FICHA ANALÍTICA

Sonríe, mientras exhala el humo de un cigarrillo
Título: Sonríe, mientras exhala el humo de un cigarrillo

Autor(es): Enrique Pineda Barnet, Julio García Espinosa, Ambrosio Fornet ... [et al]

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 12

Año de publicación: 2008

   

Sonríe, mientras exhala el humo de un cigarrillo

            Querido Humberto

            Tal parece que estamos despidiéndonos,
            nos vamos de paseo –no puede ser de otra manera–,
            sutilmente, pero decididos.

            Llevaremos, o no, una sombrilla traslúcida,
            cruzaremos los puentes,
            bajo las pérgolas
            florecidas de gardenias o simplemente de jazmines –o sin pérgolas.

            Iremos desechando los andamiajes –ya no necesarios.
            Minerva traduce el mar o simplemente
            el mar nos devuelve la perla.

            Nos vamos de paseo, solamente de paseo, de paso.
            –No puede ser de otra manera–,
            somos firmes,
            –no podemos aceptar de otra manera.

                      Enrique Pineda Barnet
                      Director de cine.

 

Un joven maduro, una película joven

Cuando se habla de Lucía, se habla de una película, se habla de Humberto Solás.

Lucía existe porque existe una película, porque existe Humberto; por tanto, hay que hablar
de Humberto y de la película.

Humberto empezó muy joven a ser maduro, lo cual no quiere decir a ser viejo.

Su película asombró a todos: era una película madura pero juvenil.

El ICAIC empezó a hacer cine porque existían películas que, como esa, abrían nuestras
posibilidades de conocernos mejor, de sentirnos parte de una historia no terminada.

Para los amantes del cine, Lucía y Humberto estarán ligados siempre a esa película
que nos enseñó a ser un poco más de nosotros mismos.

                                                       Julio García-Espinosa
                                                       Cineasta, ensayista.


El comienzo de la saga

Alguna vez, tratando de explicarse el fenómeno insólito de su primer largometraje, Solás dijo que era
un caso de sincronía, de absoluta convergencia entre los intereses históricos de la nación y las
necesidades expresivas del artista. No dijo que era un milagro –como lo hubiera hecho sin rubor
cualquiera de nosotros– sino que era un caso de sincronía. Y sabemos que esa vibración se proyectó
también sobre la dramaturgia del filme de una forma muy curiosa, que consistió en contar la Historia
de la nación cronológicamente pero fragmentándola en historias individuales, autónomas al parecer,
cuya densidad dramática, sin embargo, aumentaba por el hecho de ser partes del conjunto.

La simple elección de esa estructura revelaba no solo el talento sino la sagacidad del joven director,
porque es probable que sospechara, a sus veintiséis años de edad, que la experiencia de Manuela
le había dado un dominio del lenguaje fílmico que le permitiría acometer fácilmente empresas mayores,
pero manteniéndose dentro de ciertos limites, los propios del cortometraje (dentro del modelo narrativo
de la trilogía, por ejemplo, una estructura exitosamente adoptada por Rosellini en Paisà). Y es entonces
cuando el intrépido cineasta, sin más guía que su propia sensibilidad, por su propia cuenta y riesgo, da un
paso más y decide contar la Historia –la Historia con mayúscula– a través de minúsculos dramas de mujeres.
Es el colmo del atrevimiento. Las feministas anglosajonas habían llamado la atención sobre el machismo
dominante–que ellas llamaban falocentrismo– recurriendo precisamente al ejemplo de la Historia y los
historiadores; para ellos, decían, History es siempre his-story. Solás podía haber parafraseado irónicamente
la fórmula desde el extremo opuesto diciendo que la Historia pertenece obviamente al género femenino.

A mí la que él cuenta, esa única y múltiple saga de la nación que conocemos como Lucía, ese tríptico
deslumbrante y turbulento me hace pensar en otro, el de la Epifanía, pero sabiendo que esta vez son
tres reinas las que vienen a ofrecer sus tributos.

                                                                                Ambrosio Fornet
                                                        Ensayista, histoistoriador, guionista.

Ver y entender a las Lucías de hoy

Debe ser porque desbordados los marcos de la pantalla, me deja todo inquieto, entusiasmado, reflexión en
carne viva –y, podría decir, fértil–, y sembrado de nuevas y viejas ideas, Lucía, de Solás, del profe Humberto,
no hay que pregonármela mucho.

Es de esas fuentes de inspiración constantes, clase magistral de rigor y ética artística. No, no soy especialista.
Quizás por suerte, pero de seguro por desgracia. Aún el hambre de saber no se me pasa con los años,
y si de ver más allá de lo que mis sentidos alcanzan se trata, siempre me encontrarán dispuesto.

Lucía tiene la magia de echarme a imaginar –que es una maravillosa forma de ver– a las mujeres que han
cimentado mi vida.

