FICHA ANALÍTICA

Documental y esfera pública en América Latina
Chanan, Michael (1946 - )

Título: Documental y esfera pública en América Latina

Autor(es): Michael Chanan

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 11

Año de publicación: 2008

Los escépticos tienden hoy en día a menospreciar el documental basándose en que su aserción de autenticidad se asienta en la ficción de la objetividad. La objetividad, al parecer, no es ya lo que solía ser, sino otra forma de subjetividad. A pesar de la fuerza del argumento, que corresponde a un prejuicio posmoderno contra las viejas verdades, uno de sus problemas es que propicia la eliminación de la diferencia existente entre documental y ficción que, no hace demasiado tiempo, nadie ponía en duda. Si esto es considerado como un delicado problema epistemológico en la actualidad, no solo se debe a la polaridad existente entre los hechos y la representación, lo real y lo imaginario, sino también y, principalmente, a los diferentes modos de enfoque. En términos sencillos, la película de ficción es heredera de la novela y del arte dramático de la cultura burguesa y, así, desde muy pronto, se dirigía al espectador como individuo privado, es decir, a su subjetividad y a su vida sentimental. El documental, por el contrario, es guiado por lo antropológico, lo social y lo político, y se dirige al espectador como ciudadano, como un miembro de la comunidad, como participante putativo de la esfera pública.

Esta diferencia fue un elemento implícito en el surgimiento del documental como un modo de hacer cine en los años veinte y fue fortaleciéndose durante su esplendor en la siguiente década. Pero dichas distinciones nunca son rígidas ni absolutas, especialmente en los últimos años, en los que una notable tendencia consigue borrar los límites establecidos, ya sea en forma de docudrama o en las diferentes modalidades del documental ficcional o falso documental (para el cual Ambrosio Fornet me ha sugerido el neologismo español de «documentira»). Sin embargo, en general, resulta que, por ejemplo, cuando la ficción trata sobre temas históricos o políticos, lo hace a través del drama individual, mientras que, cuando el documental trata de temas personales, la tendencia es valorar al individuo por su carácter de ejemplo social. Un documental, por ejemplo, sobre las impresiones que alguien tiene de una experiencia concreta, probablemente se halle más interesado en la recuperación de estas para la memoria pública que en el hecho de que dichas impresiones sean consideradas meramente un resultado de la experiencia de su propia vida. En otras palabras, está relacionado con la experiencia individual vivida como una inscripción del trauma social e histórico. Pienso en primer lugar en Shoah (Claude Lanzmann, 1985), en el cual las víctimas, los verdugos y los espectadores recuerdan el holocausto nazi; o, en el caso de América Latina, en Chile: la memoria obstinada (Patricio Guzmán, 1997), que trabaja en la recuperación de la memoria de aquellos que vivieron durante el golpe de Estado de 1973, para una nueva generación a la que la verdad histórica le había sido ocultada.

Esto no implica afirmar que la ficción no tiene efectos políticos en la esfera pública a pesar de que Hollywood nos haya intentado hacer creer que el cine es puro entretenimiento–. Dejando de lado la cuestión más general del modo en que el cine contribuye a modelar la opinión pública, a través del tratamiento de los diversos temas a los que sus géneros recurren (amor y sexualidad, criminalidad y violencia, poder e injusticia, etc.), hay también raros ejemplos de películas entendidas como intervenciones políticas, como La batalla de Argel (Gillo Pontecorvo, 1996), incluidas aquellas que tienen efectos no intencionados, como El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915). En América Latina existe el ahora clásico y paradigmático ejemplo de Yawar Malku (Sangre del Cóndor, 1969), un dramático filme de Jorge Sanjinés que fue realizado con el fin de sacar a la luz un escándalo nacional y desembocó en la expulsión de las Tropas de Paz estadounidenses de Bolivia. No es un accidente que filmes de este tipo hayan estado frecuentemente basados en una aproximación neorrealista –temas contemporáneos, localizaciones reales, actores no profesionales–, en otras palabras, un método o una estética que personifica la incursión de los valores documentales en la ficción. Ello es parte de una historia del cine no escrita donde, en vez de una oposición entre ficción y documental, habría una simbiosis, un diálogo escondido, un intercambio subyacente en el que el desarrollo del lenguaje fílmico sería también una función del paso del documento a la narración y viceversa. En esta historia, que se remonta a la Rusia soviética de los años veinte, el cine latinoamericano ocupa una prominencia indiscutible, desde los primeros filmes del nuevo cine en los años cincuenta hasta el reciente ejemplo de La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1998), que dramatiza la vida de un grupo de niños desheredados en Medellín.

