FICHA ANALÍTICA
La comedia cubana (Una historia personal)
García Espinosa Romero, Julio (1926 - 2016)
Título: La comedia cubana (Una historia personal)
Autor(es): Julio García Espinosa Romero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 12
Año de publicación: 2008
Alguien me dijo una vez que yo era un cineasta raro. Tanta pasión por la comedia, tanta veneración por los comediantes, tanto reconocimiento al sentido del humor y, sin embargo, cada vez que hacía un filme en lugar de una comedia me salía un drama.
Así fue con mi primer largometraje Cuba baila. Quise hacer una comedia y malamente logré un neorrealismo light. Más preocupado por dominar el lenguaje establecido, por afrontar en la práctica lo que solo conocía en teoría, los personajes no lograron ser ni dramáticos ni cómicos, es decir, no fueron nada. O mejor, trataron de responder tanto a una cosa como a la otra. Solo que lo lograron a medias, configurándose como imágenes débiles y borrosas.
La historia de una madre, de clase media baja, que quiere celebrar por todo lo alto la fiesta de los quince años de su hija, pretendía revelar lo absurdo y ridículo de sus pretensiones. Lo cómico se derivaba, por lo tanto, del disparate de tales pretensiones en contraste con su realidad económica y social. Pero, así mismo, lo cómico era neutralizado porque el personaje, de algún modo, era dignificado por el contorno social que lo rodeaba. Moraleja: en Cuba todos bailaban, solo que unos con más alegría que otros. Resultado: el humor se fue perdiendo en el tejido de una trama previsible. De esa manera perdió gran parte de su poder corrosivo.
No obstante, lo curioso fue que precisamente historias cuyos personajes no eran ni solo cómicos ni solo dramáticos, iban a resultar la semilla de lo que se me revelaría más tarde como mi propio estilo.
Con Las aventuras de Juan Quin Quin ocurrió otra cosa. Realizada en 1967, es decir, en plena lucha armada en América Latina, algunos detractores la consideraron una perversa comedia, o sea, una burla a la dramática situación que se vivía en aquellos años. En general, ha sido bastante unánime el criterio, bien a favor o bien en contra, de que se trata de una comedia. Soy yo quien no la considera básicamente una comedia, aunque, como me es habitual, con situaciones propias del género.
Es evidente que el filme se puede considerar dentro de la muy añejada novela de la picaresca. Pero pienso que, salvando las distancias, debía recordar más a Don Quijote. En el sentido de que Don Quijote es una novela de caballería sobre las novelas de caballerías. […] Juan Quin Quin es un filme de aventuras sobre los filmes de aventuras. Aquí lo cómico surge al reírnos de lo que en otras películas de aventuras hemos tomado en serio. Las aventuras de Juan Quin Quin es mi tercera película pero yo siempre la he considerado como la primera. Porque fue en este filme donde comencé a expresarme con un estilo propio, libre ya de las ataduras de la narración convencional. Y ese estilo se basa, entre otras cosas, en salirme del cine compartimentado en género. Quiero decir, en historias difícilmente catalogadas como dramas o como comedias.
Si algún humor se pretendía lograr era precisamente el de la sonrisa más que el de la risa, el de la sonrisa que pudiera provocar la inesperada solidaridad con los personajes.
Son o no son es, si se quiere, el paroxismo de este camino iniciado en Las aventuras de Juan Quin Quin. Alguna vez dije que habría que hacer un espectáculo de la destrucción del espectáculo. Son o no son es un intento de llevar a la práctica esa idea. Para ello utilicé el género de la comedia musical tratando de hacer un filme que pusiera en evidencia lo difícil que era para nosotros hacer un espectáculo al estilo de los musicales de Hollywood. La hilaridad se supone que la provoque esa contradicción. Pero de nuevo estamos ante una comedia que desconcierta porque no lo es. Son o no son es un filme que amo porque no solo escapa totalmente a la clasificación del cine de género, sino porque, además, es un filme impremiable, o sea, exento de todo carácter competitivo.
