FICHA ANALÍTICA

La insoportable potestad del tema
Lezcano, José Alberto (1935 - )

Título: La insoportable potestad del tema

Autor(es): José Alberto Lezcano

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 9

Año de publicación: 2008

El abordaje crítico de una película, de toda una cinematografía, puede estructurarse en muy variadas direcciones. De ellas, le corresponde al análisis de los temas una zona que, pese a ser muy transitada, sigue despertando el interés de los especialistas. Obviamente, una obra de arte no puede ser un equivalente omnímodo de la vida pero no hay duda de que, en las manifestaciones más trascendentes, ayuda a su conocimiento. Es en una doble espiral donde se revela la importancia del tema: permite, por un lado, explorar los juegos malabares de un realizador, su actitud ante problemas vitales, su conciencia crítica frente a determinados conflictos y, por otro, especular sobre los mecanismos de rechazo y/o atracción que subyacen en el acto creativo.

Entre las numerosas definiciones que se han formulado sobre el tema, la de Oldrich Belik es una de las más consecuentes. El autor checo plantea:

Luis Alberto García en “Clandestinos”, (1987) de Fernando Pérez.Con el término tema designamos determinado sector de la realidad (determinado conjunto de elementos de la realidad, personajes, acciones) del que se ha apropiado estéticamente el autor y que ha comunicado en su obra […]: El tema es el resultado de la selección que hace el autor –con determinada intención creadora y determinada concepción estética que quiere realizar– de una de las posibilidades, casi ilimitadas, que le ofrece la realidad, es decir, la naturaleza, la vida social e individual, las vivencias subjetivas.1

Toda cinematografía nacional, parafraseando a Portelli, es contemporáneamente una historia, o sea, un proceso con la necesaria acumulación de hechos significativos para su cultura, y una prehistoria, por cuanto, respecto a la propia historia del país, constituye la proyección de otra era, otro modo de abordar el hecho artístico, otra visión del fenómeno creador.

En la jungla conceptual que ha provocado esa duplicidad, se vislumbran dos caminos bien definidos: uno que localiza el tema en presencias y metáforas obsesivas (el enclaustramiento y la alienación en la obra de Kafka; la ciudad y el artista en las creaciones de Joyce; la caída en La Celestina, de Rojas, simbología que se remota a la mitología grecolatina; los códigos particulares de la violencia en Hemingway; los mitos paganos en Picasso; la incomunicabilidad en Antonioni; las pesadillas del poder en Welles; etc.) y otro, de carácter más generalizador, menos anclado en huellas individuales, proyectado hacia grupos, movimientos y escuelas (la fantasía, el exotismo y el pasado en los románticos; la gracia estudiada y la apariencia noble en los neoclásicos; o el sentido de la honra en el teatro español del Siglo de Oro).

En la encrucijada de ambas posiciones, no ha faltado una frecuente confusión entre temas y motivos ni cierta tendencia a colocar etiquetas facilistas a determinadas realizaciones cuyo contenido se resiste a ser encasillado según fórmulas simplistas.

En su ensayo Algunos aspectos del cuento, que ofrece un lúcido análisis del género, Julio Cortázar señala:

Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro […]: En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores.2

Si sustituimos los vocablos escritor, lector y cuentos por las palabras director, espectador y filmes, respectivamente, tendremos un juicio tan aplicable al cine como a la narrativa, aun cuando el realizador fílmico no haya participado en el guión de su película. Lo que debe destacarse es esto: en el cine no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes.

El síndrome de Eróstrato, esa fiebre de trascendencia a toda costa que se ha anotado tantas víctimas, tiene una de sus variantes en los cineastas que ayer, hoy y siempre creen que un «gran tema» les garantizará el logro de su filme consagratorio. Con olvido de que muy diversos talentos han conferido estatura clásica a temas aparentemente inocuos o irrelevantes y, a la inversa, que ideas y proyectos canonizados por la tradición se han estrellado en la práctica por estar ausente la alianza misteriosa y compleja de que habló Cortázar, esos realizadores elevan la mirada al altar donde respiran las obras maestras de todos los tiempos (o, más modestos, a la urna de cristal en que se dan cita los mayores éxitos de crítica y público en una zona geográfica muy específica) mientras sueñan con el tema dorado que les facilitará las llaves del reino.