“La batalla de Chile”, 1979.Tampoco es cierta la afirmación de que el documental no se enfrenta a la representación de la esfera privada. Al contrario, lo ha hecho cada vez más durante las dos o tres últimas décadas, hasta el punto de que la televisión está llena de diarios en formato video y de productos de observación voyeurística, mientras los documentalistas independientes revelan una tendencia al narcisismo, al dirigir sus cámaras hacia las vidas privadas de sus familias y de ellos mismos. Los orígenes de esta tendencia se encuentran en los años sesenta, en los movimientos paralelos (si bien con algunas preocupaciones diferentes) conocidos en Francia como Cinéma Vérité y en Estados Unidos, como Direct Cinema cuando una nueva generación de cámaras ligeras de 16 mm y grabadoras portátiles permitieron al equipo fílmico acceder con facilidad a lugares donde la filmación del sonido era previamente impracticable y a menudo tabú: solo la ficción tenía licencia para representar los espacios de la más absoluta privacidad e intimidad. El video, que comenzó a reemplazar a las cámaras de 16 mm en los años ochenta, lo hizo incluso más fácil, y no es sorprendente que esta incursión en el espacio privado haya conducido, al menos en los países del Primer Mundo, a unos nuevos intereses legales sobre la invasión de la privacidad. El documental latinoamericano ha utilizado siempre estas capacidades técnicas para usos ideosincráticos propios. Patricio Guzmán, en su más temprano filme, La batalla de Chile (1979), que hace una crónica de los años de Allende (y es una cita fílmica en La memoria obstinada), consigue una representación de las tendencias políticas en conflicto explotando, precisamente, la agilidad de un reducido equipo fílmico de 16 mm, y logrando filmar primero la reunión de un sindicato en una factoría para, poco después, hacerse pasar por un grupo de la televisión francesa y acceder a un encuentro del ala derecha en un gran edificio de varios pisos e, incluso, consiguiendo entrar, en una secuencia, en un apartamento situado en un alto y céntrico bloque, con el pretexto de buscar una buena vista de la ciudad y presentar así una viñeta doméstica de la burguesía que se sintió amenazada por la Unidad Popular. Otro ejemplo es Gamín (Ciro Durán, 1978), que usa la técnica de la filmación en directo para revelar lo que se encuentra ante nuestros ojos pero nunca se ve: la vida privada del pillo de las calles de Bogotá.

“Tire dié”, 1958. El argumento es que, como resultado de su orientación hacia la esfera pública, el documental está menos interesado en la creación estética por sí misma que en su objeto de interés, que se sitúa en el mundo externo y concreto. John Grierson, arquitecto del movimiento británico documental de los años treinta que fomentó la producción de documentales de interés público, habló de la función del documental en términos de «objetivos sociológicos más que estéticos» La representación del mundo concreto en términos sociales, políticos e ideológicos está siempre dirigida a la veracidad de la vida cotidiana y no a un mundo de fantasía o imaginario. Lo que está en juego aquí no es tanto una demanda epistemológica sino una descripción de la intencionalidad de la vocación del documentalista de aportar testimonio y ofrecer evidencia sobre el estado actual del mundo. Esta fue ya la motivación de los principales precursores Dziga Vertov, Joris Ivens y el propio Grierson, en una explícita oposición a la fantasía del cine de entretenimiento, que interpretaban como una peligrosa distracción. Esta fue también la intención central de documentales latinoamericanos pioneros como el retrato de un poblado de Argentina en Tire Dié (Fernando Birri, 1958) o un par de piezas brasileñas de reportaje político sobre el analfabetismo en Maioria absoluta (Leon Hirszman, 1963) y Viramundo (Geraldo Sarno, 1964), sobre la migración interior. Sin embargo, el surgimiento del nuevo documental en Latinoamérica en los años cincuenta y sesenta tuvo lugar dentro de una perspectiva ya alterada, en la que la ficción había sido modificada por el documental, sobre todo, a través de la búsqueda de un nuevo realismo que tomó forma primero en Italia al final de la Segunda Guerra Mundial, donde muchos de los pioneros del Nuevo Cine Latinoamericano fueron a estudiar cine. El Neorrealismo italiano ofreció un modelo en el que ficción y documental se convirtieron en compañeros; la ficción no era el comienzo y el final del cine, el documental no era una forma inferior. En el deseo de convertir a las cámaras en el registro de lo cotidiano existente fuera del mundo del cine, estas se transformaron en las maneras alternativas de escapar de los mundos imaginarios ofrecidos desde Hollywood o sus imitadores.