Soy de la opinión de que en arte el estilo no se elige. Es el estilo el que lo elige a uno. O se es dueño de uno predeterminado o no se tiene ninguno. El mío se me fue revelando en la práctica, como pienso que le pasa a todos los creadores que van excavando en la realidad de la vida hasta que encuentran la realidad de ellos mismos.
Se puede decir que nací trabajando como actor en el teatro popular. Antes de los cincuenta existió el teatro vernáculo; y por los años treinta, un cine inspirado en ese teatro. Era un teatro de actores con una gran calidad histriónica. Tenían mucha gracia y el público los adoraba. Los cines de México, Argentina y Brasil, países donde existieron teatros similares, aprovecharon la popularidad de ese tipo de actores e hicieron películas que marcaron época. La producción de esos años se considera como la época dorada del cine de dichos países.
En Cuba se trató de seguir el mismo camino y se hicieron algunas películas que, naturalmente, también gozaron del favor del público. Pero nunca se logró estabilizar una producción.
Al triunfo de la Revolución cubana ya ese teatro y ese cine habían desaparecido, no solo en Cuba sino también en todo el continente latinoamericano. Hubo ruptura sin ningún tipo de continuidad ni en el teatro ni en el cine. Aquellos magníficos actores, que provocaban la risa más por su gracia personal que por la hilaridad de las situaciones, se perdieron y no volvieron a fomentarse. En una palabra, le dimos la espalda a esa posible herencia escénica y solo volvimos los ojos a las nuevas olas que venían de Europa.
Siempre ha estado latente en mí que la búsqueda de un cine popular pasa por la posición que tengamos frente a la herencia de ese teatro vernáculo. No se trata de repetirlo y mucho menos de resucitarlo. Se trataba y se trata de no ignorarlo ni, como suele ocurrir, de despreciarlo, sino justamente de que nuestras posibles rupturas, la indispensable necesidad de aire nuevo, no se hiciera en el vacío, en el olvido, en el desconocimiento de una de nuestras más legítimas raíces populares. El desarrollo pide más el camino de la espiral que los tumbos del zig zag.
No pocos de los grandes actores del neorrealismo italiano vinieron de un teatro similar. El auge del cine italiano de los años cincuenta y sesenta, se alimentó de la gracia, la fuerza, el humor, la credibilidad, de actores venidos de la gran tradición de su teatro popular.
Italia, a diferencia de nosotros, había tenido la posibilidad de un desarrollo cultural más independiente, más coherente. De un teatro regional y costumbrista pasó, sin grandes traumas, a un escenario de auténtico y profundo carácter nacional. Nosotros, sobre todo para los que nos angustiábamos con la búsqueda de un cine popular, solo percibíamos rupturas.
Italia pudo producir, en el cine, no solo lo que llegó a considerarse como la comedia italiana de los años sesenta, sino que filmes tan severamente dramáticos como Ladrones de bicicletas o tan innegablemente poéticos como Milagro en Milán, no dejaron de estar impregnados de un fino sentido del humor. No sucedió así con el cine cubano ni, en general, con el Nuevo Cine Latinoamericano.
En los años ochenta tratamos de promover algunas comedias en el cine cubano. Como de costumbre, tuvieron gran aceptación en el público y no poco rechazo de la crítica. Pero lo desconcertante no fue el juicio sobre estos filmes sino la atmósfera prejuiciada que prevaleció sobre el género. Como se sabe, este prejuicio sobre la comedia es universal y nuestro país no ha sido una excepción. Titón, con mayor fortuna, en los años sesenta había incursionado en el género. Sin embargo, su estatura como cineasta mayor para nada se relaciona con algunas de sus comedias.
