FICHA ANALÍTICA

Los espacios de lo fílmico, implicaciones y conjeturas. Para una sistematización del estudio sobre la arquitectura y la ciudad en el cine
Pastrana, Mayra

Título: Los espacios de lo fílmico, implicaciones y conjeturas. Para una sistematización del estudio sobre la arquitectura y la ciudad en el cine

Autor(es): Mayra Pastrana

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 10

Año de publicación: 2008

(El presente texto forma parte de mi investigación «El carácter narrativo de la arquitectura en el cine de Humberto Solás» (inédita), como uno de los preámbulos conceptuales e históricos).

En su libro La ciudad del film. Géneros, estilos, poéticas,(1) Rocco Mangieri comenta cómo un film traduce una arquitectura, un espacio urbano, un recorrido. Esta traducción no es ‘fiel’ porque la materia de la expresión del signo cambia y, al igual que en toda traducción intersemiótica, el texto fílmico nos da a ver y oír una realidad autónoma que implica una nueva textura.

Esa «realidad autónoma» merece ser asumida, interpretada, desde un punto de vista semiológico y narrativo, que permita comprender cómo el espacio habla por los personajes y por el conflicto, por los accidentes y los acentos del drama. No se nos debe escapar que la arquitectura y la ciudad no son representaciones ociosas en los filmes, meros entornos más o menos estilizados, o accesorios físicos para el desarrollo de las historias, sino que forman parte del entramado conceptual del discurso con un altísimo potencial de «actividad significativa», y requieren, por parte de la crítica atenta, de una lectura más sistemática, que tome en cuenta el carácter simbólico que engrosa su presencia y produce esa «nueva textura».

Mangieri insiste, por otro lado, en la naturaleza cultural que reviste cualquier reconocimiento de los espacios en un filme; o lo que resulta similar, aquello

    que cada cultura reconoce como ciudad y como arquitectura en el interior de un texto, es decir, acoplados a los efectos de sentido globales o generales producidos por un texto fílmico en los procesos socioculturales de su producción e interpretación.(2)

Sin olvidar que ya la ciudad y la arquitectura traen a los filmes sus propios efectos de sentido, que producirán diferentes lecturas en los realizadores y los espectadores.

En el cine, hemos tenido ciudades emocionales, surreales, imaginadas (en algunos casos, por cierto, mientras más imaginación, valga la paradoja, mayor veracidad), multi-culturales, inclusivas… En este artículo, nos proponemos examinar algunos ejemplos concretos, que, de hecho, articulan posibles tipologías (no definitivas, sometidas siempre a la discusión fructuosa), las que pudieran incitar a los espectadores a emprender interpretaciones más detenidas, y a los analistas, a realizar estudios igual de provocadores.

La ciudad física, devastada, indicial

Con la muestra de la destrucción física, nuestra primera representación de la ciudad se reserva un carácter dramáticamente similar al desasimiento y el desgarro de sus habitantes. Convoquemos dos paradigmas alejados en el tiempo y el espacio: Alemania año cero (Rosellini, 1947), y La ola (Enrique Álvarez, 1995), en las cuales se siente, sin embargo, la misma atracción por mostrar las heridas físicas y psíquicas de los personajes vinculados estrechamente a las destrucciones citadinas.

Las causas y las reacciones son diferentes en ambas: la primera culmina con la devastación también del protagonista, devorado por la culpa, mientras la segunda ofrece, a los actores y a la ciudad, diversas posibilidades de supervivencia y continuidad. Pero en ambas encontramos interminables andares por escenarios naturales ruinosos, interiores opresivos. Cada paso por estas ciudades es un recordatorio, un reflejo de las miserias que sufren los actores del drama. La ciudad se descubre impúdicamente vacía, destrozada, abandonada, si acaso con otros pocos personajes que se mueven escurridizos, como sombras. A no dudarlo, están emparentadas con las próximas Hiroshima, Nevers, Venecia.

