FICHA ANALÍTICA

Sobre lo híbrido, el kitsch y el folk market
Colombres, Adolfo (1944 - )

Título: Sobre lo híbrido, el kitsch y el folk market

Autor(es): Adolfo Colombres

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 9

Año de publicación: 2008

Lo feo, lo horrible, la forma visual dirigida a provocar miedo y rechazo, fue producida desde tiempos muy antiguos por Asia, África y América como práctica simbólica que en muchos casos llegó a superar en su afán, la búsqueda de lo bello. En Occidente, en cambio, se trata de un fenómeno tardío, ajeno a la estética clásica, pues tuvo que esperar –si exceptuamos las danzas macabras de la Edad Media, con sus retratos de viejos decrépitos, de enfermos e inválidos, de cadáveres y esqueletos, de monstruos que ajustan cuentas a los pecadores– hasta Velázquez (quien en el siglo xvii pintó monstruos, borrachos, bufones, idiotas y mendigos), Goya (en especial su serie negra) y el Romanticismo para sacar carta de ciudadanía, aunque hasta el día de hoy sigue siendo un injerto indeseable, que perturba la estética de lo bello y lo sublime, al plantear de inmediato la pregunta sobre si puede caber lo feo dentro de lo estético. Por otra parte, la fealdad, a diferencia de la belleza, en determinadas situaciones estéticas se presenta como particularmente desagradable, mientras que en otras puede despertar ternura y piedad, y hasta ser elevada a los altares de la belleza y rivalizar con esta. A veces también la fealdad funciona como el cementerio de la belleza. Objetos industriales y obras de arte que alguna vez fueron aclamadas como bellos, con el paso del tiempo pasaron a ser paradigmas de lo contrario, o sea, del mal gusto.

Pero no se trata aquí de volver sobre el tema de la estética de lo feo en el ámbito del arte ilustrado, sino de ver cómo lo feo se despliega en el ámbito de las culturas subalternas, lo que obliga a analizar cómo la cultura de masas impacta en sus universos simbólicos, a fines de arrastrarlos hacia esa categoría que designa lo opuesto del arte, y la nombra con la palabra alemana kitsch. Este fenómeno puede darse en el terreno del arte ilustrado y hasta legitimarse en alguna esfera de él, como ocurrió con el pop-art, pero su ámbito privilegiado es hoy la cultura de masas, desde la que se expande sobre las culturas subalternas con el fin de colonizarlas con sus mensajes mercantiles. Queda excluido aquí el problema, planteado por Gillo Dorfles, del consumo kitsch de grandes obras de arte, así como su opuesto, el ennoblecimiento de elementos originariamente carentes de todo valor artístico.

"Kitsch" en LondresEn Nuevos ritos, nuevos mitos, editado originariamente en Turín en 1965, Dorfles considera como una de las características del kitsch su condición de ser un sustituto de las obras de arte, un seudoarte o sucedáneo. Baudrillard, coincidiendo con él, escribe que el kitsch produce seudobjetos, es decir, objetos como simulación, copia, estereotipo, pobreza o ausencia de significado real. A la estética de la belleza y la originalidad, el kitsch opone la estética de la simulación. Lo que en el arte ilustrado suele traducirse en una reproducción infinita de la obra en un formato reducido y transportable (piénsese en la Venus de Milo), en el arte subalterno este sustituto reúne los atributos del disfraz, pues la reproducción industrial o artesanal se propone como auténtica y trata de ser vendida como original, o sea, como objeto producido desde una determinada esfera simbólica. Este mecanismo de falsificación confunde, en primer lugar, al receptor-comprador del objeto puesto en venta (no olvidemos que la cultura de masas es esencialmente mercantil), y luego al mismo productor, ya sea cuando este no tiene suficiente conciencia de su práctica artística o cuando creyendo que lo que más se vende es eso, imita la imitación.

Esta idea del kitsch como falsificación cuenta más en el ámbito de lo subalterno que el tan discutido problema del mal (o buen) gusto, pues los juicios que en ese sentido se expresen desde otra clase social o grupo étnico estarán invalidados por la falta de un código compartido en el proceso comunicacional. Se quiere decir con esto que desde la óptica de la clase dominante, una obra de arte popular o indígena puede ser considerada de buen o mal gusto, pero tal juicio no compromete realmente a dichas obras, pues se hace desde otro sistema de valores, desde una estética diferente.