Los maltratos y desenfoques que ha sufrido y sigue sufriendo el corpus temático de incontables películas pueden derivarse de la timidez de un guionista y/o la impericia de un realizador. Sobre las adaptaciones y versiones a que se someten los dramas antiguos, T. S. Eliot es muy esclarecedor:

Lo que uno obtiene de esencial y permanente en los antiguos dramas… es una situación. Uno puede tomarla, repensarla en términos modernos, desarrollar sus propios personajes a partir de ella y dejar que otra trama se desarrolle desde ahí.3

Jorge Perugorría y Vladimir Cruz en “Fresa y chocolate” (1994) de Tomás Gutiérrez Alea.El temor sagrado a los puristas, un sentimiento arrogante paternalista hacia el público o una imaginación limitada pueden hallarse en la base de muchas experiencias que, tras la máscara del respeto a los clásicos, solo brindan facsímiles de dudosa eficacia y pobre resonancia artística.

Otras veces, el realizador no encuentra en la transformación formal de los temas una solución satisfactoria: se inclina a una revisión débil de sus planteamientos, los asedia con un criterio exteriorista o les exige una demostración forzada. Está también el caso de buenos guiones que el director envuelve en una mirada tan despojada y escuálida que los resultados tienen la frialdad de un acta de defunción. Otro laboratorio de desastres se yergue contra el tema: el arte domesticado, inocuo, pusilánime. Es en esta zona donde la dramaturgia cinematográfica suele dar mayores señales de debilidad.

El tema como baluarte de un mundo áspero, tenso y descarnado fue una de las grandes victorias del cine negro. Paredes manchadas, balcones atrapados por una luz incierta, autos que establecen una honda complicidad con el asfalto, pasos perdidos en escaleras retorcidas, pistolas que se saben destinadas a disparar al abrigo de la noche, el antihéroe que incluso cuando aparece solo, da la impresión de que está encerrado en una vitrina y expuesto a la curiosidad voraz de una (mirada) a la vez cercana y distante, fueron mucho más que el marco idóneo para historias de engaños y traiciones, muertes y venganzas, pasiones y cacerías urbanas. En toda obra representativa de ese cine hay una sucesión de envoltorios, de capas y dispositivos semánticos que no admiten una, sino múltiples lecturas. Se remiten a los mitos más antiguos y a las leyendas de cuño más reciente. Apelan al disfraz y la máscara, a la metáfora de carne y hueso, al instinto y la fuerza bruta como al intelectualismo refinado y el simbolismo cargado de sutileza. Ver viejas películas de este género, las joyas de Howard Hawks y Fritz Lang y Otto Preminger, y Henry Hathaway y John Huston, basta para comprender que el tema lo es todo… si encuentra la mano ideal que lo sostenga.

Hace varios años, el novelista mexicano Carlos Fuentes hizo una relación de mitos recurrentes en la larga historia de las artes y las letras. Habló de mitos, e, igualmente, pudo hablar de temas. En la lista aparecen El robo de fuego sagrado (¿por qué no pensar en la sombra de Prometeo posada sobre los hombros de la joven bailarina de Las zapatillas rojas, el artífice de la resistencia pasiva Gandhi, la entrega a la ciencia de Louis Pasteur y Madame Curie en sendas películas, la vida corta, feliz y triste de Amadeus, seres todos capaces de robar la antorcha a los dioses en nombre de una idea, un descubrimiento o un sueño?), La pérdida del paraíso (no solo Adán y Eva:también laBlanche de Un tranvía llamado deseo, la Norma de El ocaso de una vida, la muerte absurda de El gran Gatsby, la odisea reflejada en El diario de Ana Frank, el drama vivido por los adolescentes de El jardín de los Finzi Contini), La resurrección del héroe (el tan revisitado Conde de Montecristo, El difunto Matías Pascal, la indomable Scarlett de Lo que el viento se llevó, el púgil rescatado de las sombras en Toro Salvaje) y El reino de los muertos (¿por qué no recordar El exorcista, Pedro Páramo, Otra vuelta de tuerca, Psicosis, El resplandor o El fuego fatuo?). En estos, como en el resto de los mitos, la pantalla grande ha hecho oír su voz, ha hecho sentir su imagen.