La edad de oro del cine norteamericano se debe, en gran medida, a la cantidad de películas y de formidables actores cómicos que tuvieron lugar en aquellos lejanos años del cine silente. La mayoría de ellos vinieron del teatro popular o del circo. Chaplin, Buster Keaton, Laurel y Hardy, los hermanos Max, y tantos otros, estarán para siempre en lo mejor de la historia del cine mundial. Sin embargo, ninguno de ellos se llevó jamás un Oscar. Particularmente, pienso que el único genio que ha dado el cine es Chaplin.
Los años noventa sorprenden al cine cubano con una de las etapas más dramáticas del país. La poca producción que logra realizarse afortunadamente no excluye el humor. En algunos casos la tensión de las historias descansa en la dificultad de expresar la vida con algún sentido del humor. Es como si el país no estuviera para comedias y, al mismo tiempo, las necesitará más que nunca. Pero no como evasión, sino como espejo que fortalece e impide perder los matices.
El principio de un nuevo milenio, nos abre un camino no fácil de transitar. Andarlo con posibilidades será andarlo sin excluir la compañía del humor. El cubano, en general, es un ser simpático, ingenioso. Necesita del humor como del aire. Tal vez demasiado. Resulta impresionante su demasiada necesidad de sentirse simpático. Sentirse señalado como pesado, antipático, le provoca horror, considera que es lo peor que le puede pasar. Por cierto, nunca he abandonado la idea de hacer un documental investigando por qué el cubano siente tanta necesidad de ser simpático.
He sido, soy y seré un gran defensor de la comedia, como género explícito o como aliento latente en los más complejos laberintos del drama. Desconfío de las historias que no me motivan siquiera una sonrisa. Hablo del humor que cree en el ser humano. Del humor que no es negación del rigor. Del humor que toma la vida en serio. Del humor que nos provoca la duda. Y la duda, como se sabe, es indispensable para crecer.
Para Balzac la vida humana no era más que una comedia, la comedia humana.
Descriptor(es)
1. AVENTURAS DE JUAN QUINQUIN, 1967
2. GARCIA ESPINOSA, JULIO, 1926-2016
Título: La comedia cubana (Una historia personal)
Autor(es): Julio García Espinosa Romero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 12
Año de publicación: 2008
Alguien me dijo una vez que yo era un cineasta raro. Tanta pasión por la comedia, tanta veneración por los comediantes, tanto reconocimiento al sentido del humor y, sin embargo, cada vez que hacía un filme en lugar de una comedia me salía un drama.
Así fue con mi primer largometraje Cuba baila. Quise hacer una comedia y malamente logré un neorrealismo light. Más preocupado por dominar el lenguaje establecido, por afrontar en la práctica lo que solo conocía en teoría, los personajes no lograron ser ni dramáticos ni cómicos, es decir, no fueron nada. O mejor, trataron de responder tanto a una cosa como a la otra. Solo que lo lograron a medias, configurándose como imágenes débiles y borrosas.
La historia de una madre, de clase media baja, que quiere celebrar por todo lo alto la fiesta de los quince años de su hija, pretendía revelar lo absurdo y ridículo de sus pretensiones. Lo cómico se derivaba, por lo tanto, del disparate de tales pretensiones en contraste con su realidad económica y social. Pero, así mismo, lo cómico era neutralizado porque el personaje, de algún modo, era dignificado por el contorno social que lo rodeaba. Moraleja: en Cuba todos bailaban, solo que unos con más alegría que otros. Resultado: el humor se fue perdiendo en el tejido de una trama previsible. De esa manera perdió gran parte de su poder corrosivo.
No obstante, lo curioso fue que precisamente historias cuyos personajes no eran ni solo cómicos ni solo dramáticos, iban a resultar la semilla de lo que se me revelaría más tarde como mi propio estilo.