La ciudad emocional

Otras películas muestran, más que realidades directamente percibidas, visiones, miradas. Mediaciones emocionales, diríamos hoy. En Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959), las ciudades de Nevers e Hiroshima constituyen personajes dramáticos, fundamentales para la comprensión de la dificultad o la imposibilidad de cura emocional de los individuos y de la humanidad. Nevers es la ciudad apenas entrevista en una plaza, un sótano, un paisaje rural, que se intercambia, física y delirantemente, con una Hiroshima representada a partir de fotos, despojos, sombras en una pared, retazos subjetivos de los personajes humanos, cada uno con su carga de dolor.

Esas ciudades pueden, incluso, intercambiarse con París, porque tampoco esta es ella misma, sino el producto personal de una carga vehemente. Ninguna de las tres ciudades resulta «verdadera» en lo externo; de cada una se nos brinda alguna referencia que sostiene el desarrollo narrativo, tanto a través de los interminables paseos nocturnos, como de los interiores donde se realizan los amantes. La ciudad en Hiroshima, mon amour existe como un personaje tan lleno de angustia y soledad como los amantes mismos (por cierto, arquitecto él).

En Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), y Desierto rojo (Michelangelo Antonioni, 1964) no interesa tampoco la perspectiva total. En la primera, no obstante el prestigio de topos turístico que rodea a Venecia, se evita la representación de glamour, para concentrar toda la atención en las zonas más sórdidas, escondidas, vergonzosas que esta y toda ciudad posee. De alguna manera, la ciudad en Muerte en Venecia espejea los mismos sentimientos del protagonista, que no admite la posibilidad de un amor sin sentir los aguijones del autodesprecio, de la fragmentación interior, de la pérdida de identidad, de la confusión. De ahí la presencia de la peste, la putrefacción, la convicción del pago por el pecado, los intentos de huida, la muerte; todo ello en los callejones sucios, zigzagueantes, interceptados por algunas plazuelas ocultas, que contrastan con la Plaza de San Marcos, topos simbólico-turístico por excelencia. Sin embargo, cabe destacar cómo en el interior del hotel, donde el músico se hospeda, hay un gusto febril por largos y lentos desplazamientos de la cámara, que se regodean en la exuberancia de los huéspedes, sus vestimentas, las actividades sociales ritualizadas, las conversaciones, la riqueza de la ornamentación, la opulencia de los ramos de flores, etc. Pero todo ello también bajo el tenue manto de la misma decadencia que acosa a la ciudad.

Mientras, en la obra de Antonioni, el propio título adelanta la idea que hará sinónimos los bordes, las calles sesgadas, el carácter trunco, sin horizontes, brumoso, de la burguesa aburrida, y de la ciudad. Ambas también aquí comparten angustias y desasosiegos. Prácticamente no tienen nombre, nada que decir y lo que dicen, tampoco es escuchado. Y si una se presenta rodeada de tonos vivos, agresivos, arbitrarios, la otra simula su propia falta de colores con la falsedad de la pintura de su césped, árboles, etc. Se remarca así la simulación, la grisura de las dos. En este caso, a los planos descentrados, a la ausencia de personas en las calles, a los abigarramientos en pequeños interiores, se integra la verborrea sin sentido y los silencios prolongados. Ambas protagonistas padecen del mismo mal: están aparentemente vivas, pero no…

La ciudad alter ego

Autores como David Lynch, Woody Allen, o los Kaurismakis hacen funcionar la ciudad como franco alter ego. No se trata ya de la asociación emocional o el involucramiento, sino de la identificación, la transparencia, el simétrico intercambio de roles entre el acento y el sentimiento del autor y la ciudad. En alguno de ellos, la ciudad no es lo que parece, esconde su maldad bajo una apariencia inocente; en otro, la vida no puede desarrollarse más que en esa Nueva York inventada en los recorridos de sus personajes, limitada a una escasa zona –vital para el director–, dibujada como la amiga que protege e insufla vida; en los últimos, cada existencia alienada, solitaria, refleja esas zonas marginales que lo son, más que todo, por la lejanía subjetiva de los centros bullentes. De ahí entonces los oscuros y más siniestros lugares cotidianos de David Lynch; el Parque Central y las anchas avenidas llenas de librerías, árboles floridos, céspedes cuidados, de Allen; y los contenedores, los muelles, los barrios suburbanos (que no se muestran definidamente) de los Kaurismakis.

