FICHA ANALÍTICA

Cine cubano del siglo XXI: Tenue autoría, se imponen los géneros
Río Fuentes, Joel del (1963 - )

Título: Cine cubano del siglo XXI: Tenue autoría, se imponen los géneros

Autor(es): Joel del Río Fuentes

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 9

Año de publicación: 2008

El cine de autor en Cuba se está eclipsando. O al menos languidece aquel concepto inherente a los mejores tiempos del ICAIC, cuando la mayoría de los filmes resultaban de la acción creativa, la imaginación, la concepción del mundo y las obsesiones del director, del artista comprometido con su cultura y con el destino de la nación. De modo que los cineastas se empeñaron en equiparar al cine, estéticamente, con manifestaciones tan indiscutiblemente artísticas como la poesía, la pintura o la música sinfónica, y Memorias del subdesarrollo, Lucía, La primera carga al machete, De cierta manera, Plaff o Madagascar devinieron monumentos de dimensiones culturales análogas a Noche insular: jardines invisibles o La isla en peso; La jungla o Interior con columnas. El cine cubano, en su etapa posposmoderna ya no aspira a tanto, y las ambiciones de los cineastas, del ICAIC, e incluso del público, han descendido notablemente. En el momento actual han cobrado mayor importancia variables como saber contar aristotélicamente, el entretenimiento y la espectacularidad, la corrección convencional de la representación, y la apuesta por los géneros asentados secularmente.

En las primeras dos décadas del ICAIC se atendía al imperativo de conformar una cinematografía nacional, artística y culturalmente apta, digna y competitiva, al tiempo que, cumplidamente, se acataban los principales presupuestos de la politique des auteurs, dispuesta por André Bazin y sus correligionarios en la nouvelle vague: solo el cineasta autor, o más bien su necesidad de autoexpresión, le suministran coherencia totalizadora a la película, vista como obra de arte. De modo que el cineastaguionista es el creador absoluto de los significados, y por tanto el filme «le pertenece», lleva su firma y su impronta, aparte de los condicionamientos institucionales, sociales y colectivos que caracterizan la producción cinematográfica.

En Cuba, la crisis económica y filosófica generada por la desaparición de la Unión Soviética y del campo socialista; la expansión (también aquí) del sustrato ideológico que proclamaba la crisis del autor, el fin de la historia y la entronización del pensamiento único; los decesos de Tomás Gutiérrez Alea, Manuel Octavio Gómez, Santiago Álvarez, Nicolás Guillén Landrián, Oscar Valdés, Mayra Vilasís y Sara Gómez; así como el alejamiento de la realización de Julio García-Espinosa, Marisol Trujillo y Orlando Rojas; el acceso a la realización de jóvenes no siempre deudores de la sagrada heredad legada por el ICAIC histórico, todo ello unido a la necesidad imperiosa de realizar productos que generaran ganancias, al menos en el mercado interno, y el indiscutible reciclaje de los géneros tradicionales verificado en el cine mundial a lo largo de los años setenta y ochenta, fueron algunos de los factores principales que condicionaron, en los umbrales del siglo xxi, un cine cubano apartado casi por completo de los presupuestos originarios del cine de autor, y mucho más cercano a los dispositivos genéricos convencionales y tradicionales.

La inclinación a lo genérico no apareció de pronto ni mucho después del año 2000. Venía avanzando desde los años ochenta y noventa, pero solo en los primeros años del siglo xxi ha encontrado el fermento más propicio para extenderse, como intento demostrar en este texto. Si bien los paradigmas del cine de autor, en versión ICAIC –me refiero a títulos como La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo (1966 y 1968, Tomás Gutiérrez Alea), Las aventuras de Juan Quin Quin (1967, Julio García-Espinosa), Lucía y Un día de noviembre (1968 y 1972, Humberto Solás), La primera carga al machete y Los días del agua (1969 y 1973, Manuel Octavio Gómez)– conservaban en alguna medida ciertos matices de los géneros tradicionales (comedia de costumbres, melodrama, cine histórico y épico), sería en la etapa inmediatamente posterior cuando puede demarcarse la tendencia decidida a establecer abierto contacto con el público mayoritario, a partir de narrar y representar mediante códigos secularizados en el cine de género: el último filme de Gutiérrez Alea fue una sátira sobre el soporte narrativo de la road movie (1996, Guantanamera), el más reciente de Julio García-Espinosa ofrecía visos de melodrama neorrealista y femenino (1994, Reina y Rey), en los años ochenta y noventa Humberto Solás y Manuel Octavio Gómez apostaron por un cine clasificable dentro del género de la reconstrucción histórica y la adaptación literaria (Manuel Octavio dirigió Señor Presidente, en 1983 y Gallego, en 1988, y Humberto emprendió, casi consecutivamente, Cecilia, Amada, Un hombre de éxito y El siglo de las luces, entre 1981 y 1992).

“Adorables mentiras” (1991) de Gerardo ChijonaAdemás de los ejemplos anteriores, seleccionados en las filmografías de los autores que pudiéramos llamar fundacionales, vale añadir que a finales de los años setenta, y de manera más decidida en décadas posteriores, se impuso en el cine cubano la combinación entre el cine de autor y el de género, a través, sobre todo, de la comedia satírica y de costumbres (Se permuta y Plaff, de Juan Carlos Tabío; Alicia en el pueblo de las maravillas y Kleines Tropicana, de Daniel Díaz Torres; Adorables mentiras, de Gerardo Chijona; Amor vertical, de Arturo Sotto; De tal Pedro tal astilla, de Luis Felipe Bernaza), el retro con matices épicos, sentimentales o del cine de aventuras (El brigadista y Guardafronteras, de Octavio Cortázar; Clandestinos y Hello Hemingway, de Fernando Pérez; Una novia para David, de Orlando Rojas), el melodrama femenino (Retrato de Teresa y Habanera, de Pastor Vega; Amada, de Humberto Solás y Nelson Rodríguez), el cine musical constante y sonante (Patakín, de Manuel Octavio Gómez; La bella del Alhambra, de Enrique Pineda Barnet; Paraíso bajo las estrellas, de Gerardo Chijona; Zafiros, locura azul, de Manuel Herrera)… La relación anterior no pretende demostrar que en este largo período (de 1975 a 2000) nuestra cinematografía apostara abiertamente al género y cerrara sus puertas a los fervientes continuadores de un cine de autor acendradamente artístico, subjetivo y personal. ¿Quién puede negar las múltiples influencias que existen entre los primeros filmes de autor del ICAIC y obras posteriores como La última cena, Hasta cierto punto y Fresa y chocolate (de Tomás Gutiérrez Alea); Cecilia, Un hombre de éxito y El siglo de las luces (de Humberto Solás); Papeles secundarios (de Orlando Rojas); Madagascar y La vida es silbar (de Fernando Pérez)?

Si bien el cine cubano de los años ochenta y noventa podía exhibir todavía numerosos ejemplos de acendrada autoría, la mayoría de los largometrajes de ficción generados entre 2001 y 2007, evidencia la subordinación a la tipología de personajes, los códigos narrativos y la iconografía propia del género, aparte de las consabidas excepciones que representan, en ese período, el filme dirigido por ese autor decisivo y «tardomoderno» que es Fernando Pérez (Suite Habana), y las desemejanzas que afloran entre los dramas de época firmados por Humberto Solás, en los años sesenta y ochenta, y los melodramas contemporáneos de este mismo autor (Miel para Oshún y Barrio Cuba). Entre todos los creadores que participaron en el esplendor de aquel primer cine de autor «a la cubana», es Solás el único cineasta que produjo nuevas obras en el período que va de 2001 a 2007. A continuación, pasamos revista a los géneros que han repuntado con mayor fuerza en estos años, y a los filmes donde se manifiestan tales preponderancias, mientras decae el cine de autor a la manera en que lo entendieron los fundadores.

