FICHA ANALÍTICA
Un set de filmación es poesía. Entrevista al productor Rafael Rey
León, Carlos (1952 - )
Título: Un set de filmación es poesía. Entrevista al productor Rafael Rey
Autor(es): Carlos León
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 10
Año de publicación: 2008
You may say I’m a dreamer,
but I’m not the only one...
John Lennon
Rafael Rey.Transcurrió una tarde, en su oficina, como otras tantas en que hemos compartido revelaciones, manojos de poemas, proyectos, ilusiones. En algunas he sentido la fuerza del productor trabajando, y hemos sido eso: un productor y un director, transitando juntos por una misma idea. En ninguna de esas tardes he carecido de la agudeza y el «mordaz amor» –como diría Silvio– que Rafael Rey desata, sin ninguna inhibición y sin calcular todos los sentimientos que emana, él que es productor. La conversación que presento fue una tarde más, solo que con una grabadora en mis manos. La elocuencia es, sencillamente, lo que quiero compartir.
¿Tu vida anterior al ICAIC tuvo que ver con el cine, llegar a este mundo era una meta para ti?
Para nada, yo no puedo decir eso; a mí me gustaban las películas de indios y las mexicanas, nada más..., el cine Finlay y el Palace de mi barrio, no tenía nada más que ver con el cine.
Entonces, ¿por qué vía llegas y cuál fue tu primer desempeño en el ICAIC?
Caí aquí por casualidad. En 1968 causé baja del Ministerio del Interior y me enviaron a cumplir diferentes actividades –tenía veintiún años en ese momento–. Estuve en Relaciones Internacionales del DAP (Desarrollo Agropecuario del País), después fui jefe de producción en una fábrica de suelas... te podrás imaginar que yo no había visto un zapato por dentro en toda mi vida –cosas de esas que pasaban en esos años–. Entonces pedí una boletica para el Ministerio del Trabajo, y allí me encontré a un personaje que definió mi vida de una manera tremenda.
Llegué a ese lugar solicitando un trabajo donde no tuviera responsabilidad de ningún tipo. Quería estudiar, superarme, quería una plaza de jardinero, de cazador de cocodrilos, cualquier cosa menos ser jefe de algo. No deseaba ser jefe de nada; y entonces este hombre me propone el ICAIC, donde existían plazas de chofer, y me dice: «Ahí puedes manejar equipos ligeros, trabajar con la gente de cámara, de sonido, y es algo que seguramente te va a gustar. Hacen películas, documentales, noticieros, y es una técnica en la que te puedes ir abriendo camino y a lo mejor te interesa». Así llegué al ICAIC, como chofer «D», en al año 1968.
Mi primer trabajo fue con el productor Camilo Vives, como chofer de una incursión que realizamos por toda Cuba para un documental norteamericano sobre los maestros voluntarios, que se estaba filmando en diferentes puntos del país: la Sierra Maestra, la Sierra de los Órganos, el Escambray. A mí me tocó hacer toda la Sierra de los Órganos.
Cuando regresamos a La Habana se estaba terminando el guión de Los días del agua, la película de Manuel Octavio Gómez. Con ese proyecto, y con Miguel Mendoza –que yo diría que fue «mi primer maestro», parafraseando aquella película soviética– me fui a la zona de Viñales, como chofer de aquel equipo. Como asistí tantas veces a la preparación, Miguel y yo establecimos una comunicación tal que a él le pareció interesante el hecho de probarme en labores de producción dentro de la película. Después de tres o cuatro meses yendo y viniendo con él a Viñales, en uno de esos retornos me dijo: «Tú sabes que necesito un productor de preparación, y contigo, siendo productor, nos ahorramos el chofer; tú manejas y realizas la preparación, haces el trabajo de dos tú solo». Fíjate qué mentalidad más jodedora tenía Miguel en ese momento.
A mí me resultó simpático, porque, realmente, en aquel momento pensaba que tenía capacidades subutilizadas, que podía hacer más, pero no quería, porque venía de una etapa muy difícil de mi vida y no tenía deseos de complicármela. Contradictoriamente, me fui a Viñales con veinticinco mil pesos, un talonario de órdenes de compra y otro de órdenes de servicio, y veinte o treinta personas, a preparar el sitio de Antoñica, la locación más compleja que tuvo esa película. Te podrás imaginar que lo que sabía de cine y de construcción era nada, pero tenía un equipo del ICAIC muy fuerte, mucha gente buena, sobre todo el de escenografía, muchachos muy jóvenes que me ayudaron muchísimo. Era un grupo de amigos a los que les encantaba lo que estaban haciendo, y a mí aquello me empezaba a seducir… Ahí empieza mi carrera, a ellos les debo eso. En realidad, en la preparación de esa película, fue donde me picó el bichito. En ese equipo estaban Raúl García, Daniel Díaz Torres, Bernabé Hernández, Adriano Moreno, Elio Palacios, y establecimos una relación muy chévere.
Rodaje de "Kangamba"¿Cómo saltas del productor de preparación, que fuiste accidentalmente, a la pirotecnia?
Al principio eso fue dramático, pero a la larga me he dado cuenta de que me vino muy bien porque me obligó a muchas cosas. No tenía nivel universitario, podría decir que tenía preuniversitario, y la Dirección de Producción del ICAIC decidió que yo saliera de esa especialidad. Esto provocó una gran protesta por parte de todos los que trabajaron conmigo, porque yo había empezado en la preparación de la locación de Viñales, y después Soroa, La Habana, Matanzas, Caibarién... Los punteros de esa película fuimos Daniel Díaz Torres y yo. Él, como asistente de dirección, y yo, como productor de avanzada. Fue un rodaje que duró un año, de manera que al terminarlo ya tenía experiencia de cómo realizar todo un levantamiento. Pero había estado lejos del set, y ahora, a la luz de lo que he aprendido, me doy cuenta de que solo me había convertido en un gestionador, un organizador o un preparador de determinado trabajo; pero desde el punto de vista cinematográfico continuaba siendo un ignorante, y por eso hoy agradezco lo que pasó.
Al regreso, determinaron mi salida de la producción, y, realmente molesto, dije: «Tampoco quiero seguir, quiero que el ICAIC tenga conmigo una condescendencia: quiero ir a trabajar al lugar más difícil que tengan ustedes.» La Dirección Técnica pretendía que fuera al laboratorio a estudiar revelado; pero lo que deseaba, realmente, era el trabajo de campo, en la calle. Hoy sé que lo que me gustaba era la producción.
Me dijeron que uno de los departamentos que más se necesitaba desarrollar era el de pirotecnia, y allí me encontré con los tres técnicos que habían fundado ese lugar: Stuart, Ovidio y el chino Fong, que estaba saliendo porque estaba enfermo. Mi experiencia en pirotecnia y en los Estudios Cubanacán me marca definitivamente, porque aquello estaba repleto de hombres de cine: era la época de Miqueli, de Pedro Luis López, Truffó y Pucheaux, en trucaje; en escenografía estaba Pedro García-Espinosa, Valdés como jefe de taller; en construcciones queda todavía por ahí dando vueltas: Laurence; en iluminación lo que había era «crema», y así en todos los departamentos.