Incluso hace más. Me pone a dibujar primero, dentro del propio trazo solasiano, la Lucíade hoy. La muchacha
que desde su mismidad trata de hallarse lugar en el complejo entramado social. Luego, con mis propios colores,
arribo a conclusiones, cuales semillas para canciones nuevas.

Y me conmuevo ante la utilidad del arte cuando es verdadero. Su alcance y su magnitud, que parecen ya no
solo vencer, sino desafiar el tiempo, sobre todo el nuestro, con su alarde de nuevas tecnologías.
Creo que la idea que más libras entraña es el reto conceptual que nos propone Solás: contarnos de forma que
nos entiendan y nos sientan otras realidades y culturas. Narrarnos desde nuestras esencias y nuestras
verdades, tan diferentes y a la vez tan singulares, pero nunca inefables.

Cuba se divide hoy entre los que creen que el país tiene que escuchar al mundo y los que creen que el mundo
debe escuchar a Cuba. Cada uno se atrinchera en sus posiciones y no faltará razón de un lado y del otro. Pero
en cualquier caso, para escuchar o expresarse harán falta puntos de identificación por donde será más sencillo
y diáfano comenzar cualquier acercamiento.

Si el arte es una consecuencia del alma de las naciones, entonces es este uno de los lenguajes más eficaces,
confiables, respetables, creíbles.

Desafío grande tenemos los creadores de esta generación.

Por suerte, más de una Lucía aún nos engendra y acuna. Todo está en verlas.

                                                                      Israel Rojas
                                                        Compositor y cantante

 

El solitario, los solitarios

Humberto Solás recibiendo el Premio por su filme “Lucía”. VI Festival de Moscú, 1969.Humberto Solás, si tenía algún defecto, socialmente hablando, era fumar. Recuerdo haberlo acompañado
alguna vez, en un aeropuerto de Estados Unidos, buscando una de esas salas interiores, herméticamente
cerradas, For Smokers. En otra oportunidad, él me acompañó a buscar a mi hija al colegio, en Palo Alto,
California, y mientras esperábamos la salida ruidosa de los niños, nos paseábamos por el patio, hasta que
una maestra se nos acercó solícita y rigurosa, para amonestarnos por el mal ejemplo del cigarrillo. Yo, que
dejé de fumar hace veintiún años, el mismo día en que entré por carretera al país más represivo del mundo,
donde ahora vivo, sentí siempre simpatía por los fumadores aunque jamás volví a sentir la tentación del
maléfico cilindro blanco.

¿Por qué recuerdo estas circunstancias y este hábito de Humberto Solás, sino para hacerlo más «humano»,
en el contexto de mi absoluta admiración por su obra y talento personales? Junto con Tomás Gutiérrez Alea,
Solás ha sido el mejor director de cine que haya dado Cuba en toda su historia. Y no es un mero dato casual
que sus dos respectivas obras mayores, verdaderos «clásicos», aparecieran en el mismo año, 1968,
tan simbólico por diferentes motivos: Lucía y Memorias del subdesarrollo.

A Titón lo visité en su casa, la última vez, pocas semanas antes de su fallecimiento. Debilitado por su
enfermedad, sufriendo el dolor físico que no lo abandonó durante los últimos meses, Titón todavía
conservaba cierto sentido del humor y una actitud amable y cariñosa, pero también era duro en sus
críticas a su sociedad, como lo demuestra cada una de sus películas. A Humberto tenía al menos tres o
cuatro años de no verlo, cuando supe la noticia sorpresiva de su muerte. Humberto era un ser más retraído,
en lo social, y durante los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano nunca circulaba por el Hotel Nacional,
sede casi permanente del evento.

Recuerdo haberle preguntado un día, tal vez el mismo en que recogimos a mi hija del colegio, por qué le
resultaba tan difícil levantar la producción de cada uno de sus nuevos proyectos, uno de esos filmes que
nos iban a emocionar hasta la médula, que mantendrían a la cinematografía cubana en el alto sitial
internacional que había logrado desde 1959. No era total ingenuidad de mi parte, pues yo conocía las
polémicas que algunas películas de Humberto habían despertado en Cuba, por ejemplo Cecilia.
O cómo Humberto había contado con grandes presupuestos en la coproducción de El siglo de las luces,
cuyo costo también le había sido criticado.

Por otro lado, Humberto no era «solo» un cineasta, brillante por sus intuiciones en el momento de la puesta
en escena, sino un intelectual de primer orden, un hombre de un intelecto y de una articulación verbal para
expresar sus ideas, que asombraban. Un hombre de lecturas amplias y profundas, y dispuesto a reconocer el
talento en los demás. (Caminábamos por los pasillos de Stanford cuando vio en una puerta el nombre
«René Girard». Me miró con asombro, como si no creyera que el ensayista francés estaba allí. Sin dudar
un instante, golpeó a la puerta, y cuando Girard se asomó, Humberto le ofreció disculpas por la interrupción
pero quería decirle que lo admiraba. Y nos fuimos, dejando a Girard asombrado por ese «desconocido» hispano
que le hacía un homenaje inesperado.)