A pesar de ello, tampoco iba el documental a renegar de la poesía visual. Por el contrario, un filme como Chircales (1972), un análisis de Marta Rodríguez y Jorge Silva sobre la vida de los cargadores de ladrillos en las afueras de Bogotá, consigue una excepcional fusión de política, poesía y antropología visual. Este es un movimiento en el que una orientación hacia la realidad social no es en absoluto incompatible con un alto nivel de invención estética, tanto en su trabajo documental como en la ficción. Incluso las aproximaciones más experimentales permanecen enraizadas en la realidad social, tal como ocurre en ABC del etnocidio: notas sobre el Mesquital (1976), del director mexicano Paul Leduc, que rompe por completo con las convenciones de la exposición documental, o en la carrera del chileno Raúl Ruiz, desde sus filmes realizados durante los años de Allende hasta su subsiguiente producción en Francia, como una cierta figura exótica celebrada por la vanguardia y, específicamente, en el trabajo de Santiago Álvarez, que reinventa el noticiario cinematográfico, el filme de montaje, el documental de viaje y todos los demás géneros documentales en los que él pone sus manos, en un incontenible frenesí de bricolaje autorizado por ese supremo acto que fue la Revolución cubana.

Cuba llegó a ser única en Latinoamérica dentro del estatus que le fue adjudicado a su propio cine, incluyendo el documental. En los años setenta, investigadores del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) encontraron que en ocasiones la gente acudía al cine para ver el novedoso trabajo de Álvarez y, por ello, se quedaba a ver cualquier película que se proyectara después –una inversión completa de la motivación habitual para acudir a las salas–. Santiago Álvarez comenzó realizando documentales de largometraje y su éxito incitó al ICAIC a producir una amplia serie de documentales de diferentes directores para su distribución cinematográfica, en un tiempo en el que, al menos en el Oeste, se había abandonado por completo la realización de documentales para el cine. Nos encontramos con la paradoja de que en Cuba, según sus detractores, la esfera pública había sido reemplazada por el control totalitario de los comunistas y esta, sin embargo, mantenía un espacio en la pantalla cinematográfica para el encontronazo de la realidad social con el documental, que no funcionaba en las pantallas de las democracias, de donde el criterio comercial los había expulsado. Ni tampoco estaban los documentales cubanos o, incluso, los noticiarios, limitados a la propaganda política. Los noticiarios eran a menudo de investigación, mientras que muchos de los documentales eran ampliamente didácticos y, en ese sentido, griersonianos; otros eran poéticos, muchos de ellos dedicados a celebrar los diferentes aspectos de la cultura cubana; algunos constituían retratos de individuos que recuperaban sus memorias para la colectividad. Cuando estos filmes eran vistos en Latinoamérica en los festivales de cine y en cine-clubs, fomentaban poderosamente las ambiciones de los documentalistas que no tenían acceso a una audiencia de la que disfrutaban colegas cubanos.