En Cubanacán se respiraba un ambiente creativo muy interesante. La actividad política del centro era muy fuerte, y la cultural que desarrollaba la Juventud Comunista, también, de manera que todos los días se hacían libro-debates, cine-debates... Eran los tiempos de los Lunes en la Cinemateca, un ambiente cultural del que disfrutábamos cuando estábamos allí y no teníamos trabajo duro. Después te montabas en otra película y salías al rodaje, recuerdo Calderas de vapor, La defensa civil eres tú, Frontera, primera trinchera –las dos últimas, de Rogelio París–, El hombre de Maisinicú, Río negro, Guardafronteras, Cantata de Chile, bueno, infinidad de títulos significativos del cine cubano.
En esos tiempos, el ambiente de los rodajes era totalmente diferente del actual, creo que porque todos éramos muy jóvenes –la edad promedio era veinticinco años–, y era muy rico, realmente nos divertíamos haciendo cine. A pesar de que era un hombre casado y ya tenía un hijo, y contando con las dificultades que el país estaba afrontando desde el punto de vista socioeconómico, no recuerdo que nadie se preocupara por cuánto ganaba, o cuánto iba a ganar. Las condiciones eran otras, y por el aquello de que «las condiciones de existencia determinan los estados de conciencia», entonces la conciencia también era otra.
Rodar una película era una fiesta, algo que hemos tratado de mantener durante todo este tiempo, pero resulta realmente muy difícil. Películas como El hombre de Maisinicú, de Manuel Pérez, por ejemplo, fueron un regalo de la vida. Estar en contacto con la historia, con los sobrevivientes, con personas que conocieron a Alberto Delgado, conocer el lugar donde vivió, y, además, el ambiente de creación que se generaba alrededor de eso, en el rodaje, en los tiempos de descanso en el campamento donde vivíamos... Esos tiempos, para mí, fueron los mejores de mi vida, y los mejores del ICAIC.
¿Cómo arribas, definitivamente, a la producción cinematográfica?
A mi regreso de Angola, te podrás imaginar que no quería saber nada de pirotecnia; me había saturado de esa actividad.
Estuve un tiempo en el Conjunto Folklórico Nacional, como subdirector, ni me preguntes por qué, todavía no lo sé. Lo que te puedo decir es que Miguel Mendoza tuvo que ver con eso, porque al regresar había trabajado con él en la producción de Carifesta, y ya la gente del Conjunto le había hablado sobre la necesidad de alguien que pudiera hacer ese trabajo, y estuve un año con ellos.
En esos momentos, el ICAIC se da cuenta de que estoy en franca retirada, tenía treinta años y ya no quería seguir en pirotecnia. Alfredo Guevara tuvo la lucidez, una vez más, de decir que no cuando le pidieron mi traslado, argumentando que no iba a dejar que le siguieran «pirateando» personal que él había formado, y entonces Norberto Estrabao –que era el director de Estudios ICAIC–, me manda a buscar y pasa algo realmente muy simpático: me nombran jefe de producción de Documentales. Estamos hablando del año 1980 o 1981.
Estudios de Documentales era la unidad que, dentro de la industria, iba a asumir toda la producción de ese género y, en ese momento, estaba en formación. Tuve la suerte de encontrarme y trabajar con Mercedes Rodríguez (Bambina), una mujer que marcó mi desarrollo futuro. Bambina me obligó a estudiar; lo tenía dentro de mi plan de trabajo. Ella me revisaba las tareas prácticamente, todos los jueves, porque el viernes tenía que ir a clases, y estoy seguro que eso fue definitivo para mi vida.
El estilo de aquel departamento –y me parece que sería bueno retomarlo– se basaba en que el jefe de producción tomaba el documental en la fase de idea, trabajaba con el director, transitando por todas sus etapas: idea, guión, preparación, filmación y después posproducción, hasta la primera copia buena. Yo no soltaba ese «animalito» hasta que no estaba esa copia. Ese estilo de trabajo da un dominio muy fuerte del desarrollo del proceso. Recuerdo que disfrutaba mucho en los cuartos de edición, me encantaba eso.
Realmente tenía que trabajar como un loco, porque se hacían alrededor de cincuenta y dos documentales por año; quiere decir que a la vez tenía varias películas en cada una de esas fases. Siempre nuestros ocho cuartos de edición estaban llenos, y a veces editábamos más, porque se trabajaba doble turno.
Estudiaba por la mañana la idea que alguien me había presentado, discutía con otro realizador el guión que me estaba entregando, entraba con Jorge Fraga para ver los guiones que se habían aprobado, cómo íbamos a iniciar esos procesos, la factibilidad que tenían de realizarse, y terminaba, por la noche, en los cuartos de edición y también mezclando, en algunos casos, de madrugada.
Estuve en Estudios de Documentales alrededor de diez años, los primeros cinco como jefe de producción, y los restantes como director de los Estudios, hasta su desaparición. En ese momento, Camilo Vives me invitó a trabajar en la producción de largometrajes de ficción y le dije que no, porque, sencillamente, pensaba que no estaba preparado.
No obstante el esplendor de los años sesenta, que tanto se menciona, considero que las décadas de los ochenta y los noventa fueron la época de gloria del cine documental cubano, a la que le confiero una importancia tremenda por todo lo que significa la cinematografía cubana internacionalmente. Se realizaron documentales maravillosos en esos años. Ese género tuvo, y sigue teniendo, un lenguaje propio, eso que algunos continúan llamando la «Escuela Cubana del Documental».
¿Qué pasó con este género? No tenía una difusión comercial, más bien existía como apoyo de los largometrajes. El noticiero y los documentales eran muy importantes artísticamente, también en festivales internacionales, pero económicamente no eran rentables, por eso desaparecieron los Estudios.
Después fui a dar al departamento de Protocolo, todavía me pregunto por qué y no acabo de entenderlo: fui por un año y estuve tres dirigiéndolo. Pero Camilo –que siempre me sintió trabajando con él– siguió insistiendo en la producción de largos de ficción. Yo se lo agradezco. Realmente, a Miguel y a Camilo les debo mucho de lo que he logrado en el ICAIC, porque aunque siempre me han obligado a hacer lo que no quiero, finalmente pienso que es lo que me ha convenido. Camilo envió «emisarios importantes»: Manuel Pérez Paredes y Daniel Díaz Torres, a conversar conmigo sobre la necesidad que tenían los Estudios de Ficción de otro productor. Esta vez no dije más que no –ya había insistido demasiado–, y así llegué aquí.
¿Qué saldo te dejó tu participación en la guerra de Angola?
La guerra de Angola fue un punto de giro en mi vida, un momento vital de mi existencia. Te puedo decir, categóricamente, sin temor a equivocarme, a la altura de la edad que tengo, que fue mi momento más pleno como ser humano. Nunca me había sentido tan útil, tan realizado.
Fui secretario ideológico de un comité de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas), en el regimiento sur de infantería motomecanizada, entre los años 1977 y 1979. Creo que esas condiciones son la mejor manera de conocer al hombre, de donde se saca lo mejor para un compañero, para el que está al lado tuyo, jugándose la vida contigo, el que te la salva o tú se la salvas. Es quien está, noche a noche, día a día, a tu lado. El tipo que sabe que tú no recibiste carta, y de una manera tranquila, sin darle mucha importancia a eso, se sienta contigo y te lee la de él, que podía ser la de su mujer, la de su madre, la de su novia, te estaba dando la posibilidad de que también tú disfrutaras de ese momento. Eso es el «nosotros».
