permite reducir ese haz de opciones conclusivas con ninguna proposición concreta. La suspensión del erotismo hacia el final levanta el amor de Roberto y Pilar por sobre la contingencia y el mundo físico.21 Vemos así cómo la película más profundamente erótica de Humberto Solás apenas muestra el recinto de la sexualidad: el erotismo de los personajes de Miel para Ochún existe en sus mentes, en sus sentimientos, en sus deseos menos obvios, los que no por ello excluyen lo físico.
El gran autor ha viajado también: transitó del plausible poder de la evidencia, al recomendable territorio de la sutileza. Y su cine alcanza una dimensión poética que no se contenta ya con el panfleto ni la operación lineal. La construcción dramática del erotismo y la metáfora dramatúrgica acerca de la construcción del proyecto de nación son dos procesos que se articulan en el cine de Solás como un camino único: Eros, en tanto dotador de vida y facilitador de la realización y el placer («la alegría de vivir») ha de ser el universo dador para el destino de todo un proyecto de nación y de cultura. Esa es probablemente la mayor metáfora que se urde en la filmografía solasiana, y en virtud de ella, sucumbe la tragedia: el principio vitalista de la obra emplea la tragedia en el viaje dramático, pero ofrece asideros para comprender la riqueza y el vigor del sistema de valores que informa al proyecto de nación en sus diferentes estadios (esto es, la vitalidad del transcurrir erótico, que funda, que fecunda, que emprende).
Tal vez el propio realizador no haya pensado demasiado en esto. Quizá él mismo opine que su cine no es demasiado erótico. Demasiado no: lo justo. Yo lo entendería: no son pocas las confusiones del erotismo esencial con sus atributos, sus predicados, sus pronombres de encubrimiento. Si leemos en Solás la cualidad erótica relacionada con los tules y las gasas que el viento bate, las frutas que los amantes muerden, las flores que los circundan, o el grito desesperado de «Una gardenia, mamá; una gardenia», andamos, francamente, por las ramas. Si, en cambio, leemos lo erótico como un motor dramático que activa decenas de connotaciones para el entendimiento de la construcción ideológica del drama, la riqueza y la profundidad de la poética del maestro se nos aparecen diáfanas, prontas.
Tratando de comprender el proceso histórico de la nación y la cultura cubanas, Humberto Solás ha levantado un templo de sabiduría desde el poder iluminador de la intuición artística. Su solidez como intelectual le ha permitido estructurar y defender una obra que es patrimonio primero de cuanto ha sido y será Cuba. Todavía lo vemos, de vez en vez, por algún pasillo del ICAIC, en algún concierto, involucrado en su Festival de Cine Pobre (otra tenacidad de película: los pobres tienen su festival, y de qué manera: con esa economía mayor que reporta la cultura), y Humberto camina con la modestia que no pierde un segundo el artista verdadero, pues el poder de observación sobre los gestos, sobre la vida de la gente no es cosa que se sacie nunca.
Este hombre canoso, mesurado, con la temperancia que da la vida cuando se conoce que se ha vivido con intensidad y con gracia cada minuto, este hombre que camina sin conciencia del peso de sus pasos, ha aportado a la historia de la cultura cubana una obra que alcanza a explicar toda su complejidad en el tiempo. ¿Irregularidades estéticas? Claro: he dicho que estoy hablando de un hombre, de un sujeto perdido en la suerte de los suyos; no de un dios. Sin embargo, cuando se aprecia una por una cada película de Solás, la dimensión cultural de la obra se nos viene encima. Él, junto a Gutiérrez Alea, imaginó y rodó el testimonio vivo de una historia múltiple, en crecimiento.
Como prefiere algún personaje de García Márquez, habría que tocar a Humberto para saber que es verdad, que es cierto, que está ahí; que todo eso lo pudo un hombre, con sus aciertos y sus retrocesos, con sus crisis y sus partos continuados para la cultura cubana. Su obra es el registro visual, la enciclopedia razonada, de lo que ha sido Cuba hasta hoy. Como Roberto, su entrañable personaje, él busca insistentemente esa sustancia profunda, ese sustrato que lo conecte con el nervio de Cuba. Sin apartarse nunca, sin huir. Con el tesón de pensar a Cuba desde la humildad poderosa de sus imágenes, recomenzando siempre, como si cada empeño fuera la primera vez.
1 El lector pudiera consultar «El deseo en libertad», ensayo de mi libro Rumores del cómplice. Cinco maneras de ser crítico de cine,. La Habana, Letras Cubanas, 2000.
2 Cf. Octavio Paz, La llama doble. Amor y erotismo [1993], Seix Barral, Colombia, 2000. Es esta una noción que recorre todo el libro de Paz.
3 La una vestida de negro, la otra de blanco; la una en el afuera, en la calle, la otra en el adentro, en la casa; la una exteriorizando las verdades, la otra tragándolas; la una hecha de un todo a la locura, la otra atormentada por una razón que la asfixia.