Género dominante:
la comedia
y sus variantes

Entre todos los géneros cinematográficos, la comedia es tal vez el más difícil de definir por su inmensa dispersión temática, tipológica, tonal y estilística. El primer escollo para una definición certera aparece con la persistente interpenetración de la comedia y otros géneros (sátiras del cine negro, comedias sentimentales pasadas por el melodrama, etc.), y la segunda dificultad proviene de la ambigüedad conceptual a la hora de precisar las variantes subgenéricas (parodia, sátira, de enredos, costumbrista, de golpe y porrazo, etc.). Puede definirse como el género destinado a la diversión y a provocar la risa, o al menos un estado de ánimo distendido y alegre, puesto que el espectador asiste, desde el distanciamiento, a las peripecias y desgracias de los personajes, sin tomárselos jamás en serio. Puede decirse que la comedia, junto con el musical, ha sido el género destinado a divertir al espectador, a distender sus tensiones diarias mediante lúdicas catarsis en torno a enredos de alcoba o a las confusiones de identidad entre las clases adineradas, sin dejar de aportar observaciones críticas, exageraciones farsescas e incluso grotescas. El personaje cómico adquiere ese carácter simpático como resultado de su inadaptación, excentricidad, desviación de la norma o carácter marginal. Por último, debe decirse que toda comedia está marcada por el tono ligero o burlesco, pues extrae la comicidad de la misma fuente que el drama: de la oposición a los deseos de los personajes protagónicos por parte de otros personajes, de las circunstancias o del medio social. Eso sí, la acción deberá colmarse de giros inesperados o absurdos, se recurrirá a la exageración caricaturesca de los caracteres. En tiempos posmodernos, sobre todo en la coyuntura epocal entre los siglos xx y xxi –con la tendencia del cine a entronizar el pastiche y la dispersión, al mestizaje intergenérico y la hibridez anárquica de estilos y referentes–, aparece un «nuevo» tipo de comedia que entremezcla lo cómico, satírico o paródico, con elementos del musical y del cine retro (Molino Rojo, Chicago, Ocho mujeres) o del cine psicológico y de autor (Deconstruyendo a Harry, Amelie, The Player).

Como en cualquier comedia de enredos, en Hacerse el sueco (2000, Daniel Díaz Torres) dominan los equívocos respecto a la identidad de los protagonistas, la oposición entre la esencia y la apariencia, y el fingimiento, la doble moral o la ética acomodaticia. La trama se ambienta en La Habana finisecular, en una barriada bulliciosa, donde alguna gente no es tan decente como simula, ni otros al cabo resultan marginales tan peligrosos como parecen. Entre ellos se teje una supuesta intriga policiaca que no es tal, pues carece de suspense, en tanto el enigma se resuelve en los primeros minutos, y el resto del metraje se dedica a que los principales personajes, particularmente Amancio y su familia, descubran asombrados verdades tan elementales como que «las apariencias engañan», «el que quiera azul celeste que le cueste», «todo lo que brilla no es oro», «casa con dos puertas mala es de guardar» o «camarón que se duerme, se lo lleva el turista». Díaz Torres vuelve a trabajar con el guionista Eduardo del Llano, con quien ya había cimentado una colaboración mediante Alicia en el pueblo de Maravillas y Kleines Tropicana. Después del barroquismo delirante, las dificultades de la puesta en escena y las complejidades narrativas de ambas comedias, el dúo guionista-director opta por el relato más transparente, causal y cronológico, aunque conservan los guiños satíricos respecto a los géneros tradicionales y la voluntad por evidenciar la entronización social de actitudes simuladoras y del espíritu codicioso, utilitarista.

Al rigor de las circunstancias se remite también la comedia agridulce, coral y surrealista que es Lista de espera (2001), deudora por momentos de filmes con un corte mucho más negro y absurdo como El ángel exterminador, de Luis Buñuel, o Los embotellados, de Luigi Comencini. Su abultado reparto y guión colmado de peripecias «reales» y soñadas por los personajes, se encarga de rememorar muchos otros títulos (Perfume de mujer, Fresa y chocolate, las llamadas dream pictures de Hollywood –en las cuales algo de lo que ocurría formaba parte de la ensoñación o la pesadilla de un personaje–, algunos filmes de Robert Altman o del Neorrealismo italiano), aunque las numerosas citas y homenajes a filmes anteriores están puestas en función de una película que quiso ser, al mismo tiempo, confluencia e inventario de lo que puede salvar a los cubanos, y también de sus peores naufragios. Los desbordes del pastiche dionisiaco (comedia en variantes picaresca, absurda, esperpéntica, con alguna «desviación» al drama crítico contemporáneo y al melodrama ligero) se aúnan con la voluntad de ofrecer mil guiños satíricos y transtextuales. Si Fresa y chocolate se concentraba trágicamente en el tema de la intolerancia y Guantanamera se dedicaba a criticar la vetusta y disfuncional burocracia, en Lista de espera reaparecen ambos temas, pero en el subtexto, pues la clave central gira en torno a la solidaridad y al imperativo de encontrar caminos alternativos a la crisis económica y social dominante en los años noventa.

La inocencia enfrentada al fingimiento o a la doble moral es una de las líneas narrativas más frecuentes también en los filmes de Orlando Rojas (Una novia para David, Papeles secundarios). Las noches de Constantinopla (2001) es una suerte de comedia de iniciación en torno a la relación entre el joven Hernán y su abuela, encarnaciones respectivas de la inocente liberalidad y de la pacatería represiva, encarnaciones de los dos polos generadores de conflicto dramático. Comedia de enredos medio disparatada y con una fuerte vena musical, sátira amable, nada virulenta, sobre la vertiente adaptable y gozadora del cubano, que no obstante desliza también válidas observaciones sobre la relación traumática del individuo con el poder, Las noches de Constantinopla estimula la rebelión ante el autoritarismo que compulsa a los seres humanos a la mentira, el fingimiento y la traición a sí mismos. La moral mimética de estos personajes aparece desgajada en múltiples vertientes, de modo tal que el filme termina siendo un muestrario desbordado de antifaces y dobleces, guiñol y carnaval. Los enredos y equívocos de identidad recuerdan al Billy Wilder de Some Like it Hot, y al Tomás Gutiérrez Alea de Los sobrevivientes, pero el filme carece mayormente de la gracia y la flexibilidad necesarias para hacer reír a mandíbula batiente, pues los mejores chistes no están en la acción física ni en el verbo, sino en ciertas alusiones a la flexibilidad y el mimetismo, al anhelo de gozo, pachanga y carnaval que le permiten al cubano enfrentar malditas circunstancias por todas partes.

Sobre el deseo de transgredir los límites del aburrimiento, la inercia y el egoísmo discursa Nada (2001), el intento de Juan Carlos Cremata Malberti por violentar los rígidos soportes genéricos y enrumbarse hacia el pastiche y la comedia satírica, grotesca, esperpéntica, mientras que en algunos pocos y hermosos fragmentos se consagra al melodrama, el lirismo y la tragedia. Ocurre que estos instantes trágicos donde se lidia con temas tan difíciles como el abandono en la vejez o el suicidio, conllevan una cierta ruptura con el tono generalizado de comedia descacharrante y hasta carnavalesca, dentro de un filme que aupaba como principal recurso compositivo el tradicional y cubanísimo choteo. Esa combinación de exageración satírica, humor esperpéntico, astracanado y delirante, flanqueado por secuencias lírico-intimistas, está en función de comprender la cubanía cual exuberante estado de ánimo, donde habitan superpuestos la dicha y el dolor, el cielo y el infierno, la cólera y el remanso. A Nada pueden sobrarle brochazos, viñetas, momentos caricaturescos, citas gratuitas, pues el homenaje de Cremata a los grandes creadores del séptimo arte asimila elementos tanto de la comedia silente «de golpe y porrazo» como de ciertas producciones italianas de los años sesenta; sin embargo, el director ha logrado la más ecléctica redacción donde no faltan frases que recuerdan a Fellini, otras a Almodóvar, las de más allá a Tarkovski, y en conjunto el discurso se apega a la estética fragmentaria del videoclip y el video-arte, el documental y el teatro del absurdo.

El tono tragicómico, o más bien, las claves del humor negro, adaptado a la contemporaneidad, constituyen la plataforma genérica de Entre ciclones (2002), Enrique Colina, la historia de Tomás, un joven sin vivienda, en crisis con su empleo, y en pleno conflicto de lealtades. Filme de intención panorámica respecto a La Habana y sus habitantes, obra honesta en su percepción de la realidad contemporánea, Entre ciclones manifiesta una profunda coherencia con la obra anterior, documentalística, de Colina (Estética, Yo también te haré llorar, Vecinos, Más vale tarde que nunca, Jau, Chapucerías). Aquí reaparece su criollísimo sentido del humor y del choteo, el impecable regusto satírico a la hora de acercarse a las costumbres y a la fenomenología ética del cubano promedio. No podía esperarse de este cineasta una película rosada, complaciente o ingenua. El regusto ácido, burlón, está favorecido muchas veces en desmedro de una urdimbre dramatúrgica sólida, o del tratamiento consecuente de los personajes, pero habrá que reconocerle al autor su voluntad de plantar su cámara ante los tiempos malos, huracanados, e ilustrar las concesiones, la desidia, la doble moral ambiente, los conflictos generacionales, entre otros vórtices, tanto o más peliagudos que los mencionados.