Con Las aventuras de Juan Quin Quin ocurrió otra cosa. Realizada en 1967, es decir, en plena lucha armada en América Latina, algunos detractores la consideraron una perversa comedia, o sea, una burla a la dramática situación que se vivía en aquellos años. En general, ha sido bastante unánime el criterio, bien a favor o bien en contra, de que se trata de una comedia. Soy yo quien no la considera básicamente una comedia, aunque, como me es habitual, con situaciones propias del género.
Es evidente que el filme se puede considerar dentro de la muy añejada novela de la picaresca. Pero pienso que, salvando las distancias, debía recordar más a Don Quijote. En el sentido de que Don Quijote es una novela de caballería sobre las novelas de caballerías. […] Juan Quin Quin es un filme de aventuras sobre los filmes de aventuras. Aquí lo cómico surge al reírnos de lo que en otras películas de aventuras hemos tomado en serio. Las aventuras de Juan Quin Quin es mi tercera película pero yo siempre la he considerado como la primera. Porque fue en este filme donde comencé a expresarme con un estilo propio, libre ya de las ataduras de la narración convencional. Y ese estilo se basa, entre otras cosas, en salirme del cine compartimentado en género. Quiero decir, en historias difícilmente catalogadas como dramas o como comedias.
Si algún humor se pretendía lograr era precisamente el de la sonrisa más que el de la risa, el de la sonrisa que pudiera provocar la inesperada solidaridad con los personajes.
Son o no son es, si se quiere, el paroxismo de este camino iniciado en Las aventuras de Juan Quin Quin. Alguna vez dije que habría que hacer un espectáculo de la destrucción del espectáculo. Son o no son es un intento de llevar a la práctica esa idea. Para ello utilicé el género de la comedia musical tratando de hacer un filme que pusiera en evidencia lo difícil que era para nosotros hacer un espectáculo al estilo de los musicales de Hollywood. La hilaridad se supone que la provoque esa contradicción. Pero de nuevo estamos ante una comedia que desconcierta porque no lo es. Son o no son es un filme que amo porque no solo escapa totalmente a la clasificación del cine de género, sino porque, además, es un filme impremiable, o sea, exento de todo carácter competitivo.
Soy de la opinión de que en arte el estilo no se elige. Es el estilo el que lo elige a uno. O se es dueño de uno predeterminado o no se tiene ninguno. El mío se me fue revelando en la práctica, como pienso que le pasa a todos los creadores que van excavando en la realidad de la vida hasta que encuentran la realidad de ellos mismos.
Se puede decir que nací trabajando como actor en el teatro popular. Antes de los cincuenta existió el teatro vernáculo; y por los años treinta, un cine inspirado en ese teatro. Era un teatro de actores con una gran calidad histriónica. Tenían mucha gracia y el público los adoraba. Los cines de México, Argentina y Brasil, países donde existieron teatros similares, aprovecharon la popularidad de ese tipo de actores e hicieron películas que marcaron época. La producción de esos años se considera como la época dorada del cine de dichos países.
En Cuba se trató de seguir el mismo camino y se hicieron algunas películas que, naturalmente, también gozaron del favor del público. Pero nunca se logró estabilizar una producción.
Al triunfo de la Revolución cubana ya ese teatro y ese cine habían desaparecido, no solo en Cuba sino también en todo el continente latinoamericano. Hubo ruptura sin ningún tipo de continuidad ni en el teatro ni en el cine. Aquellos magníficos actores, que provocaban la risa más por su gracia personal que por la hilaridad de las situaciones, se perdieron y no volvieron a fomentarse. En una palabra, le dimos la espalda a esa posible herencia escénica y solo volvimos los ojos a las nuevas olas que venían de Europa.
Siempre ha estado latente en mí que la búsqueda de un cine popular pasa por la posición que tengamos frente a la herencia de ese teatro vernáculo. No se trata de repetirlo y mucho menos de resucitarlo. Se trataba y se trata de no ignorarlo ni, como suele ocurrir, de despreciarlo, sino justamente de que nuestras posibles rupturas, la indispensable necesidad de aire nuevo, no se hiciera en el vacío, en el olvido, en el desconocimiento de una de nuestras más legítimas raíces populares. El desarrollo pide más el camino de la espiral que los tumbos del zig zag.