4 Véase el texto «Trono de lumbre», en R. C., A solas con Solás, La Habana, Letras Cubanas, 1999.
5 Cf. R. C., «El Siglo de las Luces: Toda Historia es negociación y escritura», en Disidencias. 25 casos de la tensión cine-literatura, libro digital, CubaLiteraria, febrero de 2005. También en Lágrimas en la lluvia. Crítica de cine, 1987-2007, libro en edición.
6 Otra vez las aguas auspician la posibilidad del erotismo y la compenetración, siendo el ciclón y el barco los primeros espacios heterotópicos de la historia que cuenta la película.
7 Claro, conocemos que Lucía, si bien al comienzo de la historia se muestra como una muchachita pasiva y bastante retirada del acontecer social, de hecho es una cubana convencida. En la escena de la azotea, unos funcionales y expresivos planos cerrados sobre los rostros de los amantes nos permiten ver el momento en que ambos juegan a decir un hermoso poema de José Martí. Este es un magnífico ejemplo de solución escénica y expresiva, en lo tocante a informar sobre el credo de los personajes.
8 La figura de la mujer protagonista muerta al cabo del relato aparece tan temprano como en el mediometraje Manuela (1966), pero en ese primer caso el sentido era francamente otro. La muerte trágica como corolario sancionaba allí la injusticia social que había llevado al personaje, precisamente, a la lucha en la Sierra.
9 En particular, Manuel de la Cruz, en su libro Episodios de la revolución cubana (La Habana, 1890), concretamente en la narración «¿¡A caballo!?», refiere una de las más célebres, sucedida cuando el ataque de los españoles sorprende a los mambises mientras bañaban a los caballos, en algún momento de la Guerra de los Diez Años.
El autor apunta que «todos, con asombrosa celeridad, llegaron a la ribera. De prisa, y sin tiempo para más, se colgaron los rifles y se ciñeron los machetes, y desnudos, descalzos, sin espuelas, chorreando agua, saltaron sobre los mojados corceles sin más albarda que el macizo lomo ni más rendal que la soga del baño. Cuando todos estuvieron montados y armados, lo que fue obra de un instante, el clarín tocó a degüello y la horda echó al galope las bestias. Como una gravilla de vándalos, luciendo sobre el pelaje de rata los recios y bronceados músculos del mulato; sobre las placas de añil del moro, el ébano labrado y lucio del negro; sobre el retinto las mórbidas o groseras piernas de los blancos, movible museo de esculturas policromas; risueños, rebosándoles la zumba por aquel su mismo aspecto cómico, asidos como tenazas los correosos jarretes a los flancos de las cabalgaduras que enardecidas por el baño, convirtieron el galope en desbocada carrera, los desnudos caballeros cayeron sobre el enemigo como una racha».
Con la finalidad de precisar la información, consulté al historiador cubano Eduardo Vázquez, quien, a este respecto (en correo electrónico enviado el 1º de febrero de 2008) abundó en los sucesos: «El hecho tuvo lugar en los potreros de Santa Teresa, en la jurisdicción de Sancti Spíritus, durante la Guerra Grande. El jefe de la tropa cubana era el coronel santiaguero José Payán, quien llegó a ser el segundo jefe de la División de Sancti Spíritus. Eran unos cuarenta jinetes, que se encontraban bañando a los caballos y aprovecharon para bañarse ellos mismos, dejando montura, ropa y armas en la orilla. Los disparos de las postas los alertaron sobre la inmediatez del enemigo… Los cubanos causaron finalmente veintinueve bajas a los españoles.
»Existen referencias a otra acción muy semejante, conocida como el combate de Manaquitas, un lugar a 22 km de Cienfuegos. La acción aconteció el 4 de febrero de 1875. Una columna española de cuatrocientos hombres sorprendió a las fuerzas cubanas del brigadier José González Guerra, mientras bañaban a los caballos en el río Cuanaito. El resto es parecido al suceso anterior: montaron al pelo y dieron una formidable carga. En este caso, los españoles habían llevado artillería (también recuerda la escena de Lucía), la que, por cierto, dejaron abandonada. Se plantea, en el parte español, que tuvieron 198 bajas. Si estaban desnudos o semidesnudos forma parte de una leyenda que no ha podido ser comprobada, pero que existió en el imaginario colectivo. En mi opinión, estos dos hechos se confunden el uno con el otro».
10 Aquí, el casting resulta perfecto, porque a la fragilidad que podía expresar Eslinda Núñez, o a la frialdad necia y esquiva de Oneida Hernández como la Joaquina, se opone la delgadez, la destreza física, la mirada desafiante, la cerebralidad de una actriz como Mónica Gufanti en la Violeta.
11 Hay ciertos nombres que circulan libremente por todo el cine de Solás. En Un día de noviembre, los protagonistas recogen y anticipan otros personajes dentro de la poética del maestro. Ella (Eslinda Núñez) se llama Lucía; él (Gildo Torres) se llama Esteban, crédito que anuncia al primo de Sofía en la posterior El Siglo de las Luces. Y así, otros tantos ejemplos.