En cualquier otro sitio de Latinoamérica, la existencia de una amplia esfera pública era aún más quimérica. Tratándose, en el mejor de los casos, de una idealización –Stanley Aronowitz lo ha denominado «la mítica plaza en el cielo»–, el concepto que Jürgen Habermas sistematizó no se encuentra en su plenitud sin limitaciones por ninguna parte en la actualidad. Además, el aumento de los medios de difusión masiva convirtió a los lugares comunes en lo que Habermas llama una esfera seudopública, donde el diálogo es reemplazado por mensajes de ida con solo la apariencia de diálogo. No obstante, incluso una esfera seudopública es permeable, tiene intersticios y márgenes de intervención, y es forzoso que aparezca un cuestionamiento, así como que circule la crítica, especialmente cuando ello ya ocurre dentro de la sociedad civil, que es de similar modo permeable (la sociedad civil y la esfera pública no son lo mismo, pero tienen una relación simbiótica: cada una puede ser vista como la infraestructura de la otra). El documental es un agente de esta permeabilidad, a través de la imposición de nuevas perspectivas e interlocutores en el ojo público si es que eso es posible.

Si la esfera pública es una ficción útil, es también relativa, y siempre se halla codificada de acuerdo con las susceptibilidades de la política de cada país, que permanecen vigilantes a pesar de los homogeneizadores efectos de la globalización (no es tan fácil que la historia se mantenga al margen). En Europa, con su tradición de servicios de difusión pública, aunque en la actualidad muy debilitada, nos permitimos pensar que la esfera pública es más real que en Estados Unidos, donde la televisión está dominada por las redes comerciales y por un mero puñado de periódicos nacionales, cuya lectura es limitada comparada con la de los periódicos de Europa. Esta diferencia es fácilmente perceptible para el que viaja: un sentimiento común entre los británicos a la vuelta de un viaje a Estados Unidos, incluyendo individuos corrientes sin especial interés por el asunto, es que los medios de comunicación americanos son más conformistas, seguidores de las fórmulas, triviales y estrechos que los de la nación de origen. En ambos casos, sin embargo, el debate está restringido por lo que pueden denominarse las «reglas del compromiso», que se aplican en las luchas por la cuota de pantalla y las audiencias, por lo cual los documentales que no se conforman con el uso de un limitado número de géneros anodinos, están en desventaja. En Latinoamérica, la infraestructura de los media tiene una historia de desigual desarrollo, la mayoría bajo la tutela yanqui y, de este modo, siguiendo el modelo comercial. Aquí hay incluso menos espacio para las voces de documentales independientes. Sin embargo, el código del lenguaje público es bastante diferente respecto de los modelos del Primer Mundo. Para ofrecer de nuevo la evidencia del que viaja, durante el tiempo de mis viajes regulares a Latinoamérica en los años setenta, me sorprendió que, era de uso generalizado, tanto en el lenguaje directo como en menor medida en los medios, un vocabulario geopolítico enfocado al imperialismo y sus agresiones, incluyendo el imperialismo cultural lo cual, en mi país, hubiera hecho que se identificara a los interlocutores como personas peligrosamente escoradas hacia la extrema izquierda.

Solo bajo dictaduras militares están los medios sujetos a un total control, pero no siempre de manera absoluta: durante un tiempo, la dictadura militar en Brasil fue lo suficientemente lista como para permitir un margen de disentimiento; muchos artistas brasileños, especialmente cantautores como Toquinho y Vinicius, fueron muy buenos en encontrar códigos para ofrecer su disidencia en un lenguaje de metáfora popular. Los directores brasileños no llegaron a encontrarse con verdaderas trabas o a ser forzados al exilio tanto, como ocurrió en Chile. El más extraordinario testamento de esta historia, de sus represiones y de sus aporías, puede encontrarse en otro título que añadir a nuestra corta lista de filmes ejemplares: Cabra marcada para morrer (Eduardo Coutinho, 1984), que no es solamente una investigación sobre el asesinato de un líder campesino en el nordeste de Brasil, acaecido veinte años antes, sino un filme sobre la propia historia de este, que yuxtapone metraje de archivo realizado desde 1962, su reutilización desde el año 1964 y testimonio contemporáneo de principios de los ochenta, mostrando así a los mismos actores sociales en diferentes épocas y diferentes roles. Tan reflexivo como podría serlo un filme estético, el resultado es un documental sobre el documental, que incluso el crítico de cine del New York Times, Vincent Canby, definió con el adjetivo de «incomparable». Cito al señor Canby no como prueba de autoridad, sino simplemente como ejemplo de que los filmes de los que estamos hablando no son totalmente desconocidos en el exterior –circulaban al menos en festivales y en los grandes centros metropolitanos de la cultura fílmica; sin embargo, normalmente no lograban llegar a una amplia audiencia porque eran tratados como productos marginales y exóticos de menos interés que la ficción.