En un reportaje reciente, reconoce Dorfles que nuestro aprecio o condena del arte de otras civilizaciones es algo completamente arbitrario. Más que de kitsch, dice, se trataría de una cuestión de diversidad cultural. Lo que más afecta a los sectores subalternos no es tanto la valoración negativa que se haga desde fuera de sus obras, sino la intervención en su sistema simbólico y su estética por parte de la cultura de masas para degradar el sentido y la belleza de sus obras, imponiéndoles pautas que arrastran a un arte que, más allá de sus altos o bajos valores estéticos, se presenta como noble y original, a esa ciénaga que ha dado en llamarse kitsch, que es el ámbito de lo carente de valor. O sea, que si bien por un lado el arte, llevado por su propia dinámica, degenera en kitsch, como lo advertía Baudrillard ya en 1970, por el otro, el kitsch, operando desde el folk market, corrompe al arte subalterno, por lo que para este no es un problema vinculado a su propia dinámica, y menos una opción, sino una forma de dominación económica y de colonialismo estético.

La cultura de masas, en tanto promotora del kitsch y lo híbrido, ha sido criticada desde la cultura ilustrada a partir de la Escuela de Frankfurt, lo que lleva a Umberto Eco a llamar «apocalípticos» a quienes detentan esta línea de pensamiento, y también «elitistas», dando a entender que toda persona con un verdadero sentido democrático debe defender la cultura de masas, pues esta permitiría a las clases populares el disfrute de bienes culturales que antes no estaban a su alcance. Pero, al igual que la Escuela de Frankfurt, Eco confunde cultura de masas con los medios de comunicación y las industrias culturales, como si todo lo que estos tocaran se convirtiese en cultura de masas.

El temor a la difusión y la reproducción excesivas es, sí, de carácter elitista, pero la crítica que se hace desde la cultura popular a la cultura de masas no se alimenta en absoluto en este temor, sino en sus propios contenidos, definiéndola solo por ellos y no por los medios por los que circula, pues a menudo estos mismos medios sirven para trasmitir otras formas de cultura. Tampoco se le critica que el pensamiento sea compendiado en fórmulas, el arte antologado con estereotipos y comunicado en pequeñas dosis, sino la visión pasiva, acrítica y conservadora del mundo que alientan, la abolición de la dimensión de profundidad para allanar el camino a la «lógica» de la mercancía. Esta «lógica», impuesta por el discurso publicitario, además de uniformar la sensibilidad, introduce nuevos modelos perceptivos, un lenguaje que es en verdad una ausencia de lenguaje, un simulacro de comunicación que invade principalmente el ámbito de las culturas subalternas, penetrando y desorganizando sus sistemas simbólicos, hasta el punto de que en ciertos contextos los términos cultura popular y cultura de masas parecen designar un mismo objeto, lo que consuma el triunfo del simulacro. Simulacro que actúa primero sobre lo real, remedándolo, y mata luego la dimensión de lo real, paso necesario para que el simulacro se erija en «realidad», en una copia que no puede ser cuestionada desde un original, pues este dejó de existir. Ahora sí el kitsch podrá presentarse impunemente como obra de arte, sin más recaudo que el de remedar los modos expresivos que tradicionalmente se utilizaron para crear una obra de arte. Es la publicidad con sus luces y técnicas de manipulación sensorial, y no la naturaleza intrínseca y la belleza de la obra, la que le otorgará el aura. Bajo esta caracterización, la cultura de masas no puede ser nunca expresión de una política igualitaria y un ejercicio de la soberanía popular, en la medida en que corrompe el ethos social de los sectores subalternos y sus sistemas simbólicos, y por su incapacidad de respetar y asumir la alteridad impone, desde el mercado, a esos otros que remeden no ya las obras de arte de la cultura dominante, como en los viejos tiempos, sino que pacten con el kitsch, con la hibridez irresponsable e inconducente, que destruye matrices culturales y prácticas artísticas sin generar nada que merezca perdurar.