Mi pregunta –que Humberto no contestó, simplemente me miró con cierto asombro– era por qué, siendo un
«clásico» en vida, ante cada proyecto de nueva película debía ponerse en la fila.

Cuba y la Revolución cubana le deben en gran medida a Lucía y a Memorias del subdesarrollo (entre otras
películas extraordinarias de ambos autores), la admiración internacional por su cine, por su capacidad de hacer
arte en las más difíciles condiciones.

                                                                                          Jorge Ruffinelli
                                                          Ensayista, historiador, profesor de cine.

Por Solás

No es común elogiar lo que a uno le disgusta y, entonces, comienzo todavía tratando de explicar qué hago
aquí o qué digo acerca de un cine que escasamente amé. Descontando Lucía, a mi entender la más
interesante de sus películas, no fui un apasionado del cine de Solás e incluso con esta tuve siempre distancias
como espectador. La primera historia, que a tantos fascina, me pareció operática en sus excesos.
La secuencia de batalla en el cafetal, aun cuando es uno de los más altos momentos de la fotografía en el
cine cubano, parecía pertenecer a la trama de otra película; su duración de más de siete minutos, en una
historia que dura poco más de 1:02 horas, sentí que desbordaba un momento que hubiera podido ser resuelto
gracias al uso de la elipsis narrativa. El enfrentamiento armado entre mambises y españoles tenía momentos
y sentidos maravillosos, nunca más siquiera rozados por el cine cubano, en especial los que trasmitían
la violencia, casi el salvajismo, de la lucha: un voluntario español mata de un machetazo a un mambí, al inicio
de la secuencia, y grita ante la cámara, enloquecido, quizás demandando más sangre; otro, terminado
el combate, se mantiene en pie, con el sable en la mano, desaliñado y rodeado de cadáveres de ambos
bandos, con mirada igualmente alucinada, pero ahora por la enormidad de la destrucción y acompañada
de una banda sonora por completo irreal por la cantidad de silencio que incorpora: un silencio en el cual solo
los pasos de Lucía resuenan.

Sin embargo, ambas muestras de gran arte no evitaban que sintiese la secuencia como un gesto inflado,
que se me hizo más evidente aún en la secuencia del cierre, cuando la Lucía vengativa apuñala al supuesto
novio, en realidad un voluntario español que la ha engañado como mujer y como hermana de un mambí que
muere en el combate referido. En este punto, ante las marcas expresionistas de la puesta, se me revelaban
las muchas huellas de teatralidad, visibles a lo largo de esta primera parte en el estilo de actuación de la
Lucía encarnada por Raquel Revuelta; no en vano una gran dama del teatro cubano. También admiré la
secuencia donde es contada la violación de La Fernandina en especial porque allí está uno de los momentos
en que mayor estatura cobra el uso creativo del sonido: cuando la banda sonora queda reducida a la
respiración del deseo sexual y la cámara, en una habitación ocupada por mujeres, nos muestra a Lucía para
descubrir de ese modo que la respiración que escuchamos no es sino la de la sensualidad atormentada de
esta mujer madura que aún no encontró amante. Otros momentos, sin embargo, me confundían y nunca
conseguí sentirme cómodo en el juicio que brindar sobre la obra como un continuo.

Tampoco quise Cecilia, película que igual me pareció lastrada de excesiva teatralidad, dotada de un giro
freudiano pobremente resuelto durante la puesta y, sobre todo, con un error absoluto a la hora de
seleccionar a la protagonista principal. La edad real de la actriz (o la que proyectaba en la pantalla)
cambiaba por entero el significado de un drama que mezcla, muy atinadamente en su versión novelesca,
tres elementos: barrera de razas, barrera de clases y similitud de edad juvenil dentro de un ambiente
colonial. En este sentido, dentro del universo de Villaverde, los protagonistas se instalan en la tradición
novelesca de los amantes jóvenes a los que separa una condición trágica, pues, más allá de cualquier
otro impedimento, incluso son medio hermanos; sin embargo, con independencia del vínculo de sangre
como circunstancia particular de la pareja, Villaverde construye una historia que debió de haber sido
trasladable a no pocos casos en los que el carácter perverso del orden colonial frustró la posibilidad,
lo nuevo, lo que aún puede ser salvado y es vehículo para mejoramientos futuros. Semejante dimensión
se pierde en la película, pues el cambio de edad elimina el sentido original del referente.