Tragicomedia contemporánea de enredos, reflexiva y costumbrista, que se burla, sobre todo, de la doble moral entre algunos intelectuales cubanos, Perfecto amor equivocado (2003, Gerardo Chijona) está protagonizada por un escritor en baja que, compulsado por la ambición de volver a tocar el éxito, y por sus difíciles relaciones con su esposa, hija y amantes, emprende la mentira y la concesión como fórmulas para reciclar su existencia. Semejante trama ofrecía ingentes posibilidades para la tragedia (el destino manifiesto de sostener a toda costa el estatus material y afectivo) y un tanto menos para la comedia hilarante. Por eso el filme se arriesga con un tono ambiguo, ni cómico ni dramático. Hay varios chistes realmente memorables, pero los mejores proceden de la inmensa «capacidad» del protagonista para operar mimetismos, para entregarse al mercanchifleo de los principios y a la negociación de intereses esenciales. En Perfecto amor equivocado, Chijona se valía, como en sus filmes anteriores (se consagró en los años ochenta con los documentales Una vida para dos, Ella vendía coquitos, Kid Chocolate y El desayuno más largo del mundo, y luego realizó las ficciones Adorables mentiras y Un paraíso bajo las estrellas), de los cánones de la comedia cáustica y de enredos, con equívocos de identidad y comportamientos erráticos de los personajes. ¿Que a veces la trama se conduce por ciertos senderos de insignificancia y artificialidad? Seguramente. Pero estamos hablando de un sainete medio frenético, y muy atento a las leyes del género elegido para contar la historia de sus personajes.

Llorar sigue siendo
un placer

Desde las primeras décadas del siglo xix ya se definía al melodrama (ampliamente popular en su vertiente teatral) como celebración del infortunio y de las lágrimas, con la música como elemento primordial de apoyo al conflicto dramático. En esa época –y hasta la imposición de la telenovela– todo melodrama consistió en la espectacularidad de las persecuciones a los virtuosos e inocentes, quienes atravesaban una serie de desgracias, fuertemente subrayadas por la música. Los teóricos actuales han determinado que el género garantiza el intercambio entre los creadores y el público a partir de la ilusión de realidad, o de la constatación de los bordes más ásperos de tal realidad. El melodrama utiliza arquetipos y prototipos que simbolizan virtudes y maldades, en función de la educación sentimental, entendida dicha educación como la construcción de subjetividades edificadas sobre un universo simbólico presidido por la tríada amor imposible/sufrimiento/fatalidad. El melodrama fue, ha sido, y probablemente seguirá siendo, el género más y mejor cultivado por las cinematografías de Hispanoamérica. Desde los años treinta, pero sobre todo en los cuarenta y cincuenta (épocas «de oro» del cine mexicano, argentino, y en alguna medida también del español y el brasileño), florecieron las películas concentradas en mujeres abnegadas o fatales, que ayudaron a cimentar las cinematografías hispanohablantes e instauraron al melodrama como la primera producción cultural latinoamericana icónica y masiva, que, apoyada en la novela rosa, el folletín, la música popular y la radionovela, representaba las desigualdades y contradicciones entre los sexos, e incluso las contradicciones clasistas, religiosas, culturales y políticas.

La contradicción entre esperanzas y desesperanzas, sueños y frustraciones de quienes viven una realidad opresiva, fea y sucia, constituyen la esencia dramática de Suite Habana ( 2002, Fernando Pérez), un documental dramatizado sobre la ciudad y sus gentes, con algo de retrato y de diario personal, pues la ciudad se ilustra en imágenes a partir de varios personajes en el largo viaje de un día hasta la noche. El principal núcleo de conflictividad radica, como en todo buen melodrama, en la irrealización personal de la mayoría de los protagonistas: una anciana precisada a vender maní para mantenerse ella y su esposo jubilado y enfermo; el joven bailarín que apenas puede reparar su precaria vivienda; un niño con enfermedad de Down es criado amorosamente por su familia omnímoda; un médico sueña con ser actor, aunque de momento actúe como payaso en fiestas infantiles, mientras despide a su hermano, quien parte al extranjero tal vez para siempre; el obrero de ferrocarriles que luego de su ruda tarea tiene la pequeña satisfacción nocturna de ir al templo a tocar himnos con su saxofón... En el primer segmento expositivo (acaso demasiado prolijo) se devela, de manera neorrealista, el sudor, la monotonía y la escasez, pero a medida que el filme avanza, con un ejemplar sentido del suspense, el espectador accede a la verdad íntima de cada personaje y, mediante el principio de identificación, se vuelve cómplice de estas personas, todas poseedoras de ingentes capacidades para crear, crecerse y soñar, a pesar de dramáticas eventualidades. Todos, o casi todos los personajes, son presentados desde una doble perspectiva: son gente común, humilde, y en la medida que avanza el relato, se advierte su heroica melodramática excepcionalidad, pues a pesar de toda penuria, de los obstáculos y el infortunio, en casi todos ellos permanece incontaminada la capacidad para forjarse quimeras, para alimentar atisbos de exaltación anímica y espiritual. Suite Habana incluye una especie de antología sucinta de la canción cubana (Sindo, Roig, Silvio), en tres de los momentos más hermosos que nos haya regalado la vinculación contemporánea entre imágenes y sonido de esta Isla. Con la fuerza neorrealista del documental, y la capacidad de la ficción (y del melodrama) para ganar la identificación y los sentimientos del público, Suite Habana es de esas películas que pudiera mejorar al espectador, pues lo conmina a crecerse, y todos estos logros trascienden la habitual externidad y falta de ambiciones de cierto cine cubano reciente, tanto documental como fictivo.

Barrio Cuba (2005, Humberto Solás) comparte, sin remordimientos ni complejos, algunos motivos acendradamente románticos como el amor imposible, o el desamor sin paliativos. En la historia de Santos la muerte cae como un rayo que reduce su vida a cenizas. Magali es el caso típico de mujer fatal romántica, que ama a quien no debe, desdeña a quien la adora, y es capaz de los más tremendos sacrificios por ayudar a los merecedores de su ternura (está el giro dramático, caro a la tradición melodramática y folletinesca: la heroína se inmola por amor a sus seres queridos). Vivian idolatra a su esposo de manera tan exasperada, que también es capaz de acudir a cualquier recurso extremo por tenerlo cerca, sobre todo cuando intenta darle solución mediante la fe religiosa a su impotencia como madre de familia. Los conflictos principales proceden, entonces, de la incompetencia de los personajes (otro artilugio dramático de matriz indiscutiblemente trágica y melodramática) para comprender «los duros golpes del destino cruel». Complejo melodrama filial que no solo deifica, relee y cuestiona las actuales ideas sobre la familia y la figura paterna, sino que también se inscribe de lleno en la continuidad de antiquísimas tradiciones occidentales, vinculadas a significantes de índole mitológica, Barrio Cuba toca de soslayo –y trae a cuento cuando conviene, para sustentar dramáticamente las tres historias principales– contenidos que gravitan sobre la familia cubana del presente. Entre otros, asoman motivos adyacentes, de disímil peso dramático, relativos a la emigración al exterior y la inmigración a la capital desde otras provincias; ilegalidad y delincuencia; religiosidad popular (a la que se le echa mano «cuando truena» y puede ser lo mismo católica, protestante o de origen afrocubano); las diferencias entre la ciudad y el campo; los problemas laborales y de vivienda; prostitución femenina y masculina; alcoholismo; diferencias generacionales que conllevan conflictos de todo tipo; homosexualismo y homofobia; racismo larvado; marginación y automarginación... En tanto fábula de aspiraciones épico-sentimentales y corte trágico el filme se asienta en la metaforización de varios mitos humanísticos esenciales relativos a la muerte, el (re)nacimiento, el dolor como instancia purificadora, y la familia cual remanso de todas las virtudes, el espacio umbrío que garantiza el estímulo para eternos retornos.

A pesar de sus raptos de humor grueso, populista y vernáculo, y de sus abruptos cambios de tono, La noche de los inocentes (2007),del director y guionista Arturo Sotto (Talco para lo negro, Pon tu pensamiento en mí, Amor vertical) se afilia a una cierta variante del melodrama de autor, rebuscado y barroco, violentamente intergenérico y posmoderno. Alentado por el propósito expreso de comunicarse con la mayor cantidad posible de público, el filme recurre al chiste expedito y el giro sorpresivo, en esta historia perfectamente comprensible, llana, pero planteada en diversos y contrastantes estratos. La noche de los inocentes se acerca a espinosos conflictos filiales, sociales, psicológicos y sexuales engastados en la plataforma melodramática dominante (los dos jóvenes no pueden verificar su relación, la madre del muchacho es la gran dama irrealizada del melodrama convencional, el padre es el machista patético y un poco malvado…), aunque aquí importa, sobre todo, la extrema libertad de registro genérico, más allá de la habitual oscilación entre melodrama filial y comedia de costumbres, paradoja aparente que nuestro cine ha pulsado en algunas otras ocasiones. Se trata, más que todo, de un filme policiaco flanqueado por las numerosas y muy graves observaciones respecto a la disfuncionalidad de esta familia o a la gigantesca brecha generacional abierta entre padres e hijos, amén de los momentos farsescos, de humor vernáculo, absurdo, esperpéntico, de enredos y equívocos. El arsenal de códigos típicos del melodrama suele emplearse a fondo en tal escenario, y al momento, de forma repentina, cede su lugar a la batería completa de un código diferente, y hasta paradójico, como la comedia. La buena noticia es que los momentos de melodrama, comedia o policiaco no se estorban para nada en un relato aspirante a la ligereza y la efervescencia. Hay momentos, interrelaciones de algunos personajes, en que la película se convierte en una suerte de antología de frustraciones y problemas intergeneracionales, y se sumerge en un cauce tipológico que la clasifica de lleno en el melodrama filial. Mucho informa esta película sobre la crisis de valores, los ideales distintos y la manera de vivir de un par de generaciones que conviven en la Cuba contemporánea, y lo mejor es que se arriba a semejante estadio de develamientos esenciales con una naturalidad y una fluidez envidiables.