"Kitsch" en Buenos Aires (El Caminito)Y ya que se vinculó lo híbrido con el kitsch, es preciso detenerse en su caracterización, ya que no puede definirse simplemente como un producto cultural mestizo. Se trata más bien de una mezcla anodina, estéril, infame, realizada o promovida no por las culturas populares, sino por la cultura de masas y los medios puestos a su servicio. Si una cultura popular toma elementos de otras culturas y los legitima como propios mediante un proceso selectivo y adaptativo, incorporándolos así a su sistema simbólico, no se convierte por eso en una cultura híbrida, ni el nuevo producto puede ser llamado así, pues bajo dicho patrón todas las culturas del mundo serían híbridas. La hibridez, entonces, estaría dada por una falta de conciencia del proceso histórico-cultural al que se pertenece o en el que se actúa, una deriva que solo puede conducir al kitsch y la rendición ante la cultura de masas. Aun más, se podría definir lo híbrido como un accionar realizado o inducido por la cultura de masas para destruir la base solidaria y compartida de la cultura popular y apropiarse de sus elementos, previa resemantización. El kitsch, así impuesto por la cultura de masas, promueve esa caótica mezcla de estilos que para Nietzsche representaba la barbarie, y coadyuva a lo que Castoriadis llamara «el ascenso de la insignificancia».

La del folk market es una producción en serie orientada no hacia los gustos de unos pocos viajeros exquisitos o al menos capaces de comprender al otro, sino hacia una industria turística que, como observa Lombardo Satriani, está inmersa en la cultura de masas. Pero como se dijo, esa masa no es por desgracia una consumidora pasiva, que se limita a comprar las genuinas creaciones de una cultura, sino que, por el contrario, genera y regula el folk market al exigir a la producción subalterna que incluya temas, elementos y valores de su pobre visión del mundo, y preste además una utilidad dentro de su sistema, que resulte funcional dentro de él. O sea, la cultura subalterna tiene que producir no lo que las representa de verdad, sino los objetos que el mercado necesita, añadiéndole algún elemento de su propia identidad, los que para resultar visibles a gente que no sabe captar la diferencia y menos dialogar con ella, deben estereotiparse al máximo. Se pone así una llama para caracterizarlo andino, porque los elementos de las pinturas rupestres o las guardas y formas de su cerámica pueden no decir nada a la multitud, pasar inadvertidos como rasgos diferenciales.

La no recepción del mensaje no solo frustrará el diálogo intercultural, algo que a la cultura de masas no le preocupa en absoluto, sino que se traducirá en un fracaso comercial, lo que sí es para ella catastrófico, pues su verbo supremo, al que todos los demás deben someterse, es vender. Lo que no vende no sirve, no vale. Por eso el folk market no establece ni busca establecer una verdadera relación humana, ese intercambio de valores, costumbres y creencias diferentes que constituye una de las más altas experiencias del hombre, en tanto le permite tomar conciencia de su propia cultura, relativizar sus presupuestos, neutralizar el etnocentrismo y acceder así a la universalidad. En sus escaparates y tinglados todo se sacrifica al puro valor ornamental, la utilidad medida por el comprador, no por el productor, pues a menudo este debe hacer objetos que no son útiles en su marco cultural, o imprime a los que hace un sentido o utilidad diferente, como en el caso de la máscara tallada para un ritual que se vende luego para adornar una casa donde nadie sabrá de ese ritual.

El exotismo se torna un elemento importante de venta no por la fascinación misma de lo extraño, que es legítima y fértil, sino como constancia de un viaje (un consumo que asigna estatus social) o simulación de una universalidad de la que se carece o resulta totalmente superficial. A veces se fuerza o subraya el carácter exótico por medio de la leyenda «Recuerdo de...», la que para todo verdadero viajero resulta inadmisible en lo estético y además innecesario, pues donde hay experiencias compartidas, diálogo real, la memoria imprime fuertes marcas. En cambio, aquel que pasa por un sitio sin hablar con ninguno de sus habitantes que represente verdaderamente a su cultura ni ve otra cosa que la que le señala el guía, precisa al final de su gira este recordatorio, que le servirá a la vez para probar a los incrédulos que efectivamente estuvo allí. Por esta vía, se llega al absurdo de «recordar» a un pueblo por algo que este no practica. Por ejemplo, los ceniceros con motivos andinos hechos por indígenas que no fuman sino que mascan la hoja de la coca.