De Barrio Cuba escribí páginas expresando también las distancias que tomaba ante los excesos de emoción,
la epicidad de raigambre romántica en el uso de la música, el sesgo expresionista en la actuación de Rafael
Lahera, la grandilocuencia del manejo de los símbolos en la historia del personaje que actúa y el efluvio
wagneriano del final. En más de una ocasión conversamos de ello quienes entonces éramos compañeros
en el departamento de Publicaciones de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños: Joel del Río,
Dean Luis Reyes y yo. Gracias al primero, fiel entre los fieles a Solás, me he enfrentado a mí mismo.
Conocí a Solás hace ya casi veinte años, cuando le fui a entrevistar (junto con Fabiola Mora, quien dirigía
la pequeña biblioteca sucursal en la casa de Lezama) para saber de su relación con Lezama y cómo este
escribió el poema Minerva traduce el mar para el cortometraje homónimo dirigido por Solás en 1962.
Eso fue todo. Veinte años más tarde, en ocasión de participar ambos en un festival de cine en Barcelona
(Solás como una de las principales estrellas en el festival y confundido yo por haber publicado esa reseña
negativa de Barrio Cuba), obedecí la recomendación de Joel: «Háblale».

Gracias a que seguí esas palabras pude conocer al amante del cine, un hombre divertido con el que reí a
carcajadas mientras contaba sus padecimientos en París (en un hotel cualquiera y casi sin un centavo),
pegado al teléfono mientras esperaba la llamada de un productor, y cómo la tensión hizo que acabara
en un hospital. No era la historia, sino la manera de contarlo, de colocar el cine en primer lugar y entonces
arriesgarlo todo.

He vuelto a pensar en el cine de Solás. Hay mucho de teatral y operático tanto en Lucía como en Cecilia
o Barrio Cuba, pero una obra ocurre dentro de un contexto y es aquí donde se revela el sentido de las
preguntas. Lucía va a sobrevivir para siempre pues, con independencia de los excesos, quizás sea la
primera película del continente que se atreve a brindar un cuadro épico de la nación desde las coordenadas
de uno de sus sujetos marginales históricos: desde la mujer. Los desafíos de concepción que tal intención
acarreaba en la fecha alcanzan para fijar la estatura de un cineasta. Junto con ello, incluso eso mismo
operático es también una manera de mirar la Revolución y sus raíces que complementaba la tendencia hacia
el experimentalismo formal de García-Espinosa o la intelectualización y el psicologismo de Gutiérrez Alea.
La segunda historia sigue siendo una de las más interesantes representaciones que el cine cubano ha dado
de la vida nacional de los treinta del pasado siglo y el último sigue siendo una joya de espontaneidad y cala
profunda en las contradicciones que consigo trajo la nueva vida del país. Barrio Cuba, la última obra que
Solás pudo hacer y aún con desbalances, exige ser juzgada como el pórtico hacia la película que ya no
veremos y donde el instrumento habría quizás alcanzado la fineza y perfección que perseguía.

Se atrevió a postular, y realizar como obra, un cambio de estética en dirección al desprendimiento,
la sencillez narrativa y la búsqueda del sujeto popular. Animó, con esas armas, el Festival del Cine Pobre
y se convirtió en el más militante de los defensores en el país en lo que toca al uso de nuevas tecnologías
digitales para crear películas. Miel para Ochún quedó por debajo de las expectativas y Barrio Cuba aún
llevaba retazos de la vieja estética; sin embargo, la historia que reúne a Mario Limonta y a Luisa María
Jiménez es un pequeño prodigio de belleza, tristeza, amor y continuidad. Una historia que, sin decirlo,
homenajea en el mejor de los sentidos a ese neorrealismo italiano de cuya mano Solás (sin tampoco decirlo)
tomó distancia de quien había sido uno de sus maestros, Visconti. Alguna vez pagaré deudas escribiendo
sobre el conjunto de esta obra creativa a la cual me he acercado a pedazos, pero que igual sentiría como
un hueco enorme en caso de faltarle al país.

Se puede ir todavía más lejos y entonces descubrir que no solo las mujeres de Lucía debieron de ser
consideradas como personajes laterales en la historia épica de la nación, figuras colocadas a la espalda
de sus parejas masculinas, sino que también el Esteban de Un día de noviembre (joven, pero gravemente
enfermo y, en consecuencia, apartado del vértigo de la Revolución), el Roberto de Miel para Ochún y los
personajes que centran las historias de Barrio Cuba también son todas individualidades excéntricas.
Como mismo sucede con la Sofía de El siglo de las luces, mujer que destila una energía por entero
masculina para su tiempo al enfrentar y adentrarse en la Historia, y la Amada, de la película del mismo
nombre, sofocada por los prejuicios de la época y mediante cuyo destino accedemos a la decadencia
de un mundo que no puede sino desaparecer. E igual ocurre con Cecilia, de la película homónima, sujeto
birracial y pobre, enamorada de un blanco de la clase dominante y esclavista, es igual otro de esos
ejemplos que denotan una voluntad en el cineasta de atravesar la historia nacional mirando a través
de los ojos de individuos del borde.