La ciudad multicultural y esquizofrénica

La ciudad como figura fílmica no se define solo por el grado de identificación emocional del autor, sino también, a menudo, por el alcance de la tematización que la singulariza y la convierte en emblema. De forma que, advertimos, nos encontramos ante una clasificación abierta, que no observa todo el tiempo el mismo eje.

“Blade Runner”, Estados Unidos, (1982) de Ridley Scott.Por ejemplo, la típica ciudad posmoderna, multicultural, se halla en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Si en las gated cities la vida es ahogada por la rutina, la mediocridad y la lucha feroz por mantener un estatus igualitario, en Los Ángeles de la época de los necesarios pero temidos replicantes la vida padece un exceso de contaminación de todo tipo: cultural, ecológica, existencial. David Harvey ha entrevisto cómo

    la ciudad de Los Ángeles a la que regresan los replicantes es apenas una utopía. […] un paisaje decrépito de desindustrialización y decadencia posindustrial. Galpones vacíos y plantas industriales abandonadas con goteras por donde se filtra la lluvia […] Pero por encima de las escenas callejeras y del caos y decadencia interiores, se cierne un mundo de alta tecnología con veloces transportes aéreos, avisos publicitarios […], imágenes familiares del poder empresario […](3)

    Harvey continúa describiendo la ciudad:

    En el nivel de la calle, la ciudad es caótica en todo sentido. Los diseños arquitectónicos son una mezcolanza posmoderna […] Los simulacros están por todas partes. Reproducciones genéticas de lechuzas vuelan y serpientes se deslizan […] El caos de signos, de significaciones y mensajes contradictorios sugiere una condición de fragmentación e incertidumbre callejeras que acentúa muchas de las facetas de la estética posmoderna.

Como se desprende de estas descripciones, Los Ángeles exhibe, en el año 2019, un caos que abarca también diferentes arquitecturas. Del repleto baúl de la cultura se pueden extraer elementos precolombinos americanos, columnatas grecorromanas, referencias asiáticas, árabes, todo mixturado más allá del eclecticismo. Hasta utilizar simbólicamente un real edificio emblemático de la ciudad, como el Bradbury, construido en 1893, pero degradado, abandonado; ruina al igual que todo lo restante. En el Bradbury únicamente habita un atormentado personaje, rodeado de muñecos mecánicos –tan fantásticos como los replicantes de corta vida, a los cuales ha contribuido a crear–. En realidad, la escasa e intensa vida de los replicantes no resulta de mejor calidad que la de los «humanos» que se desplazan bajo las hirientes luces, los gases, la lluvia, los desechos de la abigarrada, descualificada y bastante incierta muchedumbre. Claro, la esquizofrenia citadina no es más que reflejo de aquella que corroe a la sociedad toda.

La ciudad-set (o la vida como puesta en escena)

“The Truman Show”, Estados Unidos, (1998) de Peter Weir.En El Show de Truman (Peter Weir, 1998) se «nos hace creer que la ciudad donde vive Truman es un plató, un escenario de cartón-piedra, una ciudad-decorado, montada por los estudios de televisión»,(4) pero cuya prexistencia real está documentada.

Esa ciudad de Truman es realmente una ciudad blindada o gated city, exclusiva y segregadora. Inspirada en el New Urbanism, ubicada en la Florida, conocida como Seaside,(5) en la ficción es llamada Seahaven. Estremecedora dos veces, por real y por escenario de un 24-hours reality show. Este show resulta dirigido por un omnipotente demiurgo tecnológico (escalofriante aquella escena en la que ordena, literalmente, que salga el sol), cuya existencia desconoce solo el propio Truman. Ciudad que se pretende modelo de un nuevo urbanismo homogeneizado, a la manera en que se procura funcione el público consumidor actual. Ciudades-fortalezas, con guardias, dobles y triples separaciones del resto de la zona, para filtrar los posibles visitantes, con sus repetidas casas, todas con jardín, cercas de madera pintada, amplios portales, abundancia de recorridos peatonales, concentración de zonas comerciales y públicas, a la búsqueda de la nítida separación de las habitacionales. Las relaciones vecinales resultan asépticas; propenden a similares despertares y a saludos convencionales día tras día como bien muestra el filme. Como dice Costa, «ciudades estructuradas mediante un apartheid social, étnico y cultural. Son bunkers reservados, guetos para privilegiados». Por eso Truman puede ser explotado como mercancía, a través de infinitas y ocultas cámaras de televisión, no solamente dentro de su casa, sino en el automóvil, el trabajo, en todas partes.