Eso que encontré en Angola, con mis compañeros, es una prolongación de lo que decía sobre los equipos de rodaje en los años sesenta y setenta. También, por lo mismo, en aquella época el equipo de filmación era eso, se vivía de esa manera, y yo lo que hice en Angola fue prolongarlo, magnificarlo si quieres, en aquellas condiciones que eran mucho más adversas –por supuesto–, pero igual de hermosas e igual de creativas, porque, al final, se creaba alrededor de todo aquello.
¿Qué significa la poesía para ti, y que relación tiene, si tiene alguna, con tu desempeño actual como productor?
Esa es una pregunta difícil, hermano. La poesía es la vida, como decía mi amigo Manolo Granados: «La poesía está en el aire, lo único realmente necesario es tener ojos para verla». Se ve poesía a diario en múltiples cosas, en múltiples hechos, en la calle. Algunos tienen la suerte de poder escribirla, de poder captar ese momento, otros, desgraciadamente, no pueden hacerlo. Agradezco mucho a la vida el intento de estar en el primer grupo. Yo pienso en poesía. Generalmente, un set de filmación es poesía. La contradicción tremenda que se da entre lo que un realizador quiere, y lo que uno, intentando interpretarlo, piensa que puede darle, es poesía.
Tengo una comunicación muy amplia con Fernando Pérez, hemos trabajado juntos muchas veces, tenemos «un amor de antes de la guerra». De igual manera la tengo –y diría que no solo amplia, sino linda– con Raúl Pérez Ureta. Cuando realizamos Madrigal, aunque no entendía perfectamente lo que Raulito y Fernando Pérez querían, sabía de lo que se trataba; entonces, la cosa era que, con los recursos que tenía en mis manos, pudiera darles todo lo posible, para que cada uno sacara lo mejor de ellos mismos. La verdadera comunicación es cuando ellos entienden lo que realmente uno puede darles, y cómo, con sus ideas, las posibilidades que se tienen y las ideas que a uno le brotan –porque también se aportan ideas, a veces hasta indispensables–, en ese acto de creación, llevar adelante el proyecto. Ese es el problema del cine: son muchas capacidades, mucho intelecto puesto en función de una idea determinada. Armonizar todo ese talento creo que es la función fundamental del productor, y ya que hablamos de poesía, para mí eso es poesía. Interpretar un guión, interpretar una puesta en escena, forma parte de mi poesía.
¿Cuál es tu concepto de productor, en Cuba y en el resto del mundo, y en qué se diferencian?
El concepto de productor está claramente definido, aunque en Cuba tenga matices diversos. Más que eso, hay tendencias entre nosotros mismos, maneras de afrontar la producción. No se trata de que sean mejores o peores, sencillamente son diferentes.
Vamos a salir, de alguna manera, del toro padre: una persona tiene dinero, le interesa el cine y decide invertir cierta cantidad en un proyecto cinematográfico de cualquier género. Esa persona es el productor, aunque no siga todas las fases del proceso de realización. Se contratan productores ejecutivos para administrar ese dinero. Entonces aparece el director de producción, quien organiza toda la producción de la película. Indistintamente, ese productor ejecutivo puede participar o no en el proceso, a veces solamente asigna cantidades de dinero. Además, existen los productores asistentes, de rodaje, de avanzada, etc., que pueden ser tantos como necesite el proyecto. Esto sucede en Cuba y en el mundo.
Productor es toda persona que participa en la organización de una película en sus diferentes fases, de varias maneras; pero sin un buen equipo no se logra ser un buen productor, y eso también es parte de nuestra responsabilidad.
¿Qué sucede en Cuba? El productor es el ICAIC, que es quien te contrata para que asumas la producción de una película. Yo lo veo de la siguiente manera: me siento el ICAIC, me siento la empresa. El organismo me contrata para que dirija un grupo que realizará una obra determinada. El ICAIC compra el guión y le paga al director la realización de ese guión; entonces el guión es mío, y yo cuento con ese personal de diferentes especialidades cinematográficas, para realizar, de conjunto, un proyecto para nuestro instituto, que a veces resulta ser una obra de arte.
Para mí existe una sola definición de lo que estamos hablando: «se es productor o no». Uno es el padre de la criatura. Ese niño es de uno en todas las fases de su vida, y uno es el responsable de su existencia.
En Cuba, desde el punto de vista económico, hay que asumir un marco financiero rígido, y tienes dos trabajos fundamentales: sacarle la mayor utilidad posible al dinero asignado, y mantener ochenta o cien talentos en la más pura armonía, y para lograr eso hay que ser el líder. El director y el director de producción de la película tienen que ser los líderes, ahí está el secreto, la clave. Si la gente los sigue no hay ningún problema: el cine es armonía. Siempre he dicho que un set de filmación es un lugar donde se crea, tiene que haber música, poesía, colores, suavidad. Todo tiene que ser pura armonía.
Cuando uno se enfrenta a cualquier cantidad de talentos –eminencias cada uno en su especialidad–, todos con una manera de ver determinada puesta en escena, y cada cual con su razón, entonces hay que mantener ese «ganado» en equilibrio. Por supuesto, desde el punto de vista artístico, la última palabra la tiene el director; pero yo tengo que lograr que esa última palabra sea certera, eso forma parte de mi trabajo.
Rafael Rey durante la filmación de "Hormigas en la boca" (2004). ¿Se puede ser productor y artista a la vez?
Te lo voy a contestar con una frase de Lenin: «Dirigir es la suprema de las artes, es la organización de los talentos.» Si no se es artista, lo mejor es no dedicarse a la producción, sino mejor a otra cosa.
En cine no puede haber un editor que solo corte y pegue, del mismo modo que no puede haber un productor cuya relación con la obra sea puramente económica. Eso no existe, es un aspecto de la producción para el que existen especialistas: el contador de producción y sus asistentes; pero el director de producción tiene que ser artista. Quiero decir, sentirse artista y serlo en toda la extensión de la palabra. Tiene que entender todas las expresiones artísticas que hay en una obra. ¿De qué manera se puede discutir con un director de fotografía, con un director de arte, si no se entiende lo que están diciendo?
¿Cómo afrontas tus proyectos y cuáles recuerdas con especial cariño?
Normalmente me leo el guión, como si fuera un cuento, de arriba a abajo, solamente para saber de qué se está hablando. Después hay que leérselo cinco o seis veces más hasta que el cuento ya se sepa –como diría nuestro amigo Jorge Fraga: el asunto–. A partir de ese momento le paso el guión a uno de mis colaboradores para que hagan dos cosas que yo no suelo hacer –muchos de nuestros productores sí las hacen, yo no–: medir el guión y tener un primer acercamiento contable. Algo así como saber las locaciones fundamentales, los actores, la cantidad de equipos, animales, etc., y después sentarse con el director para saber si lo que interpreté y lo que me dieron mis colaboradores se acerca a la verdad que él tiene en su mente. Son los pasos fundamentales, de lo contrario tendríamos que hacer un didáctico...