Es aquí donde lo operático, exactamente lo que tantas veces me distanció, se revela como un problema
compositivo que viaja hasta la profundidad del cine como arte; cuando se le combina con la realidad de
una Revolución que pide, exige casi, que la Historia sea representada y con la voluntad del autor de
colocar, en el centro de sus argumentos, a estos sujetos excéntricos que antes mencioné.
¿Cómo hacer coincidir el borde, una tangencial historia de vida de alguien a quien se le cree o coloca
en el margen, cuya pequeña contribución hará que no aparezca en las grandes narraciones épicas de
emancipación, con escenarios gigantescos o decorados refinados, con imágenes que ellas mismas son
ya (por su magnificencia) cuadros épicos de la nación, con actuaciones signadas por un desgarramiento
teatral y un uso de la música que corre paralelo al sentimiento y que lo multiplica? ¿Cómo juntar eso
pequeño, y que no intenta dejar de serlo, con lo magno; lo mínimo con lo excesivo? En términos de
composición, es ese el gran desafío que a sí mismo se impuso Solás; algo por entero diferente a lo que
intentaron García-Espinosa o Gutiérrez Alea, a fin de cuentas el dueto de grandes creadores que le
acompañó.

Hombre de cine, ahora que no está, cuánto me hubiera encantado ver esa película tercera
de la transformación. Esa que ahora solo queda extrañar.

                                                                               Víctor Fowler
                                                                 Poeta, ensayista, crítico.

La imagen transgresora

Una madrugada hablé brevemente con Humberto Solás. Estábamos en una casona colonial de San Antonio
de los Baños, había un receso –se rodaba una escena de Cecilia–, y le dije que me interesaba la pintura,
la música, la literatura y hasta la filosofía. Yo tendría dieciocho o diecinueve años. Y Solás me respondió
algo así: «Entonces lo que te interesa es el cine.» Me quedé un poco confundido. ¿El cine? Naturalmente.
El cine.

Del de Solás me ha impactado la gestualidad, casi siempre suntuosa, de su imagen, que tiendo a adscribir
hoy al credo neo-romántico en su más amplio sentido. Le debo a Solás mi primera gran incomodidad crítica.
Cuando se produjo el estreno de Cecilia, algunos críticos arremetieron contra la película porque se apartaba
de la letra villaverdiana. Yo me pregunté, desconcertado, por qué un creador que ya era responsable de Lucía
estaba en la obligación de reproducir con fidelidad la trama de una novela tan «intervenible» en su condición
de referente canónico, especialmente para el imaginario de una nación. Y esa «intervención» suya en el
referente que es Cecilia Valdés me abrió los ojos.

Recuerdo que el actor César Évora, interesado en aquella época en filmar un relato de Onelio Jorge Cardoso,
me prestó el guión. Entre él y la película había una gran distancia. ¿Era posible releer la tradición desde la
perspectiva de la imagen transgredida, en primer lugar, y desde el ángulo de los «posibles narrativos»,
en segundo lugar? Claro que sí. Era posible. De tal modo que, unos cuantos años después, la emprendí
«contra» Caniquí, la novela de José Antonio Ramos, pero sin consecuencias dignas de crédito.
Me daba cuenta de que Caniquí era un libro en la cuerda de Solás, un libro escrito para él, y resolví rescribirlo
–intervenirlo y homenajearlo– con la plasticidad y los usufructos eróticos que mejor se articulaban con lo que
entonces bullía en mi cabeza de joven con poco más de veinte años. No rescribí Caniquí, sino que lo repensé
desde el punto de mira en el que se habría situado Solás, o un Solás redivivo. Los restos de esa aventura se
encuentran en una novela inédita y, por supuesto, en mi deseo de hacer un cine novelesco, ritualístico,
romántico (gótico) y suntuoso.

Tan suntuoso como el de Solás, un artista de primera magnitud, enamorado de la seducción, y que no pudo
sino crear su arte mientras intentaba (y lograba) seducirnos.

                                                                            Alberto Garrandés
                                                      Ensayista, crítico literario, narrador.

Un café en Roma

Fue un enero especialmente frío en Roma. Se iniciaba el controvertido año 2000, que para unos –los mal
informados– era el primer año del nuevo siglo y milenio, y para el bando opuesto –los que estaban en lo
cierto–, el último del siglo xx. De cualquier forma, allí estábamos Humberto y yo, asistiendo a una cita de
cineastas y directivos culturales reunidos bajo un noble y quijotesco fin: erigir un muro de contención
al imparable y ubicuo cine de Hollywood que, como se sabe, conquistó no solo las salas de exhibición del
mundo entero sino algo más importante, el gusto de los grandes públicos de aquí y de allá.

Convocados en torno a la prestigiosa figura de Gillo Pontecorvo, se había constituido un Observatorio
Internacional del Cine con sede en Roma, siguiendo el ejemplo inicial de los franceses, que tenían el aval de ser
los replicadores más activos y resistentes de la oleada hollywoodense.

Allí estábamos, en un salón de conferencias realmente majestuoso, donde se reunía con frecuencia el senado
italiano, escuchando una avalancha sin fin de oradores en diversos idiomas. Todos, desde el elocuente
Pino Solanas, hasta el más desconocido de los presentes, cargaban contra las majors norteamericanas y
su cine efectivo y anestesiante.