Claro que no se puede descartar la vía inversa, o sea, la apropiación por parte de las culturas populares de elementos de la cultura de masas para hacer obras que solo una mirada simplista puede calificar de híbridas, pues entrañan a menudo una sana crítica, mediante los recursos de la risa, de la modernidad dominante, con lo que la imagen dirigida a descomponer su imaginario es devuelta al emisor, para obligarlo a mirarse en el espejo de su propia necedad. Por cierto, tal apropiación implica una resemantización y una refuncionalización. Quien busca estupidizar, banalizar, cae así ridiculizado por una devolución retocada o intervenida que pone en evidencia la tontería de su propio discurso. Esto es un capítulo innegable de la guerra de los imaginarios, pero no se debe perder de vista que la relación de fuerzas sigue siendo desfavorable a la cultura popular. La intensidad del bombardeo mediático produce a esta un daño mucho mayor de lo que ella puede ganar resemantizando sus elementos triviales para alimentar una conciencia de identidad por efecto de contraste, o sea, por el rechazo de ese modelo.

 El arte popular debe defenderse así, por un lado, del folklorismo, y por el otro, de la cultura de masas, que lo aplasta con una producción anodina y de mal gusto destinada a satisfacer esa autocomplacencia estética que es el folk market, que impone sus propios valores disfrazándolos con lo diferente, o más bien con estereotipos banales de lo diferente, como un modo de remarcar la sumisión, la dominación paternalista que ejerce o intenta ejercer sobre los sistemas simbólicos que mantienen la dignidad de la cultura y se resisten a los simulacros.

Resulta claro que hay además una producción que escapa totalmente al control de lo popular, puesto que no busca imponerle nada, sino que toma elementos de su cultura para producir industrialmente esos objetos anodinos que se han resumido como «arte de aeropuertos» Los objetos no se fabrican con los materiales con que los produce la cultura que se falsifica, sino en plástico, y tampoco se respetan sus proporciones originales, sino que se los reduce, simplifica y aliviana para que puedan entrar cómodamente en las valijas y no generen un sobrepeso. Se ha desarrollado así un horrible «arte» en miniatura que, más que un remedo, es una burda caricatura de sí mismo. Dichos objetos, desde ya, están hechos para quienes no solo nada saben del arte popular, sino de arte en general, pero aun así compiten con las artesanías, pues de no existir tales sucedáneos, el dinero de los turistas quedaría para los sectores populares que tanto lo necesitan para satisfacer necesidades básicas. Una parte del turismo busca artesanías dignas y no intervenidas por la cultura de masas, aunque de bajo precio, lo que es un condicionante serio de la creatividad subalterna. Pero existe también un verdadero arte popular, que se expresa en objetos muy elaborados y de notable belleza que a menudo llevan la firma de sus artistas y se exponen en galerías, dirigidos a un mercado de mayor poder adquisitivo y, sobre todo, de mayores exigencias estéticas.

La palabra kitsch, nacida en Alemania a mediados del siglo xix, designa la actitud de quien quiere complacer a cualquier precio al mayor número posible de personas. García Canclini señala que lo kitsch no reside principalmente en los objetos, sino que es el estilo con que el mercado capitalista se relaciona con lo popular. Mientras la modernidad occidental se viste apresuradamente de kitsch, identificándose en forma creciente con la «estética» de los medios de comunicación, las culturas populares elaboran, como pueden, su propia modernidad y muchas de ellas pasan ya a la ofensiva con el apoyo de artistas e intelectuales comprometidos con su destino, como un frente insoslayable de una guerra que busca detener esa especie de Apocalipsis (que ahora se ve más real que cuando Umbero Eco escribió su tan célebre como benévolo libro) que amenaza al diálogo real, a la interacción fundada en la solidaridad de lo viviente y no en la cosificación del hombre y sus símbolos.

Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA
2. CULTURA Y SOCIEDAD
3. ESTETICA Y CINE

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