Cada película es diferente. Es como si te preguntara: «¿Cuál de tus hijos es el preferido?»; siempre es una complicación. Recuerdo especialmente Pon tu pensamiento en mí, la primera película de Arturo Sotto, por la manera en que la filmamos. Recuerdo que los horarios de trabajo eran totalmente locos. A veces, cuando llegaba al ICAIC a un llamado a las cuatro de la mañana me daba cuenta de que me había acostado dos o tres horas antes. Nos entregamos a la película y también nos fuimos enredando. Sobre todo nos quedaba Arturito, era su primera película y teníamos que arroparlo de la mejor manera posible, que nunca tuviera preocupaciones y problemas en su cabeza, que todo lo que se había pedido estuviera en ese lugar; pero era un momento difícil, y lo hicimos. Sin dudas es una película que recuerdo con mucho cariño.
También realicé una película muy difícil con Juan Carlos Tabío: El elefante y la bicicleta. Fue la primera que hizo el ICAIC en «opción cero»; o sea, cuando comenzó el período especial. La estábamos filmando en El Henequén, íbamos todos los días desde La Habana hasta Mariel a rodar. Teníamos que venir a buscar el almuerzo al comedor del ICAIC, de manera que salíamos con un tanque de espaguetis y cuando llegábamos allá había medio tanque, porque los espaguetis se iban bajando con los baches y el clima, entonces lo que lográbamos dar de comida era una especie de cuñas de cake de espaguetis y boniato, y algo más que podíamos resolver con el gobierno de ese lugar, con lo poco que podía darnos, dentro de todas las penurias de aquellos «maravillosos» noventa y tantos. Fue muy difícil desde el punto de vista de la producción.
Existen otras responsabilidades que, por necesidades de la industria, he tenido que asumir, y que también recuerdo con cierto afecto: haber sido jefe de Protocolo –como ya te dije–, director de los Estudios de Cubanacán y de la Empresa Audiovisuales ICAIC; pero siempre he regresado al productor que soy.
¿La complejidad de una película es lo que la hace interesante para un productor?
Indudablemente, una película lineal no es nada. También recuerdo, con mucho aprecio, Madrigal por lo complejo de su puesta en escena. Un don que tiene Fernando Pérez es implicar a todo el mundo a la hora de rodar, de manera que todo el equipo sabe lo que tiene que hacer, pero no sé por qué extraña razón también todos conocen lo que tiene que hacer cada quien. Uno sabe que es muy difícil lo que se debe hacer, pero eso no desmotiva, todo lo contrario.
Pienso que esto es, por ejemplo, como el deporte. Cuando uno tiene un rival fácil no se juega fuerte, se juega duro de verdad cuando se tiene un rival difícil. Cuando sabes que una película es compleja por su puesta en escena, por los recursos que mueve, por la fotografía, por la escenografía, hasta por el maquillaje, uno tiene que reforzar esos aspectos que la complejizan. Cuando una película es complicada en su totalidad, ya es un reto –incluso desde el punto de vista tecnológico–, entonces uno la afronta de un modo diferente y, para mí, eso la hace más atractiva.
Los largometrajes de ficción que se realizan en Cuba son, fundamentalmente, coproducciones con otros países, ¿cuán compleja es esta modalidad para tu trabajo y cuáles experiencias recuerdas con las otras partes implicadas en la película?
Existen diferentes tipos de relaciones. Algunos proyectos se hacen con capital extranjero, pero la producción va por Cuba. Hay otras con capital extranjero que también incluyen a sus productores; entonces se multiplica la complejidad de la película, porque el tema es que, constantemente, uno tiene un oponente que no siempre entiende lo difícil que es hacer una película en Cuba: los permisos, las tarifas –a veces exageradas– que tienen determinadas zonas, empresas o instituciones cubanas, la «permisología» es un lío. Hay cosas que cuesta mucho trabajo explicarle a la otra parte o es mejor no hacerlo. Por ejemplo, cuán difícil es contratar un vuelo Habana-Santiago de Cuba, cuánto cuesta una hora en helicóptero, qué hay que hacer para ir por mar Habana-Varadero y mil cosas más, que, realmente, son difíciles de explicar. Cuando uno tiene al lado un productor chino, polaco, español, etc., se complica tremendamente la realización, no es igual.
Si es con capital extranjero que ha sido entregado al ICAIC para que este se encargue de la producción, entonces es diferente. No deja de ser difícil porque, por ejemplo, digamos que las asignaciones de combustible no han entrado a tiempo; eso no se le puede explicar a nadie, porque, sencillamente, no lo van a entender. El tema del alquiler de equipos, por qué un actor tiene que estar más días, o hay que regresarlo a su país y luego volverlo a traer, en fin, muchos otros detalles. La coproducción tiene aristas diferentes.
A mí me gusta más la producción nacional, trabajar con mis directores. Lo otro lo hago porque hay que hacerlo; pero, de preferencia, yo con mis directores.
¿Sientes que has llegado a lo que querías hacer y decir?
Esa es una de las urgencias más grandes que tengo, pienso que se me está acabando el tiempo y aún tengo tantas cosas que decir. Es uno de los problemas más graves, que todavía no he llegado adonde quería llegar, pero ya casi no me queda tiempo.
Kangamba, una de tus últimas producciones, ¿qué le dejó al pirotécnico, al productor y al poeta esa película?
Todavía –y creo que por mucho tiempo será– a la gente que trabajó conmigo en esa película les digo: «Tú tienes el síndrome de Kangamba», aunque no esté muy definido desde el punto de vista médico. Y ahora me permito un aparte: las palmas para ese equipo. Kangamba es la realización de un sueño, por muchas razones, unas explicables y otras no tanto. En primer lugar, Camagüey –donde se rodó–, fue un lugar soñado por mí hace años. Nosotros estuvimos en esa provincia hace un tiempo atrás para algo que íbamos a filmar y no cristalizó, y me quedé con el sabor de esa ciudad, de su gente, a quien quiero y agradezco..., y siempre supe que tenía que volver. Se me dio la posibilidad con esta película. Pero, ¿qué fue Kangamba? En primerísimo lugar, una deuda con una de las coyunturas históricas de nuestro pueblo, con miles de combatientes internacionalistas que participaron en las gestas de Angola, Etiopía, el Congo, con una experiencia que es un canto de sangre, como yo le llamo. Todo eso, de alguna manera, lo pude conciliar.
No voy a dejar de ser un soñador. Creo que por eso pude aunar estos sentimientos acercándome a aquel lugar –con múltiples dificultades y complejidades– con una nueva experiencia desde el punto de vista cinematográfico, porque tecnológicamente era nuevo todo lo que queríamos hacer, y también porque estábamos entrando en una fórmula nueva de coproducción. Siempre he dicho que en nuestro país pueden existir muchas formas de utilizar financiamiento y recursos de otras instituciones para hacer películas, entre ellos y nosotros, resumo: Nosotros. En este caso fue con las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
No solo fue la cantidad de recursos y hombres que tuvo que mover el MINFAR, sino la comprensión, entender los lenguajes –el de ellos y el nuestro–, unirlos y llevarlos a un fin común, sabiendo ambos que es una historia que nos golpea muy de cerca. Estoy seguro que en Cuba hay muy poca gente que no tenga a alguien que haya estado en la guerra de Angola: un primo, un hermano, un amigo y hasta la madre. Con la historia de Angola hay un compromiso de carácter emotivo-histórico que funciona mucho a la hora de plantearse determinado nivel de esfuerzo. Realmente, la filmación de la película fue excepcional, por las extensas jornadas y el tiempo de rodaje, las condiciones, que por momentos fueron adversas. Sin embargo, el sabor que al final me dejó es el del deber cumplido. De Kangamba lo que yo amo es eso: el sueño.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
3. PRODUCCION CINEMATOGRAFICA
Título: Un set de filmación es poesía. Entrevista al productor Rafael Rey
Autor(es): Carlos León
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 10
Año de publicación: 2008
You may say I’m a dreamer,
but I’m not the only one...