Algo semejante –parte escenario real, parte plató– ocurría con aquella Suburbia, donde Eduardo Manostijeras (Tim Burton, 1990) intentaba, infructuosamente, insertar su otredad. Al final, resultaba demasiado «Otro» para una clase media acomodada, cuyas casas, carros, jardines, vidas en fin, se regían por una meticulosidad cosificada, por una disociación de la realidad que trataba de mantener estatus y seguridad. Pero, de hecho, Manostijeras, venido de un extraño castillo gótico, de horror, vivía con más intensidad y humanidad que los vecinos de Suburbia.

La arquitectura en el cine, la casa parlante

Si tantos aspectos notables asoman en el rastreo dramático y conceptual de las ciudades, las edificaciones individuales también adquieren connotaciones inquietantes.

Desde siempre, cine y arquitectura se han confabulado para la expresión de poder y de fastuosidad cultural, por ejemplo. En Intolerancia (D.W. Griffith, 1916), mediante el uso de gigantescas construcciones escenográficas –sobre todo en el episodio babilónico–, se homologaban majestuosidad y decadencia con el peso del poder debilitado. Griffith, entre otras cartas de paternidad artística sobre el cine, tiene el mérito de haber contribuido a la valoración dramática, narrativa, ideológica de los escenarios. Y así, abre una ruta de expresión que llega a nuestros días.

En Octubre (S. Eisenstein, 1928), fragmentos, secciones o funciones del edificio (las escaleras, algunas habitaciones del Palacio de Invierno), y ciertos elementos de la ciudad (los puentes levadizos) significarán ideologías enfrentadas. La aristocrática escalera, inacabable, grandilocuente, propiciará la semejanza entre Kerensky y los derrocados zares; el director la toma constantemente en contrapicado, y aparece repleta de símbolos de fatuidad, desde el transitar físico de los nuevos gobernantes hasta los prodigios de montaje cinematográfico que la acercan a pavos reales, etcétera.

En las lujosas habitaciones donde el gobierno provisional sueña su poder sangriento, se vive la precariedad, lo ilegítimo, lo fugaz, hasta que la llegada de los bolcheviques, con una vuelta de tuerca, convierte los espacios, y al propio gobierno provisional, en museo de una época. Los puntos de vista cambian, se eliminan los contrapicados, se naturalizan los gestos. Por su parte, los puentes, nada relucientes, brutales en su carácter mecánico, son los lugares de las matanzas de los obreros, quienes representan, sin embargo, los nuevos tiempos que glorifica el realizador. No más necesitó Eisenstein para dar cuerpo a su creación, a su ideología: fragmentos ya no solo de la ciudad, sino hasta de la arquitectura, como había logrado con más bravura tres años antes en El acorazado Potemkin (1925), con la carga dramática de la inventada escalinata de Odessa (ciudad a la que, luego de esa grandeza, debía habérsele construido una).

La casa fílmica, de Kane a Frankestein

Pero es la tipología de la casa, específicamente, la que ayuda, de forma notoria, a comprender la contribución narrativa y dramática de la arquitectura. El tratamiento arquitectónico de los interiores resulta a menudo altamente significativo. Recuérdese una película como El sirviente (Joseph Losey, 1963), en la que la oblicuidad de las relaciones de dominación entre los personajes, su insidioso juego de sadomasoquismo y decadencia moral quedan expresados en los cambios que va mostrando la casa, y en la ubicación coreográfica de los personajes, a medida que se agudiza el conflicto entre ellos.