La esfera pública nunca es uniforme ni homogénea. Como muchos de los críticos de Habermas han observado, la sociedad moderna se caracteriza por la existencia de una multiplicidad de esferas públicas parciales o sectoriales que funcionan en paralelo y más o menos abiertas a la interacción. Algunas de ellas reflejan las divisiones de clase de la sociedad civil: no hay contacto entre los miembros del club de campo y la asociación de residentes de los poblados, pues los primeros han de retroceder para llegar hasta allí. Otros colectivos sociales están comprendidos en las audiencias fortuitas y anónimas de los espectáculos públicos. En este sentido, el cine es una fuerza poderosa, el modelo por excelencia de una forma artística que no está en absoluto restringida por la división social o la exclusividad y solo limitada en su alcance por el nexo monetario. Además, el cine es único en el sentido de que sostiene en sus redes a cualquiera que se encuentre con él, el iniciado y el sofisticado, la persona culta y el analfabeto, la intelligentsia y el lumpen-proletario, a los que es capaz de dirigirse al mismo tiempo. El documental, excluido de los circuitos comerciales, pasó a los 16 mm, originalmente introducido como un formato para aficionados, pero entonces adoptado por la televisión, que llegó a ser el formato estándar para el documental hasta su desplazamiento por el video. Usando proyectores portátiles de 16 mm los costos de distribución y exhibición fueron lo suficientemente bajos como para que el cine se expandiera más allá de las salas cinematográficas, descubriendo formas alternativas de difusión donde el documental encuentra un mayor espacio de recepción (el video reducirá los costos, incluso más, con consecuencias que trataremos en un momento).

“La hora de los hornos”, 1968.Estos circuitos alternativos fueron creados casi por completo a través de los esfuerzos de los propios realizadores a la hora de exhibir sus filmes, como Ukamau en Bolivia, o por medio de colectivos independientes de distribución, como Zafra en México, que proporcionó filmes independientes a cine-clubs y residentes de poblados chabolistas. En poco tiempo el documental latinoamericano llegó a estar envuelto en la creación de una esfera pública audiovisual alternativa y paralela, con organizaciones populares dentro de la comunidad y compartiendo la misma preocupación por dar voz a gente normalmente excluida del diálogo público. En algunos casos, los filmes eran realizados y exhibidos dentro de la órbita de grupos políticos concretos, a veces prohibidos. El más famoso ejemplo, La hora de los hornos (1968), de Argentina, fue proyectado clandestinamente por el grupo Cine Liberación conjuntamente con miembros del movimiento peronista, y dio lugar a un manifiesto de Fernando Solanas y Octavio Getino, Hacia un tercer cine, que ofrece un proyecto para la realización fílmica militante. En el esquema propuesto por los argentinos, el primer cine es Hollywood y sus imitadores, guiado por criterios puramente comerciales, y el segundo cine es el de autor, más social pero aún burgués, caracterizado por los modelos europeos de producción. El tercer cine es la alternativa a ambos, aunque en la geografía virtual de la pantalla, en absoluto limitado al Tercer Mundo. Al contrario, para ilustrar mejor lo que quieren decir, Solanas y Getino citaban ejemplos del Primer Mundo, como el grupo Newsreel, de Estados Unidos, los Etats Généraux du Cinema franceses y los filmes de los movimientos estudiantiles italianos, británicos y japoneses. En todos estos casos, el propósito era hacer un esfuerzo por situarse fuera del sistema para hacer filmes que, como el manifiesto afirma, el sistema encuentre indigeribles.