John Lennon
Rafael Rey.Transcurrió una tarde, en su oficina, como otras tantas en que hemos compartido revelaciones, manojos de poemas, proyectos, ilusiones. En algunas he sentido la fuerza del productor trabajando, y hemos sido eso: un productor y un director, transitando juntos por una misma idea. En ninguna de esas tardes he carecido de la agudeza y el «mordaz amor» –como diría Silvio– que Rafael Rey desata, sin ninguna inhibición y sin calcular todos los sentimientos que emana, él que es productor. La conversación que presento fue una tarde más, solo que con una grabadora en mis manos. La elocuencia es, sencillamente, lo que quiero compartir.
¿Tu vida anterior al ICAIC tuvo que ver con el cine, llegar a este mundo era una meta para ti?
Para nada, yo no puedo decir eso; a mí me gustaban las películas de indios y las mexicanas, nada más..., el cine Finlay y el Palace de mi barrio, no tenía nada más que ver con el cine.
Entonces, ¿por qué vía llegas y cuál fue tu primer desempeño en el ICAIC?
Caí aquí por casualidad. En 1968 causé baja del Ministerio del Interior y me enviaron a cumplir diferentes actividades –tenía veintiún años en ese momento–. Estuve en Relaciones Internacionales del DAP (Desarrollo Agropecuario del País), después fui jefe de producción en una fábrica de suelas... te podrás imaginar que yo no había visto un zapato por dentro en toda mi vida –cosas de esas que pasaban en esos años–. Entonces pedí una boletica para el Ministerio del Trabajo, y allí me encontré a un personaje que definió mi vida de una manera tremenda.
Llegué a ese lugar solicitando un trabajo donde no tuviera responsabilidad de ningún tipo. Quería estudiar, superarme, quería una plaza de jardinero, de cazador de cocodrilos, cualquier cosa menos ser jefe de algo. No deseaba ser jefe de nada; y entonces este hombre me propone el ICAIC, donde existían plazas de chofer, y me dice: «Ahí puedes manejar equipos ligeros, trabajar con la gente de cámara, de sonido, y es algo que seguramente te va a gustar. Hacen películas, documentales, noticieros, y es una técnica en la que te puedes ir abriendo camino y a lo mejor te interesa». Así llegué al ICAIC, como chofer «D», en al año 1968.
Mi primer trabajo fue con el productor Camilo Vives, como chofer de una incursión que realizamos por toda Cuba para un documental norteamericano sobre los maestros voluntarios, que se estaba filmando en diferentes puntos del país: la Sierra Maestra, la Sierra de los Órganos, el Escambray. A mí me tocó hacer toda la Sierra de los Órganos.
Cuando regresamos a La Habana se estaba terminando el guión de Los días del agua, la película de Manuel Octavio Gómez. Con ese proyecto, y con Miguel Mendoza –que yo diría que fue «mi primer maestro», parafraseando aquella película soviética– me fui a la zona de Viñales, como chofer de aquel equipo. Como asistí tantas veces a la preparación, Miguel y yo establecimos una comunicación tal que a él le pareció interesante el hecho de probarme en labores de producción dentro de la película. Después de tres o cuatro meses yendo y viniendo con él a Viñales, en uno de esos retornos me dijo: «Tú sabes que necesito un productor de preparación, y contigo, siendo productor, nos ahorramos el chofer; tú manejas y realizas la preparación, haces el trabajo de dos tú solo». Fíjate qué mentalidad más jodedora tenía Miguel en ese momento.
A mí me resultó simpático, porque, realmente, en aquel momento pensaba que tenía capacidades subutilizadas, que podía hacer más, pero no quería, porque venía de una etapa muy difícil de mi vida y no tenía deseos de complicármela. Contradictoriamente, me fui a Viñales con veinticinco mil pesos, un talonario de órdenes de compra y otro de órdenes de servicio, y veinte o treinta personas, a preparar el sitio de Antoñica, la locación más compleja que tuvo esa película. Te podrás imaginar que lo que sabía de cine y de construcción era nada, pero tenía un equipo del ICAIC muy fuerte, mucha gente buena, sobre todo el de escenografía, muchachos muy jóvenes que me ayudaron muchísimo. Era un grupo de amigos a los que les encantaba lo que estaban haciendo, y a mí aquello me empezaba a seducir… Ahí empieza mi carrera, a ellos les debo eso. En realidad, en la preparación de esa película, fue donde me picó el bichito. En ese equipo estaban Raúl García, Daniel Díaz Torres, Bernabé Hernández, Adriano Moreno, Elio Palacios, y establecimos una relación muy chévere.
Rodaje de "Kangamba"¿Cómo saltas del productor de preparación, que fuiste accidentalmente, a la pirotecnia?
Al principio eso fue dramático, pero a la larga me he dado cuenta de que me vino muy bien porque me obligó a muchas cosas. No tenía nivel universitario, podría decir que tenía preuniversitario, y la Dirección de Producción del ICAIC decidió que yo saliera de esa especialidad. Esto provocó una gran protesta por parte de todos los que trabajaron conmigo, porque yo había empezado en la preparación de la locación de Viñales, y después Soroa, La Habana, Matanzas, Caibarién... Los punteros de esa película fuimos Daniel Díaz Torres y yo. Él, como asistente de dirección, y yo, como productor de avanzada. Fue un rodaje que duró un año, de manera que al terminarlo ya tenía experiencia de cómo realizar todo un levantamiento. Pero había estado lejos del set, y ahora, a la luz de lo que he aprendido, me doy cuenta de que solo me había convertido en un gestionador, un organizador o un preparador de determinado trabajo; pero desde el punto de vista cinematográfico continuaba siendo un ignorante, y por eso hoy agradezco lo que pasó.
Al regreso, determinaron mi salida de la producción, y, realmente molesto, dije: «Tampoco quiero seguir, quiero que el ICAIC tenga conmigo una condescendencia: quiero ir a trabajar al lugar más difícil que tengan ustedes.» La Dirección Técnica pretendía que fuera al laboratorio a estudiar revelado; pero lo que deseaba, realmente, era el trabajo de campo, en la calle. Hoy sé que lo que me gustaba era la producción.
Me dijeron que uno de los departamentos que más se necesitaba desarrollar era el de pirotecnia, y allí me encontré con los tres técnicos que habían fundado ese lugar: Stuart, Ovidio y el chino Fong, que estaba saliendo porque estaba enfermo. Mi experiencia en pirotecnia y en los Estudios Cubanacán me marca definitivamente, porque aquello estaba repleto de hombres de cine: era la época de Miqueli, de Pedro Luis López, Truffó y Pucheaux, en trucaje; en escenografía estaba Pedro García-Espinosa, Valdés como jefe de taller; en construcciones queda todavía por ahí dando vueltas: Laurence; en iluminación lo que había era «crema», y así en todos los departamentos.