Temas como la juventud descarriada, el asesino psicópata, la corrupción policial, la drogamanía, la prostitución, el viaje iniciático y el tránsito a la adolescencia –agenda a la que se han incorporado más tarde la homosexualidad y el sida– figuran entre los terrenos más transitados por la filmografía estadounidense. En el cine francés de los últimos tiempos, la balanza se ha inclinado hacia los conflictos familiares, la tercera edad, la amistad azarosa, la comedia de situaciones, el mundo de la infancia, la emancipación femenina y los avatares de desempleados, marginales e inmigrantes. Estos mismos temas han tenido resonancia en el cine español, con un mayor énfasis en los problemas individuales y sociales de la mujer, mientras el inglés –centrado durante varias décadas en la vida de la alta y la pequeña burguesías– concede una atención considerable a sectores de la población (obreros, jubilados, amas de casa) que antes tuvieron una periférica función dramatúrgica, sin abandonar sus inevitables versiones de novelas célebres o sus incursiones por la comedia de aliento satírico. Si extendiéramos la mirada a otras cinematografías de amplios recursos, comprobaríamos que el espectro temático no conoce ciertamente de variedad, aunque los resultados artísticos fluctúen con frecuencia entre la inestabilidad y el esquematismo. Desplacémonos ahora para calibrar la situación que, en materia de temas, asuntos, argumentos, presenta el cine cubano.

En lo que se refiere a la producción fílmica anterior a 1959, todo intento de abordar coherentemente su etapa muda se estrella contra el hecho de que solo se conservan una copia de La virgen de la Caridad (1930) y fragmentos de El veneno de un beso (1929), dato deprimente si se tiene en cuenta que, entre 1907 y 1930, se rodaron en nuestro país cincuenta y nueve películas de ficción. No obstante, merece atención lo que señala el investigador Raúl Rodríguez:

El contenido de la gran mayoría de las realizaciones silentes cubanas –y basta observar sus títulos– poco o nada tenía que ver con nuestras realidades, pues miméticamente tomaban temas similares a los de los filmes de moda (europeos primero y norteamericanos más tarde) posiblemente en busca de un mercado externo para esas cintas.

El propio autor aclara:

Hubo sus excepciones, como es lógico, y aquí podemos destacar la obra de [Enrique] Díaz Quesada, que con errores de concepción pero fuerte espíritu nacionalista… filmó producciones que tuvieron interés por resucitar aspectos relevantes de nuestra historia patria.4

Entre la aparición de la primera película sonora (La serpiente roja, 1937, Ernesto Caparrós) y la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, la pantalla nacional cubrió un trayecto muy semejante al de otros centros de producción del continente, signado por la falta de apoyo oficial, los dictados de la improvisación desmelenada, el aporte de guionistas, realizadores y técnicos, más entusiastas que creativos, y actores que, aun con cierta experiencia escénica, denunciaban a cada paso su inadaptación al lenguaje cinematográfico. Si de temas hablamos, en el desfile de folletines indigestos y comedias astracanescas se divisan dos líneas muy socorridas en el cine latinoamericano de la época: la campesina engañada (El romance del palmar, Casta de roble) y la mujer como manzana de la discordia (Prófugos; Sandra, la mujer de fuego, La hija del pescador), junto a la imagen acosada por pueblerinos (La renegada, El farol en la ventana). En este famélico panorama, tuvo relativo interés la historia desarrollada por Manolo Alonso en Siete muertes a plazo fijo (1950), que se vio lastrada por un serio desbalance dramatúrgico, manos torpes en la edición y un deplorable conjunto de actuaciones (con la posible excepción de Alejandro Lugo). En el delirante torneo de proyectos frustrados, diálogos redundantes e imágenes descabelladas en que se convirtió el cine nacional, dos títulos pueden figurar con comodidad entre las diez peores películas de todos los tiempos: La que se murió de amor (1943), adefesio acerca de los lazos afectivos entre José Martí y María García Granados, y Con el deseo en los dedos (1958), ejemplo muy ilustrativo de cómo no se debe escribir, ni dirigir, ni actuar una película.