“Personal Belongings” (2007) de Alejandro BruguésOtra pareja de jóvenes cuya relación adquiere visos de imposibilidad (la temática clásica del cine todo, pero apenas abordada de manera protagónica por el cine cubano en sus primeros treinta o cuarenta años) es la esencia de Personal Belongings (2007), opera prima del guionista Alejandro Brugués. Ana y Ernesto se conocen y enamoran, aunque están conscientes de haber elegido caminos completamente distintos: ella decidió quedarse luego de que su familia emigrara, él ha invertido caudales de tiempo y energía en tratar de irse de Cuba y, parece, que al final, lo consigue, justo cuando había logrado establecer una relación con Ana marcada por la calidez, la comprensión y la ternura. La música de X Alfonso es correlato de la trama, y al mismo tiempo funciona acentuando la emotividad, la tristeza de estos jóvenes destinados a la separación y el ostracismo. Además de la tradicional ilustración de protagonistas desventurados, sufridos, víctimas de sus anhelos insatisfechos, o de «los golpes de la vida» (a la muchacha la abandonó su familia, el muchacho perdió la madre y también está traumatizado por la ausencia-presencia del padre intolerante), el filme subraya con la oportuna música el sacrificio y la lealtad de ella, y el sufrimiento de ambos ante la despedida inevitable. Así, Personal Belongings se acerca al problema migratorio desde una mirada que subraya la tragedia implícita en la división familiar y en los afectos impracticables, pero complejiza el panorama anímico pues se concentra en la esfera de lo privado sentimental –casi por completo ajeno a consideraciones políticas– y las razones para irse o quedarse no están expuestas desde una perspectiva crítica, como sí ocurría en Nada, Video de familia, Barrio Cuba, e incluso Habana Blues, del español Benito Zambrano, egresado de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, de San Antonio de los Baños. También se graduaron en esa Escuela Arturo Sotto, Juan Carlos Cremata Malberti y Alejandro Brugués. Los cuatro jóvenes apostaron en sus obras por el flagrante rescate de los géneros, como hemos visto hasta este punto, y continuaremos viendo en lo adelante.

Cuentos de carretera

La road movie contemporánea implica el espíritu de descubrimiento o de escapatoria de los personajes, la búsqueda de un sentido otro para la existencia, la odisea más o menos angustiosa hasta Ítacas no siempre prefijadas. Así, el filme de carretera puede verse cual subgénero de las aventuras en el cual los personajes se ven compulsados por la necesidad de cambiar su vida, adquirir experiencia, discernimiento o porque simplemente se ven obligados a partir. Y aunque la road movie solía ser considerada subgénero de origen norteamericano y contracultural (Bonnie and Clyde, Two for the Road, Easy Rider, Five Easy Pieces), también fue profusamente cultivada en el cine europeo de los años sesenta y setenta (Pierrot Le Fou, La vía láctea, Les Valseuses, Im Lauf Der Zeit). En concreto, se trata de películas cuyo género puede ser el thriller, la comedia de costumbres o el drama filosófico, pero su acción dramática aparece dominada por el desplazamiento en auto; la esencia: el descubrimiento de una amplitud transformadora, y el conflicto proviene, por lo regular, del enfrentamiento de los personajes con trayectorias y acontecimientos que los apartan de su cotidianidad y los sumergen en mundos extraordinarios y ajenos. El subgénero se reactiva en Latinoamérica también a causa de su franca permisividad a la hora de incorporar episodios, situaciones, personajes diversos y múltiples componentes estilísticos o genéricos. Así, algunos de los mejores o más discutidos filmes, fechados recientemente, clasifican sin violencia en el apartado de «películas de viajes y carreteras».

Si la road movie típica cubana fue Guantanamera (1996), de Tomás Gutiérrez Alea, una comedia negra en la cual se describía el viaje hacia el reposo definitivo, desde el interior del país hasta La Habana, Miel para Oshún prefirió el melodrama y recorrer la travesía contraria, desde la capital hasta lo más intrincado de la Isla, en busca de las fuentes nutricias del personaje protagónico, cuyo viaje se convierte en un decisivo encuentro no solo con su madre y familia, sino también con su verdadera identidad. Si el soporte argumental de la road movie en Guantanamera se pone al servicio de la comedia de absurdos, Miel para Oshún inclina la balanza del viaje-búsqueda a favor del melodrama, entrañable homenaje a lo mejor de esos seres llamados «cubanos promedio», hombres y mujeres de pueblo, de a pie. Miel para Oshún significó la prudente y momentánea renuncia de Humberto Solás a los filmes histórico-literarios (Cecilia, Amada, Un hombre de éxito, El siglo de las luces), aunque el filme evade, solo en apariencia, el típico regusto por explicar el pretérito histórico que caracteriza al autor, puesto que el protagonista no hace otra cosa, a todo lo largo del filme, que rememorar, buscar las razones del presente, preguntarse cómo se generaron las distancias y desafectos actuales. Solás sostiene su obra sobre dos premisas estrechamente ligadas: la oda noble a lo más valioso de la Cuba profunda y de la nación diaspórica, y la sutil voluntad alusiva, por momentos simbólica. Ambos presupuestos le permiten rebasar la categoría de road movie al uso, para asumir temas tan graves como la división familiar, el insoslayable peregrinar en busca de las auténticas raíces, el retrato comprometidamente afectivo de realidades complejas y dolorosas, además de intentar acercarse al presente y al pasado del país desde la responsabilidad y el compromiso afectivo. Los reencuentros y puntos de partida que el filme describe muestran una odisea más espiritual que física, y como todo retorno a Ítaca, viene a ser más importante el camino de regreso que la propia llegada al destino añorado.

“Viva Cuba” (2005) de Juan Carlos Cremata Malberti.También importa más el camino que la meta en Viva Cuba, el gran éxito de público durante el verano de 2005. Antes de llegar al alegórico epílogo, el espectador disfruta de una criollísima y tragicómica road movie, una historia narrada con extrema vivacidad, donde apenas existen puntos muertos, y los personajes están definidos con una nitidez de clasicismo montesco-capuletiano. La fábula de Jorgito y Malú –dos amigos que pudieran separarse por la voluntad de emigrar de la familia de la niña– se desenvuelve con mucho humor, sobre el fondo de bellísimos paisajes, sin dejar de apuntar ciertas críticas subtextuales, pero siempre en el registro distendido, gracioso, ágil, nada sombrío ni pesimista. Se quiere presentar, en primer plano, la anécdota de estos niños a quienes nadie escucha ni les pide opinión, pero «leída» más a fondo aparece una poderosa y entretenida película que nos habla a gritos sobre la intolerancia y el despotismo, la necesidad de amor y de comprensión. Viva Cuba insiste en el proceso de aprendizaje que la odisea significa, porque Cremata ha optado por la fórmula genérica (que el público identifica, solicita y reconoce) y tampoco desdeñó las virtudes didácticas, aleccionadoras y emotivas de los cuentos infantiles con moraleja. El director y sus guionistas demostraron solvencia narrativa e ingenio a la hora de insertar puntos de giros y suspense, por demás imprescindibles en una película de género (aventuras, road movie, tragicomedia, con alusiones políticas y momentos fantásticos), en un filme totalmente aristotélico y narrativo, con personajes arquetípicos que viajan con el propósito de cumplir ciertas tareas trascendentales.

Las trampas del pasado

El cine histórico se relaciona con el más antiguo e ilustre de los géneros narrativos occidentales: la épica. Por ende, sus fuentes serán mayormente literarias o teatrales, relatará los sucesos que rodearon la vida de una personalidad o se acogerá a describir conflictos políticos, sociales, bélicos y psicológicos de otrora. Tiene marcada tendencia biográfica, pues se relata la vida, o una parte de la vida, de algún personaje célebre, destacando los sucesos de interés y aprovechando lo pintoresco del contexto. Tendrá siempre un alto contenido político y social, que se mostrará de manera directa o indirecta, pues la sola elección del personaje o de la época a retratar, así como el modo en que se haga, ya implica adscribirse a determinada ideología. En todos los países con tradición fílmica importante, aparecen grandes creadores dedicados de manera fija o eventual a este género, marcado por el hálito de recuperar o reinterpretar el pasado. La tipología de los personajes en el cine histórico es tan amplia, como inabarcable es la lista de relevantes personalidades cuyas vidas han sido sujeto de relatos cinematográficos. El acercamiento puede ser contemplativo y hagiográfico o complejo y dimensionado. El cine histórico es intertextual por definición, pues siempre, ineludiblemente, se apoya en un texto previo para construir otro nuevo, y la mayoría de las veces no es un texto único el «original», sino una multiplicidad de «originales» literarios, históricos, musicales, teatrales, fotográficos, etcétera.