Ya en la heterogénea Xanadú, de El ciudadano Kane (Orson Wells, 1941), el amontonamiento arqueológico de despojos culturales y el impedimento de reconocerla como una totalidad, evidenciaban, materialmente, lo difícil de asir la personalidad multiforme del personaje. No en balde la supuesta clave inscrita en Rosebud, pronunciada al inicio y quemada al final, yacía en un informe conglomerado de inutilidades.

Esta mansión culmina el recorrido del protagonista, en su tránsito de persona (niño) a personaje-magnate cuya muerte provoca toda la investigación sobre su vida.

Tal trayecto comienza en una pequeña casa, abierta, clara, humana en sus proporciones, aparentemente protectora, dada la presencia de los padres, pero que funciona exactamente al revés: paraíso del cual el personaje será expulsado completamente, con la pérdida de su familia y su niñez. Wells omite todo detalle sobre el proceso de crecimiento (que podemos imaginar igual de desvalido), hasta la salida de Kane al mundo público. Simultáneamente, procede la despersonalización de la arquitectura donde se mueve el personaje todo el tiempo (hogar de casado, cuarto de hotel, teatro, periódico).

Kane quizá construye Xanadú en busca de la recuperación de su intimidad, de la niñez, pero ello se le vuelve un imposible, y la convierte entonces, lejos de aquello que necesitaba, en lo que le prodigaron en cambio: abundancia, poder, soledad. De ahí su carácter laberíntico, acumulativo, reflectante, épico. La casa se ha trasmutado, como Kane, y lo representa en su aislamiento egocéntrico y angustioso. Una fortaleza inaccesible.

“La ventana indiscreta”, Estados Unidos, (1954) de Alfred Hitchcock.El edificio metonímico difiere notoriamente de la casa-vacío que depende de la mirada. A diferencia de la Xanadú de Welles, en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), no se muestra casi nada. La casa no existe más que desde donde el confinado fotógrafo «vigila» las actividades de los vecinos e «investiga» sus vidas. La casa adquiere poder con su mirada, desde y por ella. En esta arquitectura-colmena, casi equiparada a la urbanización (solo se captan «exteriores»), la casa protege, da dominio, control, pero como envoltura no transitable, no espacial. Cuando la amenaza que proviene de ella y de la pesquisa revierte su propia condición, la casa se convierte en trampa casi mortal para el aburrido fisgoneador, y es entonces cuando adquiere volumen, materialidad; cuando se separa del único punto de vista, y accede a su carácter arquitectónico, a su vista desde el afuera.

En Mon Oncle (Jacques Tati, 1958), Hulot vive en un claro edificio donde, para arribar a su apartamento, debe subir y bajar escaleras, lo que propicia variadas relaciones vecinales de familiaridad. Su casa está adaptada a las necesidades del solterón. Las características de su barrio parisino, amable, simpático, le producen graves confrontaciones con la modernidad exagerada de la casa de su hermana (cuya fachada semeja y hasta actúa como un cruel rostro), situada en la periferia, y con una absurda utilización megamecánica de los avances tecnológicos, lo que la convierte más en enemiga de quienes la habitan que en hogar.

A partir de la diferenciación entre las dos arquitecturas, la que sirve al ser humano y la que niega tal humanidad (la que reacciona contra Hulot de forma literalmente agresiva), se conformará un fuerte contraste, con la utilización además de gags diestramente inspirados en las películas silentes. Aquí el monstruo es la propia casa, a través de la cual Tati se burla de esa otra modernidad acrítica que inundó Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