Conversé mucho con Solás para así sustraernos a la densidad retórica circundante. Su pausada conversación
estaba dotada de mucho conocimiento sobre lo que se discutía en el evento. Muchas de sus opiniones
coincidían con mis experiencias de seis años de trabajo en el ICAIC. A cada rato nos mirábamos y enarcábamos
las cejas, aquello no tenía para cuándo acabar y la posibilidad de caminar un poco por las calles de Roma y
tomarnos un cafecito, como lo saben hacer allí, se esfumaba en la sala.

Cada día terminábamos de noche las sesiones, y de ahí, directo en transporte hacia el hotel.
La posibilidad de la ronda nocturna quedaba conjurada por un frío respetable para los caribeños.
Solo hubo una jornada fuera del recinto parlamentario, y fue para visitar los estudios Cinecittá, algo para
recordar, por su fuerte presencia en la historia del cine italiano. Después, de vuelta al torneo oratorio.
Así transcurrieron los días de nuestra estancia romana: amena conversación con Humberto versus tedio.

Él había vivido recientemente un año entero en Roma, por lo que dominaba los lugares y establecimientos que
expendían el delicioso café expreso, que bebía repitiendo hasta tres veces la infusión, pero como ya expresé,
las oportunidades escaseaban.

Recuerdo que el sábado de esa semana, cerca de las nueve de la noche, me incliné hacia su asiento y le dije:
«Oye, si esto nos estuviera sucediendo en La Habana, pensaría que somos unos extremistas del carajo, porque
es la noche del sábado y llevamos cinco días trancados en esta historia. ¿Nos vamos?» Era la última sesión de
debates, al día siguiente correspondía aprobar las «consensuadas» resoluciones finales y alguna cosita de
despedida; al otro, el regreso a Cuba. Humberto me contestó: «Claro que nos vamos, chico.» Y así le dijimos
adiós a la catedral de la retórica en la que habíamos oficiado con ejemplar disciplina por casi una semana.

El domingo me acompañó –sin duda en gesto de compañerismo– al clásico tour de los guajiros (era mi primer
y único viaje a Roma), que me permitió registrar al menos algún recuerdo de la fascinante ciudad.
Memorizo ahora y estamos en la amplia plaza del Vaticano escuchando las palabras de Juan Pablo II a sus
fieles, de quien sabíamos por la prensa se encontraba muy mal de salud, por lo que nos quedó la sospecha
de haber visto a un doble con una grabación de voz.

Este testimonio no tendría sentido si no fuese por evocar la rica experiencia que significó convivir con Humberto
todos esos días y poder disfrutar de su conversación erudita, su espesa cultura y fina sensibilidad.
Está claro que su legado fundamental fue la obra cinematográfica sólida y trascendente que dejó, pero en sus
juicios había la sagacidad y pertinencia del gladiador de muchas lides. Esos diálogos representaron para mí
el inicio de una amistad y una ganancia neta en el orden intelectual.

                                                                         Rafael Acosta de Arriba
                                                                  Poeta, ensayista, historiador.

La filosofía de un cubano recio

Solás, Fernando Alonso, Mario Limonta, Octavio Cortázar y Adela Legrá en el otorgamiento del título de Doctor “Honoris Causa” en Arte al realizador, en el ISA, en 2001.Precisamente cuando ocurrió la pérdida de Humberto Solás, publiqué en La Jiribilla mis recuerdos de un
encuentro con él en París, 1992. Ahora, como respuesta a una petición del crítico y ensayista Rufo
Caballero, abordaré brevemente detalles de la última vez que conversé con el cardinal cineasta, por
coincidencia derivada de los intereses culturales de ambos.

Me refiero a una noche del pasado festival habanero de teatro, cuando cada uno por su lado llegó
lleno de expectativas a la instalación que sirve de sede a la compañía danzaria de Isabel Bustos,
invitados por el grupo El Ciervo Encantado a contemplar allí el montaje de sus Visiones de Cubanosofía.
Antes de entrar a la apretada sala, donde no pocos tuvimos que sentarnos en el piso, en una suerte
de «argamasa de público», Humberto y yo rememoramos vivencias de pasados tiempos y hablamos de
la admiración que ambos sentíamos por la capacidad de investigación y búsqueda de lenguajes que
portaba ese renovador equipo de teatristas.

Solás era de quienes pensaban que para hacer buen cine había que tener la percepción e imaginación
cultivadas por el contacto con las expresiones literarias y artísticas. Tenía, asimismo, una especial
tendencia a detectar en estas los valores renovadores, el sentido de autenticidad y la riqueza formal.
Y consideraba el complejo «mundo de la teatralidad» como el ámbito para hallar posibilidades inéditas
en el manejo de personajes y el simbolismo de situaciones, necesarios a su concepción fílmica.
Poco antes de concentrarnos en la puerta de entrada al sitio de la función, me confesó su alta
valoración de las propuestas de Nelda del Castillo y sus colaboradores actorales.