En Cubanacán se respiraba un ambiente creativo muy interesante. La actividad política del centro era muy fuerte, y la cultural que desarrollaba la Juventud Comunista, también, de manera que todos los días se hacían libro-debates, cine-debates... Eran los tiempos de los Lunes en la Cinemateca, un ambiente cultural del que disfrutábamos cuando estábamos allí y no teníamos trabajo duro. Después te montabas en otra película y salías al rodaje, recuerdo Calderas de vapor, La defensa civil eres tú, Frontera, primera trinchera –las dos últimas, de Rogelio París–, El hombre de Maisinicú, Río negro, Guardafronteras, Cantata de Chile, bueno, infinidad de títulos significativos del cine cubano.
En esos tiempos, el ambiente de los rodajes era totalmente diferente del actual, creo que porque todos éramos muy jóvenes –la edad promedio era veinticinco años–, y era muy rico, realmente nos divertíamos haciendo cine. A pesar de que era un hombre casado y ya tenía un hijo, y contando con las dificultades que el país estaba afrontando desde el punto de vista socioeconómico, no recuerdo que nadie se preocupara por cuánto ganaba, o cuánto iba a ganar. Las condiciones eran otras, y por el aquello de que «las condiciones de existencia determinan los estados de conciencia», entonces la conciencia también era otra.
Rodar una película era una fiesta, algo que hemos tratado de mantener durante todo este tiempo, pero resulta realmente muy difícil. Películas como El hombre de Maisinicú, de Manuel Pérez, por ejemplo, fueron un regalo de la vida. Estar en contacto con la historia, con los sobrevivientes, con personas que conocieron a Alberto Delgado, conocer el lugar donde vivió, y, además, el ambiente de creación que se generaba alrededor de eso, en el rodaje, en los tiempos de descanso en el campamento donde vivíamos... Esos tiempos, para mí, fueron los mejores de mi vida, y los mejores del ICAIC.
¿Cómo arribas, definitivamente, a la producción cinematográfica?
A mi regreso de Angola, te podrás imaginar que no quería saber nada de pirotecnia; me había saturado de esa actividad.
Estuve un tiempo en el Conjunto Folklórico Nacional, como subdirector, ni me preguntes por qué, todavía no lo sé. Lo que te puedo decir es que Miguel Mendoza tuvo que ver con eso, porque al regresar había trabajado con él en la producción de Carifesta, y ya la gente del Conjunto le había hablado sobre la necesidad de alguien que pudiera hacer ese trabajo, y estuve un año con ellos.
En esos momentos, el ICAIC se da cuenta de que estoy en franca retirada, tenía treinta años y ya no quería seguir en pirotecnia. Alfredo Guevara tuvo la lucidez, una vez más, de decir que no cuando le pidieron mi traslado, argumentando que no iba a dejar que le siguieran «pirateando» personal que él había formado, y entonces Norberto Estrabao –que era el director de Estudios ICAIC–, me manda a buscar y pasa algo realmente muy simpático: me nombran jefe de producción de Documentales. Estamos hablando del año 1980 o 1981.
Estudios de Documentales era la unidad que, dentro de la industria, iba a asumir toda la producción de ese género y, en ese momento, estaba en formación. Tuve la suerte de encontrarme y trabajar con Mercedes Rodríguez (Bambina), una mujer que marcó mi desarrollo futuro. Bambina me obligó a estudiar; lo tenía dentro de mi plan de trabajo. Ella me revisaba las tareas prácticamente, todos los jueves, porque el viernes tenía que ir a clases, y estoy seguro que eso fue definitivo para mi vida.
El estilo de aquel departamento –y me parece que sería bueno retomarlo– se basaba en que el jefe de producción tomaba el documental en la fase de idea, trabajaba con el director, transitando por todas sus etapas: idea, guión, preparación, filmación y después posproducción, hasta la primera copia buena. Yo no soltaba ese «animalito» hasta que no estaba esa copia. Ese estilo de trabajo da un dominio muy fuerte del desarrollo del proceso. Recuerdo que disfrutaba mucho en los cuartos de edición, me encantaba eso.
Realmente tenía que trabajar como un loco, porque se hacían alrededor de cincuenta y dos documentales por año; quiere decir que a la vez tenía varias películas en cada una de esas fases. Siempre nuestros ocho cuartos de edición estaban llenos, y a veces editábamos más, porque se trabajaba doble turno.
Estudiaba por la mañana la idea que alguien me había presentado, discutía con otro realizador el guión que me estaba entregando, entraba con Jorge Fraga para ver los guiones que se habían aprobado, cómo íbamos a iniciar esos procesos, la factibilidad que tenían de realizarse, y terminaba, por la noche, en los cuartos de edición y también mezclando, en algunos casos, de madrugada.
Estuve en Estudios de Documentales alrededor de diez años, los primeros cinco como jefe de producción, y los restantes como director de los Estudios, hasta su desaparición. En ese momento, Camilo Vives me invitó a trabajar en la producción de largometrajes de ficción y le dije que no, porque, sencillamente, pensaba que no estaba preparado.
No obstante el esplendor de los años sesenta, que tanto se menciona, considero que las décadas de los ochenta y los noventa fueron la época de gloria del cine documental cubano, a la que le confiero una importancia tremenda por todo lo que significa la cinematografía cubana internacionalmente. Se realizaron documentales maravillosos en esos años. Ese género tuvo, y sigue teniendo, un lenguaje propio, eso que algunos continúan llamando la «Escuela Cubana del Documental».
¿Qué pasó con este género? No tenía una difusión comercial, más bien existía como apoyo de los largometrajes. El noticiero y los documentales eran muy importantes artísticamente, también en festivales internacionales, pero económicamente no eran rentables, por eso desaparecieron los Estudios.
Después fui a dar al departamento de Protocolo, todavía me pregunto por qué y no acabo de entenderlo: fui por un año y estuve tres dirigiéndolo. Pero Camilo –que siempre me sintió trabajando con él– siguió insistiendo en la producción de largos de ficción. Yo se lo agradezco. Realmente, a Miguel y a Camilo les debo mucho de lo que he logrado en el ICAIC, porque aunque siempre me han obligado a hacer lo que no quiero, finalmente pienso que es lo que me ha convenido. Camilo envió «emisarios importantes»: Manuel Pérez Paredes y Daniel Díaz Torres, a conversar conmigo sobre la necesidad que tenían los Estudios de Ficción de otro productor. Esta vez no dije más que no –ya había insistido demasiado–, y así llegué aquí.
¿Qué saldo te dejó tu participación en la guerra de Angola?
La guerra de Angola fue un punto de giro en mi vida, un momento vital de mi existencia. Te puedo decir, categóricamente, sin temor a equivocarme, a la altura de la edad que tengo, que fue mi momento más pleno como ser humano. Nunca me había sentido tan útil, tan realizado.
Fui secretario ideológico de un comité de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas), en el regimiento sur de infantería motomecanizada, entre los años 1977 y 1979. Creo que esas condiciones son la mejor manera de conocer al hombre, de donde se saca lo mejor para un compañero, para el que está al lado tuyo, jugándose la vida contigo, el que te la salva o tú se la salvas. Es quien está, noche a noche, día a día, a tu lado. El tipo que sabe que tú no recibiste carta, y de una manera tranquila, sin darle mucha importancia a eso, se sienta contigo y te lee la de él, que podía ser la de su mujer, la de su madre, la de su novia, te estaba dando la posibilidad de que también tú disfrutaras de ese momento. Eso es el «nosotros».