No pocos de los grandes actores del neorrealismo italiano vinieron de un teatro similar. El auge del cine italiano de los años cincuenta y sesenta, se alimentó de la gracia, la fuerza, el humor, la credibilidad, de actores venidos de la gran tradición de su teatro popular.
Italia, a diferencia de nosotros, había tenido la posibilidad de un desarrollo cultural más independiente, más coherente. De un teatro regional y costumbrista pasó, sin grandes traumas, a un escenario de auténtico y profundo carácter nacional. Nosotros, sobre todo para los que nos angustiábamos con la búsqueda de un cine popular, solo percibíamos rupturas.
Italia pudo producir, en el cine, no solo lo que llegó a considerarse como la comedia italiana de los años sesenta, sino que filmes tan severamente dramáticos como Ladrones de bicicletas o tan innegablemente poéticos como Milagro en Milán, no dejaron de estar impregnados de un fino sentido del humor. No sucedió así con el cine cubano ni, en general, con el Nuevo Cine Latinoamericano.
En los años ochenta tratamos de promover algunas comedias en el cine cubano. Como de costumbre, tuvieron gran aceptación en el público y no poco rechazo de la crítica. Pero lo desconcertante no fue el juicio sobre estos filmes sino la atmósfera prejuiciada que prevaleció sobre el género. Como se sabe, este prejuicio sobre la comedia es universal y nuestro país no ha sido una excepción. Titón, con mayor fortuna, en los años sesenta había incursionado en el género. Sin embargo, su estatura como cineasta mayor para nada se relaciona con algunas de sus comedias.
La edad de oro del cine norteamericano se debe, en gran medida, a la cantidad de películas y de formidables actores cómicos que tuvieron lugar en aquellos lejanos años del cine silente. La mayoría de ellos vinieron del teatro popular o del circo. Chaplin, Buster Keaton, Laurel y Hardy, los hermanos Max, y tantos otros, estarán para siempre en lo mejor de la historia del cine mundial. Sin embargo, ninguno de ellos se llevó jamás un Oscar. Particularmente, pienso que el único genio que ha dado el cine es Chaplin.
Los años noventa sorprenden al cine cubano con una de las etapas más dramáticas del país. La poca producción que logra realizarse afortunadamente no excluye el humor. En algunos casos la tensión de las historias descansa en la dificultad de expresar la vida con algún sentido del humor. Es como si el país no estuviera para comedias y, al mismo tiempo, las necesitará más que nunca. Pero no como evasión, sino como espejo que fortalece e impide perder los matices.
El principio de un nuevo milenio, nos abre un camino no fácil de transitar. Andarlo con posibilidades será andarlo sin excluir la compañía del humor. El cubano, en general, es un ser simpático, ingenioso. Necesita del humor como del aire. Tal vez demasiado. Resulta impresionante su demasiada necesidad de sentirse simpático. Sentirse señalado como pesado, antipático, le provoca horror, considera que es lo peor que le puede pasar. Por cierto, nunca he abandonado la idea de hacer un documental investigando por qué el cubano siente tanta necesidad de ser simpático.
He sido, soy y seré un gran defensor de la comedia, como género explícito o como aliento latente en los más complejos laberintos del drama. Desconfío de las historias que no me motivan siquiera una sonrisa. Hablo del humor que cree en el ser humano. Del humor que no es negación del rigor. Del humor que toma la vida en serio. Del humor que nos provoca la duda. Y la duda, como se sabe, es indispensable para crecer.
Para Balzac la vida humana no era más que una comedia, la comedia humana.
Descriptor(es)
1. AVENTURAS DE JUAN QUINQUIN, 1967
2. GARCIA ESPINOSA, JULIO, 1926-2016
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital12/cap01.htm