La tendencia a recrear la Historia en largometrajes de ficción cubanos, la encabezan algunas obras de Humberto Solás, Tomás Gutiérrez Alea y Sergio Giral: Lucía, Cecilia, Un hombre de éxito, El siglo de las luces, Memorias del subdesarrollo, Una pelea cubana contra los demonios, La última cena, El otro Francisco, Maluala… bastarían para explicarle al más desinformado casi todo lo que necesita saber sobre el pasado fundacional, colonialista y republicano de Cuba. Por su parte, el realizador Rigoberto López se propuso en Roble de olor repasar los orígenes de la nación mediante una anécdota excepcional, que le permitiera ratificar la posibilidad de relaciones no traumáticas ni de odio racista entre negros y blancos, entre extranjeros y criollos. Ampliamente reconocido en el plano internacional por sus documentales Puerto Príncipe mío (dedicado a la capital haitiana) y Yo soy del son a la salsa, tal vez el más elocuente y completo testimonio audiovisual hecho en Cuba a propósito de la música popular bailable, Rigoberto López ubica la acción del filme en la primera mitad del siglo xix, en Cuba, donde se enamoran una mujer negra, hermosa y distinguida, procedente de Saint Domingue (Haití), y un alemán, romántico comerciante recién llegado a la Isla. Ambos desafían los tabúes sociales y barreras raciales, mientras fructificaba el cafetal más rico de Cuba: Angerona, fertilizado con la feliz unión de Úrsula y Cornelio, cercados finalmente por los prejuicios y la incomprensión. Ellos representan el encuentro de dos culturas, dos identidades y dos formas diferentes de pensar la vida, pero tan rica trama apenas si alcanza verosimilitud en pantalla.

Roble de olor quiso ofrecer un testimonio sobre existencias y épocas turbulentas, pasionales, pero no siempre consiguió infundirles naturalidad a sus personajes, de modo que llegaran a ser convincentes. Los sucesos del guión, los diálogos, se remiten escasamente al mundo real de texturas, olores, sensaciones y costumbres decimonónicas, de modo que los intérpretes parecen impuestos a las locaciones, sin integrarse a ellas, posando en cada secuencia para la foto. Rigoberto López defendía la tesis de que hubiera sido ridículo, o superficial, contar desde el folletín este amor de una negra y un alemán; pero huyendo del melodrama, el filme se extravió en sus deseos de trascendencia, y desoyó la esencia romántica de la historia, pues la dramaturgia y el diseño de los personajes no llegaron a lograr nuestra identificación, sino que incluyen arengas extemporáneas y parlamentos forzados, antinaturales, hasta anular en el panfleto y la externidad todo lo que pudo ser alusión sugestiva. Quisieron escapar a las trampas, a los estereotipos del melodrama de época, pero en la supuesta evasión de los cánones, no se asoman esas fórmulas ¿nuevas? capaces de conferirle cuerpo, sangre y humana vibración a las nobles ideas que animan el filme. De cualquier manera, el filme representó el ambicioso empeño del ICAIC por darle continuidad a un cierto tipo de cine, de inspiración casi siempre literaria, y destinado a profundizar en las raíces de la cultura cubana.

Tampoco asumen a plenitud los códigos del melodrama el director, Daniel Díaz Torres y el guionista Arturo Infante en Camino al Edén (2007), otro empeño, en coproducción con España, por recrear la épica fundacional de la Isla. En primera instancia, ellos pulsaron el tono de inspiración romántica, y cierta fidelidad histórica, para relatar la biografía de esta española viuda de un matrimonio infeliz; luego, ella le ofrece refugio a un mambí prófugo, comparte con la esclava los favores sexuales del joven, pero al sentirse engañada, traiciona al cubano entregándolo a sus perseguidores, y después se entrega en matrimonio ella misma, por calculado interés, al viejo ricachón que la pretende. Aunque tal anécdota se incline a ojos vistas por el melodrama de época, los hacedores del filme decidieron vulnerar algunas reglas caras al melodrama (carácter inequívocamente bondadoso o malvado de los protagonistas, conflictividad del triángulo amoroso, inmolación de la heroína, entre otras), porque el director y el guionista prefirieron cumplir con la premisa que los orientó a todo lo largo de la historia: ofrecer la semblanza antiheroica de una mujer cuyo nombre se inscribe como una heroína en los anales de nuestras guerras de independencia. También le falta cercanía, calidez y profundidad psicológica a los personajes centrales, sobre todo, a esta mujer capaz de hiperbolizar, como en todo buen melodrama, los conceptos de erotismo, fidelidad y traición, pero la presentación de sus conflictos es fría, distante, y entonces falla la identificación con la protagonista, quien se presenta, en el segmento final, más en plano de victimaria que de mártir. Tampoco alcanzan la intensidad ígnea, que le hubiera conferido mayor relieve dramático, las pasiones de los otros personajes, como la esclava negra o el mambí; domina el perfil bajo en el registro de todos los conflictos, y late una especie de premura por demostrar las traiciones, el oportunismo y la cobardía de la supuesta heroína. Camino al Edén renuncia a la nostalgia, al romanticismo y a la proeza sentimental, y así deriva en tierra de nadie, se desdibuja el melodrama histórico, y tampoco alcanza a conmover sentimentalmente al espectador, ni a inquietarlo intelectualmente.

Hablando de cine histórico y retro, deben mencionarse tres coproducciones con España, del período 2004-2006, conducidas por directores de ese país, pero rodadas mayormente en foros criollos y con importante participación de creadores nuestros, que se apuntan al regusto por resucitar historias y estéticas del pasado: El misterio Galíndez, Rosa de Francia y Hormigas en la boca. A esa década, los años cincuenta, retroceden también las películas dirigidas por cubanos Bailando chachachá, El Benny (ambas aparecen en el aparte del cine musical) y La edad de la peseta, cuya accióntranscurre en La Habana de 1958, donde Alicia y su hijo de diez años regresan a la casa de la abuela materna del niño, una mujer muy estricta y celosa de su privacidad. Debut de Pavel Giroud en la dirección de largometraje, el filme evoca con nostalgia el gusto decorativo y la música de los años cincuenta en Cuba, mientras recrea el universo afectivo de un niño a punto de entrar en la adolescencia, y que, por tanto, se enfrenta a los grandes temas de la adultez: los misterios del sexo, la vejez y la muerte, el conocimiento de una vocación profesional y el abandono definitivo de la inocencia. Recuento intimista, contenido y sobrio de una época, proustiana recuperación de un tiempo perdido, observado con la nostalgia y la distancia que solo confieren el paso del tiempo y la acumulación de las experiencias, La edad de la peseta apela al estilo retro nostálgico e intimista para conformar una puesta en escena sorprendente, habida cuenta de que se yergue excepcional en un contexto donde no abundan los filmes protagonizados por niños, ni tampoco resultan demasiado frecuentes las películas retro desvinculadas de toda crítica al pasado o de cualquier viso épico. Tal vez los protagonistas de La edad de la peseta no evidencian con nitidez cuál es su objeto del deseo (qué buscan, qué pretenden, qué tratan de alcanzar), y los conflictos se expresan, por lo tanto, en un perfil de baja intensidad, en un acontecer episódico y acumulativo que ofrece más interrogaciones que certezas sobre el carácter y las motivaciones últimas de los personajes; pero los principales implicados en la creación de este filme aplicaron todo su talento más a la recreación de una época y de un ambiente filial, que a la estructuración de un cuento con elementos clásicos como el suspense o la contraposición del héroe y su oponente. Consagración de un grupo de jóvenes creadores (no solo Pavel en la dirección, sino también el guionista Arturo Infante, el fotógrafo Luis Najmías, la directora de arte Vivian del Valle y el editor Lester Hamlet, entre otros), esta delicada historia se encauza por los surcos de la memoria y las trampas de la melancolía, es decir, que abundan los ralentis y fuera de foco, se observa un regusto en el vestuario y en la selección exacta de las locaciones, en la recreación de cierta música «de archivo» y en muchos detalles de sonido y dirección de arte que nos regalan a un golpe de vista, o de oído, el espíritu glamoroso, pero también mojigato e hipócrita, de toda una época.