Eso que encontré en Angola, con mis compañeros, es una prolongación de lo que decía sobre los equipos de rodaje en los años sesenta y setenta. También, por lo mismo, en aquella época el equipo de filmación era eso, se vivía de esa manera, y yo lo que hice en Angola fue prolongarlo, magnificarlo si quieres, en aquellas condiciones que eran mucho más adversas –por supuesto–, pero igual de hermosas e igual de creativas, porque, al final, se creaba alrededor de todo aquello.
¿Qué significa la poesía para ti, y que relación tiene, si tiene alguna, con tu desempeño actual como productor?
Esa es una pregunta difícil, hermano. La poesía es la vida, como decía mi amigo Manolo Granados: «La poesía está en el aire, lo único realmente necesario es tener ojos para verla». Se ve poesía a diario en múltiples cosas, en múltiples hechos, en la calle. Algunos tienen la suerte de poder escribirla, de poder captar ese momento, otros, desgraciadamente, no pueden hacerlo. Agradezco mucho a la vida el intento de estar en el primer grupo. Yo pienso en poesía. Generalmente, un set de filmación es poesía. La contradicción tremenda que se da entre lo que un realizador quiere, y lo que uno, intentando interpretarlo, piensa que puede darle, es poesía.
Tengo una comunicación muy amplia con Fernando Pérez, hemos trabajado juntos muchas veces, tenemos «un amor de antes de la guerra». De igual manera la tengo –y diría que no solo amplia, sino linda– con Raúl Pérez Ureta. Cuando realizamos Madrigal, aunque no entendía perfectamente lo que Raulito y Fernando Pérez querían, sabía de lo que se trataba; entonces, la cosa era que, con los recursos que tenía en mis manos, pudiera darles todo lo posible, para que cada uno sacara lo mejor de ellos mismos. La verdadera comunicación es cuando ellos entienden lo que realmente uno puede darles, y cómo, con sus ideas, las posibilidades que se tienen y las ideas que a uno le brotan –porque también se aportan ideas, a veces hasta indispensables–, en ese acto de creación, llevar adelante el proyecto. Ese es el problema del cine: son muchas capacidades, mucho intelecto puesto en función de una idea determinada. Armonizar todo ese talento creo que es la función fundamental del productor, y ya que hablamos de poesía, para mí eso es poesía. Interpretar un guión, interpretar una puesta en escena, forma parte de mi poesía.
¿Cuál es tu concepto de productor, en Cuba y en el resto del mundo, y en qué se diferencian?
El concepto de productor está claramente definido, aunque en Cuba tenga matices diversos. Más que eso, hay tendencias entre nosotros mismos, maneras de afrontar la producción. No se trata de que sean mejores o peores, sencillamente son diferentes.
Vamos a salir, de alguna manera, del toro padre: una persona tiene dinero, le interesa el cine y decide invertir cierta cantidad en un proyecto cinematográfico de cualquier género. Esa persona es el productor, aunque no siga todas las fases del proceso de realización. Se contratan productores ejecutivos para administrar ese dinero. Entonces aparece el director de producción, quien organiza toda la producción de la película. Indistintamente, ese productor ejecutivo puede participar o no en el proceso, a veces solamente asigna cantidades de dinero. Además, existen los productores asistentes, de rodaje, de avanzada, etc., que pueden ser tantos como necesite el proyecto. Esto sucede en Cuba y en el mundo.
Productor es toda persona que participa en la organización de una película en sus diferentes fases, de varias maneras; pero sin un buen equipo no se logra ser un buen productor, y eso también es parte de nuestra responsabilidad.
¿Qué sucede en Cuba? El productor es el ICAIC, que es quien te contrata para que asumas la producción de una película. Yo lo veo de la siguiente manera: me siento el ICAIC, me siento la empresa. El organismo me contrata para que dirija un grupo que realizará una obra determinada. El ICAIC compra el guión y le paga al director la realización de ese guión; entonces el guión es mío, y yo cuento con ese personal de diferentes especialidades cinematográficas, para realizar, de conjunto, un proyecto para nuestro instituto, que a veces resulta ser una obra de arte.
Para mí existe una sola definición de lo que estamos hablando: «se es productor o no». Uno es el padre de la criatura. Ese niño es de uno en todas las fases de su vida, y uno es el responsable de su existencia.
En Cuba, desde el punto de vista económico, hay que asumir un marco financiero rígido, y tienes dos trabajos fundamentales: sacarle la mayor utilidad posible al dinero asignado, y mantener ochenta o cien talentos en la más pura armonía, y para lograr eso hay que ser el líder. El director y el director de producción de la película tienen que ser los líderes, ahí está el secreto, la clave. Si la gente los sigue no hay ningún problema: el cine es armonía. Siempre he dicho que un set de filmación es un lugar donde se crea, tiene que haber música, poesía, colores, suavidad. Todo tiene que ser pura armonía.
Cuando uno se enfrenta a cualquier cantidad de talentos –eminencias cada uno en su especialidad–, todos con una manera de ver determinada puesta en escena, y cada cual con su razón, entonces hay que mantener ese «ganado» en equilibrio. Por supuesto, desde el punto de vista artístico, la última palabra la tiene el director; pero yo tengo que lograr que esa última palabra sea certera, eso forma parte de mi trabajo.
Rafael Rey durante la filmación de "Hormigas en la boca" (2004). ¿Se puede ser productor y artista a la vez?
Te lo voy a contestar con una frase de Lenin: «Dirigir es la suprema de las artes, es la organización de los talentos.» Si no se es artista, lo mejor es no dedicarse a la producción, sino mejor a otra cosa.
En cine no puede haber un editor que solo corte y pegue, del mismo modo que no puede haber un productor cuya relación con la obra sea puramente económica. Eso no existe, es un aspecto de la producción para el que existen especialistas: el contador de producción y sus asistentes; pero el director de producción tiene que ser artista. Quiero decir, sentirse artista y serlo en toda la extensión de la palabra. Tiene que entender todas las expresiones artísticas que hay en una obra. ¿De qué manera se puede discutir con un director de fotografía, con un director de arte, si no se entiende lo que están diciendo?
¿Cómo afrontas tus proyectos y cuáles recuerdas con especial cariño?
Normalmente me leo el guión, como si fuera un cuento, de arriba a abajo, solamente para saber de qué se está hablando. Después hay que leérselo cinco o seis veces más hasta que el cuento ya se sepa –como diría nuestro amigo Jorge Fraga: el asunto–. A partir de ese momento le paso el guión a uno de mis colaboradores para que hagan dos cosas que yo no suelo hacer –muchos de nuestros productores sí las hacen, yo no–: medir el guión y tener un primer acercamiento contable. Algo así como saber las locaciones fundamentales, los actores, la cantidad de equipos, animales, etc., y después sentarse con el director para saber si lo que interpreté y lo que me dieron mis colaboradores se acerca a la verdad que él tiene en su mente. Son los pasos fundamentales, de lo contrario tendríamos que hacer un didáctico...
Cada película es diferente. Es como si te preguntara: «¿Cuál de tus hijos es el preferido?»; siempre es una complicación. Recuerdo especialmente Pon tu pensamiento en mí, la primera película de Arturo Sotto, por la manera en que la filmamos. Recuerdo que los horarios de trabajo eran totalmente locos. A veces, cuando llegaba al ICAIC a un llamado a las cuatro de la mañana me daba cuenta de que me había acostado dos o tres horas antes. Nos entregamos a la película y también nos fuimos enredando. Sobre todo nos quedaba Arturito, era su primera película y teníamos que arroparlo de la mejor manera posible, que nunca tuviera preocupaciones y problemas en su cabeza, que todo lo que se había pedido estuviera en ese lugar; pero era un momento difícil, y lo hicimos. Sin dudas es una película que recuerdo con mucho cariño.