Al terminar la representación y agruparnos en el patio aledaño para esperar –deseosos de felicitarlos
– por Nelda, Mariela, Lola y Eduardo, el autor de Manuela y Un hombre de éxito se veía sorprendido y
satisfecho, como sucede cuando lo que uno experimenta resulta nutritivo en términos estéticos.
También concurrieron al lugar, impactados por «la Cubanosofía», Isabel Busto, directora del grupo
de danza Retazos, el músico X Alfonso, Julián González Toledo, director nacional de Artes Escénicas,
y Abel Prieto, con su compañera. Ese último encuentro con Humberto concluyó cuando él se quedó
dialogando con el Ministro de Cultura y yo me despedí de ellos, en camino de retorno.

                                                                          Manuel López Oliva
                                                                    Pintor, crítico, ensayista.

Barrio Solás

La piel alba y la cabeza nevada como cumbre de montaña. Camisa y pantalones blancos. En el rostro
una sonrisa pulcra, cual si encarnara beatitud de arcángel. Tan impoluto se ve Solás, tan claro, que
casi luce irreal. Empero, como en un alto contraste de pintura barroca, cercado está el divino Humberto
por humano estrépito y jolgorio, abrasado y abrazado por el calor y el júbilo de la gente. Gente de todos
los colores, de todos los sueños y todos los pensamientos, de castas y saberes múltiples, gente de
pueblo, la gente de Gibara. Y también ciudadanos de todos los países, unidos a él por la causa del
Cine Pobre. Es fecha de inauguración, y Humberto Solás va al frente de la caravana del mundo que
arrollará las arterias de la Villablanca para enmarcar el inicio de una nueva edición del Festival.

Acabo de dibujar una estampa del pasado reciente que, dolorosamente, no volverá a repetirse en la
realidad. Aun si el pueblo ultramarino de la provincia de Holguín llegara a recuperar la belleza y el brío
que ha tenido durante los años del Festival del Cine Pobre, y antes de que Ike, «El despiadado», la
sembrara de ruinas; dos efigies van a faltarle, en lo adelante y para siempre; dos que son una:
el cineasta Solás y Solás el hombre. Y ahora mismo, mientras lo imagino de pie y sentado, conversando
y andando, ante la cámara y detrás de la cámara, con el infaltable cigarrillo en mano –ese que cargará
la culpa del fatídico mal del cangrejo que corroyó la envoltura de carne–; intuyo al mismo tiempo, que
su zona inmaterial, el alma quijotesca que obró milagros, no en Milán sino en Gibara, se resquebrajó
con el impacto noticioso de la catástrofe, apurando la hora final.

Pero luego del preámbulo dictado por la consternación, quisiera hablar del Humberto Solás diligente
y activo que mora en mi mente. Allí adonde acuden, y sobrevendrán todavía por un tiempo inmensurable,
imágenes muchas y recuerdos bastantes, de aquellos que se alojan en un estante privilegiado del
almacén de la memoria para protegerlos de los Apocalipsis de la vida.

Cronológicamente, el primero de esos souvenirs gratos describe el día en que lo conocí, ya no como
un icono distante del cine cubano, sino de veras, delante de mí, el hombre de verdad.
Fue en los portales de una casa en las cercanías de la avenida de Puentes Grandes, en medio del
trasiego del rodaje de Barrio Cuba. Estaban ahí Sergio y Aldo Benvenuto, sobrinos y aliados en la
realización de la película y del Festival; Adela Legrá, actriz fetiche de Humberto desde la era de Manuela;
Rafael Solís, su director de fotografía predilecto en la última etapa; el joven discípulo, Carlos Barba;
un actor bien escogido para el reparto, Felito Lahera; y otros tantos, demasiados como para nombrarlos
a todos, cada quien en sus asuntos, concentrados en función de la película. Yo, el periodista novel,
comencé impresionado, disparando preguntas a modo de ráfagas nerviosas; mientras Solás, el tipo
culto y curtido, mundano y de larga experiencia, me contestaba con la flema del Don Apacible.
Su actitud salvó esa entrevista; al poco rato me había contagiado ya su sosiego; y encima, hasta
andaba yo ofreciéndome a seguir los avatares de la filmación y extraer de mis vivencias una suerte
de making off para ser leído.

Otro flash que comparece, uno más que tampoco dejaría se lo tragaran las olas furiosas del olvido:
un feliz Humberto posa para mi cámara. Lleva su atuendo de hijo de Obbatalá y está sentado entre
tres músicos mestizos: David Torrens, Kumar y William Vivanco. Detrás, el viejo torreón sobre la colina
de la Villablanca; al fondo, la boca de la bahía. Vuelvo, en la circunstancia en que escribo, a sentir de
nuevo el entusiasmo de aquel momento, cuando presentí esa foto en la portada del periódico del
Cine Pobre al día siguiente, bajo este titular: «Play it again, Solás»; como guiño del cinéfilo de pura
cepa al clásico Casablanca, y a su Humphrey que ruega al pianista negro: «Tócala de nuevo, Sam.»