La hora de los hornos no solo fue filmado clandestinamente, sino que también fue mostrado en la clandestinidad. Mientras el sector público audiovisual comprenda la totalidad de los diferentes espacios donde el filme y el video aparecen –desde el cine hasta la televisión doméstica e, incluso, la exhibición alternativa y hasta clandestina–, el espacio físico de visualización afectará profundamente a la relación del cine con su público. El espacio determina a qué público se puede alcanzar con cada película y también condiciona la forma de atención por parte del espectador y así, por anticipación, influye en la manera en la que la audiencia es dirigida. La hora de los hornos, que fue diseñada para una audiencia combativa políticamente, incluye intertítulos colocados de manera estratégica para invitar al que la proyectara a detener el filme para permitir un debate entre la audiencia. Es en parte la diferente configuración de estos espacios audiovisuales en los distintos países lo que explica las diferentes tendencias en el desarrollo del documental en lugares distintos. La situación de Latinoamérica, donde el documental independiente permanecía fuera del mundo y del discurso de la televisión, mientras una distribución alternativa construía una esfera pública paralela para su circulación, dio al documentalista la ventaja de una relación directa con pequeños pero concretos sectores del público. Esto se refleja en la elaboración de un vocabulario distinto para la discusión del documental en las revistas y las publicaciones del movimiento fílmico al que pertenecían: términos como cine didáctico, cine testimonio, cine denuncia, cine encuesta, cine rescate, cine celebrativo, cine ensayo, cine reportaje y, no menos importante, cine militante o cine combate, la más explícita expresión del imperativo revolucionario de aquellos años.

Esta lista no es exhaustiva ni definitiva y no nace de una misma fuente. Estos son solo los usados con mayor frecuencia de una serie de términos que aparecen a lo largo de toda la gama de textos cinematográficos radicales latinoamericanos, es decir los escritos que pertenecen al mismo movimiento que los propios filmes, y que expresan sus preocupaciones y objetivos. Se encuentran en revistas cinematográficas de diferentes países en los años ochenta, con títulos como Hablemos de cine, Cine al día, Primer Plano, Octubre y Cine Cubano (de Perú, Venezuela, Chile, México y Cuba, respectivamente). La característica distintiva de todos los términos listados es precisamente su carácter intencional; indican una variedad de propósitos que pueden ser construidos en términos políticos: enseñar, ofrecer testimonio, denunciar, investigar, traer a la luz la historia, celebrar la hazaña revolucionaria, proveer un espacio para la reflexión, informar, expresar solidaridad, militar a favor de una causa.