También realicé una película muy difícil con Juan Carlos Tabío: El elefante y la bicicleta. Fue la primera que hizo el ICAIC en «opción cero»; o sea, cuando comenzó el período especial. La estábamos filmando en El Henequén, íbamos todos los días desde La Habana hasta Mariel a rodar. Teníamos que venir a buscar el almuerzo al comedor del ICAIC, de manera que salíamos con un tanque de espaguetis y cuando llegábamos allá había medio tanque, porque los espaguetis se iban bajando con los baches y el clima, entonces lo que lográbamos dar de comida era una especie de cuñas de cake de espaguetis y boniato, y algo más que podíamos resolver con el gobierno de ese lugar, con lo poco que podía darnos, dentro de todas las penurias de aquellos «maravillosos» noventa y tantos. Fue muy difícil desde el punto de vista de la producción.
Existen otras responsabilidades que, por necesidades de la industria, he tenido que asumir, y que también recuerdo con cierto afecto: haber sido jefe de Protocolo –como ya te dije–, director de los Estudios de Cubanacán y de la Empresa Audiovisuales ICAIC; pero siempre he regresado al productor que soy.
¿La complejidad de una película es lo que la hace interesante para un productor?
Indudablemente, una película lineal no es nada. También recuerdo, con mucho aprecio, Madrigal por lo complejo de su puesta en escena. Un don que tiene Fernando Pérez es implicar a todo el mundo a la hora de rodar, de manera que todo el equipo sabe lo que tiene que hacer, pero no sé por qué extraña razón también todos conocen lo que tiene que hacer cada quien. Uno sabe que es muy difícil lo que se debe hacer, pero eso no desmotiva, todo lo contrario.
Pienso que esto es, por ejemplo, como el deporte. Cuando uno tiene un rival fácil no se juega fuerte, se juega duro de verdad cuando se tiene un rival difícil. Cuando sabes que una película es compleja por su puesta en escena, por los recursos que mueve, por la fotografía, por la escenografía, hasta por el maquillaje, uno tiene que reforzar esos aspectos que la complejizan. Cuando una película es complicada en su totalidad, ya es un reto –incluso desde el punto de vista tecnológico–, entonces uno la afronta de un modo diferente y, para mí, eso la hace más atractiva.
Los largometrajes de ficción que se realizan en Cuba son, fundamentalmente, coproducciones con otros países, ¿cuán compleja es esta modalidad para tu trabajo y cuáles experiencias recuerdas con las otras partes implicadas en la película?
Existen diferentes tipos de relaciones. Algunos proyectos se hacen con capital extranjero, pero la producción va por Cuba. Hay otras con capital extranjero que también incluyen a sus productores; entonces se multiplica la complejidad de la película, porque el tema es que, constantemente, uno tiene un oponente que no siempre entiende lo difícil que es hacer una película en Cuba: los permisos, las tarifas –a veces exageradas– que tienen determinadas zonas, empresas o instituciones cubanas, la «permisología» es un lío. Hay cosas que cuesta mucho trabajo explicarle a la otra parte o es mejor no hacerlo. Por ejemplo, cuán difícil es contratar un vuelo Habana-Santiago de Cuba, cuánto cuesta una hora en helicóptero, qué hay que hacer para ir por mar Habana-Varadero y mil cosas más, que, realmente, son difíciles de explicar. Cuando uno tiene al lado un productor chino, polaco, español, etc., se complica tremendamente la realización, no es igual.
Si es con capital extranjero que ha sido entregado al ICAIC para que este se encargue de la producción, entonces es diferente. No deja de ser difícil porque, por ejemplo, digamos que las asignaciones de combustible no han entrado a tiempo; eso no se le puede explicar a nadie, porque, sencillamente, no lo van a entender. El tema del alquiler de equipos, por qué un actor tiene que estar más días, o hay que regresarlo a su país y luego volverlo a traer, en fin, muchos otros detalles. La coproducción tiene aristas diferentes.
A mí me gusta más la producción nacional, trabajar con mis directores. Lo otro lo hago porque hay que hacerlo; pero, de preferencia, yo con mis directores.
¿Sientes que has llegado a lo que querías hacer y decir?
Esa es una de las urgencias más grandes que tengo, pienso que se me está acabando el tiempo y aún tengo tantas cosas que decir. Es uno de los problemas más graves, que todavía no he llegado adonde quería llegar, pero ya casi no me queda tiempo.
Kangamba, una de tus últimas producciones, ¿qué le dejó al pirotécnico, al productor y al poeta esa película?
Todavía –y creo que por mucho tiempo será– a la gente que trabajó conmigo en esa película les digo: «Tú tienes el síndrome de Kangamba», aunque no esté muy definido desde el punto de vista médico. Y ahora me permito un aparte: las palmas para ese equipo. Kangamba es la realización de un sueño, por muchas razones, unas explicables y otras no tanto. En primer lugar, Camagüey –donde se rodó–, fue un lugar soñado por mí hace años. Nosotros estuvimos en esa provincia hace un tiempo atrás para algo que íbamos a filmar y no cristalizó, y me quedé con el sabor de esa ciudad, de su gente, a quien quiero y agradezco..., y siempre supe que tenía que volver. Se me dio la posibilidad con esta película. Pero, ¿qué fue Kangamba? En primerísimo lugar, una deuda con una de las coyunturas históricas de nuestro pueblo, con miles de combatientes internacionalistas que participaron en las gestas de Angola, Etiopía, el Congo, con una experiencia que es un canto de sangre, como yo le llamo. Todo eso, de alguna manera, lo pude conciliar.
No voy a dejar de ser un soñador. Creo que por eso pude aunar estos sentimientos acercándome a aquel lugar –con múltiples dificultades y complejidades– con una nueva experiencia desde el punto de vista cinematográfico, porque tecnológicamente era nuevo todo lo que queríamos hacer, y también porque estábamos entrando en una fórmula nueva de coproducción. Siempre he dicho que en nuestro país pueden existir muchas formas de utilizar financiamiento y recursos de otras instituciones para hacer películas, entre ellos y nosotros, resumo: Nosotros. En este caso fue con las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
No solo fue la cantidad de recursos y hombres que tuvo que mover el MINFAR, sino la comprensión, entender los lenguajes –el de ellos y el nuestro–, unirlos y llevarlos a un fin común, sabiendo ambos que es una historia que nos golpea muy de cerca. Estoy seguro que en Cuba hay muy poca gente que no tenga a alguien que haya estado en la guerra de Angola: un primo, un hermano, un amigo y hasta la madre. Con la historia de Angola hay un compromiso de carácter emotivo-histórico que funciona mucho a la hora de plantearse determinado nivel de esfuerzo. Realmente, la filmación de la película fue excepcional, por las extensas jornadas y el tiempo de rodaje, las condiciones, que por momentos fueron adversas. Sin embargo, el sabor que al final me dejó es el del deber cumplido. De Kangamba lo que yo amo es eso: el sueño.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
3. PRODUCCION CINEMATOGRAFICA
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital10/cap04.htm