Al pasado regresa también Páginas del diario de Mauricio (2006, Manuel Pérez) cuando relata, en parte, la historia personal, íntima, de un hombre que se ha quedado solo y devastado por la inesperada pérdida de su esposa, y por el exilio de su hija, que fue a estudiar a la Unión Soviética y nunca regresó. La historia es narrada a través de una revisión de los pasajes incidentes en los últimos doce años de su existencia, y por ello se combinan retrospectivas y hechos presentes del personaje titular. En el filme se entrelazan las dimensiones personales y análisis del contexto social durante la última década del siglo xx cubano, marcada por profundos cambios políticos, económicos y sociales que removieron las bases éticas y humanas de las generaciones que estrenaron el nuevo milenio. En tanto revisión del pasado, que el personaje considera mejor que el presente, la mirada del filme oscila entre la nostalgia, el cuestionamiento y la amargura. Páginas... ofrece la crónica de los períodos históricos más difíciles que ha atravesado la Revolución, a través del método consistente en entrelazar dramatúrgicamente la esfera privada y los sacudimientos o repercusiones de la política: perestroika soviética, derrota sandinista, caída del muro de Berlín, desintegración de la URSS, rigores y migraciones generadas por el período especial, acontecimientos deportivos que mantuvieron en vilo al país entero, y muchos otros. De modo que estamos en presencia de una especie muy particular de cine retrohistórico y político, ameno y perspicaz, que quiere escapar a todas luces de enfoques reductores o consignistas, para proponer en cambio el análisis sincero, la reflexión que da cuenta de las catástrofes padecidas por los revolucionarios del mundo entero, y por los cubanos en particular, con un dejo, ¿por qué no?, de lúcida tristeza y humanísimo desconcierto.

Perdura la isla
de la música

Musical se llama el género en el cual la trama interrumpe su desarrollo narrativo con fragmentos melódicos o rítmicos (que pretenden atraer la atención del espectador), con números cantados o de baile, fruto de una elaboración estilística peculiar que constituyen el eje de la obra y su impronta comercial. Aunque el tono sea con frecuencia ligero y amable, en la comedia musical, específicamente, se rechazan los argumentos dramáticos o demasiado enfáticos. Musical viene a ser, entonces, toda película cuyos ingredientes esenciales sean, en diferentes combinaciones y medidas, las canciones, la música y el baile. Por lo tanto, la historia del género ha estado permanentemente ligada al teatro, a la industria discográfica, a la radio, al folclor y a las culturas autóctonas de cada nación o momento histórico, razón que explica la enorme variación de formas y contenidos en un complejo genérico muy híbrido y multifacético. Narrativamente hablando, la historia del musical, en cualquier país y época, ha registrado la tensión entre la tendencia a integrar trama y música y la corriente opuesta, que consiste en construir un espectáculo más allá de la lógica del relato (presupuesto fundador de buena parte del videoclip contemporáneo).

Bailando chachachá (2003) quiso ser un musical retro, pertrechado de intenciones sociológicas, psicológicas e intertextuales, que dirigió Manuel Herrera, el hacedor de aquel clásico documental realizado en clave western que fue Girón, de la comedia No hay sábado sin sol, del biopic romántico Capablanca y del musical, también biográfico, Zafiros, locura azul. Con una banda sonora que incluye espléndida selección musical, notable dirección de arte a partir del rescate de los primeros años cincuenta (sobre todo al nivel del vestuario y de la precisa selección de las locaciones), y varios «toques» posmodernos, casi videocliperos, el filme avanza colmado de problemas narrativos, pues pretende seguir el curso vital de demasiados personajes (cuyos conflictos y motivaciones habían sido «adelantados» en el excelente prólogo), de modo que en ocasiones pareciera que se extraviara el hilo de lo cardinal, confundido el relato con la madeja de subtramas y situaciones accesorias. Encomiable resulta la voluntad y el denuedo del director por dotar a nuestro cine de títulos resueltos a partir de la especificidad genérica, pero Bailando chachachá no consigue resolver la cuestión que dio al traste con el género musical luego de los años sesenta. ¿Tienen que ser estos filmes siempre ligeros, de ensoñación, evasivos e intrascendentales, o admiten las tesis reflexivas típicas del cine de autor, de sesgo más intelectual y exclusivista? El problema principal de Bailando chachachá estriba en innecesarias expansiones y balbuceos de un guión que se mueve entre los referentes del melodrama familiar (madre estoica, que guarda secreto durante décadas), las ligerezas inherentes al musical clásico hollywoodense, el filme de restauración epocal (con el consiguiente señalamiento de factores sociales, políticos, psicológicos, culturales) y la inclinación a trasmitir una tesis reflexiva, un mensaje: el derecho a ser diferente, y a que cada quien elija libremente su destino, idea esta subrayada en demasía, por la voz en off y por algunos personajes, cuando más bien debiera ser un desprendimiento lógico de la trama. El contraste excesivo entre tantos y tan diversos códigos y propósitos no facilita la identificación ni el placer del espectador, y así el impacto del musical se cancela y finalmente la reflexión epocal y las tesis del autor se debilitan en terrenos que no les resultan propensos, como la propia índole del musical, festiva y glamorosa.

Otra de las muy atrayentes dimensiones de Tres veces dos (2003) radica en el sólido ejercicio de género que representa cada uno de los tres relatos. Lila, el segundo cuento de la tríada narrativa, cuenta los recuerdos de una anciana que espera el regreso de aquel que fuera su amor de juventud, y entonces el relato retrocede al pasado, y vemos episodios de aquel amor, surgido al calor de la lucha contra la tiranía batistiana. La primera de las distinciones indiscutibles, aparte del código genérico del musical, es que su protagonista es una anciana con la mirada vuelta a un pasado de traición amorosa, en un entorno revolucionario que en vez de ser para ella auspicio de nueva vida, resultó frustrante. Llama la atención que realizadores tan jóvenes (no solo Lester Hamlet en ese cuento, sino sus homólogos Pavel Giroud y Esteban Insausti, directores de los otros dos relatos) se hayan inclinado por recrear la tristeza como estado de ánimo y la desesperanza, la muerte o la resignación como desenlace. Lester Hamlet jamás oculta su filiación afectiva con Lucía o Los paraguas de Cherburgo. Lila es un musical, o más bien un melodrama con fragmentos cantados (el límite entre drama con música y melodrama es una línea finísima y fácilmente traspasable). El director convirtió algunos monólogos o diálogos en canciones, de manera que su cuento colinda más con la ópera-pop que con el cine musical clásico. Lila narra su historia de traición y perdón incluso con una cierta languidez más propia del cine de autor europeo que de la temperatura videoclipera contemporánea. No obstante, el cuento pide a gritos más detalles que le permitan al espectador recrearse en la comprensión tanto de esta mujer anclada en la decepción y el olvido, como de su pareja masculina, que carece de historia discernible. De todos modos, quizás no sea pertinente formular semejantes solicitudes a un musical, género que casi nunca puede alcanzar la profundidad sin sacrificar la muy ligera seducción que le es inherente.

Para recrear los diez o quince años finales de la vida del músico cubano Benny Moré, apodado El Bárbaro del ritmo, Jorge Luis Sánchez escribió y dirigió El Benny (2006), pero decidió eludir, en busca de mayor complejidad conceptual (¿?) los moldes clásicos del cine musical y los cánones narrativos, lineales y cronológicos, del filme biográfico. Además, el autor (debutante en el largometraje de ficción, aunque con larga experiencia como autor de documentales tan elogiados como El Fanguito, Dónde está Casal, Un pedazo de mí y Atrapando espacios, entre otros) diseñó el personaje principal en el registro trágico, con destino inexorable, como para introducir una reflexión sobre un país con una historia trágica, más allá de la costumbre de representar a los cubanos siempre reidores y juerguistas. Si bien el director eludió lo cronológico-causal –de modo que en muchos momentos la narración resulta innecesariamente confusa y deshilvanada, en términos de cuándo, cómo y por qué ocurre lo que estamos viendo– El Benny se acoge al mismo principio que la inmensa mayoría del cine histórico-biográfico: recrear la época y concentrarse en exaltar los valores, y en dignificar convenientemente, la figura retratada. Uno de los presupuestos conceptuales primarios del filme consiste en permitir la comprensión de este cantante mitológico, asentado en la memoria colectiva del cubano como algo más que un hombre, más que un artista, pero además de recrear el mito, El Benny provocó el deslumbramiento colectivo por la poca costumbre de que el cine cubano ofrezca piezas concebidas desde los presupuestos del cine histórico-biográfico, asumido cual entretenimiento puro y total, con pantalla ancha, excelente sonido, un grupo de estrellas de la actuación, locaciones y vestuarios elegantes, glamorosos. Menos frecuentes son los musicales nacionales de gran empaque, constancia retro y tono trágico (su único precedente memorable sería La bella del Alhambra, estrenada en 1989).