Aunque no es necesario reiterarlo, es a partir de 1959, con el triunfo de la Revolución y la fundación del ICAIC, cuando el cine cubano emprendió el camino hacia su legítima identidad.

Junto a la labor de nuevos realizadores, algunos de ellos con adiestramiento europeo, se destacó una articulación gradual y efectiva del trabajo técnico y actoral. La diversidad temática, que no se ha detenido en medio siglo, ha dimensionado con acierto, salvo algunas excepciones, asuntos de raigambre social, histórica, política y psicológica. Entre ellos:

Daysi Granados en “Cecilia” (1982) de Humberto Solás. –Presencia de la mujer en la colonia (primer episodio de Lucía, Baraguá, Cecilia), en la república (segundo episodio de Lucía, Realengo 18, Los días del agua), en la luchacontra el batistato (Manuela, Aquella larga noche, Clandestinos), en el proceso de transformaciones revolucionarias (tercer episodio de Lucía, Retrato de Teresa).

–El exilio interior y exterior (Memorias del subdesarrollo, Los sobrevivientes, Lejanía).

–La compleja red de las relaciones humanas (La inútil muerte de mi socio Manolo, Madagascar, La vida es silbar).

–Las contradicciones inevitables en todo proceso vivo y dinámico (Guantanamera, Suite Habana, Lista de espera).

No ha faltado el testimonio sobre la Campaña de Alfabetización (El brigadista), ni la crítica a la jungla urbana del papeleo (La muerte de un burócrata), ni el alegato contra la intolerancia (Fresa y chocolate), ni la reflexión sobre el oportunismo político (Un hombre de éxito). Ha habido espacio para el espectáculo épico-realista (La primera carga al machete, Baraguá; y para el retrato de luchadores emblemáticos (David, Mella, El hombre de Maisinicú). Se ha prestado atención a los entretelones del teatro (Papeles secundarios) y las claves de nuestra escena vernácula (La bella del Alhambra). El humor ha vestido los colores de la picaresca (Las aventuras de Juan Quin Quin), mientras la comedia de situaciones y la de caracteres (Las doce sillas, Plaff, Se permuta, Adorables mentiras), han sido servidas con agilidad e inteligencia. Con otros contenidos y otras direcciones, películas más recientes como Viva Cuba, La edad de la peseta y Páginas del diario de Mauricio, sugieren que el pluralismo temático dista mucho de haberse agotado.

La armonía que entre los presupuestos del guión y los resultados obtenidos exhiben casi todas las obras citadas, no es la consecuencia de un colectivo acto de magia, no equivale a sacar un conejo de la chistera. Es, simplemente, demostración de que la capacidad, las armas del oficio, la imaginación y la práctica sistemática de la autocrítica, son indispensables en una creación digna de respecto. Y no todo ha sido un baño de rosas. A lo largo y ancho de este camino hemos tropezado más de una vez con relatos desteñidos, ejemplos de insuficiencia presuntuosa o simples despliegues de banalidad camuflada. Pero nada de esto puede ocultar que el cine cubano en sus perfiles más representativos tiene estilo, coherencia, vigor y comunicatividad. Lo importante ahora no consiste en sacar el conejo de la chistera, sino en evitar, con la mayor responsabilidad, que el conejo se escape.

 1 Oldrich Belik, Introducción a la teoría literaria, La Habana,Arte y Literatura, 1983, p. 89.

 2 Julio Cortázar, «Algunos aspectos del cuento», Casa de las Américas, nos. 15-16, nov. 1962-feb. 1963, p. 3.

 3 Citado por Stephen Ullmam en Lenguaje y estilo, Madrid, Ediciones Aguilar, 1964, p. 136.

 4 Raúl Rodríguez, El cine silente en Cuba, La Habana,Letras Cubanas, 1992, p. 151.


 

 



Descriptor(es)
1. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA
2. HISTORIA DEL CINE - CUBA

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital09/cap02.htm