Un filme podría, así, abrirse paso por la cultura del silencio –término empleado por Paulo Freire para designar las condiciones de ignorancia, impotencia política, falta de acceso a la información y a los medios de expresión de aquellos que son reprimidos económicamente y abandonados a una vida de miseria–. El documental puede promover el reconocimiento de la condición en la que ellos viven y puede incluso darles voz. De este modo, ayuda al proceso de concienciación (o surgimiento de la conciencia) que solo es viable, dice Freire, porque la conciencia humana, aunque condicionada, puede reconocer que lo está. El concepto de concienciación se hace eco en el proyecto del documental debido a su vocación última de dar testimonio y de atestiguar, pero aquí –no podemos obviar la cuestión por más tiempo– el problema surge de la posición desde la cual su vocación es ejercitada. Los practicantes de cine documental surgían inevitablemente de los sectores más avanzados de la sociedad, al igual que los intelectuales radicales con los que hacían una causa común. El medio audiovisual podía darles una ventaja sobre los escritores cuyos productos no podían ser leídos por los analfabetos, pero también les imponía sus propias desventajas: como instrumento de lenguaje, la cámara de cine se convierte tanto en un significado de la autoría como en un sustituto, en el que el lenguaje de aquellos que representa pictóricamente está siempre mediado por la narrativa oculta del director detrás de la cámara y por las categorías que se impone a sí mismo en la tarea, que podrá intentar cuestionar pero de las que no puede escapar por completo. Pienso en una película realizada porun latinoamericano en Europa, De grands événements et de gens ordinaires (Ruiz, 1979), en la que este sale a las calles de París con el objetivo de filmar las elecciones para la televisión francesa, que entonces rechazó proyectar los resultados, los cuales parecían poner en duda el proceso electoral. En el filme el problema real está resumido en una entrevista con un homólogo canadiense que informa para la televisión de Canadá y que explica la dificultad de Ruiz para acercarse a su materia, su incapacidad para penetrar más allá de la superficie de las cosas, como resultado de su lugar marginal dentro de la estructura de poder. En un país como Francia, dice, la clase política ha aprendido a protegerse a sí misma del escrutinio de la cámara; por ejemplo, no le permiten entrar en su dominio privado. Al contrario, para un documentalista del Primer Mundo que va al Tercer Mundo las puertas están abiertas en cualquier sitio, porque la cámara es una representación de la estructura de poder hegemónica que, para empezar, divide al Primer y al Tercer Mundos. Extrapolando, podemos decir que el documentalista latinoamericano en su propia tierra se encuentra entre dos polos: la cámara puede ser tomada como un símbolo de poder del cual el director ni es propietario por completo ni desea serlo, pero, en todo caso, indica también un grado de separación de los sujetos cuya experiencia de vida desea mostrar. Una separación plenamente reconocida en uno de los intertítulos de La hora de los hornos en el que los directores apelan a la audiencia para afirmar que «nuestras opiniones tienen el mismo valor que las vuestras».

No obstante, la distancia podría verse superada en determinadas circunstancias, especialmente en la inestabilidad de la revolución, cuando las divisiones sociales de repente son invertidas y el intelectual se halla con lo que fue denominado como el desgarramiento, es decir, la ruptura con el vocabulario familiar de la existencia clara del cambio revolucionario. El aumento del feminismo proveyó otro contexto, pues permitió a una nueva generación de directoras transcender las barreras de clase mediante la solidaridad del género, por lo que uno de los primeros paradigmas fue otro filme argentino, Las madres de la Plaza de Mayo (1985), de Lourdes Portillo y Susana Muñoz. Sin embargo, hacia mediados de los años ochenta el movimiento se encontró en una incipiente crisis, tanto de seguridad como de identidad. Para un cine fundado en una concepción política de sí mismo, la transformación del espacio político en el que operaba como resultado del cambio democrático de los ochenta, amenazó con dejarlo a la deriva. La militancia revolucionaria y su retórica estaban desapareciendo, incluso antes de que el colapso del bloque socialista cambiara el equilibrio del poder global. Las convicciones permanecían, pero las viejas prescripciones no servían ya.

Algunos documentalistas latinoamericanos estaban entonces a la espera de recibir fondos de Europa, lo que también exigía un cambio en el planteamiento de sus discursos. Pero había también otros desarrollos en el formato del video donde, de nuevo, Latinoamérica descubriría nuevas formas de práctica que perforarían la represión y las normas de representación. En 1984, cuando me pidieron producir un video para la Campaña de Solidaridad con Chile en Gran Bretaña, pudimos incorporar metraje filmado en Chile de manera clandestina, que no podríamos haber obtenido de ningún modo si los camarógrafos chilenos anónimos hubieran tenido que rodar como cine. En Brasil, a finales de la década, el video estaba siendo utilizado por grupos indígenas para documentar sus tradiciones y organizarse frente a la indiferencia de la más amplia sociedad. El movimiento indígena de video, que organiza encuentros regionales y nacionales y se ha expandido a otros países, constituye un nuevo catalizador dentro de la esfera pública que permite a sus participantes hablar entre sí y a sus Otros de forma directa. Esto quiere decir que el video está más cerca de una forma oral de comunicación que el documental clásico. No es documental en el viejo sentido, sino su extensión a nuevos espacios colectivos, donde los que fueron sujetos de documentalistas formados antropológica y políticamente manejan ahora la cámara por sí mismos. Las nociones estereotipadas de retraso cultural y tecnológico se desmontan por la rapidez con la que el video indígena se estableció e incluso empezó a inventar nuevos géneros y tropos del «habla-video».