Con escasos recursos pero mucha inventiva, El Benny destaca por la ambientación y dirección de arte, verdaderamente admirables, sobre todo en cuanto a los años cincuenta, últimamente tan de moda en nuestra cinematografía. Se recorre La Habana nocturna y glamorosa, los bares y cabarés hoy desaparecidos, con autenticidad y verosimilitud. Pero a pesar de la mucha profesionalidad que destila cada fotograma, precisamente por la adscripción indiscutible de este proyecto a dos géneros tan fuertes y bien sedimentados como el musical y el retro, están a la vista errores como los entorpecedores e injustificados saltos cronológicos de la acción o los varios personajes cuya presencia en la trama no se justifica para nada. Además, el guión actúa por acumulación de viñetas y pequeñas anécdotas, por momentos demasiado retóricas, verbalistas, enfáticas y no siempre bien vertebradas en torno a premisas discernibles y coherentes. En este musical-biográfico se toca una serie de fibras muy sensibles en los espectadores, como la sana y nostálgica recreación del pasado y la necesaria revelación de una figura cultural cimera, y termina seduciendo a buena parte del público no tanto por la historia, o el carisma del personaje central, sino por la puesta en escena, impactante en muchos sentidos.

Reductos del cine
de autor

Aunque el concepto de cine de autor surgió en los años cincuenta, cuando fue postulado por algunos críticos, luego cineastas, de la revista francesa Cahiers du Cinema, a partir de ese momento casi todos los estudios cinematográficos lo utilizaron para analizar el cine realizado antes y después de que la teoría fuera expuesta. Pero solo en las dos últimas décadas del siglo xx, y en la actualidad, ha llegado a reconocerse que de muchos modos puede solventarse la contradicción entre comunicación masiva y expresión individual del creador, entre estética profunda, revolucionaria incluso, y la obra que apuesta por el género, las estrellas y los requerimientos del público masivo. En general, el cine de autor más artístico se distingue del narrativo convencional y genérico por su vocación para representar problemas reales (sociales, psicológicos, sexuales) y para validar la verosimilitud de las situaciones mediante caracteres complejos en expedita relación con el contexto. Así, se emplea el sello de la autoría para darle unidad y coherencia propia al filme en ausencia, muchas veces, de géneros identificables.

Si convenimos en que una de las principales características del cine de autor, desde los años setenta hasta los noventa, ha sido la llamada autorreflexividad (cuando el director-guionista se detiene a explorar y mostrar los mecanismos expresivos del cine) y también estamos de acuerdo en que el cubano Juan Carlos Tabío ha sido el realizador dedicado con mayor asiduidad a exponer la «falsedad» de toda representación cinematográfica, estaremos de acuerdo entonces en que el filme Aunque estés lejos (2003) clasifica en la categoría de cine de autor del más puro, aunque no solemne ni ostentoso. No debe hablarse aquí de una sola historia ni de un solo filme, pues en puridad nos enfrentamos a tres historias bien diferenciadas, tres filmes, casi cuatro, que se entretejen de muy fluida manera en un cuento fragmentario, pero coherente y brillantemente hilvanado. Además de la interesante coartada estructural de la cajas chinas (una primera historia es contada por uno de los personajes que arman una segunda historia, tercera, cuarta…), el espectador nunca llegará a saber a ciencia cierta dónde comienza la «realidad» y termina la ficción, pues casi todas las situaciones y conflictos presentados por el director son resultado, supuestamente, de la imaginación de algún personaje de la propia película. En un juego de cine dentro del cine y de historias cruzadas, se interceptan y confirman o desmienten las tres historias, a pesar de que en la misma última escena se aclare al espectador que todos los personajes y situaciones que ha visto no son otra cosa que puro espejismo, representación.

Tabío, uno de los directores cubanos más experimentados y exitosos –si atendemos a una filmografía que incluye Se permuta, Plaff, El elefante y la bicicleta, Lista de espera y las codirecciones con Tomás Gutiérrez Alea, Fresa y chocolate y Guantanamera–, rodó Aunque estés lejos a medias entre Madrid y La Habana, a solo un par de años de concluir Lista de espera. Haberse convertido en el realizador cubano más popular en Europa, viabilizó el rodaje y la conclusión de este filme episódico, coral y fragmentario, cuyo hilo conductor y espina dorsal radica en dos temas colosales: los cubanos que parten de la Isla, o los que a ella regresan, así como la supervivencia del pertinaz arraigo, de la calidez, de todo aquello que pudiéramos nombrar cubanía irreductible, algo que trasciende distancias, desconocimientos, esquemas y fútiles sectarismos. Aunque estés lejos es una suerte de catálogo de las principales temáticas pulsadas por el cine cubano de estos años: emigración, marginalidad, relación con lo extranjero, vicisitudes materiales y morales del período especial, intolerancia con lo diferente… Desde Se permuta, Plaff y El elefante y la bicicleta, Tabío buscaba la manera de distanciar al espectador, y de reforzar la autoconciencia del autor-guionista, mediante el humor farsesco, la aparición en cuadro de los técnicos, la parodia a los géneros tradicionales, comentarios de los actores fuera de la anécdota fictiva, entre otros elementos que solo buscan interferir en el mecanismo de identificación del público, al tiempo que permiten incentivar, brechtianamente, la capacidad de análisis y distanciamiento del auditorio respecto a lo que se está contando en imágenes. El final de Aunque estés lejos, con aquel guionista protestando por su detención, pues había cometido un crimen solo en la ficción, mientras se inmiscuyen en el encuadre los técnicos de sonido con sus equipamientos, es de los más arriesgados, y en cierta medida desconcertantes, de todo el cine cubano. Alcanza categoría de excepción el riesgo de espetarle al público que la verdad es pura ficción, y que toda realidad es susceptible de ser manipulada y recompuesta. Tabío y Arango masacran nuestra inocencia de espectadores confiados en que el cine seguirá siendo fábula hipnótica, amarrada a convenciones centenarias, incluida su estrecha similitud con el referente. Nuestro cine se pone a tono con todas esas inteligentes operaciones deconstructoras de la ficción fílmica, reflexiones sobre el poder del séptimo arte como medio expresivo, que han verificado François Truffaut, Federico Fellini, Woody Allen o Abbas Kiarostami. Hay que tenerle mucho amor al cine, y enorme conocimiento de su lenguaje, para cuestionar de este modo su capacidad fabuladora y entregarle al mismo tiempo tan elocuente prueba de fidelidad y adicción.

El más reciente largometraje de ficción dirigido por Fernando Pérez, Madrigal (2006), decepcionó a unos y desconcertó a otros. Uno de los más importantes autores cubanos de los últimos veinte años –el realizador de Clandestinos, Hello Hemingway, Madagascar, La vida es silbar y Suite Habana– enriquecía su filmografía, afincada en personal poética sobre la inconformidad inherente a la juventud, la perpetua voluntad de enfrentar límites represivos o adocenados, y el imperativo de lidiar con el medio en pos de la elevación espiritual. Fernando retomaba sus temas dilectos a través de una propuesta narrativa y estética muy arriesgada: durante toda la primera mitad (más de la mitad) de la película jugaba con el melodrama, y luego se sumergía en la oscura fantasía distópica, para establecer finalmente el carácter fictivo, imaginado e irreal de ambas representaciones: Javier, un joven actor fantasioso, gusta de imaginar y escribir historias; inicia un romance con una muchacha solitaria, acomplejada por su exceso de peso, y luego de que esta historia culmina trágicamente, comienza «otra» película (cortometraje) con la representación de un cuento futurista-distópico, ambientado en el año 2020, en un entorno lluvioso, gris y decadente, donde cada ciudadano tiene derecho a poseer sexualmente a su prójimo en el momento que le viniera en ganas. Esta segunda parte apenas se relaciona con la primera, aunque se aclare que la segunda parte es la escenificación de un cuento escrito por el joven actor. Al final de esta segunda historia, en un giro magistral e impactante, el filme vuelve a la primera historia, al escenario donde Javier actúa, inventa, escucha aplausos de una muchacha gruesa, ¿tal vez Luisita? Así, ambas historias se cierran circularmente en el mismo punto: la imaginación del actor, quien concibió la primera historia y también la segunda. Teatro dentro del teatro, cine autorreflexivo que se decide a exponer (y de alguna manera evidenciar o cuestionar) su propia capacidad fabuladora, Madrigal padeció en su relación con el público, y con buena parte de la crítica, el mismo equívoco de Aunque estés lejos: se aventuraba a poner en solfa el poder manipulador del cine, rompía con el principio de la identificación a partir de violentas rupturas de tono y giros narrativos que distanciaban al espectador. La mayoría de los espectadores no perdona que le rompan la burbuja de ilusión, o la posibilidad de creerse el relato cual realidad alternativa, y cuando se le aclara, como en Madrigal, con intempestiva dureza, que en el cine todo es pura invención, representación mendaz e intencionada, la reacción suele ser negativa. Además, el filme se solazaba primero en el melodrama juvenil más o menos luminoso, estilo Una novia para David, con algo de musical backstage (aquel en que se describe a un grupo de artistas poniendo en escena un nuevo espectáculo) y en su segunda parte rompía con las claves genéricas, con las modulaciones y el hilo narrativo anteriores, para sacudir al espectador con el realismo sucio, el pesimismo y la claustrofobia de un futuro implacable, apocalíptico y miserable. Pero a pesar de todo ello, o precisamente por esas mismas razones, Madrigal resultó un proyecto incomparable, único en su tipo, totalmente ajeno al realismo populista, cómico o melodramático, que impera en la mayor parte de nuestro cine. Siempre interesado en el cine como un todo, desde Bergman y Tarkovski, hasta Spielberg y Kurosawa, Fernando Pérez decidió eludir el realismo convencional estilo «como la vida misma», esquivar las expectativas fijas de quienes esperan de él obras siempre atentas a la línea efusiva y conmovedora de Clandestinos o Suite Habana, y nos entrega este reto a la agudeza, a la sensibilidad, y al discernimiento del espectador que es Madrigal, una película tal vez ilograda desde ciertos puntos de vista, pero a la que deberá reconocérsele su coherencia con el cine de autor clásico en tanto riesgo, apuesta personal de sesgo filosófico, alta aspiración estética y profunda voluntad reflexiva.