Con los años, la descripción verista, incluso naturalista, muchas veces en oposición a las alternativas de la fantasía, el confort o el estatus, va dando paso a la licencia poética del anacronismo, el viaje histórico, el juego cultural estéticamente intencionado. En Eduardo II (Derek Jarman, 1991), la época histórica, real, de los hechos se «actualiza» a través del castillo de desnudas paredes, de grandes planos abstractos, de laberintos prácticamente mentales, de interiores oscuros, de texturas rugosas. El funcional y expresivo anacronismo se completa con la contemporánea vestimenta y hasta la gestualidad de los actores, más el recitado de los versos de Marlowe, o la concepción performática de no pocas acciones (el recibimiento de Galveston), o la entrada de Annie Lennox a la diégesis. Se produce así, una heterogeneidad temporal, un abismal «contrasentido», una perenne paradoja cultural que logra actualizar la trama y contribuir a la obsesiva idea de Jarman acerca del carácter excluyente de la historia de Inglaterra respecto a la diferencia sexual. La arquitectura, el diseño, la dirección de arte, el criterio de producción sirven a la idea de que en la Inglaterra actual persisten idénticas disfunciones, prejuicios sexuales, y no solamente en las familias reales, sino en toda la sociedad.

Otros interiores, entretanto, son denotadores de un cierto gusto gotizante, que mezcla horror y poder. Había sido el caso, por ejemplo, del eclecticismo constructivo y ornamental que jugaba ampliamente con la heterogeneidad sexual en The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman, 1975). Pero en el Mary Shelley’s Frankenstein (Kenneth Brannagh, 1994) ya coexisten de forma natural el terror y la vida doméstica, el amor junto al horror, y las complejas relaciones creador/creación, verdugo/víctima, conocimiento/destrucción, como pocas veces en el cine. La casa de Frankenstein, desnuda y ornamentada, simultáneamente acogedora y agobiante, con su escalera luminosa y oscura, de una (pos)modernidad también anacrónica –ah, el peso del estilo sobre cualquier función–, es el escenario de la vida familiar y de la tortura todavía de cierta forma controlada. Además de la subversión cultural de la oposición interior/exterior, cultura/naturaleza, conocimiento/primitivismo, brotan no pocos interrogantes: ¿la creación produce monstruos?, ¿el conocimiento los genera?, ¿es ese el otro rostro de la ciencia?

Con este recorrido, advertimos cómo la ciudad y la casa han sido entonces, en el cine, el tropo perfecto, lo mismo hacia el interior de la historia (el alma del personaje, la naturaleza del conflicto) que hacia el afuera de la metáfora dramática (el retrato de una sociedad o una ideología). Ellas han procurado, más allá del simple escenario, el empuje dramático, el entramado psicológico de los personajes, la vena pulsante que coadyuva al entendimiento de aquellos filmes de todas las épocas, donde se conciben connotaciones enriquecedoras. Son parte de la estructura intrínseca de cada uno de los títulos mencionados en este texto, y de muchos otros que hubiéramos podido abordar del mismo modo.

Entonces, entre la metonimia y la metáfora, la arquitectura es una de las formas perfectas para comunicar y compartir sentido en el cine. La arquitectura y el urbanismo vienen a ser el tropo idóneo de la narración y del tejido dramático. Valdría preguntarse: ¿Y qué sucede con esto en el cine cubano? Pero eso sería ya motivo de otro detenimiento.

NOTAS:

(1) Mérida, Ediciones Solar, 2000, p. 12.
(2) Rocco Mangieri, ob. cit., p. 12.
(3) David Harvey, La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1998, pp. 312 y 343.
(4) J. Costa, «Visiones de la ciudad funcional europea y la ciudad blindada norteamericana en el imaginario del celuloide», en Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales, Barcelona, Universidad de Barcelona, vol. VII, no. 146(037), 1 de agosto de 2003, p. 4, en <http: www.ub.es="" geocrit="" sn="" sn-146(037).htm="">
(5) «En 1979 el arquitecto Robert S. Davis llevó a cabo un proyecto de rehabilitación de un frente marítimo en la costa de Florida, donde más tarde, en unión con Plater-Zyberk, se marcó como objetivo construir una ciudad a escala vecinal, donde se pudiera recrear la vida tradicional de pueblo y lograr establecer un ambiente urbano de calidad. Bajo esta óptica que recoge las ideas del New Urbanism, en 1981 trazaron, sobre una extensión de 80 acres, el diseño de Seaside…» (Ídem.)

 



Descriptor(es)
1. ARQUITECTURA Y CINE
2. TEORÍA DEL CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital10/cap06.htm