En esas jornadas de Gibara, seguro estoy de que, además de mí, la tropa completa del cine y otras
artes que concurría a la humilde Gibara reparó en un cuadro entrañable, repetido a diario, y año tras año:
hasta yendo de caminante simple por las calles, Solás era un acontecimiento de lo real maravilloso.
Porque los rostros de los lugareños se iluminaban a su paso, como si se les hubieran encendido en el
interior las cerillas de la esperanza. Idolatría de pueblo, que me dejó muy cerca de comprender lo que
representa la creencia religiosa en el advenimiento de un mesías.

También conservo una postal de vanidad; y si la menciono en esta nota de homenaje no es tanto
porque dignifica mi amor propio, sino más bien por cuanto ayuda a concebir la estatura humana de
Humberto Solás. Ocurrió en una mañana agitada en las oficinas del sexto piso del edificio del ICAIC,
donde se hacían los últimos preparativos para el arranque del sexto Festival. Entonces, Solás se me
aproximó para comentar un artículo sobre el Cine Pobre que yo escribí para El Caimán Barbudo.
Las palabras que me dijo, fueron más o menos estas: «Lo que yo busco decir, con mucho esfuerzo
y en varias páginas; tú lo resumes en pocas, con facilidad y elegancia.» Eso tendría que ser para
mí un elogio descomunal, habiendo provenido de alguien que no solo rozó la excelsitud en su cine
de autor; sino que, de manera semejante, demostró en no pocos artículos y manifiestos, estar en
posesión de una pluma lúcida y atinada. No obstante, lo que más me conmocionó de ese gesto
suyo, fue el que me revelara la presencia en él de una cualidad que suele ser, lamentablemente,
muy rara entre los espíritus dotados. Creo que de su grandeza incalculable, no daría mejor muestra
que al ser capaz de reconocer la virtud en el cerebro ajeno.

Todo en Humberto manifestaba al ser abierto y diverso, como si entero le cupiera el «Barrio Cuba.»

                                                                           Rafael Grillo
                                                           Periodista, crítico, editor.

Entre Humbertos, una carta póstuma

Tu partida me tomó por sorpresa. Recién había llegado a La Habana y en la esquina de 23 y 10,
me dieron la noticia. Cientos de recuerdos me vinieron de una vez. Me pareció absurdo, pero creíble
cuando supe que te fuiste discreto, sin despedidas.

Nunca pude decirte cuánto te admiraba. Tampoco dabas oportunidad. Siempre me trataste como
a un igual. Y no éramos iguales. Tú tenías a Lucía y a Cecilia. Pero desde que nos conocimos una
noche en un restaurante de Manhattan, me hiciste creer que el importante era yo, no tú.

Por esas cosas raras de la vida, siempre coincidimos más en otras ciudades del mundo, que en La Habana.
En más de una ocasión tomamos café en Los Ángeles, Locarno, Madrid, Nueva York, y nunca pude darte
las gracias por esas conversaciones tuyas que siempre terminaban siendo pequeños posgrados de cultura
universal. También hablábamos de cosas mundanas, y nos permitíamos frivolidades, como aquella mañana
después del desayuno, cuando nos detuvimos frente al Kodak Theater y me hiciste caminar la alfombra
roja, mientras me explicabas dónde estaría el público, los fotógrafos y la televisión, por si un día me tocaba
ir a la ceremonia.

Lamentablemente, parte de mi generación se formó viendo más cine foráneo que cine nacional.
Tus primeras películas, excepto Lucía, llegaron poco a poco a nuestro acervo cultural, como las de otros
cineastas del patio, gracias a algún que otro ciclo de cine cubano en la Cinemateca, o porque alguien
lograba colarte en alguna proyección clandestina.

Pero haberte conocido para mí fue una especie de compensación ante el caos. Ha sido una suerte tan
buena como aquella de la que se jactan los que conocieron a Billy Wilder o a Titón. Y ahora que no estás
para evadirlo, quiero jactarme, en adelante, de haber vivido la experiencia.
Y darte las gracias por tu maravilloso cine.

Donde quiera que estés, te recordaré siempre de camisa blanca, tu invariable parsimonia,
tu espíritu rebelde, y tu ironía mordaz.

                                                                          Humberto Padrón
                                                                            Director de cine.

La bruma

Trato de pensar qué decir de Humberto Solás y ninguna idea logra trascender el misterio de su muerte.
Solo veo una imagen puramente borgiana: la de un jardín de senderos que se bifurcan, y a Humberto
que se pasea por él; yo lo miro desde un sendero por el que me voy a adentrar; tengo una cámara en
la mano, busco una historia que contar y, antes de dar un paso, mi lente lo enfoca. Él lo percibe,
me mira, sonríe y exhala el humo de un cigarrillo. Aprovechando la bruma, comienzo a caminar.

                                                                         Enrique Álvarez
                                                         Director de cine, ensayista.

 

 



Descriptor(es)
1. SOLÁS, HUMBERTO (SOLÁS BORREGO, HUMBERTO), 1941-2008

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital12/cap10.htm