Entre los directores jóvenes no ha desaparecido la impronta autoral, aunque últimamente parezca dominante la inclinación al género. Frutas en el café, de Humberto Padrón, o Mata que Dios perdona, de Ismael Perdomo, significaron propuestas netamente personales, relacionadas con el acto de poner en pantalla las obsesiones, angustias y visión del mundo de sus creadores. En el mismo grupo clasifican el primer y el tercer cuento de Tres veces dos, dirigidos respectivamente por Pavel Giroud y Esteban Insausti, y la sorpresiva Mañana, de Alejandro Moya. Pudiera impugnarse la voluntad de reconocer y atribuir poéticas personales e improntas autorales a quienes han logrado realizar apenas un largometraje, pero asumo el riesgo amparado en el axioma de que a ellos les corresponde la continuidad del cine cubano, ya sea mediante las políticas del autor, a partir de formatos genéricos o a través del posible pacto entre ambas maneras de entender el cine.

La mayor de las distinciones irrefutables en el primer y el tercer cuentos de Tres veces dos, sea tal vez el hecho de que ninguno de los dos cuentos tiene algo que ver con la comedia costumbrista, ni de enredos, con personajes estereotipados que viven una vida de lo más simpática, entre el folclor y el disfraz, en un colorido barrio citadino. Los sujetos no son eufóricos, pícaros ni chispeantes, son gente (hombres y mujeres) solitarios hasta el ascetismo, víctimas del desengaño o de la búsqueda y la espera infructuosas. En el primer cuento (Flash, 2003), un joven fotógrafo se estremece ante inexplicables apariciones, en sus fotografías impresas, de una hermosa mujer, modelo de la desaparecida tienda El Encanto. El joven se enamora hasta la obsesión de esa mujer elusiva e inatrapable, cual fantasma, metáfora tal vez del encanto y la elegancia de una capital ahora raída y maltrecha. Giroud resuelve Flash en los códigos narrativos del thriller psicológico y neorromántico: el protagonista busca, persigue, investiga, y se va transformando en un ser inerme y vencido ante sus propios descubrimientos «paranormales». En ese sentido, debe decirse que la fluidez narrativa y genérica se ve perjudicada por ciertos apresuramientos representacionales en los momentos de clímax que impiden el disfrute a plenitud del intríngulis hitchcockiano de la historia, muy trazada sobre el molde, quizás, de Vértigo. Precisamente, el thriller y el cine romántico poseen ciertas reglas expositivas y situaciones que deben ser respetadas si se espera una comunicación plena con el público mayoritario.

En Luz roja, el tercer cuento de Tres veces dos, dirigido por Esteban Insausti, hay dos personajes solitarios quienes intentan suplir la inexistencia de amor real, físico, concreto, con ensoñaciones sexuales, hasta que la casualidad los une ante la luz roja de un semáforo y entonces, por causas inexplicadas en el filme, y tal vez inexplicables, tampoco se verifica el acercamiento entre los dos solitarios. Los protagonistas de la historia son un hombre y una mujer marcados por la angustia y el aislamiento, dos personas incapacitadas por timidez, prejuicio o falta de costumbre, para verificar la comunicación con sus semejantes. Los dos parecen incapaces de vulnerar las múltiples barreras que les impiden extender la mano y sentir otra piel anhelante y a la expectativa. Insausti se vale de las constantes características del drama erótico y onírico, e incluso de la tragedia con conflicto sugerido y nunca expuesto del todo, para así naturalizar la expresión del deseo sexual explosivo, que vive reprimiéndose debido a la coacción de circunstancias adversas, de incapacidades y prejuicios individuales. Es cierto que a Luz roja le faltan elementos de motivación que justifiquen un tanto la inercia, la resignación a la soledad de los personajes protagónicos (algo típico del cine de autor a lo Bergman o Tarkovski), aparte de que en algunos pasajes este tercer cuento se torna reiterativo, pura forma, deslumbrante, es cierto, pero que no aporta demasiado a la comprensión de conflictos apenas expuestos. Pero eso no quiere decir que, como aseguraron algunos, el realizador se quede en la brillante puesta en escena de casi nada, de un sueño ardiente y frustrado. Insausti se atrevió a sugerirnos y a recrearse mediante el lenguaje del encuadre y la angulación, las luces y el montaje, en todo el portento de plenitudes y eclosiones que pueden dotar a quienes no teman comunicarse, tocarse, entregarse. Y semejante recreación en los goces eróticos resulta muy rara en los marcos regularmente épicos o sociológicos del cine cubano. Tres veces dos está marcada por la singularidad implícita en estas tres historias de (des)amor, íntimas, trágicas, incluso sobrecogedoras. Y no abundaban en nuestro contexto, en los últimos treinta años, las obras preocupadas más por lo emotivo-individual que por atrapar las resonancias sociales o ideológicas de cada asunto.

En el ámbito de lo filial y personal se concentra la producción independiente Mañana (2006, Alejandro Moya), que cuenta unas pocas horas en la vida de un joven habanero, irresponsable, promiscuo, vanidoso, quien es sorprendido por un cambio violento de fortuna. Luego de una primera parte introductoria, en la cual se presenta a los miembros de la familia con muy rápidas pinceladas, y se expone el perfil y el punto de vista de cada personaje, la acción se adentra sin sobresaltos en el nudo dramático: el momento en el cual Tony y su amigo atropellan accidentalmente a una joven en bicicleta. El accidente está precedido y recalcado por las necesarias y bien colocadas notas de suspenso, mediante la insistente canción de Pedro Luis Ferrer, que acompaña casi todo el metraje con aquel estribillo de «la tarde se ha puesto triste, la lluvia tiene un dolor, que me recuerda el olvido de aquel amor», escuchado en demasiadas ocasiones. Otro de los principales lastres del filme consiste en el tono obviamente moralista y aleccionador que adopta en su recta final, con alguna insinuación bastante maniquea respecto a la colocación clasista de los personajes. Alejandro Moya no solo dirigió y escribió el filme, sino que tuvo a su cargo la dirección de arte y la coedición. Película de autor (en tanto una sola persona interviene en los principales aspectos de la creación), que elabora un discurso de matriz melodramática sobre circunstancias, personajes y entornos que el director-guionista conoce a la perfección, Mañana eligió un estilo visual y narrativo en el cual su director se siente muy cómodo: el de la publicidad y el videoclip.

Cuando estaban ya prefiguradas las líneas generales de este trabajo, anunció oficialmente el ICAIC sus principales proyectos, en cuanto a largometrajes de ficción, para 2008. Algunos realizadores han dejado en claro, desde el momento de la concepción, el soporte genérico que emplearán para desarrollar sus historias: el drama histórico-bélico en Kangamba (Rogelio París), el thriller de corte histórico en Rojo vivo (Rebeca Chávez), la comedia costumbrista, ácida y contemporánea en El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío), el retro de inspiración literaria en El premio flaco (Juan Carlos Cremata Malberti), el melodrama popular en Guanajay (Humberto Solás), entre otros… Al menos ya son menos los que evidencian sus prejuicios a la hora de aclarar que su proyecto comulga con la comedia de costumbres o el melodrama, dos de los géneros más vilipendiados por los adoradores del cine de autor históricamente producido por el ICAIC. Por supuesto, no desaparecerá ni mucho menos el cine de autor, pero sin dudas se valdrá de estrategias narrativas y códigos estilísticos –entre otros, los impuestos por los géneros tradicionales– que le garanticen amplia comunicación con el público, solvencia, eficacia, fluidez y aptitud narrativa, amén de intenso intercambio con el sistema de mitos y fabulaciones que conforman nuestra identidad.


 



Descriptor(es)
1. CINE DE AUTOR
2. GENEROS CINEMATOGRAFICOS

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