Un ejemplo final, que muestra otra paradoja, es el resurgir del documental en Argentina en medio del colapso de pesadilla de la nación. Fui alertado de esto por primera vez por un correo electrónico proveniente de Buenos Aires. El Internet, desde luego, ha cambiado también el carácter de la esfera pública, añadiendo una nueva tecnología paralela sin fronteras internas, que no solo abre nuevos canales de comunicación interpersonal sino que también crea nuevas «comunidades virtuales». Estas, con su expansión a lo largo del globo, producen, entre otras cosas, acción política global concertada, de un tipo nunca conocido en la historia hasta ahora, desde las protestas anticapitalistas de Seattle y Génova, hasta el día mundial de protesta contra la invasión de Iraq el 15 de febrero de 2003. El mismo complejo militar-industrial-científico que produce la teletecnología de la web, también produce las cámaras de video digital y los ordenadores que, durante el experimento neoliberal de la paridad del dólar en Argentina, encontró ávidos compradores entre una nueva generación de aspirantes a directores. Vino el colapso de los bancos y el resultado, como Guillermo De Carli me escribió, fue que «el documental fue impulsado por la explosión de la realidad». Estaban ocurriendo las cosas más interesantes,

    desde grabaciones espontáneas y casi anónimas que registran las movilizaciones y los cacerolazos –se venden copias directamente en las plazas, los casetes apilados sobre una tabla–, hasta realizadores que acuden al documental y descubren un saber, incluso una tradición argentina en la forma de abordar y narrar lo que está pasando.

El nuevo movimiento documental en Argentina representa el otro lado del fenómeno de la informatización de la cultura en el proceso de globalización, la aplicación de la nueva tecnología en el nivel local. Nos encontramos aquí con varias tendencias estilísticas. La base de todo es lo que se puede llamar reportaje participante –cámara en mano, sonido directo, entrevistas en la calle, los mismos ingredientes que el reportaje de televisión pero integrados de otra manera: sin comentario en off; entrecortado con found images –imágenes tomadas de la televisión o la prensa y montadas con sentido irónico–; y muchas veces musicalizado con temas del nuevo rock argentino. Hay muchos cortos en forma de informes sobre acontecimientos específicos, como manifestaciones, piquetes, cacerolazos, escraches y ocupaciones de fábricas. Quiere decir, primero, que en el conjunto de esos videos, se aprecia el alcance de las diferentes formas de militancia de los movimientos de base. La forma más original es el escrache, término tomado del lunfardo que significa exponer pública y vergonzosamente a alguien. Como práctica de protesta, fue iniciada por la asociación Hijos (hijos de desaparecidos). Aparecen de golpe en la casa de algún militar torturador indultado, por ejemplo, y montan una especie de performance en su barrio, comunicando sonoramente a los vecinos que allí está escondido un asesino. El escrache es una fiesta de denunciación, supone varias horas de música, desfiles, panfletos y hasta pequeñas obras teatrales, que ponen en escena momentos de la vida del militar o policía escrachado. Algunos de ellos se esconden, otros huyen, otros contestan a balazos. Después de diciembre de 2001, los escraches se extendieron a los políticos, los bancos –y los medios de comunicación–. Si queremos caracterizar el espíritu del nuevo documental político argentino, quizás podríamos hablar de un estilo de video escrache, un estilo que lleva a la pantalla la misma mezcla de elementos y gestos simbólicos, la misma energía y sentimiento popular. En fin, si el teórico norteamericano Bill Nichols ha calificado la forma ortodoxa del documental con la fórmula «Yo les hablo a ustedes de ellos», aquí, como sucede también en el video indígena, lo que encontramos es «nosotros les hablamos a ustedes de nosotros».




Descriptor(es)
1. CINE POLITICO
2. DOCUMENTALES

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