12 Está por escribirse un estudio serio sobre la presencia de las concepciones y los hallazgos del videoarte en el cine de Humberto Solás, no únicamente en ciertos cortos iniciales (v.g. Minerva traduce el mar), sino incluso en la dramaturgia y el criterio de puesta en escena de algunos largometrajes. Es el caso, sobre todo, de Cantata de Chile (1975), donde el relato y la puesta se articulan como una enorme performance que desconoce las normativas de la narración convencional, y apela a los dispositivos de expresión con inusitada libertad formal y conceptual. Cantata de Chile constituye uno de los más audaces experimentos artísticos de la historia del cine cubano.
13 Cf. «Trono de lumbre», citado.
14 Llamaban la atención también ciertas proximidades y acciones conjuntas de lo masculino en Un hombre de éxito, entre Javier y sus secuaces. Pero se destaca sobre todo la dignidad del tratamiento de la dramática imagen del joven gay en Barrio Cuba. Aunque alrededor de este personaje se movilizan y exorbitan todos los estereotipos de la exclusión social, familiar, etc., dos datos aseguran su integridad: la rebeldía de la hermana frente a la exclusión machista y sospechosa del amante (a quien acusa de «maricón de alma»), y la posibilidad que se abre al diálogo y la negociación, cuando el gay regresa a la casa. Más que por una interiorización acerca de la libertad de manifestación y expresión de la sexualidad, el padre acepta el regreso en nombre de los afectos que marca la paternidad misma, o por el hecho de la crisis familiar que supone la partida de Magali. Aun así, la conciliación de la familia representa un avance con respecto al clima de exclusión reinante en buena parte de esa historia.
15 Otro estudio que sugiero a los críticos e investigadores de la obra de Solás: la naturaleza dramática del espacio heterotópico, según, desde luego, la concepción de Michel Foucault.
16 Es este un viejo procedimiento de la argucia expositiva del director. Ya en Manuela, Solás recortaba una hermosa historia amorosa del contexto sangriento de la lucha en la Sierra. Ese parece ser un criterio de construcción recurrente en la dramaturgia solasiana: la densidad romántica de la historia permite el contraste feroz respecto de un mundo, de un anclaje social violento, impropio. Cierto que se trata de un recurso mucho más viejo que el cine del maestro (no otro era el conflicto mayor de Romeo y Julieta, y hasta de personajes anteriores en la historia cultural), pero en el caso de Solás esa premisa adquiere unos perfiles y una gracia muy especiales. De aquella Manuela de los comienzos, por ejemplo, se recuerda lo bien concebida que estaba la aproximación progresiva de la protagonista y El mexicano, en escenas como la del arroyuelo, donde él entonaba, entre la desafinación y una emoción sincera, Le dije a una rosa.
17 Tal vez por esta razón, a pesar de que Un hombre de éxito constituye uno de los proyectos más arriesgados del director (en medio de una carrera signada por la aventura y el desafío a sí mismo, de forma constante), y con todo y los méritos visuales y de dirección de su puesta en escena (donde se recuerda la inteligente solución del suicidio de la madre de Javier, con el grito y la elipsis que entraña la muestra de los edificios de apartamentos), esta contradictoria película no figura exactamente, para el juicio de quien esto escribe, en las cumbres dramáticas de Solás.
18 Y, todavía, nos quedarían relaciones y personajes complejos. Por ejemplo, la de los padres de El chino, o, sobre todo, la sostenida por el hermano de El chino y su mujer, personajes que distan enormemente de ser «malos o buenos»: ellos deciden abandonar el país, a la búsqueda de una vida material menos tormentosa; lo que no quiere decir, para nada, que sean ajenos a la dimensión espiritual de la vida: en la secuencia de la relajada conversación familiar (brillantemente rodada, en los códigos de Bazin sobre «el cine de la transparencia»), la esposa se refiere, con belleza, a la gran satisfacción que reportan los hijos, y en sus palabras hay genuina emoción.
19 Con el objetivo de politizarla o de, para decirlo de manera más blanda, amoldar la historia a una matriz marxista. Ahí están las consideraciones de Leonardo sobre el interés de Isabel en manipularlo con fines económicos, o los discursos de Isabel y Meneses sobre la actuación y el credo desfasado de Cándido Gamboa, discursos estos ya francamente interpretativos, desde una conciencia histórica posterior en el viaje del pensamiento cubano sobre la nacionalidad.
20 Recuerdo que, en su día, no aprecié algunas de las sutilezas de Miel para Ochún. En general, la película no me convenció, cosa que se hizo palpable en mi crítica «Los girasoles», publicada en la revista Revolución y Cultura (no. 2, 2001). No tengo ningún problema en admitir que esta otra lectura del filme me suscitó otras ideas, otras percepciones. ¡Cuántos libros no leí en estos siete años; cuántas películas no vi! El crítico tampoco es el mismo.
21 De hecho, Pilar se crece ante los ojos de Roberto también por el contraste con el erotismo físico, la sexualidad monda y lironda que representa un personaje como Martha (Claudia Rojas), quien trafica con su cuerpo cada noche y tiene un lugar muy otro en la vida de la ciudad y la mirada de Roberto.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. SOLÁS, HUMBERTO (SOLÁS BORREGO, HUMBERTO), 1941-2008
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital09/cap01.htm